Mujer polifacética, ejerció como traductora, guionista de televisión, crítica literaria en Diario 16, poeta, autora teatral y excelente ensayista e investigadora (su obra Usos amorosos de la posguerra española [1987] fue galardonada con el Premio Anagrama de Ensayo y Libro de Oro de los Libreros Españoles, y se convirtió en el libro más vendido del año), pero quizá su faceta más conocida sea la de narradora. Como novelista se dio a conocer con El balneario (1955, premio Café Gijón), a la que seguirá Entre visillos (1958, premio Nadal), sobre la vida de unas jóvenes provincianas de clase media. La meditación sobre la soledad humana, la incomunicación y la falta de horizontes es una constante en algunas de sus obras como Retahílas (1974), Fragmentos de interior (1976) y El cuarto de atrás (1978, premio Nacional de Literatura), novela en la que está presente también la reflexión metaliteraria y autobiográfica, al igual que en otros libros, como El cuento de nunca acabar (1983) y Desde mi ventana (1987), que fluctúan entre la ficción y el ensayo. Se centra en el análisis psicológico de las protagonistas en Nubosidad variable (1992), Lo raro es vivir (1995) e Irse de casa (1998). Para jóvenes lectores escribió El castillo de las tres murallas (1981), El pastel del diablo (1984) y Caperucita en Manhattan (1990), libro más vendido del año 1991.
Respecto a su obra poética, publicó sus primeros poemas en la revista Trabajos y días. Su primer libro de poemas, A rachas, apareció en 1976, y después de su muerte se publicó su obra poética completa con el título de Poemas (2001). "A rachas" es el título elegido para el prólogo de sus Poemas, pues es así como fue creando su producción poética, tal como explica la propia autora:
Como casi todos los narradores de mi generación, yo empecé escribiendo poemas. Algunos se publicaron en la revista salmantina Trabajos y días, otros los copié en viejos cuadernos y muchos los confié simplemente a la memoria, como los juglares antiguos. Años más tarde, al recordar los que me quedaron más grabados, los escribí cambiándolos un poco. Supongo que aquellos que sepultó el olvido será porque merecían tal paradero.
Recuerdo mis veraneos de adolescencia en la aldea de Piñor, cerca de Orense, la cuna de mi madre. Allí, subida a los riscos o perdida por el monte, inventé muchos poemas. Me gustaba recitarlos para mí misma en alta voz, especialmente los que tuvieron su germen en alguna de esas pasiones atizadas por el secreto, por la sed de lo inabarcable o por la prematura intuición del privilegio que supone estar viva. Aquella naturaleza agreste que barría las nubes y las normas, y que daba a elegir entre muchos senderos misteriosos, incitaba a la aventura, al peligro y al gusto por el escondite.
A pesar de que bastante temprano (más o menos al acabar mi carrera de letras en Salamanca y trasladarme a Madrid), traspuse con empeño decidido el umbral de la prosa -vehículo de historias menos apegadas a la mía-, el vicio de anotar alguna impresión de esas que caen del cielo como un rayo y estremecen todo nuestro ser no desapareció por completo, ni le cerré la puerta a aquellas fugaces visitas de la poesía. Irrumpía en mi casa sin previo aviso, como un amigo calamitoso y algo enfermo que busca cobijo en un raro recinto aún milagrosamente indemne del naufragio, donde nadie le va a echar en cara sus ausencias. Se presentaba y lo inundaba todo con su olor a eucaliptus, intempestivamente, igual que se largaba luego sin despedirse: a rachas.
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