domingo, 31 de enero de 2021
"De invierno", de Rubén Darío
domingo, 24 de enero de 2021
"Pez", de Elena Medel
Elena Medel./ Maya Balanyá [abc.es] |
[Imagen inicial: banrepcultural.org]
jueves, 21 de enero de 2021
"Días de lluvia", de Pilar Cibreiro
Días de lluvia
¡Cuánto se aprendía de la lluvia y del paso de sus días, de la calma que imponía y de su silencio, sólo interrumpido por el goteo del agua sobre los tejados, los charcos y los árboles!
Llovía durante muchos días, mansamente y sin cesar. La humedad formaba una cortina de vapor que se espesaba a lo lejos hasta nublar el horizonte de los campos y las colinas, oscureciéndolo y envolviéndolo todo en su neblinoso velo gris.
Dentro de la casa, al abrigo del fuego, alguien desgranaba las doradas espigas del maíz y con los granos iban cayendo las palabras hasta formar historias que yo recogía con fruición y también, alguna vez, con espanto.
Historias de mujeres que lucharon con hombres y vencieron, de amantes sorprendidos en la pasión culminante, de huidas y saltos por la ventana con la ropa en la mano, de burlas en los Antroidos, esfollas y fías; relatos de escarceos juveniles en los pajares y en los caminos, de agravios, de venganzas, de amor y de desamor, de galanteos, de mozas orgullosas y bien plantadas, de galanes valientes y de bonita voz; historias de emigrantes, de su fortuna y de su fracaso, relatos de visiones, difuntos y aparecidos, de jóvenes suicidas y mujeres poseídas por un espíritu extraño; relatos que hablaban de la vida y de la muerte, entremezcladas.
Cuando me cansaba de palabras subía al fayado a explorar lo ignoto: muebles y ropas caídas en desuso, arcas repletas de trigo que escondían en su morena superficie la invitación de las nueces y manzanas allí guardadas, la persecución de los ratones, las casas y caminos vecinos vistos desde lo alto y tamizados por la llovizna y los libros, sobre todo los libros.
Había varios de Historia y de Gramática, unos con ilustraciones en blanco y negro y otros en color, pero el más dotado de magia era un libro de viajes redactado en forma epistolar. Cada carta ofrecía un modelo distinto de letra -gótica, inglesa- y otras que no sabía diferenciar, ni siquiera descifrar. Se hablaba allí de los diferentes países y razas, en los dibujos aparecían las calles de Singapur o los minaretes de Tánger, a cada lugar le correspondía su estampa. Libros todos que me descubrían otros mundos lejanos y desconocidos, otras tierras, otras gentes, otras palabras.
Había también revistas de la época traídas por no sé quién. Allí, abandonadas entre viejos colchones de pluma de maíz, entre los bolillos para el encaje y los chalecos raídos, estaban las imágenes de Gary Cooper y su esposa en viaje a España; el Che fumando un puro descomunal cuando era ministro en Cuba y todavía no había sido ensalzado y devorado por el mito, años más tarde; Brigitte Bardot -la melena espesa y rubia, los pantalones blancos y ajustados-, y Mao rodeado de un montón de chinos idénticos e indiferenciables.
El desván estaba lleno de cosas misteriosas y tentadoras. Afuera la lluvia y la niebla eran también un misterio indescifrable.
Llovía morosamente y la humedad lo impregnaba todo: el cuerpo, las paredes, los objetos. Si salíamos las zuecas chapoteaban y se hundían en el suelo mojado, en los caminos embarrados.
Dentro de los hogares se desgranaban las espigas y, a su ritmo, seguían cayendo las palabras, pacientes, lentas, repetidas. Eran las mismas historias una y otra vez, como un cuento siempre nuevo e interminable.
No se salía al campo en esos días. Sólo Antonio da Farruca, encapuchado en un saco de esparto, recorría febrilmente su regadío con la azada en la mano y desatascaba regatos o abría nuevos senderos de agua, indiferente a la lluvia, a la semioscuridad del día, al letargo.
De él se decía que emigrado a Cuba muy mozo se enamoró allá de una mulata habanera y que ella no lo quiso. Y Antonio regresó, loco de amor, trastornado para siempre por el desdén de la cubana.
Desde hacía años pasaba por los caminos inaccesible y vestido de remiendos -no lo trataba bien la Farruca, su madre- o recogía colillas a la puerta de "La Maravilla" desconociendo a todos sus vecinos, portando en su caminar de mendigo atolondrado un enigma imposible.
Alto y pacífico, Antonio, el del triste Viaje Sin Suerte y el del Amor Sin Fortuna, el que todo lo hacía con prisa, ensimismado y movido por un secreto furor, mientras hablaba de Mercedes, la perdida al otro lado del mar y recobrada luego en la locura, su mulata hermosa y fatal, nuestra mulata de figura ignorada y por algunos maldecida.
(Pilar Cibreiro, El cinturón traído de Cuba y otros cuentos de invierno, Alfaguara, 1985, pp. 56-59)
Desgranando maíz. (peredainfantil.blogspot.com) |
Pilar Cibreiro. (pinterest) |
domingo, 17 de enero de 2021
"Los obstinados", de Irene Sánchez Carrón
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[Imagen: istockphoto]
miércoles, 13 de enero de 2021
'Otra vida por vivir', de Theodor Kallifatides
Grupo de lectura "Leer juntos"
del IES Goya
Sesión del 21 de diciembre de 2020
Obra comentada: Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg, 2019)
Autor: Theodor Kallifatides
Traducción del griego moderno por Selma Ancira
Esta novelita que el autor greco-sueco publicó hace apenas dos años se queda pequeña para domesticar debidamente todos los temas desatados. Dicho con un esfuerzo de reducción extrema, nada menos que intenta resolver el drama de toda una vida en apenas ciento cincuenta pequeñas páginas. El autor va a necesitar la habilidad para la ordenación -cavilación dice también- que él mismo asocia al mundo sueco, con la de poder acceder a la entraña apasionada –palpitación, puntualizará-, que reconoce, se reconoce, como griego. Nada menos que la síntesis de dos extremos de toda una Europa que él ya apenas reconoce, al mismo tiempo que los extremos de la geografía interna de un personaje en primera persona, que se permite el estallido de una crisis personal de raíz, cuando frisa ya los ochenta.
El tono reflexivo no podría haber sido evitado: cualquier anécdota narrada habrá de tener la carga significativa (el despacho donde siempre trabajó y que representa la vieja Suecia, abandonado; el incendio de la residencia de verano durante la plenitud de su crisis; la grulla solitaria que encuentra la dirección en su propio interior, como ejemplos), no siempre explicitadas, para ayudar al escritor que ya hace tiempo decidió tomar la propia vida como materia filosófica y literaria para sus futuras novelas. Un escritor que, siguiendo una estela ya trazada, a sus veintitantos emigró, desde una Grecia constreñida por la opresión política, hasta el paraíso socialdemócrata sueco, con el que se identificaría, para dominar pronto una lengua extraña, hasta el extremo de encumbrarse como el mejor representante de su novela contemporánea. No sólo un escritor que no puede eludir su inexorable destino, sino también un expatriado con capacidades luchando denodadamente por su reconocimiento en un paraje ajeno.
La novela, de hecho, comienza con la participación del protagonista en un congreso de escritores escandinavos celebrado en el Teatro Municipal de una ciudad sueca relevante que aún conserva la impronta de Bergman, en representación de su país de acogida a pesar de ser un extranjero, y terminará con el otro reconocimiento, más importante, aunque más modesto, en el anfiteatro al aire libre de la escuela de su pueblo natal, con la vibración presente de los versos de Esquilo (la mayor exaltación emocional del protagonista es ver su nombre en la placa de una calle).
Siguiendo esta misma línea, la reflexión sobre la naturaleza del escritor vertebra secundariamente la novela: la necesidad de veracidad (Bergman dixit); la de remontar el fracaso del escritor incipiente (que el propio Bergman subraya sin piedad, que el cachorrito de zorro clavado en la puerta del cazador tan bien simboliza y cuya superación le inspira ese otro ejemplar joven que es su hija); del reconocimiento del arte, del mito, la literatura como modelo para vivir (él incluso imita su propia literatura previa); la necesidad que siente el protagonista, en definitiva, de dar eternidad a su propia vida a través de la huella dejada en los otros, viviendo en la memoria de los que habrán de permanecer (la vida es la lucha por el pan y por el nombre). El personaje llamado Kallifatides no puede renunciar a la literatura porque, al igual que un soldado solitario de guardia en una garita, mientras todos duermen, siente el poder y la responsabilidad de custodiarlos a todos, el escritor, a través de su creación, es el responsable único del mundo completo, entero, inspirador, de sus propias palabras.
Pero este elemento vertebral de la novela resulta, finalmente, una de las caras del otro, principal, que lo absorbe naturalmente: en el momento de escribir su honda reflexión, el protagonista sufre como expatriado de su propio oficio y mantiene vivo el drama de ser un expatriado de su lengua. Si ha desaparecido el hombre escritor que había en él, sólo podrá reencontrarlo descendiendo a una pulsión más profunda, más originaria, la que palpita en su primera lengua. Si el Kallifatides escritor había recurrido al mito del heroico Aquiles en su afán de perduración de la vida a través de la fama (que protagoniza su versión de la Iliada en El asedio de Troya, 2018), tampoco evita el ejemplo del otro mito fundamental griego con la ansiada vuelta a Ítaca del Ulises de la Odisea (coprotagonista en la novela citada), cuando ansía el regreso a su Molaoi natal, como recuperación de una realidad problemática propia, de una voz no impostada por extranjera, la recuperación de esa identidad cuya fidelidad encareciera su se partir: no te olvides de quién eres. El cierre del círculo en la etapa final de la vida.
La vuelta a Grecia no resulta sencilla. Llegan los recuerdos, pero en principio no calan, no mueven aún el molino de sus entrañas: el síndrome de la nuez vacía. El drama del expatriado según este paradigma parece traer resonancias del mito de Prometeo: entre el siempre volveré y el siempre me iré, su permanente angustia por volver a un lugar que ya no existe, la permanente huida de sí mismo, son como las heridas eternas provocadas por la voraz águila insaciable. Incluso los versos de Esquilo elegidos para sellar su bienvenida hablan de unos persas acogiéndose en Grecia.
La crisis social constituye el tercer núcleo de referencias. El emigrante regresa a una patria llena ahora, precisamente, de inmigrantes desatendidos por una Europa ensimismada. Pero el protagonista no se reconocía ya en una Suecia encorsetada moralmente por un neoliberalismo irremediable, en una Europa que sufre los estragos de la nueva guerra mundial de la globalización y que sólo ofrece como alternativas políticas a los jóvenes los procesos identitarios más conservadores o incluso fundamentalistas. El regreso al hogar prístino (un desconocido ofrece a la pareja los frutos de la higuera bajo la que se cobija como exhibición de lo esencial: la emblemática dulzura de la vida en la mano aún capaz de dar) parece un acto de pureza, de limpieza de todas las impiedades de la experiencia.
Finalmente, el Kallifatides protagonista logra cerrar los tres ciclos que mueven su novela: el del escritor en crisis, que convierte precisamente la crisis tardía del escritor en tema de la obra; el del cambio del medio social ya irreconocible, que parece sublimar definitivamente en esta introspección máxima; y la que engloba a las anteriores, la del expatriado que recupera su lengua originaria (de nuevo la idea de la infancia y del potencial constructivo del artista como patria única), como la única patria que nunca habrá de traicionarle, no importa donde viva.
La sabiduría ancestral de un amigo compatriota en Suecia le había dado la vuelta al mito de Sísifo, paradójicamente afortunado por no dejar de trabajar nunca. Finalmente, el Kallifatides autor, ahora en griego, escribe su primera novela.
Carlos Salvador
martes, 12 de enero de 2021
Libros: Novedades
Os presentamos el boletín de las novedades adquiridas en el trimestre anterior y deseamos a todos nuestros seguidores un 2021 rebosante de salud y buenas lecturas.
domingo, 10 de enero de 2021
"Azogue" y otro poema de Guadalupe Grande
Guadalupe Grande. (tratarde.org) |
Licenciada en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), trabajó en el área de la edición y la gestión cultural en diversas instituciones: Cursos de Verano de la UCM, la Casa de América y el Teatro Real. Desde hace una década, era la responsable de la actividad poética en la Universidad Popular José Hierro, en San Sebastián de los Reyes, Comunidad de Madrid. Como crítica literaria colaboró desde 1989 en diversos diarios y revistas culturales, como El Mundo, El Independiente, Cuadernos Hispanoamericanos y Reseña. Junto a Juan Carlos Mestre realizó la selección y traducción de La aldea de sal, antología del poeta brasileño Lêdo Ivo. En 2008 obtuvo la Beca Valle-Inclán para la creación literaria en la Academia de España en Roma.
En 1995 ganó el Premio Rafael Alberti con El libro de Lilit. Después publicó tres poemarios más: La llave de niebla (2003), Mapa de cera (2006) y Hotel para erizos (2010). Muchos de sus poemas están recogidos en dos libros inéditos. De ella ha escrito Manuel Rico en "Guadalupe Grande, la derrota innecesaria" (El País, 3 de enero de 2021):
Su poesía es una indagación en las carencias de la vida, en los escenarios de la memoria personal y colectiva. Está cargada de sutilezas y sensibilidad hasta el punto de que podría calificarse como una peculiar lírica de la experiencia: una experiencia enormemente compleja y poliédrica que se nutre no solo de lo visible, sino de la memoria, del sueño, de la contemplación, de la vivencia cultural y moral. Quizá por ello, en sus versos respira una conciencia de claudicación, de derrota, de fracaso ("Pienso que escribir poesía quizá sea una derrota necesaria", afirmaba en su poética).
Con un lenguaje engañosamente conversacional con sutiles engarces con la mística y con lo irracional, sus versos siempre han estado esponjados de melancolía, de una extraña tristeza: "Huir es un naufragio, / un mar en el que buscas tu rostro, inútilmente"
Guadalupe Grande con sus padres, Félix Grande y Francisca Aguirre (hectorcastilla.wordpress.com) |
jueves, 7 de enero de 2021
"Con los ojos cerrados", un cuento de Reinaldo Arenas
Con los ojos cerrados
A usted se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre, no. A mamá no le diré nada, porque, de hacerlo, no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría toda la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia. Porque no me gustan los consejos ni las advertencias.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo.
Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano —cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces—, ya que la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante, y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo demás tengo que hacerlo corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila, pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta. Pero ayer fue diferente, ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa, pues todos los vecinos vinieron a despedirla y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla llena de agua hirviendo en el piso cuando iba a echar el agua en el colador para hacer el café, y se le quemó un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, a pesar de que todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar, bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir, le dije, y lo toqué con la punta del pie, pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre —dije—, seguramente lo arrolló alguna máquina y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque es un gato grande y de color amarillo que seguramente no tendría ningunos deseos de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano, me llegué hasta la dulcería, que aunque está un poco lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas paradas a la entrada con una jaba cada una y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un medio a cada una y las dos me dijeron al mismo tiempo: "Dios te haga un santo". Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas dos manitas tan arrugadas y pecosas, y ellas volvieron a repetir: "Dios te haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, ellas me miran con sus caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una... Pero ayer sí que no podía dar nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En el puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé de la baranda y miré: un coro de muchachos de todos los tamaños tenía acorralada a una rata de agua en un rincón y la acosaban entre gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal, y tomándolo entre saltos de entusiasmo y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río, pero la rata muerta no se hundió y siguió flotando boca arriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar.
"Caramba —me dije—, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer en el agua, y de otro, el contén de las aceras, que nos avisan antes de que pisemos la calle." Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano en la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante, como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada de tanta agua que le ha caído arriba.
Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien.
Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer desmandado y con el lomo erizado que parecía que iba a soltar chispas.
Y seguí caminando, con los ojos, desde luego, bien cerrados.
Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce, pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: "¿No quieres comerte algún dulce?". Y cuando alcé la cabeza vi con sorpresa que las dependientas eran las dos viejecitas que siempre estaban pidiendo limosna a la entrada de la dulcería. Y no supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras. Y me la pusieron en las manos.
Yo me volví loco de alegría con aquella torta grande. Y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y con los ojos cerrados me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar a una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Y los muchachos sacaron a la rata del agua y la depositaron temblorosa sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues, después de todo, yo solo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira, lo que les iba a decir, y vinieran corriendo. Pero entonces, "push", me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla, desde luego blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente; que seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.
(De Con los ojos cerrados, 1972. En Cuentos cubanos, Laia, Barcelona, 1983, 3ª ed., págs. 25-29)
Reinaldo Arenas. (clarin.com) |
Hijo de una familia de campesinos, se adhirió pronto a la revolución castrista, pero no tardó en convertirse en disidente y víctima de la persecución contra los homosexuales. Tras penosas vicisitudes -que narró en su autobiografía Antes que anochezca (1992), llevada al cine por Julian Schnabel y protagonizada por Javier Bardem-, huyó de Cuba en 1980 y se instaló en Nueva York, donde, enfermo de sida, se suicidó en 1990.
Es autor de la "pentagonía" que subtituló 'La historia secreta de Cuba', integrada por Celestino antes del alba (1962, la única que pudo publicar en Cuba), El palacio de las blanquísimas mofetas (1980), El color del verano (1989) y El asalto (1988), además de otras novelas como El mundo alucinante y El portero, y libros de relatos (Termina el desfile, Adiós mamá).
[Imagen inicial: freepik.es]
domingo, 3 de enero de 2021
"El camello", de Gloria Fuertes
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[Imagen: cadenaser.com]