EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


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lunes, 30 de octubre de 2023

"El guardavía", un relato de Charles Dickens




 El guardavía*


—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo, en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

—¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. "Muy bien", le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja del cielo; la perspectiva por un lado era  una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí y luego me miró.

—¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

—¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

—Me mira —dije con sonrisa forzada— como si me temiera.

—No estaba seguro —me respondió— de si lo había visto antes.

—¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

—¿Allí? —dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), "sí".

—Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

—Creo que sí —asintió—, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo —si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación—. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltan en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la platilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña —él apenas si podía—) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra "señor", sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró a la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

—Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

—Creo que solía serlo —asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio—. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

—Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

—Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame , ¿cuándo le parece?

—Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

—Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

—Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor —dijo en su peculiar voz baja—. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije "muy bien".

—Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar "¡Eh,oiga! ¡Ahí abajo!" esta noche?

—Dios sabe —dije—, grité algo parecido...

—No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

—Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

—¿Por ninguna otra razón?

—¿Qué otra razón podría tener?

—¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

—No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable sensación de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita , puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz encendida.

—No he llamado —dije cuando estábamos ya cerca—. ¿Puedo hablar ahora?

—Por supuesto, señor.

—Buenas noches y aquí tiene mi mano.

—Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

—He decidido, señor —empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro—, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

—¿Esa equivocación?

—No. Esa otra persona.

—¿Quién es?

—No lo sé.

—¿Se parece a mí?

—No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como "por Dios santo, apártese de la vía".

—Una noche de luna —dijo el hombre—, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba "¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!". Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía "¡Cuidado! ¡Cuidado!" y de nuevo "¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!". Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando "¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?". Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

—¿Dentro del túnel? —pregunté.

—No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones "¿Pasa algo?". La respuesta fue la misma en ambas: "Sin novedad".

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón  y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

—Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables  ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

—Esto —dijo, poniéndose otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos— fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

—¿Lo llamó?

—No, estaba callado.

—¿Agitaba el brazo?

—No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

—¿Se acercó usted a él?

—Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

—¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

—Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

—Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad en la boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

—Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

—¿Junto a la luz?

—Junto a la luz de peligro.

—¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de "¡Por Dios santo, apártese de la vía!". Luego continuó:

—No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante,  ahí abajo, "¡Cuidado! ¡Cuidado!". Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

—¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

—Por dos veces.

—Bueno, vea —dije— cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

—Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

—¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

—Estaba allí.

—¿Las dos veces?

—Las dos veces —repitió con firmeza.

—¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

—¿Lo ve? —le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

—No —contestó—, no está allí.

—De acuerdo —dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

—A estas alturas comprenderá usted, señor —dijo—, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta "¿Qué quiere decir el espectro?".

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

—¿De qué nos está previniendo? —dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando—. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

—Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación —continuó, secándose las manos—. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: "¡Peligro! ¡Cuidado!". Respuesta: "¿Qué peligro? ¿Dónde?". Mensaje: "No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado". Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

—Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro —continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación—, ¿por qué no me dijo dónde iba a ser el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: "Alguien va a morir. Haga que no salga de casa". Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez para mirar la luz roja  mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche  siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después del anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

—La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. "Seguiré paseando durante una hora —me dije a mí mismo—, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía".

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel,  vi la aparición de un hombre con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal —y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera— descendí el sendero excavado en la roca a toda velocidad de la que fui capaz.

—¿Qué pasa? —pregunté a los hombres.

—Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

—¿No será el que trabajaba en esa caseta?

—Sí, señor.

—¿No el que yo conozco?

—Lo reconocerá si le conocía, señor —dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona—, porque el rostro está bastante entero.

—Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? —pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

—Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

—Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor —dijo—, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

—¿Qué dijo usted?

—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

—Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señas con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo —no él— había acompañado —y tan sólo en mi mente— los gestos que él había representado.

(Charles Dickens, Cuentos de miedo, trad. Miguel Ángel Pérez Pérez, Alianza Editorial, 2019)

 *El guardavía, llamado también guardagujas, es un empleado  que tiene a su cargo la vigilancia de un tramo de la vía en una empresa de ferrocarril y se ocupa de mover las agujas cuando ha de efectuarse un cambio de vía. Tiene un banderín y un farol de señales para comunicarse con los empleados del tren.

Túnel de Clayton. (en.wikipedia.org)

"El guardavía" (The Signal-Man) es un relato de terror escrito por Charles Dickens (1812-1870). Fue publicado en diciembre de 1866,  en el número  especial de Navidad de la revista All the Year Round dirigida y fundada por  Dickens—, año y medio después de que el autor sufriera un terrible accidente de tren en Staplehurst el 9 de junio de 1865.  El relato parece estar inspirado por dos accidentes de tren ocurridos en su país: el descarrilamiento del tren en el que viajaba el propio Dickens cuando regresaba de Francia, debido a un error de señalización, y el choque en el túnel de Clayton (en cuyo portal se ambienta el cuento), ocurrido el 25 de agosto de 1861.

En un aislado cruce de vías, un viajero (el narrador de la historia) conoce a un solitario guardavía quien le cuenta el secreto que lo atormenta: la aparición de un espectro junto a la boca del túnel que le avisa de un peligro sin concretar. Un sonido de la campana que solo él puede escuchar precede a cada aparición del espectro y esta es  seguida siempre de un suceso trágico en el tramo de vía a su cargo. La primera aparición es seguida de un terrible accidente en el túnel y la segunda de la muerte de una joven en uno de los compartimentos del tren. La tercera aparición tortura al guardavía ya que no puede evitar un  peligro cuya naturaleza desconoce ni avisar a sus superiores porque lo tomarían por loco.

***

-Encontrarás más información sobre el autor: AQUÍ.

[Imagen inicial: treneando.com]

domingo, 29 de octubre de 2023

"Cuando me vaya", de Mariluz Escribano Pueo

 

Hayedo de Peña Roya y refugio de la fuente del Sacristán , Parque Natural del Moncayo.
 /Eduardo Viñuales. (elperiodicodearagon.com)


CUANDO ME VAYA

Dejaré un silencio en el recuerdo,
sonidos de una voz que fue muy joven,
y un aroma de sándalo y cipreses
para que no me olvides.

Y ahora, cuando el sol desaparece,
y hay promesa de una noche clara,
las estrellas se esconden
y están muertas de tanta nívea luz.

Dejaré abierta la ventana.
Un gorrión divulgará mi huida,
y un frescor de mañana
anunciará mi marcha,
con trémula voz para llamarte.

Cuando me vaya,
perderé las praderas,
los bosques encendidos de noviembre,
el verde del jardín en primavera,
la tenue luz de los planetas,
la sonrisa de un niño,
el calor de un amigo,
lágrimas de dolor por los caminos
que transité tan alta,
la caricia de un perro
que dio fuego a mis manos.

Cuando me vaya,
habré perdido tantas cosas
que creceré en trigal por no morirme.

(De Geografía de la memoria (2018). En Poesía completa
Ed. de Remedios Sánchez, Cátedra, 2ª ed, 2023,
 págs. 303-304)


Sobre Geografía de la memoria, último poemario publicado por Mariluz Escribano Pueo (1935-2019), escribe la profesora Remedios Sánchez que se trata de un libro claramente sensorial:

vista, oído y olfato son los tres sentidos prioritarios para apreciar los matices de los colores, la trascendencia de dejarse llevar  por los sonidos de la naturaleza, de percibir los perfumes del jardín... En todo esto encuentra la paz de espíritu postrera: reactualizando la "Oda a la vida retirada" de fray Luis de León.

"Cuando me vaya", poema que cierra su poesía completa por expreso deseo de la autora, es para Morales Lomas  un canto a la vida con rebordes de "despedida  juanramoniana" que contiene un inventario de todo aquello que la poeta no hubiera querido dejar nunca (Fernando Valverde). Los tres últimos versos, observa Remedios Sánchez, definen su concepción de la existencia:

Así, esta metáfora honda hace ver que Mariluz Escribano concibe la vida como un ciclo eterno, semejante al del trigo del que, tras cada cosecha y, antes de llevarlo a moler para convertirlo en harina, se guarda una fracción como simiente que se utilizará para la siembra del siguiente año. Es la forma de perdurar más hermosa para quien tanto amó el mundo vegetal: ser parte de ella habitando eternamente la tierra feraz y nutricia que está en el origen de todo lo creado.
Puedes leer otros poemas de la autora publicados en este blog:
-"Los ojos de mi padre": AQUÍ.
-"Canción de la tristeza" y "Escribiré una carta para cinco": AQUÍ.

domingo, 22 de octubre de 2023

"Llora en mi corazón" (Il pleure dans mon coeur), de Paul Verlaine

 



Llueve suavemente sobre la ciudad

(A. RIMBAUD)*


Llora en mi corazón
como llueve sobre la ciudad;
¿qué es esta languidez 
que penetra  mi corazón?

¡Oh, rumor dulce de la lluvia
en la tierra y en los tejados!
Para un corazón que se aburre
¡oh, el canto de la lluvia!

Llora sin motivo 
en este corazón que se desanima.
¿No hay traición?
Ese duelo es sin motivo.

¡Es  la peor pena
no saber por qué,
sin amor y sin odio,
tiene mi corazón tanta pena!

(De Romanzas sin palabras)

*No se ha encontrado este verso en la obra conocida de
Rimbaud. (N. del T.)

VERSIÓN ORIGINAL:

Il pleut doucement sur la ville

(ARTHUR RIMBAUD)

Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville,
Quelle est cette langeur
Qui pénètre mon coeur?

O bruit doux de la pluie
Par terre et sur les toits!
Pour un coeur qui s'ennuie,
Ô le chant de la pluie!

Il pleure sans raison
Dans ce coeur qui s'écoeure.
Quoi! nulle trahison?
Ce deuil est sans raison.

C'est bien la pire peine
De ne savoir pourquoi,
Sans amour et sans haine,
Mon coeur a tant de peine!

(De Romances sans paroles, 1874. En Paul Verlaine, 
La buena canción. Romanzas sin palabras. Sensatez.
 Ed. bilingüe de Miguel CasadoCátedra, Letras Universales, 1991 )

Paul Verlaine compuso Romanzas sin palabras entre mayo de 1872 y abril de 1873, durante el periodo de sus viajes con el joven Rimbaudcon quien mantenía una relación amorosa desde 1871, lo que provocó que Mathilde, su esposa, iniciara el proceso de separación que concluyó con la sentencia dictada en abril de 1874.  En la primavera de 1874 tiene lugar también la publicación de Romanza sin palabras, mientras el autor se encontraba en la prisión de Mons (Bélgica) pues había sido acusado de intento de asesinato por haber  disparado contra Rimbaud el 10 de julio de 1873, mientras se encontraban en Bruselas.  Este resultó herido en la muñeca, y  Verlaine fue condenado a dos años de prisión, que cumplió entre octubre de 1873 y enero de 1875. 

El título del libro, explica Miguel Casado, está tomado del compositor alemán Mendelsohn (1809-47), de sus Lieder ohne worte, 49 piezas para piano escritas entre 1825 y 1845, cuya traducción en la Francia de la época era siempre Romances sans paroles. Esta obra supone un punto de inflexión en la evolución poética de Verlaine: su ruptura con el parnasianismo y el inicio de su etapa de madurez, influenciado por sus conversaciones con Rimbaud sobre la naturaleza de la poesía, por la musicalidad de composiciones como las ariettes de Favart, que Rimbaud le descubre, y la poesía de Marceline Desbordes-Valmore, que leen juntos —este usaba, como Verlaine, versos impares (pentasílabos, heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos), muy corrientes en el siglo XVI pero no en su época, a lo que habría que añadir su interés  por la pintura, especialmente por el impresionismo.

Se ha llegado a decir de esta obra, como recuerda Miguel Casado, que es una "agenda de la aventura rimbaudiana", pues los poemas del libro acompañan las etapas de su relación con Rimbaud: a juzgar por los lugares y fechas mencionados, los textos se ordenan según la cronología de la escritura, durante  la peregrinación de los amantes por el norte de Francia, Bélgica e Inglaterra, para concluir en el barco de regreso entre Dover y Ostende.  Verlaine escribe la primera sección "Arietas olvidadas" (Ariettes oubliées) entre mayo y diciembre de 1872; los "Paisajes belgas" (Paysages belges), entre julio y agosto del mismo año; continúa con el poema que pone fin a esta parte, "Birds in the night" (con el título en inglés en el original), hasta octubre, y desde entonces hasta abril de 1873 escribe "Acuarelas) (Aquarelles), cuyos poemas llevan también los títulos en inglés.

Sin embargo, como observa Miguel Casado, la relación con Rimbaud apenas se refleja en los poemas del libro: 
"en Romanzas sin palabras el spleen prevalece sobre Rimbaud, salvo en ligeras alusiones, algunas incluso ambiguas respecto a la identidad del amoroso. Por el contrario, el amor por Mathilde sí aparece de un modo continuado y atento". 

La primera sección está formada por nueve poemas cuya unidad reside en la correspondencia entre un paisaje y un estado de ánimo, esencialmente a partir de sensaciones sonoras (como la lluvia en el poema elegido). En la segunda sección, "Paisajes belgas", las sensaciones son más visuales y los paisajes, urbanos y "modernos". El último poema, "Birds im the night", escrito al parecer tras una visita de Mathilde, difiere de los anteriores por el título en inglés y su carácter más clasicista: una larga serie de cuartetos en decasílabos. En la última sección, a pesar de su título, apenas aparecen los paisajes ingleses, sustituidos por una inspiración de carácter elegíaco.

El poema seleccionado, el tercero de las "Arietas olvidadas", es uno de los más conocidos de Verlaine. Está formado por estrofas de cuatro versos hexasílabos cuya estructura (abaa) difiere de la  rima de las estrofas convencionales de cuatro versos, como ha observado Teodoro Sáez Hermosilla*,  porque el autor ha renunciado al uso de este tipo de estrofas. El poeta expresa la queja por un sufrimiento real que no parece tener causa ni sentido, pues no existe nada que haya herido su corazón, que pena sin motivo mientras escucha el sonido de  la lluvia. Se establece así una clara correspondencia entre el corazón del yo poético y el paisaje ("Llora en mi corazón / como llueve en la ciudad").  La melancolía, como la lluvia, impregna todo el poema, en el que la repetición de palabras y sonidos a intervalos regulares reproducen el sonido repetitivo y monótono de la lluvia. Según Sáez Hermosilla es su aparente sencillez y su musicalidad,  junto a la especial disposición de las palabras lo que consigue, a través de la sugestión, expresar lo indescriptible de esa melancolía, que nace y desaparece sin saber por qué. 

Claude Debussy puso música al poema en 1888.

*Teodoro Sáez Hermosilla, Il pleure dans mon coeur. (Pour une comentaire intégral), Anu. estud. filol. Vol. 02 (1979). Consultado en: https://dehesa.unex.es/bitstream/10662/4411/1/0210-8178_2_271.pdf

Puedes escuchar el poema, cantado por Léo Ferré: AQUÍ.

[Imagen: Pinterest]

jueves, 19 de octubre de 2023

"Declaración de amor" y otro microrrelato de Rogelio Ramos Signes

Juan Gris, The Chessboard (1917)

 

Declaración de amor

Buen día, mi reina. Aquí tienes a tu peón eternamente enamorado, dispuesto a jugarse la vida ante un rey ocioso, a caballo o a pie,  a riesgo de ser visto desde la torre por esos alcahuetes llamados alfiles, incapaces de ir de frente, siempre zigzagueando, siempre escondiéndose.


Toda letra es la primera

Cuando la letra A dejó de ser una casita con techo a dos aguas y un tirante en el medio, cuando la letra C ya no fue una boca que todo lo devora, cuando la E abandonó su condición de peine, y de un palito la I, y de dos montañitas la M, y de una pelota la O, y de una viborita la S, la enseñanza se tornó aburrida (con B de burro, con D de dedo). Algunos huyeron  hacia ese silencio del que ya no se vuelve, y otros manufacturamos este revoltijo de letras llamado palabras, y las encastramos en frases laboriosas, muchas veces promiscuas, y las aprisionamos en libros pensando que así resguardaríamos la historia, sin renunciar a las dos montañitas, con la ayuda de peines, y de casitas con techos a dos aguas, con Q de queso, con B de burro y con D de dedo.

(Publicados en infoLibre, el 22 de julio de 2022)

Rogelio Ramos Signes


Rogelio Ramos Signes es poeta, novelista, ensayista, autor de cuentos y microrrelatos, además de periodista cultural. Nació en Rosario, Argentina, en 1950. Reside en Tucumán desde 1972. Ha publicado novelas (Diario del tiempo en la nieve, En busca de los vestuarios, Por amor a Bulgaria y La sobrina de Úrsula), libros de poesía (Soledad del mono en compañía y El décimo verso), ensayos (Polvo de ladrillos, El ombligo de piedra y Un erizo en el andamio), el libro de cuentos Las escamas del señor Crisolaras y el de microrrelatos Todo bicho que camina. En la actualidad coordina un taller de escritura breve.

domingo, 15 de octubre de 2023

"Amigo" y "El beso de Klimt", de Mónica Doña






Amigo:
No sabes el trabajo que me cuesta
arreglar el jardín.
Octubre se descuelga de las copas.
He cogido el rastrillo
y araño con la fuerza que me resta
la humedad de la tierra.

Cuánto deseo, amigo,
arañarte la espalda
y deshojar de nuevo
el árbol que en verano
nos dio la justa sombra.

Amigo:
He reunido las hojas amarillas
y huelen como a ti.
Es un momento dulce que detengo
ahora,
antes de que sea tarde
y llegue lo peor:
el invierno, el olvido, y a lo lejos
los árboles desnudos
                                  sin nosotros.

(De Mundo fantasma, Fundación Huerta de San Antonio, 2020)

 Gustav Klimt, El beso, 1907-1908. Galería Belvedere, Viena


El beso de Klimt

Se enamoran de un cuadro.
Un bellísimo cuadro
que lleva un largo siglo en los museos.
Viena, primera década del siglo de las sombras:
secesión en las artes, oropel y erotismo.
Gustav Klimt, el artista que amaba a las mujeres.

Poquísimas han visto la obra original.
Pero eso no importa, se enamoran de copias.
Decorativas copias, simbólicos deseos,
altares que presiden las alcobas
de los enamorados del presente.

Sus abuelas colgaron crucifijos
(para toda la vida).
Sus madres, el jardín de las delicias
(hasta el confuso día del divorcio).
Ellas, un beso eterno,
aunque la eternidad dure un suspiro.

La lámina dorada brilla sobre los tálamos,
los jóvenes amantes
la miran y se besan como príncipes.
Ven lo que necesitan
para alcanzar el fondo de la dicha:
La lluvia de oro, el eco de mil constelaciones,
la pradera de flores, los mantos que los cubren
y los rostros unidos por el beso infinito.

(Que en la obra elegida él domine la escena
y ella cierre los ojos postrada de rodillas
al pie de un precipicio,
son detalles que no tendrán en cuenta).

Viena, primera década del siglo de las sombras
y cien años más tarde:
traslaciones continuas, secesiones forzosas,
deslealtades urgentes, acosos y despidos,
mochilas y muchachas con el ombligo al aire
y algún privilegiado que siempre está esperando
un cambio de destino...

Bajo este panorama de tiempos velocísimos,
de carretera y pésimos augurios,
las jóvenes parejas del siglo XXI
siguen en el intento:
construyendo el amor al borde del abismo.

(De ¿Quién teme a Thelma & Louise?, Renacimiento, 2017)

Mónica Doña. Foto: Joaquín Puga. (lacontradejaen.com)

Mónica Doña Jiménez, nacida en Jaén y residente en Granada,  es poeta, cantante y compositora de canciones. Fue incluida en la Primera antología de cantautores andaluces (L. P. doble, Junta de Andalucía, 1986), donde figuran, entre otros, Joaquín Sabina, Carlos Cano y Javier Ruibal. 

Inicia su andadura poética con el cambio de siglo. Ha publicado los libros de poesía Nueve lunas (2000), La cuadratura del plato (2011, Premio de Poesía Vicente Núñez),  Adiós al mañana (2014), ¿Quién teme a Thelma & Louise? (2017, finalista del Premio Andalucía de la Crítica), Mundo fantasma (2020) y el libro de haikus Hierba oscura (2023). Así mismo es coautora, junto a Josefina Martos Peregrín, Sol Nieto y Paco Espínola,  del libro-disco La caja de música de Erik Satie (2018). Ha sido incluida en libros colectivos, antologías y proyectos tales como el Diccionario-Antología Plumas femeninas en la literatura  de Granada, de Amelia Correa (Universidad de Granada, 2002), Palabras cruzadas (2003), Multipoetry Cracovia (2015), Todo es poesía en Granada (2015), Caballo del Alba. Voces de Granada para Federico (2018), De la intimidad. Homenaje a Teresa de Jesús (2019), Poetas actuales en sus propias voces (2020), Maternidades (2021), Para decir amor sencillamente. Homenaje a Rafael Guillén (2021) y Esta voz que me escribe. Antología (2022). En la actualidad vive alejada de la escena musical y se dedica exclusivamente a la poesía.

domingo, 8 de octubre de 2023

"Un columpio sobre el Vilnia", de Martín López-Vega


 



         Un columpio sobre el Vilnia


          Mi amor se columpia sobre el río Vilnia
          con sus pies descalzos y su sonrisa más niña.

          Y pasan unos muchachos en canoa y la saludan;
          y la escultura de la sirenita en la orilla
 5       se relaja y aprovecha para tomarse una cerveza,
          porque sabe que mientras mi amor esté en el columpio
          nadie reparará en ella.

          ¿Quién fundaría esa república de Užupis?
          Desde que acabé el colegio, el español
10      ganó cuatro preposiciones
          y al sistema solar se le despistó un planeta;
          la Guerra Fría perdió un telón de acero
          y el mundo ganó una docena de países;
          un idioma se dividió en cuatro.
15      Tampoco esta importantísima  república
          con su columpio sobre el río
          donde mi amor acaricia el agua con los pies y salpica
          su vestido azul con corazones sonrientes
          estaba en los libros de texto.

20      En el patio de aquel colegio
          quedaron abandonadas las canicas;
          y un balón botando, solo.
          Un eco de voces infantiles insistió en repetirme
          algo que parecía lo único importante
25      y fui incapaz de oír: Tenían que ser
          las coordenadas de esta república, pienso,
          donde hoy estoy con los pies en el río
          escribiendo este poema,
          mientras los cuervos de Vilna
30      pasan riéndose de mí,
          que no tengo paciencia para terminarlo;
          lo que quiero es subirme al columpio con ella
          y dejar el poema en el aire
          como dejé el balón y las canicas,
35      para que otro lo recoja.
          ¿Quién quiere poemas estando ella,
          que es gacela constante más allá de la vida
          y hace volver las claras golondrinas
          y evita que se equivoquen las palomas
40      y hace que suceda que nunca me canse de ser hombre
          y es todos los milagros juntos de la primavera
          y puede sanarme y hacer que este río
          no vaya hacia el mar, que es el morir,
          sino hacia una vida más alta que la vida?

(De Y el todo que nos queda. Poemas de amor, Visor, 2023)

NOTAS
v.1 
El Vilnia es uno de los ríos que atraviesan la ciudad de Vilna, capital
de Lituania. Bordea Užupis, el barrio bohemio, situado en el casco histórico
de la ciudad. El nombre del barrio significa 'al otro lado del río'.
v. 4
La sirenita es una pequeña escultura de bronce situada en un  nicho 
junto al puente que da entrada a Užupis. Fue realizada en 2002 por Romas
Vilciauskas.
v. 8
La comuna de artistas que habita en el barrio lo declaró república independiente
en 1997, formó su propio ejército (integrado por 12 personas) y redactó su propia 
constitución. Por supuesto, no tiene el reconocimiento de ningún estado.
v. 10
A la lista de las preposiciones se añadieron durante y mediante y, más tarde, versus y vía.
v. 11
Se refiere a Plutón, considerado el noveno planeta del sistema solar  hasta 2006, 
cuando se incluyó en la categoría de los planetas enanos.

(Las notas son nuestras.)
 

El poeta, traductor, crítico literario y gestor cultural Martín López-Vega (Póo de Lanes, Asturias, 1975) ha recibido en los últimos años importantes premios internacionales: en Estados Unidos el International Impact Award 2021 por su trayectoria, y en Italia el Premio Mediterráneo 2022 por el conjunto de su obra poética. Y el todo que nos queda es su último poemario, cuyo subtítulo avanza la temática del mismo, "un libro de poesía en que el amor es una hoguera auténtica, de las que se propagan por todas y cada una de sus páginas, por todos y cada uno de sus versos, por todos y cada uno de sus espacios en blanco", como ha señalado Luis Alberto de Cuenca, quien añade:

"Este libro de poesía es un himno de acción de gracias a los dioses por haber concedido a su autor la posibilidad de perderse en el bosque sin horas de un amor pleno y verdadero. Un libro que es un canto a la dulcísima e irrepetible sensación de amar y ser amado sin contraindicaciones, sin reservas, sin miedos, sin heridas sangrantes que deban restañarse. Un libro en que el amor vuelve a ser el prodigio que mueve el sol y las demás estrellas".

Otros poemas del autor que puedes leer en este blog:
-"Roscoe": AQUÍ.
-"Otro ensayo sobre el día logrado": AQUÍ.

La sirenita de Vilna.( Depositphotos / INGUS.KRUKLITIS.GMAIL.COM)

[Imagen inicial: Etsi]

viernes, 6 de octubre de 2023

Grupo de lectura “Leer juntos” del IES Goya– curso 23/ 24

Presentamos el plan de lecturas con el calendario de las tertulias del grupo “Leer juntos en el Goya” en su XIII edición.

Quedáis invitados todos los miembros de la comunidad educativa (alumnado, madres y padres, profesores, personal de servicios, antiguos alumnos y profesores jubilados). Los interesados debéis dirigir vuestra solicitud de participación a la dirección electrónica de la biblioteca.

13 de noviembre: Plegaria para pirómanos, Eloy Tizón. Páginas de Espuma, 2023, 192 pp.

Leer a Eloy Tizón es adentrarse en el mejor cuento español contemporáneo por la puerta grande. Con esta premisa, Plegaria para pirómanos conjuga el hallazgo y la epifanía de su estilo único e inconfundible con la ruptura de lo establecido en el género y la indagación de otros principios. Nueve cuentos entrelazados por los destellos breves, por las ausencias perennes, por el afán cotidiano, por la búsqueda creativa, por la evidencia de la vida misma de unos personajes que esperan, de una posible memoria y biografía propias y reconocibles en una escritura que es súplica e incendio, en una literatura que nos quema. La vida entre las manos de Eloy Tizón.



18 de diciembre: Tiempo de prodigios, Simeón Martín Rubio. Comuniter, 2023, 375 pp.

El hilo conductor se basa en las vidas de Juan de Luna, morisco de Burbáguena, y su nieto, Román Ramírez, natural de Deza. Encontramos suficientes guiños para entender su valor simbólico: la necesidad de revisar la historia y de hacer justicia a la memoria histórica de ayer y de hoy.

Contaremos con la presencia del autor.




15 de enero: Ceniza en la boca, Brenda Navarro. Sexto Piso, 2022, 196 pp.

Diego salta desde un quinto piso y desde entonces esa imagen no deja de taladrarle la cabeza a su hermana: seis segundos y un cuerpo estrellándose contra el suelo. Es ella quien echa la vista atrás y cuenta la historia de los dos hermanos. Su llegada al mundo en un hogar en el que la vida nunca fue justa. Los años que pasaron en México con sus abuelos, mientras su madre se buscaba la vida en España, y era ella, aún niña, quien se hacía cargo de Diego. La etapa en Madrid, una ciudad que no entendían y que tampoco los entendía a ellos. La primera separación, cuando ella se marchó a Barcelona a abrirse camino y su hermano se quedó en el lugar que más odiaba. Y su regreso, cargando las cenizas de Diego, a un México muy distinto al que recordaba.

Libro del año Cálamo 2022.


19 de febrero: La elegancia del erizo, Muriel Barbery. Seix Barral, 2007/ Booket, 2021, 368 pp.

En el número 7 de la calle Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Dos de sus habitantes esconden un secreto. Renée, la portera, lleva mucho tiempo fingiendo ser una mujer común. Paloma tiene doce años y oculta una inteligencia extraordinaria. Ambas llevan una vida solitaria, mientras se esfuerzan por sobrevivir y vencer la desesperanza. La llegada de un hombre misterioso al edificio propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas.

Juntas, Renée y Paloma descubrirán la belleza de las pequeñas cosas. Invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

Premio de los Libreros franceses y Premio Culture et Bibliothèques pour Tous.

25 de marzo: Las malas mujeres, de Marilar Aleixandre. Xordica, 2022, 272 pp.

La historia de Sisca, de quince años, encarcelada porque las mujeres no son dueñas de su cuerpo; las de Concepción Arenal, visitadora de prisiones, y Juana de Vega, mujeres no tan conocidas como merecerían, y las del «mudo coro de las malas mujeres», que entona cantos sobre encuentros con depredadores sexuales. La novela está escrita contra el olvido, para recuperar la memoria de las excluidas. Y es un canto al papel de los libros y la lectura para dignificar la vida de las personas, para dar esperanza a las desesperadas. La novela se enmarca en un tono poético y, sobre todo, en una trama bien armada, cuajada de una variedad de registros literarios.



29 de abril: El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas, Carmen Romeo Pemán. Comuniter, 2023, 259 pp. 

El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas
es el relato de la heroica labor de una maestra rural en aquel pueblo pirenaico durante los primeros años del pasado siglo. Matilde, su protagonista, debe luchar contra los caciques, los curas trabucaires, los prejuicios, el fanatismo y la incultura de aquella España atrasada y enfrentada a sí misma, incubadora de los odios cainitas que unas décadas después iban a materializarse en el baño de sangre que arruinó nuestra historia reciente. Las niñas a quienes se pretendía hurtar el futuro, y sus madres, las mujeres que ya lo habían perdido, serán la inspiración de la maestra.

Carmen Romeo Pemán, autora de la novela y también profesora, nos obsequia una narración vibrante y emotiva, en la que vierte su amor incondicional por la enseñanza y rinde homenaje a aquellas pioneras del magisterio rural.

Contaremos con la presencia de la autora.

27 de mayo: No te veré morir, de Antonio Muñoz Molina. Seix Barral, 2023. 240 pp.

Durante su juventud, Gabriel Aristu y Adriana Zuber protagonizaron una apasionada historia de amor que parecía destinada a durar para siempre. El futuro, sin embargo, tenía otros planes para ellos. Separados durante cincuenta años por un océano de incomunicación, ella atrapada en la España de la dictadura, él viviendo el éxito profesional en Estados Unidos, vuelven a encontrarse en el ocaso de sus días. Miradas, caricias, deseos acallados y viejos reproches dejarán paso entonces a la constatación de que la nostalgia de aquel primer amor lo es también de la persona que una vez fuimos.

No te veré morir es una novela sobre el poder de la memoria y del olvido, la lealtad y la traición, los estragos del tiempo y la obstinación del amor y sus espejismos. La conmovedora historia de una pasión frustrada por la vida y un hermoso retrato de la vejez escritos con una delicadeza extrema.