EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


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domingo, 25 de julio de 2021

"Princesa Leia, vestida de novia", de Federico Díaz-Granados


Princesa Leia (Carrie Fisher). Foto: Lucsfilm Ltd


Princesa Leia, vestida de novia

                       Y sé que a  la princesa
                                           Leia irán dirigidas mis últimas palabras
                                           cuando la luz se apague, y que repetiré
                                           su nombre en mi agonía, como si ella tuviese
                                           un nombre, antes de hundirme en la noche total.

                                                                    LUIS ALBERTO DE CUENCA


Te conocí en las noches de mi infancia.
Tenías 18 años y eras una sola mujer:
Leia Organa,
Senadora y Princesa de este corazón más roto y fragmentado
que tu soberana Alderaán.

Te perseguí por los viejos cines de barrio,
tuve tus posters en los muros de mi cuarto stickers en mi ventana
y repetí de memoria cada una de tus palabras.
Tú eras mía y desde entonces siempre lo has sido
Eras la primera, la única y la última de mis mujeres.

Algo de ti tiene hoy mi soledad.
Algo de tu belleza este rencor y cobardía
frente a postales de planetas con dos soles
y naves que huyen con aprendices, piratas mercenarios y viejos guerreros.

Princesa Leia, regresas vestida de novia.
Por qué ese ademán de tristeza cuando oyes la suite de la Batalla de Yavín
Por qué esos gestos si a este amor lo pronuncia un idioma que no nos pertenece
Cuántos siglos, cuántas millas y a qué velocidad viajaron tus lágrimas
para llegar a este cuerpo.
Ante cuál religión te persignas cada día,
ante qué rituales inclinas tu cabeza, pequeña princesa.

Ahora que la vejez llega con sus finos deterioros, 
a esta edad que es más lenta que la tuya.
Ahora que llega con sus polvos en las estanterías
yo deseo cantar, pequeña princesa
del mismo modo que te amo:
igual que una gota de aceite extraviada en el universo
más y más lejos de mi muerte.

Si de niño
jugaba a encontrar tesoros en el centro de la tierra
o gigantes criaturas y grandes minerales en el espacio
y pintaba mapas en cuadernos cuadriculados
Qué diré de este amor de lápices de colores y papel mantequilla
Que nunca tuvo horóscopos, canciones ni peluches.

Qué diré de ese amor que pronuncia tu nombre y dibuja tu rostro
mientras me recoges una vez más,
         como ayer, como en el cine matinal,
como en los sueños que nunca pude atrapar,
como la primera navidad o el último halloween.
Me recoges como antes y como hoy,
Leia Organa de Alderaán, 
la primera, la única y la última de mis mujeres

y siempre vestida de novia.

En Las horas olvidadas, Valparaíso, 2014  


El poeta colombiano Federico Díaz-Granados expresa en este poema un  amor adolescente  e imposible por un mito del cine, la princesa Leia, personaje de ficción de la saga Star Wars, de la que el autor es un verdadero fanático. La actriz estadounidense Carrie Fisher (1956-2016) interpretó el papel de Leia Organa en La guerra de las galaxias (1977), El imperio contraataca (1980), El retorno del Jedi (1983) y, treinta y dos años después, en El despertar de la Fuerza (2015), así como en Los últimos Jedi (2017) y El ascenso de Skywalker (2019), estrenadas póstumamente.

En el artículo "Apuntes de un fanático de La guerra de las galaxias" (El tiempo, 16 / 12/ 2015), escrito con motivo del estreno de El despertar de la Fuerza,  ha explicado lo que significó en su infancia esta saga, que para él tiene evidentes similitudes con la del rey Arturo y con la tragedia griega:
No recuerdo bien si fue en el cine Palermo o en el Royal Plaza de Bogotá donde vi por primera vez, en 1977, La guerra de las galaxias. Y la llamo así porque para los primeros fanáticos de esta saga en América Latina y España con ese nombre reconocíamos todo un universo de mitos, cartografías, religiones y batallas. 
Mi niñez tuvo una razón de ser y un matiz particular gracias a ese amor genuino por los personajes de aquel episodio. Y es que para muchos de los que fuimos niños a finales de los años 70 y comienzos de los 80 La guerra de las galaxias se convirtió en toda una religión y una fe de a puño cerrado. Mis primeros ídolos se personificaban en los juguetes de Kenner de esta saga, elaborados a mano y con gran precisión en el detalle y el color. De igual forma, el vinilo con la banda sonora de John Williams, interpretada por la Orquesta Sinfónica de Londres, se transformó en la música que definió la sensibilidad de una época y el carácter de una generación.

Y en declaraciones a la revista Arcadia (11 / 12 / 2015) confiesa que Star Wars fue el gran mito de su infancia:

Todos tenemos un mito  al que nos aferramos, y años después vine a entender que La guerra de las galaxias tenía toda la estructura mítica y literaria que tienen los grandes clásicos. Tiene la estructura de las historias griegas, el viaje del héroe, la búsqueda del héroe... También una estructura bíblica, porque hay una profecía. Hay política, democracia, un frente a los sistemas totalitarios, educación, novelas de caballería, una princesa que es rescatada y un pirata que se enamora de ella.

 
Federico Díaz-Granados. (circulodepoesia.com)

jueves, 22 de julio de 2021

"Casa tomada", de Julio Cortázar


Edouard Vuillard, Habitación iluminada por el sol


Casa tomada

 

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de debajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas  viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.


Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esa parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da mucho trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.


Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.


Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media, por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.


(Cuando Irene soñaba en voz alta yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de esto todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarme le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezada el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las doce de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarme tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

(Julio Cortázar, Bestiario, Alfaguara, “Biblioteca” de Julio Cortázar, Madrid, 1982, págs. 13-21)


 "Casa tomada", uno de los relatos más conocidos de Julio Cortázar (1914-1984), se publicó por primera vez, con dibujos de Norah Borges,  en diciembre de 1946, en el número 11 de 'Los Anales de Buenos Aires', revista dirigida entonces por Jorge Luis Borges. Posteriormente fue incluido en el volumen Bestiario (1951), primer libro de cuentos de Cortázar, integrado por ocho relatos que sorprenden por la adecuación precisa del lenguaje y la perfección estructural.  Con ellos se inicia la tendencia de la literatura cortazariana hacia lo fantástico y, como observa su editor, nos sumergen "en un mundo en el que las pesadillas se arman con los objetos y las circunstancias cotidianas". O, como explica María Clara Lucifora, el género fantástico en Cortázar se presenta de acuerdo con lo expresado por Barrenechea:

En un contexto familiar y conocido, algo va mutando hasta transformarse completamente. Esto produce vacilación, temblor, extrañeza. Ante esto, los personajes van acomodándose como pueden a través de cambios graduales, porque consideran esa mutación, ya sea del entorno o de sí mismos, como algo natural e inexorable. Por ello, los desenlaces nunca son los esperados , sino que son extraordinarios, sorprendentes e inquietantes.

"Casa tomada" tiene su origen en una pesadilla, según confesó el autor en entrevista con Joaquín Soler Serrano en el programa de RTVE 'A fondo' (1977):

Yo soñé ese cuento, sólo que no estaban los hermanos, había una sola persona que era yo, y algo que no se podía identificar me desplazaba poco a poco a lo largo de las habitaciones de una casa hasta echarme a la calle. Había esa sensación que tienes en las pesadillas en que el espanto es total sin que nada se defina. Es, simplemente, el miedo en estado puro.

Cortázar se despertó sobresaltado y empezó a escribir el cuento, que completó en apenas tres días.

Se trata de un relato modelo en la cuentística cortazariana, el cual ha sido objeto de numerosos estudios  y de muy diversas interpretaciones ya que, como en todos los cuentos de Cortázar, ante la ausencia de explicaciones, se destaca más la ambigüedad produciéndose infinitas interpretaciones (Seong, Yu-Jin). La imagen de Irene tejiendo sin descanso remite constantemente al mito de Penélope en espera de Ulises, pero también se ha visto en él una recreación del mito del Minotauro o una alegoría del aislamiento de Latinoamérica después de la Segunda Guerra Mundial. Otros han establecido una analogía entre los hermanos "expulsados" de la casa  con  Adán y Eva arrojados del Paraíso. La casa ha sido vista por otros como representación del claustro materno que los hermanos se resisten a abandonar. Algunos estudiosos, en cambio, se han centrado en describir y fundamentar una relación incestuosa entre los dos hermanos. Para Alazraki, que relaciona "Casa tomada" con El proceso de Kafka por la imposibilidad de que el personaje descubra la naturaleza de su delito, el cuento es una parábola o una metáfora de la existencia humana.

Pero la interpretación más conocida quizá sea  la llamada "hipótesis Sebreli" (atribuida al intelectual argentino Juan José Sebreli), una lectura en clave política antiperonista, en que la casa representa al país, Argentina, y los hermanos ociosos, que viven de las rentas agrarias y admiran la cultura francesa, serían la clase dominante en decadencia, incapaz de hacer frente al avance de las clases populares. El hecho de que los protagonistas sean hermanos haría referencia a las relaciones endogámicas propias de las élites. Sebastián Hernaíz admite que el cuento se puede leer como "una forma de representar esa 'sensación de invasión' que la clase media tuvo durante el periodo del peronismo clásico", pero niega que el relato sea una respuesta crítica al peronismo. Se trata, más bien, de una forma de representar el lugar histórico del peronismo frente a las clases dominantes, pues encuentra en la pareja de hermanos "una representación crítica, paródica, de una clase social en decadencia" y "en el ser mentecato del narrador que sostiene la matriz narrativa del cuento, un argumento justificativo de la invasión".

César Eduardo Ambriz Aguilar se aparta de interpretaciones simbólicas o alegóricas y aplica el método narratológico al análisis del cuento para concluir que es el espacio, la casa, lo que determina el relato; a partir de ella se configuran todos los elementos narrativos:

Hemos visto que el relato se rige bajo la lógica de interior = seguridad, la cual se altera de tal modo al escuchar una presencia que invade la casa, que podemos hablar de que tras la toma de la casa, la lógica se modifica: interior = peligro, encontrando aquí la significación del relato. Hay que hacer notar que la invasión es progresiva, al presentarse primero en el espacio sobrante [...] hasta llegar a hacerse presente en la parte central de la casa, donde habitan los hermanos. Tan repetidamente se ha argumentado que aquí se encuentra la inestabilidad del relato, su ambigüedad, su centro, que no queda sino estar de acuerdo. Se ha dicho que la actitud de los personajes es lo inquietante del cuento, aun así que no es el único factor, pues el hecho de que aquello que invade el espacio venga de adentro del espacio mismo, de ese espacio tan cerrado y seguro, es sumamente inquietante. Y pienso que esto responde a la excesiva interioridad que hay en esa casa y que se refleja en los personajes. Es como si la casa empujara a sus habitantes para que salgan al verdadero mundo, no al que han edificado a través de la limpieza, tejiendo y leyendo literatura francesa.

Añade Ambriz Aguilar que esa fuerza que expulsa a los habitantes les da mayor libertad: el narrador rodea la cintura de Irene, mostrando sus sentimientos. Cuando están fuera de la casa, los personajes toman conciencia de lo material (el dinero, lo que llevan con ellos) y del tiempo (mención al reloj) ya que el tejido de Irene, "esa red que atrapaba el tiempo y lo detenía", se ha quedado en el interior. Observa, además, una sensibilización inexistente antes en los personajes (Irene llora, el narrador siente lástima). 

REFERENCIAS:

-ALAZRAKI, Jaime: En busca del unicornio: los cuentos de Julio Cortázar, Madrid, Gredos, 1983.

-AMBRIZ AGUILAR, César Eduardo: "Texto tomado. Análisis narratológico de 'Casa tomada' de Julio Cortázar", en: https://webs.ucm.es/info/especulo/numero42/casatoma.html.

-HERNAÍZ, Sebastián: "Peronismo... ¿y lo otro? La lucidez narrativa de Cortázar", en http://www.historiapolitica.com/datos/biblioteca/literatura_hernaiz.pdf.

-LUCIFORA, María Clara: "La presencia de lo fantástico en Bestiario, de Julio Cortázar", en https://webs.ucm.es/info/especulo/numero35/fanbesti.html.

-SEONG, Yu-Jin: "Los espacios de la Casa tomada, de Cortázar", en https://webs.ucm.es/info/especulo/numero34/cortcasa.html

domingo, 18 de julio de 2021

"Hacia la felicidad", de Diego Doncel


Playa de Bolonia, Tarifa (Cádiz). [Pinterest]


HACIA LA FELICIDAD

Oye, desde tu muerte, el rumor del jardín
en esta tarde de junio, las flores suspendidas
en las fotos de los turistas, la transparencia
de los brotes como el tejido
que cubre las piernas de esa chica,
toda esta geometría de la fragilidad.

El verano está ebrio porque no ha dejado de beber
desde primeras horas de la mañana. Va feliz
por las mesas de los bares o picotea en el agua
de la fuente un rectángulo de luz.

No hay ninguna arruga en el océano, ninguna huella
del tiempo,
solo una superficie lisa en la que flotan, ingrávidos,
los barcos y los bañistas.

Una mujer con un biquini celeste
sale chorreando la materia color caramelo
del agua, y va donde tiene amontonada la ropa.

La playa huele a crema bronceadora, a marihuana,
a la cerveza de la claridad. La vida muere en una ola
y nace en la ola que se aproxima.

No es posible ningún pensamiento, solo este acontecer
diáfano de los sentidos, esta suspensión del yo.
Tal vez te moriste para que el dolor me haya traído
de nuevo hasta aquí, para encontrar de esta forma
la felicidad.

La calma que nunca tuve se tiende ahora
sobre la superficie de las toallas, la pasión vuelve a volar
como un pájaro marino por los cristales
de unas gafas de sol.

Viví tan lleno de miedo que no tenía refugio,
temí y destruí lo que debía amar. La muerte ensucia
lo que más se quiere, como los perros y los insomnios.

Pero solo quien conoce el agua y la tierra
sabe que guarda el secreto de la germinación.

Las huellas están detenidas en la arena
mirando el horizonte.
La brisa empieza a quitarle ya el polvo al océano
para que pronto luzcan las estrellas.
Los libros están en silencio bajo las sombras,
esperando.

Todo espera porque entre tú y yo
puede haber noche pero nunca muerte,
puede haber lejanía pero nunca ausencia.
Ese trozo de mar me lo enseñaste tú*.
La sabiduría nos lleva a la infancia.

De La fragilidad, Visor, 2021
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*En Portugal se encuentran algunas de las playas  que el padre del poeta le descubrió.

Diego Doncel. (hoy.es)

Diego Doncel
(Malpartida, Cáceres, 1964) es poeta, novelista y crítico literario y teatral. Ha trabajado en la docencia y en el ámbito de la gestión cultural y es colaborador habitual en prensa escrita, labor que ha sido reconocida con el Premio Internacional de Periodismo "Mercedes Calles-Carlos Ballesteros". Ha publicado los libros de poesía El único umbral (1991, Premio Adonáis 1990), Una sombra que pasa (1996), En ningún paraíso (2005, Premio Gil de Biedma) y Porno ficción (2011, Premio Ciudad de Burgos), libros que reúne en Territorio bajo vigilancia (2015),  al que siguen El fin del mundo en las televisiones (2015, Premio Tiflos) y La fragilidad (XXXIII Premio Loewe).  Es autor, además,  de las novelas El ángulo de los secretos femeninos (2003), Mujeres que dicen adiós con la mano (2010) y Amantes en el tiempo de la infamia (2013, Premio Café Gijón de novela 2012).

La fragilidad es un libro sobre la vulnerabilidad del ser humano, como indica su título. Un libro de duelo que  surge como homenaje al padre del poeta, fallecido por una negligencia médica tras ocho meses en coma. Pero también quiere ser un tributo a la generación del padre, aquellos que vivieron la posguerra siendo niños, según explica el autor en entrevista con Carmen R. Santos para ABC:
Para mí es la generación más importante de nuestra historia última: heredaron un país en ruinas, vieron cómo los pueblos se vaciaban por la emigración, se adaptaron a las nuevas costumbres para las que nunca fueron educados, crearon una familia, consiguieron que sus hijos llegaran a la universidad... Y, finalmente, muchos de ellos han muerto en residencias de ancianos por un virus terrible, sin poder despedirse de nadie, absolutamente abandonados. Por eso, al hablar de la vida de mi padre, de una u otra forma, también estaba hablando de toda una generación.
A pesar de todo, según  su autor, "La fragilidad" no es un libro sobre la muerte sino sobre la vida, porque está lleno de recuerdos y de amor, un libro contra el dolor con el que el autor se propone "crear un territorio moral para que la felicidad sea posible, para que mediante la poesía entremos en un territorio donde la mirada encuentre reposo y pueda descansar". No es extraño, por tanto, que el poemario se cierre con el poema "Hacia la felicidad", la composición preferida por el autor.

domingo, 11 de julio de 2021

Un poema de Miguel Labordeta


Foto: Amparo Millán


Retrospectivo existente

Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.

Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos,
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto,
nadie,
nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía
esculpida en presurosos desayunos,
en jolgorios de aula y pelotas de trapo,
mientras los otoños sedimentaban
de pálidas sangres
las bodegas del Ebro.

¿En qué escondidos armarios
guardan los subterráneos ángeles
nuestros restos de nieve nocturna atormentada?
¿Por qué vertientes terribles se despeñan 
los corazones de los viejos relojes parados?
¿Dónde encontraremos todo aquello
que éramos en las tardes de los sábados,
cuando el violento secreto de la Vida
era tan sólo
una dulce campana enamorada?
Pues yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo minuto mío,
ni una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.

De Violento idílico, 1949


El próximo 16 de julio se cumplen cien años del nacimiento del poeta aragonés Miguel Labordeta.

Puedes escuchar el poema "Retrospectivo existente", recitado por José Antonio Labordeta.

jueves, 8 de julio de 2021

"El anillo", un cuento de Isak Dinesen


Pintura de Charles Curtney Curran


El anillo

Una mañana de verano, hace ciento cincuenta años, un joven hacendado danés y su mujer salieron a dar un paseo por sus tierras. Hacía una semana que se habían casado. No les había sido sencillo casarse, ya que la familia de la mujer pertenecía a una clase social más elevada y más rica que la del marido. Pero los dos jóvenes, ahora de veinticinco y diecinueve años, se habían mantenido firmes en su propósito durante diez años; al final, los orgullosos padres de ella habían tenido que claudicar.

Eran maravillosamente felices. Los encuentros furtivos y las llorosas y secretas cartas de amor pertenecían ahora al pasado. Se habían unido ante Dios y ante los hombres, podían ir del brazo a la luz del día y viajar en el mismo carruaje, y pasearían y viajarían de este modo hasta el final de sus días. Su lejano paraíso había descendido a la tierra y se había revelado sorprendentemente lleno de cosas de la vida diaria: con bromas y gracias, desayunos y cenas, perros, heno y ovejas Sigismund, el joven marido, se había prometido a sí mismo que en adelante no habría ninguna piedra en el sendero de su esposa, ni lo oscurecería sombra alguna. Lovisa, la esposa, sentía que ahora, cada día y por primera vez en su joven vida, se movía y respiraba con perfecta libertad porque no tenía secretos con su marido.

Para Lovisa —a quien su marido llamaba Lise—, el ambiente rústico de su nueva vida era motivo de asombro y placer. El temor de su marido de que la existencia que podía ofrecerle no fuese bastante buena para ella le llenaba de risa el corazón. No hacía mucho tiempo que había jugado con muñecas; como ahora se peinaba, revisaba el armario de la ropa blanca y ordenaba sus flores ella sola, vivía otra vez una experiencia amable y encantadora: lo hacía todo con gravedad e interés, y, sin embargo, sabía que estaba jugando.

Fue una deliciosa mañana de julio. Un rebaño de nubecillas algodonosas se desplazaba por el cielo; el aire estaba lleno de dulces fragancias. Lisa se había puesto un vestido de muselina blanca y un amplio sombrero italiano de paja. Ella y su marido se adentraron por un sendero del parque; serpeaba por los prados, entre pequeños bosquecillos y arboledas, hasta el prado de las ovejas. Sigismund le iba a enseñar a su esposa sus ovejas. Por esta razón, ella no llevaba consigo su perrito blanco, Bijou, ya que podía ladrar a las ovejas y espantarlas, o molestar a los perros pastores. Sigismund estaba orgulloso de sus ovejas; había estudiado la cría del ganado en Mecklenburg y en Inglaterra, y había regresado con carneros Costwold con los que pretendía mejorar su ganado danés. Mientras caminaban, le explicaba a Lisa las grandes posibilidades y las dificultades de su plan.

Ella pensaba: "¡Qué listo es, qué cantidad de cosas sabe!", y al mismo tiempo: "¡Qué persona más absurda es con sus ovejas! ¡Y qué niño! Soy cien veces mayor que él."

Pero cuando llegaron al redil, el viejo pastor Mathias les recibió con la triste noticia de que uno de los corderos ingleses se había muerto y que otros dos estaban enfermos. Lise vio que estas novedades apesadumbraban a su marido; mientras él interrogaba a Mathias sobre el asunto, ella guardó silencio y se limitó a apretarle el brazo suavemente. Enviaron a un par de zagales a traer los corderos enfermos, mientras amo y criado entraban en los detalles del caso. Tardaron un poco.

Lise empezó a mirar en torno suyo y a pensar en otras cosas. Por dos veces, sus propios pensamientos la hicieron ruborizarse intensa y felizmente como una rosa; luego, el rubor se le fue disipando poco a poco, mientras los dos hombres seguían hablando de las ovejas. Después, su conversación atrajo la atención de ella. Había derivado hacia un ladrón de ovejas.

Este ladrón, durante los últimos meses, había entrado como un lobo en los apriscos de la vecindad. Mataba y se llevaba sus presas como un lobo y, como un lobo, se marchaba sin dejar rastro alguno. Hacía tres noches le habían sorprendido in fraganti, un pastor y su hijo, en una finca que estaba a diez millas. El ladrón había matado al hombre y había dejado sin sentido al muchacho, consiguiendo escapar. Se enviaron hombres a todas partes para cogerle, pero no le encontraron.

Lise quiso saber más sobre el horrible acontecimiento, y para satisfacerla, el viejo Mathias lo contó todo otra vez. Había habido una larga lucha en el aprisco; en muchos sitios, el suelo de tierra estaba manchado de sangre. En la lucha el ladrón se había roto el brazo izquierdo; con todo había saltado una cerca bastante alta con un cordero a la espalda. Mathias añadió que le gustaría ahorcar al asesino con estas dos manos, y Lise asintió gravemente en aprobación. Recordó el lobo de Caperucita Roja, y un agradable escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Sigismund tenía sus corderos en el pensamiento, pero se sentía demasiado feliz para desearle mal a nadie en el universo. Un minuto después dijo:

—¡Pobre diablo!

Lise exclamó:

—¿Cómo puedes sentir lástima de un hombre terrible? ¡Verdaderamente abuela tenía razón cuando dijo que eres revolucionario y un peligro para la sociedad! —el pensamiento de abuela, y las lágrimas de los días pasados, volvieron otra vez a la memoria de ella desde la historia espantosa que acababa de oír.

Los zagales trajeron los corderos enfermos y los hombres se pusieron a examinarlos con atención, levantándolos y tratando de ponerlos de pie; les presionaban aquí y allá y hacían lloriquear a las pequeñas criaturas. Lise se encogía ante este espectáculo, y su marido se dio cuenta de su malestar.

—Vete a casa, cariño —dijo—; esto me entretendrá un rato. Pero ve despacio; así te alcanzaré.

Así que era rechazada por un marido impaciente, para quien sus ovejas importaban más que su mujer. Si había una experiencia más dulce que la de que la llevara a ver ovejas, era ésta. Dejó caer en la hierba su ancho sombrero de verano con cintas azules y le dijo que se lo llevase él, que quería sentir el aire del verano en la frente y en el pelo. Echó a andar despacio, como Sigimund le había pedido, ya que quería obedecerle en todo. Mientras caminaba, experimentó la dicha nueva de sentirse completamente sola, sin siquiera Bijou. No recordaba en toda su vida haber estado completamente sola. El paisaje a su alrededor estaba en silencio, como lleno de promesas, y era suyo. Incluso las golondrinas que cruzaban en el aire eran suyas, pues le pertenecían a él, y él era suyo.

Siguió la curva del lindero del bosquecillo y un minuto o dos después descubrió que había perdido de vista a los hombres junto al aprisco. ¿Qué más dulce, se preguntó, que andar por el sendero en la alta yerba de los prados floridos, despacio, muy despacio, y dejar que su marido la alcanzase allí? Más delicioso aún sería, pensó, entrar furtivamente en la arboleda y desaparecer, desvanecerse de la superficie de la tierra de él cuando, cansado de las ovejas y deseoso de la compañía de ella, asomase por la curva del sendero con ánimo de alcanzarla.

De pronto, le vino una idea: se detuvo a pensarla.

Hacía unos días, su marido salió a dar un paseo a caballo y ella no había querido acompañarle; se había quedado a deambular con Bijou, a fin de explorar sus dominios. Entonces Bijou, correteando, la había llevado directamente al bosquecillo. Lo había seguido, abriéndose paso suavemente entre los arbustos, y había descubierto en medio, de repente, un calvero, un espacio estrecho como una pequeña oquedad, con cortinajes de espeso verde y dorados brocados, lo bastante espacioso como para que cupiesen dos o tres personas. En aquel momento le había dado la impresión de que entraba en el corazón mismo de su nuevo hogar. Si lograba dar con ese sitio otra vez, se quedaría completamente quieta allí, oculta de todo el mundo. Sigimund la buscaría en todas direcciones; no podría comprender qué había sido de ella durante un minuto, durante un breve minuto... o quizá, si era lo bastante firme y cruel, durante cinco... Se daría cuenta del vacío, de lo insoportablemente triste y horrible que sería el universo cuando ella no estuviera ya en él. Observó con atención el bosquecillo a fin de localizar el acceso al escondite, y luego se internó.

Se tomaba todos los cuidados para no hacer ningún ruido, de modo que avanzaba sumamente despacio. Cuando se le enganchaba una ramita en los volantes de su amplia falda, la desprendía suavemente de la muselina para no romperla. Una de las veces se le enredó una rama en uno de los dorados bucles del cabello, y se detuvo a soltársela con los brazos levantados. Un poco más en el interior, el suelo del bosquecillo estaba húmedo; sus pasos ligeros dejaron de producir ruido. Con una mano se sujetaba un pequeño pañuelo en los labios, como subrayando el sigilo de su marcha. Encontró el lugar que buscaba y se agachó para apartar el follaje y abrir un acceso al silvestre recinto. Entonces se le enganchó el borde del vestido en un pie, y se detuvo a soltárselo. Al incorporarse, sus ojos se enfrentaron con la cara de un hombre que ocupaba ya el refugio.

Estaba de pie, a dos pasos. Sin duda había estado observándola mientras ella se abría paso directamente hacia él. 

Lise lo abarcó con una simple mirada. Tenía la cara contusionada y arañada, las manos y las muñecas manchadas de una suciedad negruzca. Estaba vestido con harapos, descalzo, con andrajos enrollados en torno a los tobillos desnudos. Los brazos le colgaban a ambos lados, y la mano derecha apretaba el puño de un cuchillo. Tendría la edad de ella. El hombre y la mujer se miraron.

Este encuentro en el bosque transcurrió de principio a fin sin que mediase una sola palabra; lo que sucedió sólo podría expresarse con una pantomima. Para los dos actores de dicha pantomima fue eterna; según el reloj, duró cuatro minutos.

Lise jamás se había expuesto a ningún peligro. No se le ocurrió evaluar su situación ni calcular el tiempo que podrían tardar en venir su marido o Mathias, a quien en este momento oía gritarles a sus perros. Lise miraba al hombre que tenía ante sí como si viese un espectro del bosque: la aparición misma, no sus consecuencias, es lo que cambia el mundo para el ser humano que la afronta.

Aunque no apartó los ojos de la cara que tenía delante, notó que el calvero se había convertido en un refugio. El la yerba, un par de sacos formaban un lecho; a su alrededor había huesos roídos. Sin duda había encendido un fuego durante la noche, porque había cenizas esparcidas por el suelo.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que el hombre la observaba del mismo modo que ella le observaba a él. Ya no se disponía a perseguirla, ni a contraerse para saltarle encima; sino que pensaba, trataba de saber. Entonces Lise se vio a sí misma con los ojos del animal salvaje acorralado en su oscuro escondite: su blanca figura acercándose con sigilo, que podía significar la muerte.

El hombre movió el brazo hasta que le colgó ante sí, entre las piernas. Sin alzar la mano, dobló la muñeca y levantó lentamente el cuchillo hasta apuntar a la garganta de ella. El gesto era demente, increíble. No sonrió al hacerlo, pero se le dilataron las ventanas de la nariz y le temblaron las comisuras de la boca. Luego, lentamente, devolvió el cuchillo a la funda de su cinturón.

Lise no llevaba ningún objeto de valor encima; sólo el anillo de casada que su marido le había puesto en el dedo en la iglesia, hacía una semana. Se lo quitó, y con el movimiento se le cayó el pañuelo. Le tendió la mano con el anillo. No se lo daba a cambio de su vida. Era valerosa por naturaleza, y el horror que este hombre le inspiraba no era por lo que le pudiera hacer. Le ordenaba, le suplicaba que desapareciese como había venido; que le ahorrase a su alma la visión de su espantosa figura, que no debería estar allí. En su gesto mudo, su cuerpo joven tenía la grave autoridad de una sacerdotisa conjurando a un ser monstruoso mediante un signo sagrado.

Lentamente, el hombre extendió la mano hacia ella, su dedo tocó los de Lise, cuya mano soportó firme ese contacto. Pero el hombre no le cogió el anillo. Y al soltarlo ella, cayó al suelo igual que el pañuelo.

Los ojos de los dos lo siguieron un segundo. Rodó unas pulgadas hacia él, y se detuvo ante su pie descalzo. Con un movimiento apenas perceptible, el hombre lo alejó de un puntapié, y volvió a mirarla a la cara. Así permanecieron no sabía ella cuánto tiempo; pero sintió que durante ese lapso sucedió algo; las cosas cambiaron.

El hombre se inclinó y cogió el pañuelo. Sin dejar de mirarla, sacó el cuchillo otra vez, envolvió el minúsculo trozo de batista alrededor de la hoja. Le costó hacerlo porque tenía roto el brazo izquierdo. Mientras lo enrollaba, su rostro se fue poniendo cada vez más blanco bajo la suciedad y el tostado del sol, hasta volverse casi fosforescente. Manoteando con ambas manos, volvió a meter el cuchillo en su funda. O la funda era demasiado grande y no ajustaba al cuchillo, o la hoja estaba demasiado gastada; el caso es que entró. Durante un segundo o dos, su mirada se posó en el rostro de ella; luego, alzó el rostro un poco iluminado todavía por aquel extraño resplandor, y cerró los ojos.

El gesto fue definitivo e incondicional. En este único movimiento, hizo lo que ella le había pedido que hiciese: se desvaneció, desapareció. Ella estaba libre.

Lise dio un paso atrás, sin dejar de mirar aquel rostro inmóvil, ciego, que tenía delante; luego se agachó como había hecho antes para entrar en el escondite, y se fue sigilosamente como había venido. Una vez en el exterior del bosquecillo, se detuvo y miró en torno suyo buscando el sendero del prado; lo descubrió y reemprendió el regreso.

Su marido aún no había dado la vuelta al lindero del bosquecillo. Ahora. Ahora la vio y la llamó alegremente; apretó el paso y se unió a ella.

El sendero aquí era tan estrecho que él tenía que caminar detrás de Lise, sin tocarla. Empezó a explicarle lo que había pasado con los corderos. Ella iba un paso delante de él; y pensó: todo ha terminado.

Al cabo de un rato, Sigismund se dio cuenta de su silencio;se acercó, la miró a la cara y dijo:

—¿Qué te pasa?

Ella buscó en su mente algo que decir, y al final exclamó:

—He perdido el anillo.

—¿Qué anillo? —preguntó él.

Lise contestó:

—El anillo de casada.

Al oírse su propia voz pronunciar esas palabras, comprendió su significado.

Su anillo de casada. "Con este anillo", que ella había dejado caer, y el otro le había dado una patada, "con este anillo te hago mi esposa". Con ese anillo extraviado se había casado con algo. ¿Con qué? Con la pobreza, con la persecución, con la soledad total. Con los sufrimientos y el pecado de este mundo. "Y lo que Dios ha unido, el hombre no lo debe separar."

—Ya te traeré otro —dijo su marido—. Tú y yo somos los mismos que éramos el día de nuestra boda; y lo seguiremos siendo. Somos marido y mujer hoy igual que ayer, supongo.

El rostro de Lise estaba tan impasible, que Sigimund no sabía si había oído lo que él había dicho. Le pareció que se tomaba la pérdida del anillo demasiado a pecho. Le cogió la mano y se la besó. Estaba fría; no era exactamente la misma mano que él había besado la última vez. Se detuvo a fin de que ella se detuviera con él.

—¿Recuerdas dónde lo llevabas por última vez? —preguntó.

—No —contestó ella.

—¿Tienes idea —preguntó él— de dónde puedes haberlo perdido?

—No —contestó ella—. No tengo la menor idea.

(Isak Dinesen, Anécdotas del Destino, Madrid, Alfaguara, 1983. Trad. de Francisco Torres Oliver)


La baronesa Karen Blixen
Isak Dinesen es el más conocido de los seudónimos bajo los que se escondía la baronesa Karen Blixen, escritora nacida en Dinamarca en 1885. 

Perteneciente a una familia de la nobleza militar y campesina, después de estudiar arte en Copenhague, París y Roma, se casó  en 1941 con su primo segundo, el barón Bror Blixen-Finecke hermano gemelo de Hans, su primer gran amor—, del que se separaría tras diez años de turbulento matrimonio. Con él se trasladó a África para regentar una plantación de café en Kenia, cerca de Nairobi. Un año después tuvo que regresar a Dinamarca  para tratarse la sífilis contagiada por su esposo, que le ocasionó problemas de salud durante toda su vida. Regresa al continente africano en noviembre de 2016 y, con el respaldo económico de su familia, adquiere una finca mayor, la Karen Coffe Company, que se convertirá en su destino final en África, una tierra con la que pronto se sintió identificada y donde en 1918 conoció al gran amor de su vida, Denys Finch-Hatton, prototipo del aventurero inglés en tierras africanas. Como ha escrito su editor,

Para Isak Dinesen, África fue, más que el espacio de una libertad, el escenario de un destino. Esa mujer orgullosa de su estirpe llegó a convertirse en una abnegada enfermera y una emprendedora mujer de negocios. África no la defraudó. Si al final fue vencida, si al final tuvo que decir adiós a las colinas de Ngong no fue porque el continente negro la rechazara sino porque los mercaderes lejanos [...] decidieron un día bajar el precio del café en el mercado de Londres. Durante toda su vida la escritora conservó la memoria de esos años duros y fascinados como una especie de tiempo mágico donde pudo conjugar libertad y fatalidad, amor y desgracia.

Karen Blixen y Finch
Efectivamente, en 1931, la trágica muerte de Finch al estrellarse su avioneta y la baja en los mercados internacionales del precio del café, la obligaron a volver a Europa. Con cuarenta y siete años, arruinada y enferma, empieza una nueva aventura, la de la escritura. Recluida durante dos años en la casa familiar en Rungsdlund, escribe, en inglés,  Siete cuentos góticos, cuyo manuscrito es rechazado tanto por los editores daneses como por los ingleses. Pero Blixen, lejos de rendirse, lo envía a Estados Unidos, firmándolo con el seudónimo masculino con el que será conocida desde entonces: Isak Dinesen. El éxito del libro, aparecido en 1934, hizo posible su publicación en Dinamarca y Gran Bretaña. En 1937 publica en Dinamarca, Gran Bretaña y en Estados Unidos después, su obra más conocida y la que la consagró como escritora: Lejos de África, donde narra en primera persona sus experiencias en el continente africano. Sidney Pollack la llevó al cine en 1985, con Meryl Streep y Robert Reford en los papeles de Karen Blixen y Finch, respectivamente. En 1942 el éxito se repite con Cuentos de invierno.

Durante la Segunda Guerra Mundial, refugiada en la finca familiar, que había heredado de su madre en 1939, retoma su labor literaria para distraerse "Mientras tenía nazis en el jardín y judíos en la cocina" y escribe Vengadoras angelicales (1944), novela de misterio publicada, bajo el seudónimo de Pierre Andrézel, cuando Dinamarca estaba aún bajo la ocupación alemana. En 1959, con la salud ya muy quebrantada, consigue cumplir uno de sus sueños: viajar a Estados Unidos y conocer a Marilyn Monroe  (casada entonces con el dramaturgo Arthur Miller) y a la escritora Carson McCullers. El 7 de septiembre de 1962 falleció en su casa de Rungsdlund y fue enterrada, como deseaba,  bajo un haya, al pie de la colina de Ewald. Tenía 79 años y había publicado, además, El festín de Babette (1950) su relato más famoso—, Sombras en la hierba (1957), Últimos cuentos (1957) y Anécdotas del destino (1958). Después de su muerte vieron la luz sus Ensayos (1965), Carnaval: entretenimientos y cuentos póstumos (1977) y Cartas desde África: 1914-1931 (1981).

Isak Dinesen, en su granja de Kenia, 1914 (La Vanguardia)

domingo, 4 de julio de 2021

Tres poemas de Rafael Cadenas

André Bertoneusque, Sobre el mar


 LO DE ENTONCES

Siempre  el mar, siempre  el mar. Regresando  entre las manos
de mi padre, los brazos de Gloria, con  cicatrices, los planes. La
frente en  su gran esponja, un  nácar  absoluto para barrer todo
el  dolor. Tarde  veteada, llena  de  brillos  cegadores, bebida en 
limonadas, y la imagen de una mujer de otra parte, alguien con
quien se proyectó lo definitivo, el espectro de la vida en común.
Tendremos en  el cuarto una  ventana hacia  el jardín y tú serás 
extranjera y yo me habré olvidado de mí mismo.

                                         De Zonas, 1970

que si no llego a ser nadie
habré perdido mi vida.

                     De Notaciones, 1973

Si el poema no nace, pero es real tu vida,
eres su encarnación.
Habitas
en su sombra inconquistable.
Te acompaña
diamante incumplido.

            De Una isla, 1958
        
            En Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995),
Pre-Textos, 2007

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