EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


biblioteca.ies.goya@gmail.com


domingo, 30 de octubre de 2022

"Blues del cementerio", de Antonio Gamoneda



Foto: Josefina López


Blues del cementerio

 

Conozco un pueblo —no lo olvidaré—

que tiene un cementerio demasiado grande.

Hay en mi tierra un pueblo sin ventura

porque el cementerio es demasiado grande.

Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.

No sé para qué tanto cementerio.

 

Cierto año la gente empezó a irse

y en muchas casas no quedaba nadie.

El año que la gente empezó a irse

en muchas casas no quedaba nadie.

Se llevaban los hijos y las camas.

Tenían que matar los animales.

 

El cementerio ya no tiene puertas

y allí entran y salen las gallinas.

El cementerio ya no tiene puertas

y salen al camino las ortigas.

Parece que saliera el cementerio

a los huertos y a las calles vacías.

 

Conozco un pueblo. No lo olvidaré.

Ay, en mi tierra sin ventura,

no olvidaré a mi pueblo.

 

¡Qué mala cosa es haber hecho

un cementerio demasiado grande!

(De Blues castellano, 1982)

 

Antonio Gamoneda compuso Blues castellano entre 1961 y 1966, pero no lo publicó inmediatamente a causa de la censura franquista, que tachó poemas enteros y desaconsejó su publicación, por lo que su aparición se retrasó hasta 1982. El poemario se divide en tres secciones que "trazan un recorrido por la memoria personal del poeta (su infancia durante la guerra civil) y la memoria social y colectiva, para lograr finalmente una síntesis entre lo individual y lo universal", observa Stefano Pradel*. El poeta confesó haber escrito este libro dominado por dos fuerzas: "el poeta turco Nazim Hikmet y las letras de los cantos negroamericanos fundacionales del jazz: el blues y el spiritual".  La presencia de Hikmet es más evidente en las secciones primera y tercera, mientras que el blues lo es en la segunda, formada por nueve poemas titulados todos Blues de... El poeta castellano encuentra en los cantos tristes de los negros norteamericanos que habían sido esclavos un modelo para expresar el dolor del periodo de posguerra española que le tocó vivir en plena juventud, y con ello se aleja de forma innovadora de la poesía escrita por sus coetáneos. En estas composiciones encontraremos las características que Ching-Yu (cit. por Pradel) atribuye al blues: la repetición sintáctica, la desaceleración rítmica y la narración fragmentaria.

"Blues del cementerio" es un poema que alude a la tragedia de la emigración y el despoblamiento rural, del que explica Stefano Pradel:

Repetición y variación constituyen el eje retórico central del poema, tanto a nivel de la elección léxica singular que de entero sintagmas: anáforas, epíforas, paralelismos, variaciones sintagmáticas (o sintácticas), pero no a nivel léxico-morfológico (como se daría, por ejemplo, en la paronomasia). Esto resulta especialmente acertado si se mira de cerca las conexiones que la repetición de sintagmas crea dentro del texto, que no solo garantizan su coherencia interna, sino que producen significado a través de las reiteraciones, los cambios y las omisiones.

*"El grito de la tierra: Blues castellano de Antonio Gamoneda". En Castilla. Estudios de Literatura, 10 (2019): 356-382.

jueves, 27 de octubre de 2022

"Un pacto con el diablo", cuento de Juan José Arreola

 




Un pacto con el diablo


Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

—¿Siete nomás?

—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

—El diablo.

—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.

—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

—Entonces el diablo...

—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

—Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:

—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown empezaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

—Siendo así...

—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo por comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:

—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

—El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer —contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia—: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

—¿Y si Daniel se arrepiente?...

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...

—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

—Realmente es muy poco honrado —dije, sin darme cuenta.

—¿Qué dice usted?

—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir —añadí como para explicarme.

—Por ejemplo... —y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

—Perdóneme —dijo—, hace un instante, usted estaba de parte de Daniel.

—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

—Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

—¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en la que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

—Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

—Usted, ¿es muy pobre?

—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor, compadecido—; en esta semana le encargaré un par de trajes.

—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...

—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...

—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...

Hice como que meditaba un poco. Hice una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:

—Reflexione. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

—Aquí, en la cartera, llevo un documento que...

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto le había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Paeo yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo, Bruscamente, me decidí:

—Trato hecho. Sólo pongo una condición. 

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

—¿Qué condición?

—Me gustaría ver el final de la película —contesté.

—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

—¿Me da usted su palabra?

—Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:

—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:

—Tu alma vale más que todo eso, Daniel...

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar deprisa, cada vez más deprisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

—Pareces agitado.

—No, nada, es que...

—¿No te ha gustado la película?

—Sí, pero...

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

—¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

—Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

—Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

(Juan José Arreola, Confabulario,1952)

Juan José Arreola.(lavozdemichoacan.com.mx)


Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán el Grande hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco, 1918-Guadalajara, Jalisco, 2001), narrador, ensayista y académico mexicano, es una de las figuras más prestigiosas de la narrativa mexicana del siglo xx.

Cuarto de catorce hermanos, nació el año en que Washington promovió una intervención militar en México, mientras Emiliano Zapata y Pancho Villa se unían contra el presidente Venustiano Carranza. Fue un escritor autodidacta, que  no concluyó la primaria  debido al caos originado por la Revolución Cristera y ejerció los oficios más variados. Realizó una importante labor como promotor cultural dirigiendo revistas, colecciones de libros y talleres de creación literaria tan reconocidos como 'Mester', que lo convirtieron en maestro de toda una generación de escritores. Trabajó en televisión, también como actor y director teatral, y en 1948 fue corrector en la editorial Fondo de Cultura Económica, y obtuvo una beca en El Colegio de México. 

Está considerado como uno de los renovadores del cuento hispanoamericano. Su obra narrativa se caracteriza por un estilo muy depurado, una estructuración fragmentaria y abierta y un ingenioso empleo del humor, la ironía y la fantasía. Entre 1939 y 1940 escribió sus primeras obras teatrales. Se dio a conocer como narrador  con el libro de relatos  Varia invención (1949), pero la fama y el reconocimiento le llegaron con Confabulario (1952), título canónico de ficción no realista publicado un año antes de la aparición de El llano en llamas, de Juan Rulfo. El libro, galardonado con el Premio Jalisco de Literatura, se reeditó varias veces y, posteriormente, revisado y aumentado, recopilando su obra entre 1941 y 1961 bajo el título de Confabulario total (1962). En 1954 publicó la pieza teatral en un acto La hora de todos, por la que recibió el Premio Festival Dramático del INBA 1955. A estas seguirán Bestiario (1958), La feria (1963), su única novela, Premio Xavier Villaurrutia, y la colección de cuentos Palíndroma (1971). En 1980 reunió toda su producción en Confabulario personal. Recibió, entre otros importantes galardones, el Premio Nacional en Letras en 1979, el Premio Juan Rulfo en 1992, el Alfonso Reyes (1995) y el Ramón López Velarde (1998).

En 1976 la pianista y poeta mexicana Tita Valencia declaró que una de sus obras más populares, Minitauromaquia, reflejaba la violencia de género vivida con  Arreola en los años 60. En 2019, en una entrevista publicada en el diario Excelsior,  la escritora Elena Poniatowska reveló que en 1954, cuando tenía 22 años, fue violada por Juan José Arreola, veinte años mayor que ella, durante una de las frecuentes visitas que realizaba a casa del escritor, de quien era alumna. Según la autora, su primer hijo fue fruto de esa violación. Poniatowska había contado parte de esta historia en su novela El amante polaco (2019), sin descubrir el nombre del autor, reflejado en el personaje del Maestro. La familia del escritor ha tratado de desmentir estas acusaciones haciendo pública parte de la correspondencia de Arreola con las dos escritoras.


Agradecemos a Carlos San Miguel que haya compartido con los lectores el enlace para escuchar este cuento: AQUÍ (min. 32 aprox.).


[Imagen inicial: es.vecteezy.com]

domingo, 23 de octubre de 2022

Dos poemas de Hugo Mújica



 
Playa de Mónsul en el cabo de Gata. JESÚS SIERRA (El País)


Anochece
         bajamar,

algún graznido,
restos que el mar abandona
en la arena
         y esta soledad de ser
                                          solo a medias.

         Es la hora 
         de la melancolía,
la de la ausencia
de lo que nunca estuvo
          y sentimos más propio:
                   lo que todavía de nosotros
                                                  no dimos a luz
                                                                            en la vida.

                              De Barro desnudo, Visor, 2016


HACE APENAS DÍAS

hace apenas días murió mi padre,
hace apenas tanto.

cayó sin peso,
como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna.

hoy no es como otras lluvias
hoy llueve por vez primera
sobre el mármol de su tumba.

bajo cada lluvia
podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
ahora que he muerto en otro.

                                      De Noche abierta, 1999


Hugo Mújica. (elespañol.com)

Hugo Mújica (Buenos Aires, Argentina, 1946) es un poeta, filósofo, ensayista y sacerdote argentino. Estudió Bellas Artes, Antropología, Filosofía y Teología, lo que se plasma en su obra, que abarca tanto la filosofía como la antropología, la mística, la investigación estética, la narrativa o la poesía.

Hijo de una familia proletaria, al quedar ciego su padre debido a un accidente, a los 13 años se vio obligado a ponerse a trabajar en una fábrica de vidrio  para mantener a su familia, trabajo que compatibilizó con los estudios de Bellas Artes en una escuela secundaria nocturna. En 1961, desertando del servicio militar obligatorio, partió hacia Estados Unidos, con visa de turista y sin conocer el idioma. Pasó la década de los sesenta en el Greenwich Village, Nueva York, como pintor plástico, implicándose en movimientos antibélicos, así como en la lucha por la igualdad racial y sexual. Participó en experimentos sobre  la vinculación entre los alucinógenos y el proceso creativo. Posteriormente, vivió siete años en un monasterio de la orden trapense, donde comenzó a escribir.

Ha publicado ensayos (Origen y destino. De la memoria del poeta presocrático a la esperanza del poeta en la obra de Heidegger [1996], Poéticas del vacío. Orfeo, San Juan de la Cruz, Paul Celan, la utopía, el sueño y la poesía [2002], Lo naciente. Pensando el acto creador [2007], La Casa, y otros ensayos [2008] o La carne y el mármol. Francis Bacon y el arte griego [2018]), libros de cuentos (Solemne y mesurado [1990], Bajo toda la lluvia del mundo [2008]), así como libros de poesía, entre los que destacan: Brasa blanca (1983), Para albergar una ausencia (1995), Noche abierta (1999), Cuando todo calla (2013, XIII Premio Casa América de Poesía Americana), Barro desnudo (2016) y A las estrellas lo inmenso (2019). Su obra poética, traducida a varios idiomas y publicada en quince países, ha sido recogida en Del crear y lo creado. Poesía completa 1983-2011.

domingo, 16 de octubre de 2022

"Albada vertical" y otro poema de Erika Martínez



ALBADA VERTICAL

Escalador de mi fachada,
artesano del aire,
el hombre que contemplo
ensaya técnicas de altura,
conoce con sus manos la ciudad.

Cada mañana posa sus zapatillas de ave
sobre mi alféizar:
desciende sistemático, puntual
como las pesas de un reloj de cuco
y remueve con su cabeza
la paz de mis cortinas.

A veces imagino que su arnés,
celoso de mis besos, le retira el abrazo.
Mi amante vertical me mira entonces,
suspendido un instante entre las nubes,
y se esfuma
dejándome un rumor de cuerdas.

(De Color carne, Pre-Textos, 2009)


EL GUARDAPELO DE LAS POETISAS

Para que nunca se les olvide, las poetas llevan colgado del cue-
llo el guardapelo vacío de las poetisas.

¿Qué hacer con su moño resignado y su croché, sus juegos sin
apuesta y sus remilgos, con esa manía tan suya de escribir y ti-
rarse de la enagua?

Me prometí quitarle a sus nombres la tachadura, como quien sa-
botea un cepo con un palo; no juzgarlas ni juzgar tampoco a quie-
nes consintieron la demencia por un equívoco romántico.

Esto último me cuesta mucho.

Confesando que me gustan las isas y los ismos, y también en
exceso lo contrario, quisiera preguntarme cuánto hay en noso-
tros de su amor por la nadería.

En inglés isabelino llamaban nothing a lo que una mujer tenía
entre los muslos. O así lo contó una vez, hablando de Ofelia,
Nicanor Parra.

(De Chocar con algo, Pre-Textos, 2017)

Erika Martínez Cabrera. (lavozdealmeria.com)


Erika Martínez Cabrera (Jaén, 1979) es licenciada en Literatura comparada y doctora en Filología hispánica por la Universidad de Granada . En 2008 presentó su tesis doctoral, titulada Carnaval negro: veinte poetas argentinas de los años 80. Actualmente es profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Granada. 

Con su primer poemario, Color carne (2009), obtuvo el I Premio de Poesía Radio Nacional de España. Su segundo poemario, El falso techo (2013), ha sido traducido al italiano y publicado por Ensamble Edizioni (Roma, 2018). Chocar con algo (2017) es su último libro de poemas. Ha sido incluida en diversas antologías, entre las que destacan Centros de gravedad. Poesía española del siglo XXI (Pre-Textos, 2018) o El canon abierto. Última poesía en español (Visor, 2015). Como aforista ha publicado Lenguaraz (2011) y ha sido incluida en las antologías Pensar en lo breve (2013), Bajo el signo de Atenea (2017) o Fuegos de palabras (2018). Es autora del ensayo Entre bambalinas: poetas argentinas tras la última dictadura (2013) y de diversas ediciones y antologías de literatura española e hispanoamericana. 

Como ha señalado Luis Bagué Quílez*, el cuestionamiento de los clichés ligados a la identidad femenina que se observa ya en el primer poemario de Erika Martínez se intensifica en el último, en cuyo primer apartado ("Mujer agita los brazos") "combina la reivindicación subversiva de la escritura y la crítica irreverente al lugar subsidiario que ha ocupado la mujer en las hornacinas institucionales", como se aprecia en composiciones como "El guardapelo de las poetisas".

*En "Terapia de choque", El País /Babelia, 29 de enero de 2018.

jueves, 13 de octubre de 2022

"Presagio", un cuento de Olga Merino




Presagio

A la memoria de Cécile

Cuando entró en el cobertizo, pegado al galpón de enfermería, y reparó en la sombra azul que el carburo pintaba en la sotabarba del agente, Cécile Kogan se estremeció, como si el filo de un hacha en la sombra se aproximara a su carne. No fue el tufo a encierro y sudor. Tampoco los ojos hinchados del oficial, que tenían el mismo color que la herrumbre. El fogonazo del mal agüero lo prendió el brillo grasiento en el hocico del comisario político. Aleksándr Morózov estaba esperándola sentado a su mesa de trabajo, sobre la que había extendido un ejemplar atrasado de Pravda a modo de mantel. El comisario desayunaba sin plato tres rebanadas de pan negro, un arenque y una espuela de vodka en la taza desportillada. A ninguna secretaria le incomodaba  ya que los informes semanales que debían enviar desde la obra hasta Moscú viajasen con alguna dedada mantecosa.

Cécile Kogan advirtió de su presencia con una voz tan quebradiza como la vertical que la sostenía sobre el piso de tierra. La mañana aún no se había desperezado en el campamento.

—Aleksándr Vasílievich, aquí me tiene —dijo con un hilo de voz.

—Tome asiento, camarada Kogan, tome asiento. He mandado llamarla.

El comisario Morózov tardó unos segundos en reanudar la exposición; le costaba ensalivar el mazacote de pan de centeno que trituraba entre las muelas.

—Usted me será más útil aquí, en la base de operaciones. Y he decidido que la camarada Vera Arkádievna será quien se desplace al sector norte con la avanzadilla —dijo mientras se refregaba la boca con el envés de la mano—. Vera Arkádievna maneja los suficientes conocimientos de inglés como para defenderse con el ingeniero.

El comisario hizo una pausa breve que pareció demasiado estudiada. Y, mientras Cécile trataba de ocultar su incomodidad, soltó a quemarropa:

—Además, camarada Kogan, tengo entendido que su amigo, el ingeniero Harbert, ha adquirido nociones rudimentarias de ruso en las últimas semanas, ¿no es cierto?

La palabra "amigo" emergió sucia de entre sus labios y envuelta en efluvios de pescado en salazón.


Debían de sospechar, claro. La maledicencia debía de hervir en el campamento, y tampoco Cécile se había molestado en disimular. La habían visto pasear con él entre los barracones y encadenar tardes de conversación y vino de Crimea frente a la cabina del ingeniero Harbert a la hora en que la luz tendía paños de algodón violeta sobre la vastedad del páramo. Tal vez el mismo comisario, a pesar de la pereza que arrastraba  y de su mirada blanda, se atrevió a fisgar a través del ventanuco trasero, velado por un visillo que el ingeniero inglés había improvisado con la tela de un saco de harina. Quizá alguno de los capataces la había visto cortar el cabello de James bajo la marquesina de la cabaña. ¿Pero quién? ¿Quién habría sido la lengua delatora? ¿Acaso Vera Arkádievna? Aunque no se distinguía por la discreción, se le hacía extraño que su compañera hubiese bajado la guardia ante los mandos, y Cécile habría jurado que Vera la apreciaba. Dormían juntas en la misma litera, compartían confidencias e incluso Vera le regalaba las manzanas del postre, cuando las había, para que Cécile perfumara el baúl de mimbre donde guardaba sus ropas, un gesto noble en aquel mundo estrecho de hombres, empeño y sudor. "Solo a una señoritinga judía como tú se le ocurriría presumir en este desierto", le decía entre risas. Oh, Vera; a la matrona con hechuras de segadora le traía sin cuidado el mundo. Vera hablaba un inglés raquítico y, sin embargo, sería ella quien se trasladara al extremo norte de la vía férrea, sería ella quien transformara las palabras del ingeniero en órdenes para las cuadrillas de obreros. ¿Por qué los separaban?, ¿por qué en ese momento? Cécile era la intérprete oficial y así constaba en la contrata. Por más vueltas que le daba, no comprendía la decisión de apartarla de James. ¿Cuándo se reencontrarían? Transcurrirían semanas, meses tal vez. Quizá nunca volvería a verlo.


La vida nunca rueda por sí misma, ni entonces ni ahora; hay que empujarla eternamente arrimando el hombro.


La expedición había llegado a la estepa kazaja a mediados de marzo de 1926, cuando el fango de la primavera aún entorpecía el trasiego de los camiones en mitad de la nada. Brigadas de obreros, maquinaria, rieles, traviesas de madera y cargamentos de balasto se relevaban en el campamento para construir la línea de ferrocarril entre el lago Baljash y la cuenca minera de Karagandá. Cuatrocientos kilómetros de vía férrea que habrían de transportar el cobre y el carbón, arrancados de las entrañas de la tierra, hacia el norte y luego más allá, hacia las llanuras de Siberia y el corazón de la nueva Rusia. Una patria de siervos campesinos tan joven y tan nueva que precisaba de ingenieros occidentales para encaminarse hacia el progreso.

Ni siquiera con el transcurso de los años Cécile supo responderse si el entusiasmo con que aceptó la propuesta de viajar tan lejos de la capital, de abandonar su círculo de intelectuales ensimismados, se debió al ardor de la juventud, ese estanque cristalino donde la ilusión chapotea, o bien a la íntima satisfacción de sumarse a la fragua de la historia. Ambos sentimientos se mezclaban entonces.

Los días en el asentamiento se le solapaban con el temblor de observar cómo un enjambre de criaturas rudas, de sangre aldeana, luchaban por doblegar el alma de la naturaleza inhóspita. El desquite de los siglos, pensaba. Hombres toscos, casi analfabetos, muchos de los cuales apenas podían deletrear los carteles pegados en las paredes desnudas de los barracones donde dormían: "LOS SÓVIETS, LA ELECTRIFICACIÓN Y EL FERROCARRIL SON  LOS CIMIENTOS DEL NUEVO MUNDO". "¡ADELANTE, SIN PAUSA, ADELANTE!". "¡EL TREN LLEVARÁ MÁS CARBÓN DE KARAGANDÁ PARA LA PATRIA!".  Aunque se sentía diminuta y a veces superflua, se entregó con ahínco a la tarea diciéndose que, al menos, su cabeza y los conocimientos atesorados mediante el estudio de las lenguas compensaban la fragilidad del cuerpo, y que las consignas del ingeniero, que ella se esforzaba por traducir con precisión, sujetaban firmes las riendas del caos en aquella obra descomunal. Cécile, la pequeña judía, participaba en la alquimia de transmutar simples palabras en músculo, carne y hierro.


El azar y el paso del tiempo se conjuraron a espaldas de su voluntad. Una mañana temprano, cuando apenas estrenaba la jornada, Cécile percibió que, por vez primera y sin saber por qué, una corriente de ternura le subía desde el estómago hasta la garganta al contemplar las manos del ingeniero Harbert, que trazaba anotaciones a lápiz sobre unos planos. James Harbert tenía manos de adolescente. Manos de niño que contrastaban con su porte varonil, el aplomo de su voz, la seguridad con que se dirigía a los capataces. Cécile había observado sus manos docenas de veces, pero no con tanta delectación e intensidad. Fue justo en ese instante cuando las deseó sobre su piel, buscándole la humedad de la boca, y se dijo que tal vez fueran ciertas sus figuraciones. Tal vez James la estaba llamando desde el fondo de sus ojos verdes.

El ingeniero y la intérprete  trabajaban codo a codo hasta la puesta de sol, algunas veces hasta bien entrada la noche, sin resuello ni descanso, porque el mayor desafío del proyecto no radicaba tanto en las dificultades técnicas como en la premura: la vía debía estar tendida antes de que la dureza del invierno se cerniera sobre la estepa. Ocho meses de sobreesfuerzo, desde el deshielo y hasta que las nieves de noviembre cuajaran sobre la planicie inabarcable.  Un camino en línea recta, trazado con escuadra y cartabón, hacia la lejanía  cárdena del horizonte. Una flecha de hierro que atravesaría la belleza primigenia, la infinitud del espacio, el vacío. Ni un árbol, ni la suave ondulación de una colina, ni un triste campo de trigo requemado. Tan solo el páramo, que se multiplicaba a sí mismo en vetas parduscas, ocres y lilas. Y los caballos. Y las yurtas de los pastores nómadas.

Algunas tardes, cuando el sol aflojaba el puño en el yermo, Cécile y James Harbert se subían a una camioneta destartalada y se escapaban del asentamiento con la excusa de inspeccionar algún tramo de la vía. Los dos lejos de todo, perdidos en la inmensidad, bajo la cúpula de aire estancado, solos en el tiempo que parecía detenido. En ocasiones, Cécile pensaba que tal vez habría sido mejor que los hubiera engullido el silencio de la estepa. O el viento atroz.

Los dos sabían de la imposibilidad. Él, extranjero; ella, ciudadana soviética. Fronteras, recelos, pasaportes, sospechas. Y una esposa y dos hijos que aguardaban a James en Londres. Ambos sabían que la pasión estaba abocada a extinguirse en cuanto los raíles alcanzaran Karagandá.


La noche previa al traslado del ingeniero hacia el sector norte, los amantes contravinieron las normas del acantonamiento y durmieron juntos en la cabaña de James. En verdad, dejaron que la espera se desovillara lenta sobre sus cuerpos desnudos, tendidos en el catre, abrazados e inmóviles, temerosos de acariciarse; no se atrevieron siquiera a hablar. Afuera, el resplandor de la luna batallaba con las tinieblas y bañaba el páramo con una pátina de irrealidad. Parecía imposible que fuera a amanecer.

—No, no salgas a despedirme, Cécile, te lo ruego. Te haré llegar noticias mías. Ya me las ingeniaré.

La avanzadilla salió antes de que el sol despuntara.


La textura de la realidad cambió tras la partida del ingeniero. Si hasta entonces la visión de la estepa se le había antojado el privilegio de regresar al instante exacto de la creación del mundo, a la naturaleza incólume, la ausencia de James transformó la inmensidad de la llanura en asfixia y tedio. La luz violeta que perfilaba el horizonte, tantas veces contemplada con esperanza, con el éxtasis de la entrega al puro presente, se convirtió en un sudario de plomo que la envolvía en la contradicción de saberse encerrada en una cárcel sin límites. No podía huir.

La planicie la estaba devorando. A ella y a los hombres del asentamiento, que parecían hundirse en un pantano de letargo y desidia a medida que el otoño se acercaba presagiando los vientos de hielo. Cécile comenzó a advertir también que la miraban de forma distinta, desafiantes, sobre todo los peones. Apenas salía de la barraca habilitada como oficina, donde las jornadas se le perpetuaban idénticas entre el repiqueteo de la máquina de escribir, la contabilidad y las planillas de inventario, y cuando lo hacía, si se cruzaba con alguna cuadrilla, con algún obrero que empujaba una carretilla entre los montículos de grava, percibía que los ojos la taladraban. Incluso, creía escuchar a su paso cuchicheos, reproches, reniegos en voz baja. "Mírala, qué se habrá creído esa ramera judía". "La llaman Cécile, ¿dónde se ha visto un nombre así?". Cécile se esforzaba por mantener el equilibrio diciéndose que no habría oído bien, que tal vez la inquina contra quienes no se ensuciaban las manos con el trabajo borboteaba desde el principio, solo que la protección del ingeniero Harbert la había mantenido a resguardo. Corría el rumor, además, de que se habían detectado dos casos de tifus en el barracón A-8. Los dos herreros infectados fueron rápidamente evacuados del asentamiento, pero aun así algunos obreros amenazaban con alentar un motín en protesta por las raciones de bazofia con que los alimentaban. La extenuación y el rancho sucio los estaban matando. Claro, debía de ser eso; la rabia, la impotencia, el resentimiento les opacaban la mirada; los peones sabían que los cuadros comían carne, queso y a veces fruta fresca. A los señoritos no les echaban en la escudilla sopa de col con hebras de tasajo.


La existencia de la intérprete se concentró en torno a la llegada del tren de carga. Tres veces por semana, la lanzadera hacía el camino inverso desde el sector norte, con bateas y varios vagones enganchados, con el fin de trasladar de nuevo a la cabecera de la vía cuantos materiales se precisaran para que la senda de hierro se abriera camino hacia el horizonte. En la atardecida  de los días convenidos, cuando la luz ya declinaba, Cécile se dirigía con paso apresurado hacia el apartadero y aguardaba impaciente el silbido de la locomotora y las primeras hilachas de vapor en la lejanía. La máquina arrastraba lo único que todavía le importaba. En la carpeta de documentos que el maquinista le entregaba solía aparecer, con la complicidad de Vera Arkádievna —o así lo creía Cécile entonces—, algún mensaje  del ingeniero oculto entre los papeles oficiales, y Cécile corría, corría, corría, el corazón en la boca, para saborearla en la cabaña que compartía con las escasas mujeres del campamento. Allí, tendida en el jergón, leía la carta de James una y otra vez hasta aprendérsela de memoria, buscando tacto y aroma en cada palabra.

"Querida: vivo por volver a verte. Apenas duermo porque el deseo me desvela y porque trabajo hasta la extenuación. Trabajo, trabajo y trabajo, como el mulo atado a la noria. Por no pensarte. Por acabar cuanto antes. Por regresar. Ya no puedo escuchar las sonatas de Schubert en la vieja gramola, sin que tu ausencia me duela. Ten paciencia. Tuyo, James".

Una tarde, cuando entró en la cabaña de las mujeres con una nota de James escondida entre los senos, Cécile se estremeció: un pájaro aturdido revoloteaba en la penumbra del barracón intentando encontrar la salida; se golpeaba contra las paredes, contra el cristal mugriento del tragaluz, se desconcertaba tras el impacto y de nuevo emprendía el vuelo en círculos concéntricos, cada vez más exhausto, cada vez más desesperado, cada vez más solo. Parecía una alondra, y debía de ser joven. Pobre pájaro, infeliz, habría perdido a su bandada en la migración hacia el sur. El ave intuía la llegada del viento de hielo y peleaba contra el tiempo. Cécile dejó la puerta de la choza abierta de par en par con la esperanza de que la escasa claridad atrajera la atención del pajarillo y con el punzante convencimiento de que, aunque lograra escapar, jamás sobreviviría a la estepa. Moriría en la travesía. De sed o de agotamiento.


Ni siquiera con la serenidad de la vejez, Cécile podía evitar el pensamiento recurrente de que la alondra atrapada fue una proyección de sí misma, una premonición del tiempo que estaba por venir, de los años del terror y la delación, de la paranoia estalinista, del miedo que mantuvo los zaguanes en vela, de los huesos tronchados, la guerra y la sangre derramada de los inocentes. En los años sucesivos, la misma estepa donde conoció la ilusión y el deseo con el ingeniero albergaría campos de trabajos forzados y desolación para los enemigos del pueblo. La patria de hierro devoró a sus mejores hijos. Cuánto cansancio acumulado en las alas, cuánto dolor silenciado le pesaba en los párpados. Oh, James, amor mío, estés donde estés, cuánta razón se escondía en tu despedida. ¿Lo intuías, acaso?


Sucedió tan rápido, con tal vértigo, que no estaba segura de que la memoria hubiese reconstruido la escena con exactitud. Amanecía cuando alguien aporreó la puerta del galpón de las mujeres. Cécile acudió a abrir descalza, sin tiempo apenas de echarse el chal por encima del camisón. Era James. Su James, que regresaba del sector norte, pálido, fugaz, en el límite de sí mismo. Tres camiones y un coche negro lo aguardaban con los motores en marcha, y uno de los chóferes hizo sonar el claxon con insistencia para apresurarlo. James solo tuvo tiempo de rozarle los labios con los suyos y susurrarle al oído:

—Ten cuidado, Cécile, ten cuidado.

Las últimas palabras del ingeniero y sus manos de niño se quedaron revoloteando en el aire, entre la tolvanera de la caravana que se alejaba en la infinitud del páramo.

Olga Merino. (librujula.publico.es)

Olga Merino (Barcelona, 1965) es licenciada en Ciencias de la Información y máster en Historia y Literatura hispanoamericanas en el Reino Unido. Trabajó en la década de los noventa en Moscú como corresponsal para El Periódico. De aquella experiencia surgió su primera novela, Cenizas rojas (1999), así como los diarios recogidos en Cinco inviernos (2022), en donde el diario íntimo de aquella joven que, "inmersa en la cultura rusa, persigue el sueño de ser escritora, el prestigio profesional como periodista y el amor pleno y sublime queda anotado en el momento presente, poniendo en contraste de forma magistral la voz de hoy con la de aquella muchacha idealista". 

A su primera novela siguieron Espuelas de papel (2004) y Perros que ladran en el sótano (2012). En 2006 obtuvo el Premio Vargas Llosa NH por el relato Las normas son las normas. Con su novela La forastera (2020), situada entre los mejores libros de 2020, ha sido ganadora del Premio RAE de Creación Literaria, de los premios Pata Negra y Cubelles Noir, finalista del Premio Bienal de novela Mario Vargas Llosa y del VII Premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal.  Actualmente es columnista de El Periódico y profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Sus novelas han sido traducidas al italiano, neerlandés, francés, inglés y chino. 

"Presagio", relato incluido en Cinco inviernos, fue ganador de un accésit en los Premios del Tren 2013, de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Se inspira en las vivencias de Cécile, una octogenaria rusa a la que la autora conoció durante  su estancia en Moscú. Cécile nació en París, donde se exiliaron sus padres, perseguidos por las autoridades zaristas, y en los años treinta estuvo trabajando durante cinco años en Siberia como intérprete de los ingenieros británicos que dirigían la construcción de una gran infraestructura. 

[Imagen inicial: natword.info]

domingo, 9 de octubre de 2022

"Otro ensayo sobre el día logrado", de Martín López-Vega

 

© María Tudela


OTRO ENSAYO SOBRE EL DÍA LOGRADO


Cántame la canción del día logrado.
Peter Handke

 

A los seis años, el día logrado
es conseguir que el grillo salga de su madriguera
para robarle su canción.

A los siete, bola, pie, matute y gua.

A los ocho, quedarse en el mar
hasta que se te arrugan las yemas de los dedos.

A los nueve, situar en el mapa
los ríos del mundo, las altas montañas
que hasta entonces eran solo nombres
errantes en la pangea de tu imaginación.

A los treinta, ser el dueño de una ciudad,
tener un libro prestado, ser amigo de una mujer.

A partir de los cuarenta,
no habrá día logrado que no pase por sobreponerse.
En su caso, en su ahora, ¿cómo se sobrepondrá
a que ella ya no esté? ¿Cómo alcanzar
el día logrado si ni un día pasará en que no piense
en su sonrisa cuando lo descubría espiándola
tras el cristal de la imprenta, en tomarla de la mano
para caminar entre la nieve, en su forma exacta
de traducir un verso, de saber antes que él
lo que él mismo necesitaba? Vamos, sobreponte;
es lo que toca ahora. Llegó el laberinto
y perdido cada uno en un recodo diferente
de la oscuridad no hubo manera de seguir
el rastro de los parasiempres. Y ahora
no hay día en que no vuelva a algún rincón del pasado
solo para que quien él fue pueda reencontrarse
con quien fue ella.

Si como dicen los antiguos
su cuerpo aquí
es luz coagulada
¿por qué ya no quema?

Sobreponerse es el verdadero leitmotiv;
está escrito en ese libro que Dios dictó a sus secretarios.
Ahí se explica:
creó antes que nada a los monstruos marinos,
y serpientes poco después, y solo más tarde al ser humano
(al hombre, dicen las traducciones de época),
para que viviera siempre amilanado,
y puso un árbol del que le prohibió comer
para atemorizarlo aún más,
y la tierra de Havila donde había oro
para que se tuviera que sobreponer a la codicia
de algo absolutamente innecesario en el Edén,
es de suponer, aunque quizás los mercaderes
hubieran montado ya sus chiringuitos,
o Dios inventó el mundo para ser su tratante,
cualquiera sabe. Y cuando aquellos dos optaron
por ser libres y probar la fruta del árbol de la ciencia,
puso enemistad entre el hombre y la mujer
(fue él, el muy cabrón) y les dijo: «con el sudor de tu frente
te ganarás el pan» (y ¿cómo sabrían ellos
lo que era el pan? ¿Quién era el panadero del paraíso?
Para ser un libro tan famoso, la Biblia
está llena de incoherencias narrativas).

Cada día ya será sin ella,
sin su risa rara y por ello tan añorada,
sin su mohín torcido, aquel con el que se retrató
a sí misma y a Jacob para el curso de cómic.

Y cada día será sin saber
si ha dibujado con el mismo gesto
a Chester, el jack chi que adoptó sin elegir mucho,
y sin saber cuál será su corte de pelo,
ni si habrá sido ella misma capaz de sobreponerse
a todos los miedos y a todos los fantasmas.
Y cada día logrado la incluirá de alguna manera,
no solo porque lo será si se sobrepone a su ausencia,
sino porque ella estará siempre en gestos,
en preferencias aprendidas, y será por ella
que abundarán los días que serán como aquellos
primeros de invierno en la ciudad nueva,
cuando el sol brillaba pero el mundo estaba helado.

Para crear un primer día logrado
se apuntó a un cursillo de mosaicos. Piensa que su torpeza
le dará la excusa perfecta para probar algo
que le exija atención y paciencia, tan esenciales
para lograr los días. Ha venido a aprender sobre sí mismo.

Lo primero es elegir el material: porcelana, piedra,
trozos de conchas, horas de otra vida, vísceras arrancadas,
muchas cosas sirven para hacer un mosaico.

Después viene lo realmente difícil: seleccionar el motivo.
Lo normal es optar por uno ya probado, copiar
a un viejo maestro; si decides ir por libre
te habrás puesto en camino, pero recuérdalo:
estarás siempre solo. Y elegir y sostener la elección
requiere fe; asegúrate de ser capaz para la fe.

A continuación hay que romper el material escogido
para formar las teselas; a partir de cierta edad, piensa él,
el material, elegido o no, estará ya roto de antemano.

Esparce la mezcla aún seca con una espátula
y deja espacio para el estuco;
recuerda el kintsukuroi, es importante que entre
tesela y tesela la cicatriz brille, mas nunca caigas
en el error de pensar que lo importante es la herida.

Prepara la mezcla para el estuco, aplícalo
y deja que se fije,
y después usa un barniz para protegerlo
y que brille como le corresponde.
El azul y el dorado
le darán un aire bizantino y memorable;
resérvalo para cuando el día se logre.

Su mosaico es un desastre, pero eso era previsible.
Y ha perdido más paciencia de la que ha encontrado,
o ni siquiera; más bien la pereza de siempre
ha hecho que de nuevo todo le dé un poco igual.

Pero cada tesela le recuerda algo de ella;
y se promete que rezará cada mañana
una oración por el día logrado de ambos.

Una oración en la que estén
la compota de manzana y los pluots,
los libros comprados tras un paseo por North Gilbert,
el gato eslovaco, el agua de la fuente y la higuera,
Chester, cada paso juntos, cada espera mutua.

Una oración en la que el kintsukuroi
serán todas estas lágrimas y las teselas
cada segundo juntos, imborrables y afilados.

Y también en días no señalados
(incluso en días logrados) llorará sin consuelo
por la vida que no supo ser.

¿El día logrado? También eso llegará.

(De Egipcíaco, Visor, 2021)

Egipcíaco (nombre dado a un antiguo ungüento para las llagas, pero también referencia irónica a los padres del desierto) plantea ante los ojos del lector una sucesión de radiografías con paisaje en las que su protagonista, el mismo flâneur meditativo de los anteriores libros de Martín López-Vega (siempre dispuesto, como pedía el Zorba de Kazantzakis, a ir en busca de problemas), desmenuza los distintos frentes de una crisis vital. Esta vez desde  una distanciada  tercera persona, Egipcíaco opone a la contemporánea búsqueda de la felicidad a cualquier coste la vieja ética de la belleza y la verdad para analizar el camino andado y replantear las bases de una existencia viable.

Ensayo sobre el día logrado (1991) es el título de un libro del escritor austriaco Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019, de ahí que Martín López-Vega titule su poema "Otro ensayo...". En la obra de Hadke, un autorretrato del pintor William Hogarth que muestra en la paleta su "línea de la belleza" lleva al escritor austriaco a considerar la idea de un "día logrado", derivando hacia una reflexión sobre el arte de vivir el presente.

Sobre el poema elegido, con el que se abre el poemario de Martín López-Vega, observa con acierto el también poeta y crítico literario Álvaro Valverde (El Cultural, 13 septiembre, 2021):

"El autor compone, en torno al amor perdido y sobre la metáfora del mosaico, una suerte de poética solitaria y vital."

miércoles, 5 de octubre de 2022

Grupo de lectura “Leer juntos” del IES Goya– curso 22/ 23

Presentamos el plan de lecturas con el calendario de las tertulias del grupo “Leer juntos en el Goya” en su XII edición.

Quedáis invitados todos los miembros de la comunidad educativa (alumnado, madres y padres, profesores, personal de servicios, antiguos alumnos y profesores jubilados). Los interesados debéis dirigir vuestra solicitud de participación a la dirección electrónica de la biblioteca.

07   de noviembre: La isla del árbol perdido, Elif Shafak. Trad.: Inmaculada Concepción Pérez Parra. Lumen, 2022. 440 págs.

En un convulso 1974, mientras el ejército turco ocupa el norte de Chipre, Kostas, un griego cristiano, y Defne, una turca musulmana, se reúnen en secreto bajo las vigas ennegrecidas de la taberna “La Higuera Feliz”, donde cuelgan ristras de ajos, cebollas y pimientos. Allí, lejos del fragor de la guerra, crece a través de una cavidad en el techo una higuera, testigo del amor de los dos jóvenes, pero también de sus desencuentros, de la destrucción de Nicosia y de la trágica separación de los amantes. Décadas más tarde, en el norte de Londres, Ada Kazantzakis acaba de perder a su madre. A sus dieciséis años, nunca ha visitado la isla en la que nacieron sus padres y está desesperada por desenredar años de secretos, división y silencio. La única conexión que tiene con la tierra de sus antepasados es un Ficus carica que crece en el jardín de su casa.


12 de diciembre: Hamnet, Maggie O’Farrell. Trad.: Concha Cardeñoso. Libros del Asteroide, 2021. 352 págs.

Año 1596, Stratford-upon-Avon, Inglaterra. La vida de Agnes transcurre plácidamente junto a su marido y sus tres hijos. Ella cultiva plantas medicinales mientras William trabaja en Londres. El destino, sin embargo, les reservará un duro golpe cuando su hijo Hamnet, de once años, muera repentinamente tras contraer la peste. A raíz de esta tragedia, su padre creará uno de los grandes personajes de la literatura universal, de nombre casi idéntico al de su hijo. Pero este libro no habla de famosos sucesos sino de algo íntimo y olvidado: la vida de esta familia, y especialmente la de la mujer que la sostenía y que tuvo que cargar con una insoportable pérdida.




16   de enero: ¡Abajo las armas!, Bertha von Suttner (1889). Trad.: Olga García García. Cátedra, Letras universales, 2014. 544 págs.

Bertha von Suttner descendía de una familia de la más rancia aristocracia austriaca, que nunca la aceptó. Rechazó casarse con los pretendientes que su madre le buscaba, prefiriendo trabajar y mantenerse por sí misma. Hablaba varios idiomas y poseía una sólida cultura, lo que le permitió trabajar como institutriz y como secretaria de Alfred Nobel. De hecho, a ella se debe la existencia del Premio Nobel de la Paz. Prolífica escritora, trabajó siempre junto a su marido. Pacifista convencida, fundó en 1891 la Sociedad Autriaca de la Paz. ¡Abajo las armas! es la biografía de ficción de una mujer a quien la guerra le ha arrebatado dos maridos. Un relato naturalista de las campañas bélicas de 1859, 1864, 1866 y 1870/1871. Una implacable descripción de los horrores y odios, cuando no injusticias, que provocan los conflictos armados. Bertha von Suttner pone de relieve la angustia de las mujeres cuyos maridos e hijos perdían la vida o quedaban mutilados en el campo de batalla. Pero también cuestiona a una sociedad que considera virtudes positivas el coraje combativo y el orgullo de ser soldado; también a los Estados que periódicamente lanzan a la Humanidad a un baño de sangre bajo pretextos como la dignidad, el patriotismo o la propia defensa.

20  de febrero: Vivir con nuestros muertos. Delphine Horvilleur. Trad.: Regina López Muñoz. Libros del Asteroide, 2022. 200 págs.

Este libro aborda un aspecto esencial de la experiencia humana: nuestra relación con quienes nos han dejado, con nuestros difuntos. Su autora, una de las primeras mujeres en ejercer como rabina en Francia, relata con delicadeza y sabiduría sus experiencias consolando a quienes han perdido a un ser querido. En su opinión, su cometido fundamental es transformar la muerte en una lección de vida para los que se quedan, es decir, «acompañar a mujeres y a hombres que en un momento crucial de sus vidas necesitan narraciones». El tapiz de este tratado de consuelo se teje con tres hilos: la evocación de la vida interrumpida, la interpretación de los textos sagrados y las tradiciones funerarias y la rememoración de ciertos episodios de la vida de su autora.



20  de marzo: El país de los otros, Leila Slimani. Trad.: Malika Embarek López. Cabaret Voltaire, 2021. 448 págs.

En 1944, Mathilde, una joven alsaciana, se enamora de Amín Belhach, combatiente marroquí en el ejército francés durante la II Guerra Mundial. Tras la Liberación, el matrimonio viaja a Marruecos y se establece en Meknés, ciudad en la zona del Protectorado de Francia con una importante presencia de militares y colonos. Mientras él intenta acondicionar la finca heredada de su padre, unas tierras ingratas y pedregosas, ella se sentirá muy pronto agobiada por el ambiente rigorista de Marruecos. Sola y aislada en el campo, con su marido y sus dos hijos, padece la desconfianza que inspira como extranjera y la falta de recursos económicos. ¿Dará sus frutos el trabajo abnegado de este matrimonio? Los diez años en los que trascurre la novela coinciden con el auge ineludible de las tensiones y violencia que desembocarán en 1956 en la independencia de Marruecos. Todos los personajes habitan en «el país de los otros»: los colonos, la población autóctona, los militares, los campesinos o los exiliados. Las mujeres, sobre todo, viven en el país de los hombres y deben luchar constantemente por su emancipación.

17 de abril: Las gratitudes, Delphine de Vigan. Trad.: Pablo Martín Sánchez. Anagrama, 2021. 176 págs.

Michka Seld, la protagonista, ya anciana, gran lectora y que ha trabajado como correctora de libros, vive sola; poco a poco, va perdiendo facultades mentales y tras un proceso de afasia ingresa en una residencia. La narración corre a cargo de dos voces: la de Marie, una vecina de Michka con quien tiene una relación casi filial y Jérôme, el logopeda de la residencia, quien establece una empática relación con la anciana y crea vínculos con los que ella puede expresarse. La autora también evoca la niñez de Michka en la que sufrió sucesos poco gratos. Durante la Segunda Guerra Mundial sus padres, judíos perseguidos, se vieron obligados a entregar a la niña en adopción para salvarla y Michka está empeñada en localizar al matrimonio para agradecérselo. Tanto Marie como Jérôme aceptan la última voluntad de la anciana y colaboran con ella.  [TROA librerías]


29 de mayo: Emocionarte. La doble vida de los cuadros. Carlos del Amor. Espasa Libros, 2021, 232 págs.


Con un estilo literario y profundamente divulgativo, seductor y personal, Carlos del Amor nos ofrece un viaje por treinta y cinco obras de todos los tiempos, con especial atención a la pintura femenina y a la española. Un viaje a través de texturas, colores, claroscuros, historias, miradas, vidas, abrazos, besos… que nos descubre un caleidoscopio donde se aúnan verdad y ficción, historia del arte, imaginación y emoción. 
Un libro original y novedoso que provoca la reflexión y el diálogo y ayuda a entender y disfrutar los cuadros que presenta.