Aquel señor se señoreaba a sí mismo obligándose a ser metódico, ordenado. De mañana, con el sol arrebolado apenas, dejaba el lecho, estrechito, zancudo, medio saltamontes o cigarra que planteaba en el testero de su habitación. Sutilmente creía que estafando horas a la mañana engañaba a la vida y se reía un poco, casi sin querer, de dar con la palmeta en los nudillos del sueño. Como nadie más que algunos pájaros y el vaho de las charcas se levantaban con tanta premura, él mismo se encendía un cacito eléctrico para fabricarse su primera taza de tila. Íbase luego a la ducha. Castigaba su sistema nerviosos con agrios chorritos alimonados por la primera luz y se sentaba ante una mesa donde se hallaba de antemano dispuesta una lista de trabajos que consumirían en su candela toda la jornada. Se daba candela de trabajos como las enamoradizas de ciertas islas del Caribe se rocían de petróleo y se prenden el alma para conseguir arder en un fuego más brillante. Así el señor se consumía en trajines, domando, domesticando sus nervios. Siempre han porfiado en decirnos que esa era la perfección máxima a que un ser humano podía aspirar: "Niño, hay que tener dominio de sí". Y él trataba de conseguirlo.
A lo lejos de su existencia se divisaba con abrumadores encajes sobre un vestido de terciopelo negro. Como su madre no consentía que se meciese en la banqueta del piano, introdujo sus deditos entre la filigrana de su cuello de punto de Irlanda dejándolo en pingajos sobre sus hombros. Así se veía aún hoy cuando ya en torno de su cuello llevaba un durísimo collar de cincuenta años. Allí comenzó su mansedumbre.
"El señor es rencoroso solo consigo mismo", decía Basilisa, que en veinte años de servicios había conseguido sorprender su timidez al hacer resonar sus primeras pisadas del día. "Buenos días, señor", y el señor temblaba al verla con su caparazón de percal gris. Se volvía a mirarla con un trozo de mármol entre los dedos, suspendía la operación de limpieza y contestaba con la voz hecha hilos: "Ando mal, Basilisa, casi no ando". La sirvienta, pachona de casta, venteaba el aire y haciéndose cargo de la situación arrancaba el paño de manos del amo. "Traiga acá. No es de señores sacudir el polvo a vejeces". El coleccionista, vagos los ojos y el corazón anhelante, bien quisiera derribar a empujones su timidez. Pero no podía. "He de dominar mi mala condición de hombre. Dejemos a Basilisa ganar su sueldo". Entonces, sentado a la mesa, frente al balcón, seguía el vuelo terco de dos moscas emparejadas, entrándosele por los ojos camas floridas. Su novia Kristel fue una doncella rubia que no respondía bien al González de su apellido. Alguna cosa resquebrajada, de mal campaneo, ayuntaba estos dos nombres, especie de pareja de tiro formada por un ruiseñor y un percherón. Todo se presentaba cómicamente sensato: la mamá a regular distancia, la niña Kristel y el novio siguiendo mansamente la rueda del paseo, el paseo despidiendo de cuando en cuando carbones candentes de sus arcos voltaicos... Se acercaba mucho el novio a la muchacha para mirarla bien, y a pesar de la luz de los focos, sacudida por las notas aparatosas de la banda de música del regimiento de infantería, iba descubriendo en aquel cutis amplias zonas navegables, pozos secretos, orografías peligrosas. Se abría la blancura de la novia en ramos de estrellas, pugnaban por aparecer algunos canales... Quiso con toda su alma encontrar graciosa aquella urdimbre que descubría la formación auténtica de una piel de mujer. Pensó que todo ello era producto de su sinceridad transparente; se acercó mucho para encontrar en el agrandado de aquellos caminitos errantes una respuesta a su disgusto; pero solo consiguió que dijesen los que veían sus aproximaciones: "Se acerca tanto para no verla". Cuando creyó que ya había dominado sus instintos salvajes, cerrando los ojos para escuchar únicamente la voz, a Kristel se le ocurrió desaparecer por el laberinto de la muerte sin ser llamada.
Nadie, y menos que nadie el novio, al fin apasionado, consiguió explicarse los motivos. El cuarto estaba en orden. Únicamente el espejo del tocador lucía un balazo y otro la frente de la señorita. El novio dominó sus nervios, atormentó sus músculos y, a medio aplacar su desesperación, se precipitó a vivir en su casa de campo.
Allí fueron recibiéndose las colecciones de hermosas antigüedades desde todos los rincones del mundo. Entre este y su cuerpo físico, quedaron tendidas cartas comerciales, cifras, reclamaciones. ¿Qué podía importarle todo lo demás? Leía libros para alcanzar la grata perfección del olvido, cultivando rosas enredaderas por tapiarse, aislándose más cuando el ruido del verano, devorando calores, se le volvía insoportable. Entonces introducía cera virgen en sus oídos para sentir únicamente la fragancia del jardín.
Era esa la sola borrachera que se permitía. El coleccionista, el resto de aquellas horas voluntariamente multiplicadas, leía sugerencias de los posibles remotos orígenes de sus tesoros, o escribía notas en papelillos azules que escondía bajo sus monedas. Aquella mañana, cuando Basilisa levantó el campo, anotó rápidamente bajo una moneda cretense: "¡Oh, dulces prendas por mí mal halladas!" El bigote negro, en hasta de toro hasta las mejillas, se cubrió de un suave rocío. Sacó el pañuelo, se atusó las guías a derecha e izquierda y levantando otra rodaja de oro colocó un nuevo pensamiento sobre papel azul: "Y no halló nada en que poner los ojos, que no fuera recuerdo de la muerte".
¿Lo habían olvidado en ese lugar donde se señala la trayectoria de la vida, dejándolo en la playa como un zapato viejo desdeñado por el oleaje?¿Podría creer que aquellas altas enredaderas espigadas de rosas eran un blindaje suficiente, capaz de detener la obligación andariega del hombre? Así estaba él tentado de creerlo. ¿Y si yo no quiero moverme? Claro, su voluntad alerta al menor desliz le controlaba la mano, la mente, hasta los bigotes negros, pequeños mástiles hacia sus pupilas. Alcanzó una pequeñísima rodajita de oro hundida en terciopelo azul y la echó a rodar sobre el tablero. Dulces cobertores, lechos flotantes, criaturas humanas se le venían a las manos. Procuraba sacudirlas, dejándolas sobre la mesa; pero volvían navegando de perfil.
¿Cuántas mujeres por este trocito de oro? No, no. La paz. Prefiere el señor la paz. Cerró de un manotazo su riqueza y se puso a frotarse la región precordial con una esponja.
En estos trasiegos se hallaba, cuando le pareció oír un rumor de alas. Luego, y no antes, Basilisa entró en su cuarto de baño empujando la puerta.
—¿Y qué puede importarnos, Basilisa? Nuestra conciencia está segura de que nunca hizo mal.
—Señor, es que estamos en guerra.
—Eso puede interesarle a los malvados. Nosotros nada tenemos que cambiar en nuestra vida.
Se descubrió en el espejo un torrente de pelo pegado con jabón calveándole por el tórax. Creyó que le acababan de atravesar la luna biselada con un balazo.
—Señor, es un agente de la defensa pasiva.
—No quiero ver a nadie, Basilisa. Desde hace diez años no veo a nadie y para qué voy a enrarecer el ambiente.
—Pero, señor, estamos en guerra. Quieren inspeccionar los sótanos y saber si es bueno para resistir bombas y cuántos vecinos pueden caber en él.
—¿Vecinos? ¡Basilisa, han perdido la razón! En este sótano apenas caben las escobas viejas y las arañas.
—También dicen que hay que colocar papeles azules en las ventanas.
—Imposible, Basilisa. De día no podría nunca más ver el cielo.
—También van a subir un carrillo de arena a la azotea.
—¿Para qué? La resistencia de los materiales puede no soportar el peso y entonces se nos vendrían abajo estos viejísimos tejados que edificó mi abuelo con la primera plata que ganó.
—Yo le comunico lo que me dicen, pero si el señor insiste en que...
El jefe del sector, hombre decidido, que debía a su temperamento el puesto tan responsable que le entregó la defensa pasiva, se hizo presente en el descote de la puerta. Protegiéndose con una toalla el bosque peludo de su pecho, el coleccionista lo miró, aterrado.
—¿Pero me acompaña usted a ver el sótano, sí o no? La multa para los que ponen dificultades es de...
Quiso responderle, pero una vez más dominó sus ímpetus.
—Acompáñale, Basilisa. En el llavero grande están las dos llaves.
—No, señor; el reglamento dice que tiene que ser el dueño de la finca. ¿Es usted el dueño de la finca?
—Sí, señor.
—Vístase.
Obediente a la voz de mando, pasó sobre sus hombros un batín de motas blancas, dispuesto a decirle cuatro verdades cuando terminase la visita.
—Primero, a la azotea.
El jefe de la defensa contra bombardeos hablaba mucho. En cuanto vio la terraza, calculó su situación estratégicamente.
—Aquí se puede emplazar también un cañón antiaéreo.
—¿Qué está usted diciendo?
—Además, contra las bombas incendiarias, mandaremos un carro de arena. Es gratis. Por su cuenta, aquí, junto a esta chimenea, mandará construir un cajón, y comprará una pala y un pico.
Bajaron las escaleras.
—Este sótano no sirve contra los gases.
—Claro... Apenas si las escobas viejas y las arañas...
—Pero reforzándolo con cemento... Una pequeñísima obra, y podrán guarecerse veinte vecinos a la menor señal de alarma como dentro de un caparazón de tortuga cuando hay tormenta.
—¿Quiere decir que vendrán veinte vecinos?
—Sí. Pero no habrá desorden. Un jefe los controlará, una enfermera se encargará del botiquín, yo mismo pasaré de cuando en cuando de inspección.
Sentía el pobre coleccionista desgajarse, destrozarse el árbol de su existencia. Aquellas futuras promiscuidades le mordían corrosivamente el alma. ¿Cómo oponerse?
Basilisa aprobaba todo con golpes secos de cabeza.
—Ya he explicado a su cocinera la forma de encender la lumbre para que su cocina no eche humo. Aquí, en estas instrucciones, está la manera de colocar las tiras de papel engomado sobre los cristales para evitar que se quiebren por la expansión de las explosiones. Y al final de este cuadernito pueden leer las multas en que incurrirá todo aquel que desde esta noche no consiga un oscurecimiento completo de todas las ventanas y puertas. La patria está en peligro, ciudadano.
Se cuadró militarmente, afirmó en sus sienes un sombrero modesto y dejó sobre la mesa el cuaderno de instrucciones más una tarjetita con esquina rosa. Mientras el jefe de la defensa pasiva se alejaba, el coleccionista agarró la tarjeta, mordisqueándola desesperado de no poder morderle el corazón. Después miró a Basilisa. Estaba muy ufana de conocer al dueño de la confitería La Bola de Nieve, enérgico y mofletudo hombre, que doblaba el camino sin volver la cabeza. Al señor se le fue la suya. Creyó que las patas de los muebles, vueltas puntas de espada, se precipitaban contra el techo mientras una a una rodaban las monedas de su colección de numismática.
Al segundo vuelo, se escuchó en la puerta un griterío igual que si todo el gallinero se desplomase apretujándose a la entrada. Basilisa, revoloteando las alas, indicaba con el dedo índice la dirección:
—Tendremos que poner flechas.
—Señor... Sí, ese que lleva el niño. Más deprisa.
Todo el tumulto, hasta la voz de coronel disfrutada por el dueño de la confitería, le fue ascendiendo al cerebro. El señor comenzaba a no soñar. Insensiblemente los aromos floridos se pasaron sin su contemplación. Algunas mañanas, aquella por ejemplo, olvidó la ducha. Amanecía un día insólito en su existencia. Por una parte, el barullo que remontaba la escalera se le sentaba sobre la vesícula biliar; por otro, la inexorable presencia de un número indeterminado de aviones que las sirenas de alarma acongojadas no podían precisarle. Sintió mareo. Navegaba por aguas pretéritas que no volverían, por aquellos pacíficos mares de contemplación, que se le quedaban convertidos en dos lágrimas dentro del cuenco de la mano derecha. ¡El mundo! Sí, claro es, el mundo del cual había conseguido salir por la puerta falsa, cuando aquel tiro memorable, y ahora se le colaba empujando sus recuerdos demasiado al fondo para que el señor pudiera pescarlos poniéndolos en uso cada vez que los necesitaba. Abrió la arquilla del monetario. No le hablaban ya aquellas que eran las espumas de su entusiasmo. Ni fechas, ni tiempos mejores, ni batallas, ni héroes saltaron de los trocitos de metal. Un silencio de pana azul le fue envolviendo. Entonces, asustándose, el coleccionista volvió los ojos a las cerámicas árabes, a los pocos incas, tocando levemente las talaveras retozonas y sanotas. ¡Tenía un miedo! Le entró huesos abajo un frío insufrible.
—¡Basilisa!
Resonó, abombó la casa. Contestó el eco. La luz, cuadriculada por las tiras de papel previsoras, convertía en un cuaderno de escuela las losas del suelo. Abrió torpemente el balcón.
—¡Basilisa!
Un tiro hizo estallar el vidrio próximo a su sien derecha.
—¡Cállese, hombre! Le puede oír el enemigo.
Y la bomba cayó. Aquella acacia de aliento varonil voló hacia el cielo de los árboles hermosos. Como reventara una conducción de agua soterrada bajo sus raíces, quedaron de ella su recuerdo y un borbotón azul que llenó el cráter.
La casa, resquebrajada en su parte norte, se mantuvo tiesa con la monterilla de un trozo de tejado verdipardo, un poco toreril. El jefe de la defensa pasiva vio confirmados sus pronósticos: "Si la bomba estalla sobre el improvisado refugio, mueren veinte vecinos". Hacía falta cemento. Un cajón de cemento, aunque se inutilizasen las trojes donde se guardaban las cosechas. El señor vio caer a sus pies la más hermosa de sus piezas de cerámica. Al partirse, lanzó un lamento más agudo que la propia explosión.
Se incorporó temblando. Encendió la luz y, de hinojos ante ella, olvidó su propio peligro. La luz le fue descubriendo su cariño hacia las cosas inanimadas, agobiándole de ternura. Apretó los puños. Quiso hacer jugar el dominio de su voluntad, como le enseñaron cuando adiestrando sus nervios le repetía su madre: "Hay que tener dominio de sí". Pero sintió que la histeria le tomaba por los cabellos canos.
—¿Qué está usted haciendo? ¿Pretende que nos asesinen a todos? ¿Señas al enemigo? Apague la luz inmediatamente, mal patriota.
Giró el conmutador. El propietario de La Bola de Nieve, olvidando su dulce oficio, lanzaba alaridos escaleras abajo. Lanzaba esos alaridos para darse valor y poder ejercer las funciones de controlador del miedo de los vecinos. Los vecinos, en el rincón de las escobas y de las arañas, temblaban soplados por la guerra.
El pobre señor gemía en el primer piso con la nariz machacada contra los trozos rotos. Gemía porque durante su vida entera le enseñaron a refrenar sus impulsos y eso le había restado fuerza para hundir la mandíbula al jefe de la defensa pasiva cuando le dijo mal patriota.
Basilisa recogía los baúles. Acercaba la línea de fuego sus banderines rojos. Los aviones llegaban en cuña como los estorninos y las bombas exageraban su tarea. No volvería el señor a escribirse papelitos azules recordándose la muerte. La muerte estaba detrás de cualquier mata de espino que se abría a las veinticuatro horas como una caja de sorpresas.
—¡Cuidado con los tibores!
Basilisa rogaba en sus entretelas por la desaparición de aquella impedimenta.
—Las figuritas de jade, en caja aparte,
Como no hallaron viruta, rompían las sábanas y las camisas. Al fin, treinta cajones de dimensiones diferentes se alinearon en la veredita que lleva al portón. El señor, constantemente, regresaba por alguna cosa que se le olvidaba.
—¡Una cesta, Basilisa!
A gritos, sudados de emociones y de trabajo, entre dos bombardeos, consiguieron ponerse en situación de marcha. "Pasará un camión", les había dicho el jefe de la defensa pasiva. Basilisa y su amo se sentaron a esperarle.
Como a las cuatro de la tarde apareció el camión. No, ese no podía ser: descubierto, sin bancos ni sillas... Imposible. Tal vez llevase municiones. Pero el camión se detuvo.
—Debemos recoger aquí dos refugiados.
Entonces el señor vio que sobre la especie de toril o barrera pintada de gris surgían mujeres ojerosas, niños de cabeza grande, algún viejo...
¿Iba a tener él, el señor, que subir entre aquellas tablas, consentir aquella promiscuidad? Prefería morirse entre sus rosales trepadores.
—Cincuenta kilos por persona. Ni uno más.
Entonces se mordió los labios para no responder, para perfeccionar su sufrimiento hasta límites inauditos.
—Me quedo —dijo simplemente con un dejecillo señorial.
—Evacuación obligatoria. Lo sentimos en extremo.
A brazo partido consiguieron apartarlo de su riqueza.
—¡El cofre, Basilisa! ¡El cofre!
Subieron el monetario. Basilisa trató de explicar que necesitaba el cesto con dos pollos. Imposible. Arrancó el camión como zorro perseguido. Enfilaron la carretera. A su espalda, inexorables, tres trimotores hacían doblarse los álamos contra la tierra.
Llegaron a un refugio. Masticaba el señor su fracaso de coleccionista. Comía en un bote de tomate una comida perruna que Basilisa consiguió para él. El recuerdo de su casa vacía, de sus colecciones amontonadas le daban fuerza para ser indiferente. Iba sucio. No había ducha, ni hora de levantarse, ni silencio. Junto a su pie lloraba un niño muy chico.
—No lo pise, señor.
Sobre sus rodillas solía dormirse una vieja. En el desconcierto que juntaba a los seres humanos, a veces se podía ver alguna mujer joven, olvidada de sí misma, que se levantaba dejando un rastro húmedo. Basilisa, buscando aderezar todas las anormalidades, decía:
—Tiene miedo, pobre.
El señor no veía más que las piernas mojadas volviendo más rubias unas pobres medias que fueron de seda. ¡Qué extraño! Había mujeres de carne en los refugios para los refugiados temblorosos. ¡De carne! Los bigotes mal cuidados que fueron antes torrecillas negras hacia sus párpados, se inclinaban, mongólicos. Sentado sobre su cofre, aguardaba, dominándose los nervios, una prueba más.
—Señor, señor, ¿no ha sentido los piojos?
La voz de Basilisa apenas si agitaba el aire.
—¿Piojos?
—Sí, va a venir la Sanidad para que no nos rasquemos tanto.
Un temblor le sacudió la boca. Metió su mano bajo la axila. ¡Piojos! Claro es, piojos. Ahora comprendía aquel andar constante de sus manos explorando el cuerpo. Llamaban a la puerta del refugio a grito herido:
—¡Todos los hombres a la derecha! ¡Las mujeres a la izquierda!
Quiso no ir, desertar de aquella cuerda trágica de seres anónimos, ser de nuevo el coleccionista respetado a quien escribían los arqueólogos y las instituciones de mayor prestigio, rebelarse en nombre de su sabiduría, de su casta, de su condición... ¡Pobre! La guerra le llevaba en su pico. Al pasar, distraídamente, alguien le dio un número.
—Cuélguelo en la camisa.
Así, marcado como un potro, entró en la fila de los desdichados que iban a matar su orgullo y sus piojos en la estufa de la desinfección.
—Más deprisa, Basilisa. Corramos. Están ahí.
—Pesa mucho el cofre.
—Espera.
Brilló el monetario a los rayos de tenue naranja de un sol invernizo. Eran pupilas de niños muertos, niños antiguos con ojos de oro, plata, bronce... Se les quedó mirando extraviadamente. Había que decidirse. La selección le sepultaba un cuchillo de dudas.
—Vamos, señor. Es el último tren.
Nadie miraba. Ninguno de aquellos seres machacados de asombro miró la belleza de las monedas antiguas. ¿Servían para comer? ¿Se podía esperar que mágicamente detuvieran la agresión? Entonces, preferían las cebollas que la Cruz Roja llevaba en un carrito hacia los vagones delanteros.
—Apártese, hombre.
En improvisadas parihuelas iban entrando heridos graves.
—Han vuelto a bombardear la carretera.
El señor, alzados los ojos hacia Basilisa, le pedía consejo.
—¿Cuáles?
—Las de oro, señor.
—Según. Estas cartaginesas de plata valen más que estos doblones de oro.
—Entonces, señor, vamos a meterlas en mi chal y envolverlo todo en las camisas.
Así hicieron. Un petate de soldado con licencia salió perfecto de la operación. No quiso ni mirar las monedas que quedaron en la bandeja de terciopelo. Cerró el cofre y lo apoyó contra el muro junto a un banco de hierro, mohoso de aguardar trenes. Con el pie empujó bajo él todos los papelillos azules que le sirvieron de comunicación subterránea con los siglos pasados. "Salid sin duelo, lágrimas, corriendo"...
—¡El tren, señor!
El ciervo mugiente de la locomotora entraba en agujas. Con algunos techos y portezuelas sueltos seguían los vagones. Basilisa se unió al clamor. El coleccionista apretaba contra sí el tesoro y seguía agarrado a la mano de la mujer para no perderse. Quisieron desunirlos.
—¡Los hombres solos, en aquel furgón de caballos!
Alguien que intentaba controlar la avalancha, los detuvo:
—¿Con quién va usted?
Entonces el señor, sintiendo desangrársele toda posibilidad de huida, contestó dulcemente:
—Con mi mujer.
—Aquí tampoco pueden quedarse. Vayan más al sur.
Ya no había trenes. La carretera conservaba los indicadores. Uno de ellos señalaba a trescientos kilómetros de distancia un puerto de mar. A derecha e izquierda, campamentos de gentes cansadas. A derecha e izquierda, árboles y huertos. A derecha e izquierda, casas construidas con los frágiles materiales de la paz. Basilisa se apoyaba en el brazo del señor. Dormía el señor sobre el regazo de Basilisa. Volvía a sentir una pierna femenina junto a su marcha. Quería convencerse de que aquella media recia de algodón casero le agarraba también a él los talones, para que la tierra no lo despidiera totalmente. Alternaban la dulce carga. En ocasiones, ella exigía que se desprendiese de algunas monedas. El señor, con los ojos llenos de lágrimas, suplicaba: "Aguarda que pasemos un puente". Al principio quiso convencerla de que aquello era dinero, sumas importantes de dinero, pero tuvo que desistir. Basilisa continuaba llamándolas medallas en lugar de monedas.
Cuando echaron a andar, se sintieron jóvenes. Creyó el coleccionista que podría reconstruir su aislamiento. Era ancha la tierra. Se está bien en el mundo cuando hay tierra para andar. Por primera vez comprendía el gran espacio que necesitan los hombres aunque sean muy chicos. Esto era confortable, aunque se sintiese pequeño, desamparado... Desamparado en un silencio lleno de palpitaciones sonoras, de venas, murmullos y pausas. Este sí que era un silencio profundo para leer su correspondencia un coleccionista. Pero le llegaba, justamente, cuando no había carteros. Nunca se había dado cuenta.
—Basilisa, ¿qué te parece el campo?
—Bueno para señoritos ociosos, señor.
¡Esta Basilisa! Le oprimió con ternura el brazo. Un brazo cuarentón, resquebrajado de soles. Solo un momento pensó que opinaban distinto. Pero era una sola honradez la que iba del brazo en aquel hoyo de luz que las guerras permiten, riéndose.
—¿No tienes hambre?
Se conmovieron al ver gallinas picoteando entre las malvas reales.
—Te quiero convidar.
Abrió la puerta. Levantó su sombrero.
—Nos han dicho, señora, que usted vende comida.
—Pago adelantado.
—Está bien.
Deslizó sus camisas. Las monedas, soltando brillos infantiles y juguetones, mostraron su linaje. La ventera se inclinó sobre el mostrador.
—Mire, legítima. De la época de los Trastámaras. Estas esquinas que la hacen perder su redondez vienen de la avaricia de aquellos que al pesar las monedas sacaban provecho de las virutas de oro. Vale...
—Vayan al prestamista, buena gente, y que se lo cambien por billetes de banco.
Salieron a la carretera. Basilisa quiso defender a voces los monarcas desdeñados.
—No. Calla. Déjala. Hay que saber en qué tiempos vivimos.
Basilisa vio el arco iris de una gota redonda sobre el bigote negro de su amo. Aunque fuera desdecirse de su palabra, le pudo más el corazón. Giró su busto matronil, buscando en él una bolsita bordada en crucetillas rojas. Cuando la halló, su dedo mojado en saliva separó un papel.
—Ande, señor. Cómprele huevos a esa arpía.
El señor, automáticamente, empujó la puerta y dejó en manos de la mujer desconfiada el papelucho renegrido y se quedó aguardando el milagro de un billete de banco.
El muelle. Andar por un muelle es difícil. ¿Contra qué grúa se apoyará el señor? Los barcos interceptan la vista al mar. Cuando entre dos cascos se adivina el agua, es solo una plancha caliente o fría, según la temperatura del aire. Hoy hace frío. No tiene el señor brazo cuarentón donde agarrarse. Se le han ido desapareciendo de la memoria todos los asideros que con tanta firmeza lo amarraban al pretérito. Piensa que es un globo libre. Cabecea y se da encontrones contra recuerdos que lo empujan despiadadamente.
Basilisa ha quedado tendida en una linde, más gorda, más fea, más criadil su atavío pobre. Apenas si sobre la boca la nariz le floreció un poco. Al señor lo empujaron brutalmente. La tierra rechazaba la agresión con chorros de arena y piedras. El señor se vio obligado a huir con el rebaño, colgándole del hombro el chal de Basilisa. No sentía el peso. Cuando sentía cansancio en el hombro, le entraban ganas de tirarse al suelo y de llamarla hasta que acudiese. Pero no lo hizo. Va por el muelle buscando el barco. Le ha pisado los talones un enemigo alado que él no consiguió ver nunca. Pero se irá. Puede irse a otro continente. Huir por el agua. Necesita perder esa sensación de golpearse contra los vientos. De que todos los vientos lo golpean. Tampoco le es posible morir. Además, toda la humanidad anda, corre, se agrupa, se dispersa empujada por un cayado invisible. Él también anda y corre. Ya no lleva botas de sabio acordonadas hasta el tobillo. Basilisa, en una aldea, le compró alpargatas blancas. Pero el traje es negro, correctamente negro. Y, sin embargo, ¿dónde dormirá? Se le vuelve a cada momento más difícil el no tropezarse con los muros de los tinglados, con las patas dromedarias de hierro. Necesita aligerar el pensamiento para encontrar rumbo. Le gustaría que sus pies, aquellos pobres pies, aquellos miles de pies que se arrebatan ensangrentados, pudiesen entrar un instante en el agua fría del mar. Se enternece pensando que por su gesto de quitarse las alpargatas estirando los dedos, puede que a lo largo y ancho de una nación miles de hombres descansen su fatiga.
¡Qué gusto saberse rebaño! Cuando con los dos pies al aire, remangadas pulcramente las bocas de los pantalones, introduce sus dedos en el mar, le sube un borbotón de sorpresas. Empuja un corcho que flota. Hace un remolino. Cree que canta: "Basilisa, Basilisa, ¡espérame!".
¿Cómo no vio antes su ternura doméstica? ¡Estos millones de rayos de sol! En los puertos hay mujeres que se entregan por oro. Están en las esquinas. Nunca a media calle. Siempre hay una esquina y un farol. Pero se reirían de él. ¿Pero por qué nadie se ha reído de verlo huir? Es que todos van ridículamente apretados en bloque y más solos que nunca. Definitivamente solos con su muerte saltándoles delante, detrás, a los costados... ¡La guerra! ¿Por qué la guerra? Su conciencia está bruñida y solitaria. Tal vez demasiado solitaria. ¿Demasiado solitaria? Sí. Ese volumen de su inteligencia pudo ocuparse de formular la manera de oponerse a la matanza. Su inteligencia y la de los otros eran como los pañuelos de su uso personal. ¡Qué fracaso! Vacío, huecos, están los asientos de los estudiosos. ¡A él le han muerto a Basilisa! Empujó el corcho.
—Te vas a caer.
—Nada me importa.
—Sí, te vas a caer en agua sucia.
—Más sucio está el mundo.
—Tienes razón, chico.
Una mujer casi joven se sentó, mostrándole las piernas. No era su propósito encandilarlo con seda artificial.
—¿Vienes de muy lejos?
El señor hizo un gesto vago. Aplastó entre dos palabras una mosca.
—¿Eso nada más has traído?
Intentó levantar con una mano el chal de Basilisa.
—¿Traes piedras?
Introdujo sus dedos en el atado de ropa.
—¡Anda, medallas!
—Monedas.
—Claro, monedas viejas. Dame una.
—¿Y tú?
Se atusó los bigotes otra vez en agujas hacia los párpados.
—¿Tienes dinero?
—Ya lo ves.
—No. Del otro.
—Esto es más.
—Puede, pero me detendría la policía.
Saltó la moneda al aire, la recogió con la palma abierta. El señor dominó su espanto, se le nubló el habla.
—¡Ay!
Se rio la mujer con crujido de grúa.
—Tienes otras, pichón. Hay que dar, como dice mi amante marinero, su sueldo al mar.
Durante todo el viaje, una a una de las noches de navegación, ofreció al mar una moneda. Se aligeraba el chal de Basilisa. Sentado sobre el suelo en la popa oscurecida por temor a los torpedeamientos, decía, casi en alta voz, para sí y las estrellas, la fecha aproximada de la época, de la vida, el hecho célebre que pudo ver y hasta la belleza capaz de venderse a aquel disco metálico que apenas agitaba la espuma. ¡Mala época eligió usted para ser coleccionista! Hay que ir ligero, sin lastre en los bolsillos. Nuestra época está bajo el signo de la huida, del éxodo en bloque; nunca la humanidad semejó más un rebaño calenturiento. Si se retirasen las selvas, si los torrentes se trasladasen buscando lechos más floridos, si las carreteras cansadas de sus trazados intentasen agrandarse, conquistando otras rutas y terrenos, un clamor de los hombres se levantaría para evitarlo. ¡Cuánto afanaría la inteligencia humana imaginando diques y represas! ¡Cuánto suplicarían las iglesias la unidad de las fuerzas espirituales! Pero hoy... Alguien ha dicho una terrible fórmula mágica y nadie encuentra la palabra que la detenga. Sacó su moneda. Pensó: "Con la luna pueden verla los peces, alguien puede luego pescarlos. Un niño, al partir su parte, es posible que la encuentre más nueva que nunca. ¿Un niño de qué año?". Él solo quiere un collar de peces para sujetarle bien la corbata que ya no usa. Ve a su novia con la piel agujereada por la viruela, entrándole y saliéndole pececillos por el cutis a la luz de los arcos voltáicos; su madre, con cara de Basilisa, limpiando el polvo de sus pensamientos; su padre, con la voz del jefe de la defensa pasiva... Tienes que dominarte. Ve los dedos que le afilaron las torrecillas de sus bigotes. Un corcho. La voz del funcionario de evacuación... Obligatoria, obligatoria.
—No nos deje usted.
—Capitán, pensaba descansar.
—Pues váyase a su cama. El agua está demasiado limpia.
—Como usted guste.
En la fila, el señor parecía de los más miserables. Era un pordiosero aseñorado tratando de ocultar las grietas de su fortuna. El chal de Basilisa al hombro le hacía poco bulto. Coleaban los emigrantes por los pasillos del barco hasta el comedor de segunda clase. Los funcionarios del nuevo país estaban relucientes. Les brillaba la paz en los semblantes. Miraban desdeñosamente ducales a los nuevos pobres. La mesa separaba dos continentes. De cuando en cuando, detenían la fila y encendían un cigarrillo. Cientos de corazones se encogían temerosos de no alcanzar a sentir la tierra extranjera bajo sus pies. Continuaba el examen. Una lección penosa. No recordaban ni los años que tenían. No tenían años. Una parte de la humanidad se encontraba suspendida por los cabellos en un pasillo misericordioso. Quisieran sonreír para acelerar los trámites. Están ávidos de una palabra suave que les limpie los oídos del odio de las explosiones. Pero nadie la pronuncia todavía. Un paso más. Un hombre más ante la máquina policial y aduanera.
—Señor...
—Yo soy un hombre honrado.
¡Pobre paraguas con las varillas rotas! Tú eres un derrumbadero de miserias.
—¿Trae dinero?
Se le iluminaron los ojillos. Sí, traía dinero. Un tesoro de oros verdes antiguos. Había en él sirenas roncadoras y cabezas de emperadores y simbólicos toros y cruces y leones y castillos y flechas y números... La Humanidad traficando desde sus años más tiernos y la guerra, el arte, el amor, el comercio, las civilizaciones, los siglos, la muerte, la inmortalidad... El chal de Basilisa extendió su trama pobretona sobre la mesa. Los ojos de los ciudadanos de un país en paz lanzaron rayos de concupiscencia. ¡Oro! Las escamas de la civilización saltaron en las manos avariciosas. El coleccionista quiso explicar... ¡Para qué! Un funcionario contaba las monedas.
—Ciento veinte.
—Tendrá que venir un tasador, y los derechos de aduana van a ser elevados. Recoja eso. Ya se le llamará después.
¡Ah! ¿Conque no desembarcaba? ¿Conque no podía, como los demás, sentir el asfalto en los muelles pacíficos? ¡Ah! ¿Conque tenía que pagar lo que no llevaba? El acordeón arancelario estrangulaba al señor. ¡Basilisa! Entonces volvió a popa, desanudó de nuevo el chal, dio ciento veinte besos a su corazón de oro y fue lanzando las monedas una a una a la bahía.
Libre, acudió al tribunal.
—Nada tengo. Quiero la autorización de desembarco.
Luego, desnudo y liviano, se dirigió al hombre probo y funcionario de aduanas y le lanzó, sibilino, cortante:
—Tú también morirás lejos...
Y el señor se dirigió a la primera barbería para que se quedasen también con sus bigotes.
(María Teresa León, Morirás lejos (Buenos Aires, 1942). Incluido en: Ignacio Martínez de Pisón (ed.), Partes de guerra, Catedral, 2022, págs. 211 -227)
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Exiliados españoles a bordo del Stanbrook, en el puerto de Orán (Argelia) (archivodemocracia.ua.es) |
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María Teresa León, hacia 1928 |
María Teresa León Goyri fue una novelista, ensayista y dramaturga española. Forma parte de "Las Sinsombrero", grupo de mujeres intelectuales y artistas que se atrevieron a desafiar las tradiciones y a reclamar la independencia y la autonomía para las mujeres, así como el acceso a una formación intelectual al mismo nivel que la de los hombres. Junto a María Teresa León, pertenecen a este grupo Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, María Zambrano, Rosa Chacel, Josefina de la Torre, Margarita Gil Roësset; Margarita Manso y Maruja Mallo. Compañeras de los poetas de la Generación del 27, estas mujeres fueron invisibilizadas y sus voces silenciadas en la historia cultural hasta fechas recientes.
María Teresa León nació en Logroño en 1903, en una familia burguesa e ilustrada. Su padre, Ángel León, fue coronel del Ejército y su madre, Olivia Goyri, era prima hermana de María Goyri, escritora y filóloga casada con Ramón Menéndez Pidal, pionera en la defensa de los derechos de la mujer y la primera mujer en obtener en España un doctorado en Filosofía y Letras. María Teresa pasó su infancia en Madrid y Barcelona. La influencia y el apoyo de sus tíos y de su prima Jimena resultaron decisivos para que prosiguiera sus estudios en la Institución Libre de Enseñanza tras ser expulsada del colegio Sagrado Corazón de Leganitos y más tarde se licenciara en Filosofía y Letras. En 1917 la familia se trasladó a Burgos y en 1924 María Teresa comenzó a publicar artículos y cuentos en el 'Diario de Burgos', casi siempre bajo el seudónimo de Isabel Inghirami, la heroína de Gabriele D'Annunzio. En 1920 contrae matrimonio con Gonzalo de Sebastián Alfaro, con quien tuvo dos hijos. En 1925 abandona a su marido y comienza una nueva etapa en libertad, para lo cual tiene que renunciar a sus hijos. En 1928 viaja a Argentina y en Buenos Aires desarrolla una intensa actividad cultural impartiendo conferencias. A su vuelta publica su primer libro, Cuentos para soñar (1929), prologado por su tía María Goyri. Ese mismo año se separa definitivamente de Gonzalo y marcha a Madrid, donde acaba su segundo libro, La bella del mal amor. Cuentos castellanos (1930).
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María Teresa León con los hijos de su primer matrimonio |
En 1930, durante una lectura de poemas del poeta gaditano en casa de un conocido abogado, conoce a Rafael Alberti, quien ya había ganado el Premio Nacional de poesía por Marinero en tierra, y mantenía una relación con la pintora Maruja Mallo. Alberti, que se convertirá en su compañero de por vida, evoca así el encuentro con María Teresa, que le pareció inteligente y una de las mujeres más bellas de España:
"Surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada, como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho".
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Rafael Alberti y María Teresa León, en una imagen del Museo Alberti, Puerto de Santa María (Cádiz) |
Tras obtener el divorcio de su primer marido, en 1932 se casa por lo civil con Rafael Alberti y juntos inician una etapa plena de proyectos comunes. La pensión concedida a María Teresa por la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar el movimiento teatral europeo los lleva a viajar a Berlín, la Unión Soviética, Dinamarca, Noruega, Bélgica y Holanda. En 1933 fundaron la revista 'Octubre', en la que León publicará su obra Huelga en el puerto (1933). Al año siguiente viajan de nuevo a la Unión Soviética para asistir al Primer Congreso de Escritores Soviéticos, donde conocen a Gorki y a Malraux. Tras el estallido de la Revolución de Asturias en octubre de 1934, marchan a Estados Unidos para recaudar fondos para los obreros damnificados.
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María Teresa León (primera a la derecha) en el homenaje a Cernuda por su obra 'La realidad y el deseo'. De pie, de izda. a dcha: Vicente Aleixandre, García Lorca, Pedro Salinas, Alberti, Neruda, José Bergamín, Manuel Altolaguirre y María Teresa. Sentados, en el centro, Concha Méndez y Luis Cernuda, 19 de abril de 1936 |
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Rafael Alberti y María Teresa León, de excursión con Manuel Altolaguirre y otros amigos, fotografiados por Concha Méndez hacia 1936 |
El golpe de estado del 18 de julio de 1936, que dio inicio a la Guerra Civil, los sorprendió de vacaciones en Ibiza, donde se refugiaron en una cueva con vistas a una playa virgen para evitar ser detenidos. Cuando el Gobierno de la República recuperó el control de la isla, pudieron regresar a Madrid. Durante la guerra, ambos se integraron en la Alianza de Escritores Antifascistas, de la que María Teresa fue secretaria, y, junto a otros escritores de la Alianza, fundaron la revista cultural 'El mono azul'. Estas experiencias aparecen recogidas en sus novelas Contra viento y marea (Buenos Aires, 1941) y Juego limpio (Buenos Aires, 1959) y en algunos de sus cuentos. Ambos participaron en la Junta de Defensa y Protección del Patrimonio Cultural, que se encargó del traslado de obras de arte del Museo del Prado y de El Escorial. María Teresa participó en la confección del Romancero de la Guerra Civil, dedicado a García Lorca y llevó a cabo una intensa actividad de agitación cultural en los frentes de batalla, centrándose sobre todo en el teatro. Fue subdirectora del Consejo General del Teatro y responsable del Teatro de Arte y Propaganda y más tarde de Las Guerrillas del Teatro, con las que puso en marcha diversas empresas teatrales en las que trabajó como dramaturga, directora de escena e incluso como actriz.
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María Teresa, Rafael y su hija Aitana en La Gallarda, Punta del Este (Uruguay), hacia 1948. Foto: Mandello
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Tras la derrota republicana, el matrimonio emprendió el camino del exilio, que los llevaría a Orán, Francia, Argentina e Italia. En París trabajaron como traductores de la radio francesa Paris-Mondial y como locutores para las emisiones de América Latina hasta 1940, cuando el gobierno de Pétain les retiró el permiso de trabajo. Después vivieron veintitrés años en Argentina, donde nació su hija Aitana en 1941. María Teresa escribió allí, además de las novelas citadas anteriormente, los libros de cuentos Morirás lejos (1942), Las peregrinaciones de Teresa (1950) y Fábulas del tiempo amargo (1962), las biografías El gran amor de Gustavo Adolfo Bécquer (1946), El Cid Campeador (1954) y Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos los deberes (1960), así como los ensayos La historia tiene la palabra (1944) y, en colaboración con Alberti, Sonríe China (1958). El ascenso de Perón al poder los llevó a abandonar Argentina e instalarse en Roma, donde permanecieron desde 1963 hasta 1977, año en que pudieron regresar a España. En el barrio del Trastévere, donde vivían, escribió su obra más valorada, sus memorias (Memoria de la melancolía, publicada en Argentina por la editorial Losada en 1970), mientras el matrimonio viajaba por medio mundo y María Teresa luchaba contra los primeros síntomas del alzhéimer, que se hicieron plenamente visibles en 1971. Cuando regresaron a España en abril de 1977, la enfermedad apenas le permitió disfrutar del regreso a la patria perdida y añorada. Mientras Alberti volvía a Roma para continuar su labor como pintor y poeta, María Teresa permaneció en España y fue ingresada en un sanatorio de Majadahonda, donde pasó sus últimos años y donde murió el 13 de diciembre de 1988, a los 85 años. En su lápida del cementerio figura, a modo de epitafio, un verso de Alberti que evoca los días felices: "Esta mañana, amor, tenemos veinte años"*.
María Teresa León fue una escritora brillante, cuya obra no gozó en vida del merecido reconocimiento, eclipsada por la luz de Alberti, como reconoce la autora en sus memorias:
"Ahora soy yo la cola del cometa. Él va delante. Rafael no ha perdido nunca la luz".
*Puedes leer el poema completo AQUÍ.
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María Teresa León y Rafael Alberti, a su llegada a Madrid tras su largo exilio, en 1977. /Foto: El País |
[Imagen inicial: kuhoptorg.ru]