A
Javier Delgado Echeverría (Zaragoza, 1953-2019),
in
memoriam
En el instituto Goya
(Javier Delgado, Uno de los nuestros. Memorias de un joven comunista, 1969-1979, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2002, págs. 19-21)
En el Instituto Goya encontraría unos cuantos profesores verdaderamente memorables y a quien siempre he considerado mi primer (¿y único?) maestro, don Serafín Agud, catedrático de Griego. Él fue quien, a mis quince años, me enseñó a estudiar y a disfrutar estudiando. Todo, con cierto esfuerzo, se podía comprender y la evidencia más cercana de su promesa la teníamos con la estructura de la lengua griega.
Las clases de Latín del admirable don Manuel Gormaz, las de Filosofía de la exquisita Aquilina Satué, las de Ciencias Naturales de la apasionada señorita Lobato. Lo mejor, con todo, era el horario de aquel curso: sólo teníamos clases por la mañana. ¡Las tardes eran nuestras! Daba tiempo para estudiar el curso y para dedicarse cada uno a sus aficiones, lo que en mi caso pronto incluyó el estudio formal de la música.
Resultó que algunos compañeros necesitaron pronto apoyo en su estudio de latín y griego y me pidieron que les diera clases. Me pagarían un poco cada uno y no gastaríamos nada porque se las daba mientras dábamos vueltas a la manzana del Instituto. Fruto de aquellas clases sería mi matrícula en el Conservatorio. Aquella experiencia me dio la idea de un plan personal: podía ganar mi independencia absoluta dando clases particulares. Aunque tenía que esperar a cumplir la mayoría de edad, los veintiuno, que se antojaban lejanísimos.
Las clases de violín eran con Ángel Jaria, primer violín de la Orquesta de Cámara Ciudad de Zaragoza, con una biografía artística interesante: había sido alumno de Arbós, el cual lo fuera de Sarasate, así que estaba en muy buenas manos. Pronto don Ángel me propuso darme clases particulares. Él me prepararía y yo iría presentándome a los exámenes oficiales. Don Ángel se empeñó enseguida en pedirme por favor que ni se me ocurriera dedicarme a la música profesionalmente y desde luego no en nuestro país. Y me rogaba que les hiciera saber a mis padres mi opinión porque no quería sentirse responsable de una desgracia.
Daba tiempo para más cosas aquellas tardes y pronto algunos amigos me propusieron actividades. Unas tenían que ver con el excursionismo y provenían de un grupo de afiliados a Acción Católica. Otras tenían que ver con el teatro y provenían de un grupo de militantes de la Unión de Juventudes Comunistas. Otras tenían que ver con la poesía, la pintura y, dicho rápidamente, la juerga y provenían de amigos sin adscripción a ningún grupo, como era mi propio caso. De todas formas lo que nos unía con unos y con otros no era precisamente su adscripción a nada sino la simpatía personal, el buen humor, las ganas de hacer cosas. En esos tres cursos coincidí en clase con estupendos compañeros, entre los que recuerdo especialmente a Ramón Acín, Arturo Ansón, Alejandro Arregui, José Antonio Blesa, Alberto Casamayor, Eudaldo (Lalo) Casanova, Luis Casanova Chulilla, Ramón Citoler, Luis Cortés, Ramón Cortés Arrese, Ángel Ferrero, Santiago Fustero, Jaime Garulo, Jesús Gracia, Enrique Guillén, José Madrazo, Javier Martínez Calvo, Gregorio Millas y Vicente Sánchez Mascaray.
Con los amigos que eran de Acción Católica sólo acudí una tarde a una reunión en la plaza de la Seo, imagino que porque me invitaron. Me resultó desagradable ver cómo un cura bastante viejo les negaba, desde el lejano extremo de una gran mesa oscura, todo lo que ellos planteaban. La decepción de mis amigos era evidente y tampoco me hacía feliz ser testigo de su decepción.
Los amigos sin adscripción acudíamos a los bares del casco viejo a reírnos durante horas. Generalmente andábamos por los barrios de San Pablo y de la Magdalena. Un lugar muy frecuentado era entonces el Faustino, en el que estudiantes del Instituto y de la Universidad nos encontrábamos allí armando jaleo, con el vino y los cacahuetes, muchas tardes. En esos encuentros llegaban noticias sobre lo que sucedía en la Universidad y en general en el país. De modo que acudir a esas juergas también era acudir a una especie de territorio libre en el que te informabas.
De paso, aunque sólo fuera de escucharlas, aprendías viejas canciones del repertorio republicano, himnos diversos y los nombres de los mitos de la izquierda, entre quienes brillaba con luz propia el Che Guevara. No era raro salir a última hora entonando el emocionante himno de la CNT a voz en grito por el Coso Bajo. Creo que debo a Luis Calavia, universitario ya y maestro de aquellas ceremonias, haberme aprendido enseguida los versos y la melodía que cantaban a la libertad e incitaban a defenderla con fe y con valor.
Pasé también muchas horas en la Biblioteca Provincial de la plaza de José Antonio (hoy de los Sitios) y en la librería Hesperia, sita en la misma plaza.
Daba tiempo para más cosas aquellas tardes y pronto algunos amigos me propusieron actividades. Unas tenían que ver con el excursionismo y provenían de un grupo de afiliados a Acción Católica. Otras tenían que ver con el teatro y provenían de un grupo de militantes de la Unión de Juventudes Comunistas. Otras tenían que ver con la poesía, la pintura y, dicho rápidamente, la juerga y provenían de amigos sin adscripción a ningún grupo, como era mi propio caso. De todas formas lo que nos unía con unos y con otros no era precisamente su adscripción a nada sino la simpatía personal, el buen humor, las ganas de hacer cosas. En esos tres cursos coincidí en clase con estupendos compañeros, entre los que recuerdo especialmente a Ramón Acín, Arturo Ansón, Alejandro Arregui, José Antonio Blesa, Alberto Casamayor, Eudaldo (Lalo) Casanova, Luis Casanova Chulilla, Ramón Citoler, Luis Cortés, Ramón Cortés Arrese, Ángel Ferrero, Santiago Fustero, Jaime Garulo, Jesús Gracia, Enrique Guillén, José Madrazo, Javier Martínez Calvo, Gregorio Millas y Vicente Sánchez Mascaray.
Con los amigos que eran de Acción Católica sólo acudí una tarde a una reunión en la plaza de la Seo, imagino que porque me invitaron. Me resultó desagradable ver cómo un cura bastante viejo les negaba, desde el lejano extremo de una gran mesa oscura, todo lo que ellos planteaban. La decepción de mis amigos era evidente y tampoco me hacía feliz ser testigo de su decepción.
Los amigos sin adscripción acudíamos a los bares del casco viejo a reírnos durante horas. Generalmente andábamos por los barrios de San Pablo y de la Magdalena. Un lugar muy frecuentado era entonces el Faustino, en el que estudiantes del Instituto y de la Universidad nos encontrábamos allí armando jaleo, con el vino y los cacahuetes, muchas tardes. En esos encuentros llegaban noticias sobre lo que sucedía en la Universidad y en general en el país. De modo que acudir a esas juergas también era acudir a una especie de territorio libre en el que te informabas.
De paso, aunque sólo fuera de escucharlas, aprendías viejas canciones del repertorio republicano, himnos diversos y los nombres de los mitos de la izquierda, entre quienes brillaba con luz propia el Che Guevara. No era raro salir a última hora entonando el emocionante himno de la CNT a voz en grito por el Coso Bajo. Creo que debo a Luis Calavia, universitario ya y maestro de aquellas ceremonias, haberme aprendido enseguida los versos y la melodía que cantaban a la libertad e incitaban a defenderla con fe y con valor.
Pasé también muchas horas en la Biblioteca Provincial de la plaza de José Antonio (hoy de los Sitios) y en la librería Hesperia, sita en la misma plaza.
(Javier Delgado, Uno de los nuestros. Memorias de un joven comunista, 1969-1979, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2002, págs. 19-21)
Javier Delgado (andalán.es) |
Javier Delgado Echeverría (Zaragoza, 1953-2019) fue bibliotecario, escritor, activista e investigador. Fue alumno del instituto Goya y trabajó en la biblioteca de la facultad de Letras desde 1980. Participó en actividades teatrales (Teatro Estable y Teatro de la Ribera), periodísticas (Andalán), políticas (militó en el Partido Comunista desde 1970 a 1995) y literarias (A viva voz y Poesía en el campus).
Ha publicado narrativa -Érase una vez una niña (1983), Ética de la resistencia (1987), María (1992), Memoria vencida (1992), Cada vez infancia (1996), Jardines infinitos (2000) y dos partes de Regalo a los amigos-, poesía -Zaragoza marina (1982), El preso del humo (libro de horas profanas) (1988) y Amoramarte (2009)-, estudios sobre arte -Job en Veruela (1996), Retablo mayor (1999), Coro gótico de la Seo de Zaragoza (2000), Fachada del Perdón de la Colegiata de Daroca (2003), Mercado central de Zaragoza (2003), Fachadas de Félix Navarro (2003) y Centro Mercantil de Zaragoza (2004)- y sobre la presencia de la naturaleza en el arte y la literatura -Pequeña guía del parque grande (1997), El huerto de piedra: flora esculpida en el claustro gótico del monasterio de Veruela (1998, en colaboración con Bernardo Lario), Un parque para el siglo XXI (2004) y Ciudadanos árboles. Guía de los árboles de Zaragoza (2007)- y el libro de memorias Uno de los nuestros. Memorias de un joven comunista, 1969-1979 (2002).
En colaboración con José Antonio Labordeta escribió Recuerdos de Miguel Labordeta; con Vicente Cazcarra, Aragón. El regionalismo de los comunistas, y con Manuel Gil, Recuerdo rojo sobre fondo azul: luchas obreras en Zaragoza (1940-1975). También editó Cartas de la cárcel (1961-1967), 2019, del dirigente comunista Vicente Cazcarra.