Veinte mil leguas de viaje submarino ( Vingt mille lieues sous les mers) es una de las más famosas novelas del escritor francés Julio Verne (Nantes, 1828-Amiens, 1905), quien escribió la obra mucho antes de que los submarinos fuesen una realidad. La obra fue publicada por entregas en la revista Magasin d'Éducation et de Récréation desde el 20 de marzo de 1869 hasta el 20 de junio de 1870. Como libro apareció en Francia en dos partes, editadas en 1869 y 1870, respectivamente. Un año después tendrá lugar en Francia la edición de la novela en un solo volumen. Curiosamente, la obra completa, traducida por Vicente Guimerá, apareció en España en 1969, un año antes de la publicación en Francia de la segunda parte, si bien la tirada fue muy corta y, lógicamente, poco conocida.
La historia, narrada en primera persona por Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural del Museo de París, comienza en el año 1866, cuando los ataques sufridos por diferentes barcos y la desaparición de otros en extrañas circunstancias mantiene en vilo a la población de ciertas zonas, especialmente a los hombres de mar. Los daños sufridos por las embarcaciones, así como los testimonios de algunos testigos llevan a pensar que el causante es un enorme monstruo fusiforme, a veces fosforescente, de fuerza descomunal y muy superior a una ballena en tamaño y velocidad, al parecer un gigantesco narval, un unicornio marino armado de un verdadero espolón, en opinión de Aronnax.
Para darle caza y acabar con un peligro que amenazaba seriamente el comercio por mar, se organiza una expedición en la que participan, entre otros, el profesor Aronnax, su ayudante, Conseil (Consejo), y el experto arponero canadiense Ned Land, quienes el 2 de julio parten del puerto de Brooklyn a bordo de la fragata Abraham Lincoln, al mando del comandante Farragut.
Tras bordear el cabo de Hornos, la fragata se dirige hacia los mares de la China, escenario de las últimas apariciones del monstruo. Durante tres meses surca los mares septentrionales del Pacífico, sin dejar un solo punto inexplorado. Cuando el desánimo hace mella en la tripulación y cuando el 2 de noviembre esta solicita regresar a la base, el comandante pide un plazo de tres días, con la promesa de retornar si en ese tiempo no dan con el monstruo.
El plazo expiraba a mediodía del 5 de noviembre, pero por la noche, cuando el barco se encontraba a menos de doscientas millas de las costas de Japón, Ned Land dio la voz de alarma y toda la tripulación pudo ver la superficie del mar iluminada por el resplandor del monstruo sumergido, que se lanzó a perseguir a la fragata a enorme velocidad, hasta que a medianoche desapareció. Todos los intentos de darle caza a lo largo de la jornada del 6 de noviembre resultaron infructuosos. Por la noche la fragata inicia una cautelosa maniobra de aproximación al animal, que parece dormido, y se produce una colisión, a consecuencia de la
cual Aronnax se precipita al mar. Junto a su fiel Consejo, que lo ha seguido, trata de mantenerse a flote, mientras la fragata, rotos el timón y la hélice, se pierde en la lejanía. A punto de hundirse, es transportado a la superficie y, al recobrar el conocimiento, se encuentra con Ned y Consejo sobre lo que aquel creyó en principio una isla flotante pero que es el supuesto narval gigante perseguido por ellos. Como ha descubierto Ned, se trata de un "monstruo" construido con planchas de acero, es decir, en realidad se encuentran sobre una nave submarina con forma de enorme pez de acero.
Capturados por sus tripulantes y prisioneros en el interior del submarino, son recibidos por el capitán Nemo (cuyo nombre significa 'nadie'), un hombre de oscuro pasado que ha roto con la sociedad y que sólo en el mar se siente libre. El capitán conoce la reputación de Aronnax y, tras invitarlo a compartir su mesa, le muestra su nave, el Nautilus. La visita comienza por la biblioteca, que -como se verá- es mucho más que una biblioteca. El episodio es narrado en el capítulo 11 de la primera parte, que reproducimos a continuación.
El capitán
Nemo se levantó y yo le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la
pieza entré en una sala de dimensiones semejantes a las del comedor.
Era la
biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustaciones de cobre,
soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con
uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban
en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y
extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían
acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de
lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de
publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz
eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las
volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real
admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito
a mis ojos.
-Capitán Nemo -dije a mi huésped, que acababa
de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría a más de un
palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda
seguirle hasta lo más profundo de los mares.
-¿Dónde podría
hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar
tanta calma en su gabinete de trabajo del museo?
-No, señor, y
debo confesar que al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o
siete mil volúmenes, ¿no?
-Doce mil,
señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se
acabó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las
aguas. Aquel día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde
entonces quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor
profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda
libertad.
Di las gracias
al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en
ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos
idiomas, pero no vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al
parecer estaba allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que
todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos,
se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del
Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.
Entre tantos
libros, vi las obras maestras de los más grandes escritores antiguos y
modernos, es decir,
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Ilustración de Alphonse de Neuille |
todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la
historia, la poesía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo
desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los
principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas;
los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de
geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las
obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el principal estudio del
capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de
Foucault, de Henri Sainte Claire Deville, de Chasles, de Milne Edwards, de
Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de
Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia
de Ciencias, los boletines de diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y
también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me habían valido probablemente
esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que
allí vi de Joseph Bertrand, la titulada Los fundadores de la Astronomía me dio
incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865,
pude inferir que la instalación del Nautilus no se remontaba a una época
anterior. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no pasaba de tres
años como máximo. Tal vez -me dije -hallara obras más recientes que me
permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía mucho tiempo ante mí para
proceder a tal investigación, y no quise retrasar más nuestro paseo por las
maravillas del Nautilus.
-Señor -dije
al capitán-, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi
disposición. Hay aquí tesoros de ciencia de los que me aprovecharé.
-Esta sala no
es sólo una biblioteca -dijo el capitán Nemo-, es también un fumadero.
-¿Un fumadero?
¿Se fuma, pues, a bordo?
-En efecto.
-Entonces eso
me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.
-De ningún
modo -respondió el capitán-. Acepte este cigarro, señor Aronnax, que aunque no
proceda de La Habana habrá de gustarle, si es usted buen conocedor.
Tomé el
cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con hojas de oro, y por su forma
recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una
elegante peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosidad
de quien no ha fumado durante dos días.
-Es excelente
-dije-, pero no es tabaco.
-No -respondió
el capitán-, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una
especie de alga, rica en nicotina, que me provee el mar, si bien con alguna
escasez. ¿Le hace echar de menos los «londres», señor?
-Capitán, a
partir de hoy los desprecio.
-Fume, pues,
sin preocuparse del origen de estos cigarros. No han pasado por el control de
ningún monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.
-Al contrario.
En este
momento el capitán Nemo abrió una puerta situada frente a la que me había
abierto paso a la biblioteca, y por ella entré a un salón inmenso y
espléndidamente iluminado.
Era un amplio cuadrilátero (diez metros de
longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el que las intersecciones de
las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo luminoso, decorado con
ligeros arabescos, distribuía una luz clara y suave sobre las maravillas
acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano
inteligente y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte,
con ese artístico desorden que distingue al estudio de un pintor.
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Grabado de Gustavo Doré |
Una treintena
de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por
resplandecientes panoplias, ornaban las paredes cubiertas por tapices con
dibujos severos. Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte había
admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones. Las
diferentes escuelas de los maestros antiguos estaban representadas por una
madona de Rafael, una virgen de Leonardo da Vinci, una ninfa del Correggio, una
mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una asunción de Murillo, un
retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera, una fiesta de
Rubens, dos paisajes flamencos de Teniers, tres pequeños cuadros de género de
Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Gericault y de Prudhon,
algunas marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura
moderna, había cuadros firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon,
Meissonier, Daubigny, etc., y algunas admirables reducciones de estatuas de
mármol o de bronce, según los más bellos modelos de la Antigüedad, se erguían
sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo. El estado de
estupefacción que me había augurado el comandante del Nautilus comenzaba ya a
apoderarse de mi ánimo.
-Señor
profesor -dijo aquel hombre extraño-, excusará usted el descuido con que le
recibo y el desorden que reina en este salón.
-Señor
-respondí-, sin que trate de saber quién es usted, ¿puedo reconocer en usted un
artista?
-Un
aficionado, nada más, señor. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas
bellas obras creadas por la mano del hombre. Era yo un ávido coleccionista, un
infatigable buscador, y así pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos
son mis últimos recuerdos de esta tierra que ha muerto para mí. A mis ojos, sus
artistas modernos ya son antiguos, ya tienen dos o tres mil años de existencia,
y los confundo en mi mente. Los maestros no tienen edad.
-¿Y estos
músicos? -pregunté, mostrando unas partituras de Weber, de Rossini, de Mozart,
de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Auber y de
Gounod, y otras muchas, esparcidas sobre un piano órgano de grandes
dimensiones, que ocupaba uno de los paneles del salón.
-Estos músicos
-respondió el capitán Nemo -son contemporáneos de Orfeo, pues las diferencias
cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor
profesor, tan muerto como aquéllos de sus amigos que descansan a seis pies bajo
tierra.
El capitán
Nemo calló, como perdido en una profunda ensoñación. Le miré con una viva
emoción, analizando en silencio los rasgos de su fisonomía. Apoyado en sus
codos sobre una preciosa mesa de cerámica, él no me veía, parecía haber
olvidado mi presencia.
Respeté su
recogimiento y continué examinando las curiosidades que enriquecían el salón.
Además de las
obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante.
Consistían principalmente en plantas, conchas y otras producciones del océano,
que debían ser los hallazgos personales
del capitán Nemo. En medio del salón,
un surtidor iluminado eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola
tridacna. Esta concha, perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con
unos bordes delicadamente festoneados, medía una circunferencia de unos seis
metros; excedía, pues, en dimensiones alas bellas tridacnas regaladas a
Francisco I por la República de Venecia y de las que la iglesia de San
Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.
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Ilustración de Henri Theophile Hildibrand |
En torno al
pilón, en elegantes vitrinas fijadas por armaduras de cobre, se hallaban,
convenientemente clasificados y etiquetados, los más preciosos productos del
mar que hubiera podido nunca contemplar un naturalista. Se comprenderá mi
alegría de profesor. La división de los zoófitos ofrecía muy curiosos
especímenes de sus dos grupos de pólipos y de equinodermos. En el primer grupo,
había tubíporas; gorgonias dispuestas en abanico; esponjas suaves de Siria;
¡sinos de las Molucas; pennátulas; una virgularia admirable de los mares de
Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas
madréporas que mi maestro Milne Edwards ha clasificado tan sagazmente en
secciones y entre las que distinguí las adorables fiabelinas; las oculinas de
la isla Borbón; el «carro de Neptuno» de las Antillas; soberbias variedades de
corales; en fin, todas las especies de esos curiosos pólipos cuya asamblea
forma islas enteras que un día serán continentes Entre los equinodermos,
notables por su espinosa envoltura, las asterias, estrellas de mar,
pantacrinas, comátulas, asterófonos, erizos, holoturias, etc., representaban la
colección completa de los individuos de este grupo.
Un
conquiliólogo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegría ante
otras vitrinas, más numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras
de la división de los moluscos. Vi una colección de un valor inestimable, para
cuya descripción completa me falta tiempo. Por ello, y a título de memoria
solamente, citaré el elegante martillo real del océano Índico, cuyas regulares
manchas blancas destacaban vivamente sobre el fondo rojo y marrón; un espóndilo
imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro espécimen en los
museos europeos y cuyo valor estimé en unos veinte mil francos; un martillo
común de los mares de la Nueva Holanda, de difícil obtención pese a su nombre;
berberechos exóticos del Senegal, frágiles conchas blancas bivalvas que un
soplo destruiría como una pompa de jabón; algunas variedades de las regaderas
de Java, especie de tubos calcáreos festoneados de repliegues foliáceos, muy
buscados por los aficionados; toda una serie de trocos, unos de color
amarillento verdoso, pescados en los mares de América, y otros, de un marrón
rojizo, habitantes de los mares de Nueva Holanda, o procedentes del golfo de
México y notables por su concha imbricada; esteléridos hallados en los mares
australes, y, por
último, el más raro de todos, el magnífico espolón de Nueva
Zelanda; admirables tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de
venus; el botón trencillado de las costas de Tranquebar; el turbo marmóreo de
nácar resplandeciente; los papagayos verdes de los mares de China; el cono casi
desconocido del género Coenodulli; todas las variedades de porcelanas que
sirven de moneda en la India y en África; la «Gloria del mar», la más preciosa
concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas,
jantinas, óvulas, volutas, olivas, mitras, cascos, púrpuras, bucínidos, arpas,
rocas, tritones, ceritios, husos, estrombos, pteróceras, patelas, hiálicos,
cleodoras, conchas tan finas como delicadas que la ciencia ha bautizado con sus
nombres más encantadores. Aparte en -vitrinas especiales había sartas de perlas
de la mayor belleza a las que la luz eléctrica arrancaba destellos de fuego;
perlas rosas extraídas de las ostras peñas del mar Rojo; perlas verdes del
hialótide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de los
diferentes moluscos de todos los océanos y de algunas ostras del Norte, y, en
fin, varios especímenes de un precio incalculable, destilados por las más raras
pintadinas. Algunas de aquellas perlas sobrepasaban el tamaño de un huevo de
paloma, y valían tanto o más que la que vendió por tres millones el viajero
Tabernier al sha de Persia o que la del imán de Mascate, que yo creía sin rival
en el mundo.
Imposible
hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capitán Nemo había debido
gastar millones para adquirir tales especímenes. Estaba preguntándome yo cuál
sería el alcance de una fortuna que permitía satisfacer tales caprichos de coleccionista,
cuando el capitán interrumpió el curso de mi pensamiento.
-Lo veo muy
interesado por mis conchas, señor profesor, y lo comprendo, puesto que es usted
naturalista. Pero para mí tienen además un encanto especial, puesto que las he
cogido todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado
a mi búsqueda.
-Comprendo,
capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es usted
de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo
que posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí
mi capacidad de admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el
barco que las transporta? No quiero conocer secretos que le pertenecen, pero,
sin embargo, confieso que este Nautilus, la fuerza motriz que encierra, los
aparatos que permiten su maniobrabilidad, el poderoso agente que lo anima, todo
eso excita mi curiosidad... Veo en los muros de este salón instrumentos
suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber...?...
-Señor
Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna
parte del Nautilus le está prohibida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es
para mí un placer ser su cicerone.
-No sé cómo
agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le
preguntaré acerca de la finalidad de estos instrumentos de física.
-Señor
profesor, esos instrumentos están también en mi camarote, y es allí donde
tendré el placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote
que se le ha reservado. Debe usted saber cómo va a estar instalado a bordo del
Nautilus.
Seguí al
capitán Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del
salón, me hizo volver al corredor del barco. Me condujo hacia adelante y me
mostró no un camarote sino una verdadera habitación, elegantemente amueblada,
con lecho y tocador.
Di las gracias
a mi huésped.
-Su camarote
es contiguo al mío -me dijo, al tiempo que abría una puerta-. Y el mío da al
salón del que acabamos de salir.
Entré en el
camarote del capitán, que tenía un aspecto severo, casi cenobial. Una cama de
hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el
mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario.
El capitán
Nemo me mostró una silla.
-Siéntese, por
favor.
Me senté y él tomó la palabra en los términos
que siguen.
[El texto está tomado de iesmh.edu.gva.es.
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