EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


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domingo, 29 de septiembre de 2024

"Ensayo de cántico en el templo" (Assaig de càntic en el temple), de Salvador Espriu

 

Pintura de Benjamín Palencia



Ensayo de cántico en el templo

Oh, qué harto estoy de mi
cobarde, vieja, tan salvaje tierra,
y cómo me gustaría alejarme,
hacia el Norte,
donde dicen que la gente es limpia
y noble, culta, rica, libre,
despierta y feliz.
Entonces, en la congregación, los hermanos dirían
desaprobando: "Como el pájaro que deja el nido,
así el hombre que marcha de su lugar",
en tanto que yo, muy lejos ya, me reiría
de la ley y de la antigua sabiduría
de este mi árido pueblo.
Pero no he de seguir jamás mi sueño
y aquí me quedaré hasta la muerte.
Pues soy también muy cobarde y salvaje
y amo además con un
desesperado dolor
esta mi pobre,
sucia, triste, desgraciada tierra.

VERSIÓN ORIGINAL EN CATALÁN:

Assaig de càntic en el temple

Oh, que cansat estic de la meva
covarda, vella, tan salvatge terra,
i com m'agradaria d'allunyar-me'n,
nord enllà,
on diuen que la gent és neta
i noble, culta, rica, lliure,
desvetllada i feliç!
Aleshores, a la congregació, els germans dirien
desaprovant: "Com l'ocell que deixa el niu,
així l'home que se'n vadel seu indret",
mentre jo, ja ben lluny, em riuria
de la llei i de l'antiga saviesa
d'aquest meu àrid poble.
Però no he de seguir mai el meu somni
i em quedaré aquí fins a la mort.
Car soc també molt covard i salvatge
i estimo a més amb un
deseperat dolor
aquesta meva pobra,
bruta, trista, dissortada pàtria.


De El caminant i el mur (El caminante y el muro), 1954.
En Antología lírica. Edición bilingüe de José Batlló.
Cátedra, 1983

Aproximación de José Emilio Pacheco:

Harto estoy de mi vieja tierra,
de mi país cobarde y salvaje.
Cómo quisiera ir hacia el norte.
Allí me dicen que la gente es limpia,
noble, culta, feliz, rica, despierta.
En la congregación
me desaprobarían mis hermanos.
"Como ave que deja el nido
es el hombre que parte de su lugar".
Yo, a lo lejos, cómo iba a reírme
de la ley y la antigua sabiduría
de este mi pueblo yermo.
Pero no cumpliré nunca mi sueño
y aquí voy a quedarme hasta la muerte.
Pues yo también soy cobarde y salvaje
y amo con un desesperante dolor
mi patria pobre, sucia y desdichada.

José Emilio Pacheco, Islas a la deriva, 1976

El caminant i el mur (1954) forma con Cimenteri de Sinera [Cementerio de Sinera] (1946), los cuatro libros de Les hores [Las horas] (1952), Mr. Death (1952) y Final del laberint [Final del laberinto] (1955) el llamado ciclo lírico de la obra de Espriu. Los poemas de estos cinco libros  tienen una dimensión esencialmente metafísica y "constituyen un ciclo completo de experiencia espiritual ascendente, cada vez más depurada, cada vez más desasida de lo accesorio, y cada vez más caritativa respecto de todo género de verdades y situaciones vitales", como señala Cristina Andrades. Este recorrido ascendente culmina con la experiencia mística de Final del laberint.  Pero los  libros de este ciclo reflejan también las tensiones del poeta con su pueblo, como ocurre en el poema "Ensayo de cántico en el templo".

El caminante y el muro forma parte, por tanto, de ese viaje espiritual emprendido por  el poeta. El caminante del título es el sujeto de ese viaje, en el que chocará con un muro, una barrera, que es término del camino, donde acaba la existencia humana. El muro es un símbolo polivalente que queda como testimonio de la pérdida de un mundo concreto y libre que el poeta trata de salvar con sus versos, análogo  en sentido metafísico al templo destruido de Jerusalén.  Persiste, pues,  en este poemario, presidido por el recuerdo de la madre muerta,  la meditación sobre la muerte presente en toda la poesía de Espriu, pero en este caso no le aísla de las preocupaciones terrenales. 

El poema seleccionado es, como explica Joaquín Marco,  uno de los más emblemáticos de la época e hilo que nos conduce hasta La pell de brau (La piel de toro), libro que constituye "una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas". En este poema, escribe Marco, "La estructura paralelística, la bundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su 'patria / tierra' ". 

En su ensayo " 'Alta traición', palabra en el tiempo", el escritor mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014) cuenta que en 1973, tiempo después de escribir "Alta traición" su poema más emblemático, incluido en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969)— halló este poema de Salvador Espriu, que, según el poeta mexicano, dice mucho mejor lo que él intentó expresar en "Alta traición". 

"Me apropié de él con la ayuda de Ramón Xirau y un diccionario catalán-castellano. "Ensayo de cántico en el templo" está en mi libro de 1976 Islas a la deriva. A una década de distancia la historia infortunadamente lo ha hecho más actual que entonces y me demuestra que la poesía sucede cuando otro encuentra las palabras justas para nombrar lo que pensamos y sentimos. En mi caso fue Salvador Espriu, que nunca estuvo en México ni vivió entre nosotros los horrores que hoy padecemos".


Referencias:

-Cristina Andrades, "Poética de Salvador Espriu. Comentario de poemas", en Innovación y Experiencias educativas. Revista digital, Nº 25-Diciembre 2009. Consultado en:  https://archivos.csif.es/archivos/andalucia/ensenanza/revistas/csicsif/revista/pdf/Numero_25/CRISTINA_ANDRADES_2.pdf
-Rosa M. Delor, El caminant i el mur (1954), Visat, núm. 12 (octubre 2011). Consultado en: 
https://visat.cat/traduccions-literatura-catalana/comentaris/salvador-espriu/el-caminant-i-el-mur-(1954)
-Joaquín Marco, "La obra de Salvador Espriu y el filtro del tiempo", Lecturas Turia. Consultado en: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/la-obra-de-salvador-espriu-y-el-filtro-del-tiempo
-Víctor Martínez-Gil, Salvador Espriu, en Lletra. Literatura catalana en línea. (UOC)

jueves, 26 de septiembre de 2024

"Aquella cama en Creta", un relato de Ana Alcolea


Valle de Amari, en Creta


AQUELLA CAMA EN CRETA


     No sabía muy bien qué hacía allí, ni dónde estaba, ni por qué había venido. No entendía lo que me decía la enfermera. Hablaba un idioma desconocido. Me encontraba tendido en aquella cama blanca de la que solo veía el parapeto de los pies, con sus tubos metálicos plateados y una rejilla en el centro. Logré mover mi cabeza. En el lateral izquierdo de la cabecera, una raya quebrada como el rayo de Zeus parecía haber sido dibujada tiempo atrás con un cuchillo.

    Un hombre fuerte, con pelo oscuro y mostacho, me había conducido por un pasillo estrecho del que solo veía un techo agrietado y pintado de gris, y unas cuantas bombillas que corrían encima de mí sin esconderse. El hombre del bigote oscuro conducía velozmente aquella cama. Nunca había estado en una cama con ruedas. Me dolía terriblemente la cabeza, tenía una venda que tal vez algún día había sido blanca; me la toqué y me manché de sangre. Sangraba y tenía fiebre, pero no sabía qué hacía allí, ni dónde estaba ni cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo recordaba algo blanco encima de mí, la sensación de haberme mecido entre las nubes antes de caer a esa cama que rodaba como mi coche nuevo sobre la carretera. Sí, tenía un coche nuevo. Un coche verde descapotable. Sí, había tenido un coche verde descapotable antes de que estallara la guerra.

***

   Habíamos llegado por la tarde a Amari, en pleno valle, con el monte Ida al fondo; estábamos saturados de ruinas minoicas, monasterios ortodoxos e iglesias bizantinas. Todo hablaba de un pasado glorioso en la isla, que ahora estaba salpicada de turistas que alquilaban coches semidescapotables, para ponerse morenos mientras conducían como locos por los caminos donde antaño acaso circularon los caballos del rey Minos y los jóvenes que acababan sacrificados al desgraciado minotauro que habitaba el laberinto.

     Comimos en la taberna del pueblo, carne con pimientos verdes recién cogidos de la huerta, y un dulce de naranja que me supo como imaginé que debía de saber la ambrosía que los dioses comían por allí cerca. Preguntamos por una habitación para pasar la noche. "Ningún problema contestó la tabernera—. Hay un hombre que les alquilará una habitación muy bonita y muy barata. Vendrá enseguida a tomarse el café. Viene todos los días. Espérenle aquí". Así lo hicimos. Media hora después, y mientras bebíamos un vaso de raki, vimos acercarse a un hombre de unos ochenta años, ligeramente encorvado y con ese aire de cansancio que da la vida cuando se siente que se ha vivido lo suficiente. Tenía un lejano aire aristocrático; su cabello blanco, el bigote también blanco, y su kaboloi en la mano. Su camisa recién planchada aunque raída, y la americana gris claro de puños ennegrecidos, le hacían diferente a los demás hombres del pueblo, de piel más oscura, camisas de manga corta, o camisetas de tirantes, y movimientos más rudos. Pensé que tal vez el hombre había sido el médico del pueblo, o el maestro. Sus manos eran muy finas, sus dedos  largos y delgados, no habían trabajado la tierra, eso era seguro, y su piel tampoco había estado expuesta al sol con el ganado entre los olivos. Exhalaba el olor a orina vieja de quien ha perdido parte de su olfato, de sus habilidades manuales y de su interés por la vida.

     No hablaba inglés y nuestra relación fue silenciosa. Nos llevó a su casa y lo primero que nos enseñó fue el cuarto de baño que íbamos a compartir con él. Había conocido tiempos mejores. La loza estaba mugrienta y llena de grietas por las que iban y venían las lagartijas. Sobre el lavabo una de esas maquinillas de afeitar pesadas, viejas y metálicas, a las que se cambian las cuchillas con mucho cuidado. A su lado, la pastilla de jabón y la vieja brocha con la que el hombre extendía la espuma sobre su cara para afeitarse cada mañana con menos éxito, porque ni sus ojos ni sus manos eran ya los que habían sido. Decidí que no pondría mi trasero en aquel inodoro que también había conocido mejores tiempos, y pensé que la mañana siguiente, el mundo tendría que soportar mi cuerpo sin duchar. 

     Enseguida, el anciano nos mostró la habitación con balcón donde pasaríamos la noche: dos camas pequeñas, muebles de finales del siglo XIX, un álbum de fotografías, una mesita cuadrada con un paño bordado encima, y grandes fotos viejas y coloreadas, colgadas de las paredes. Una de ellas representaba a nuestro anfitrión muchos años atrás, probablemente antes de la guerra, con el cabello y el mostacho aún oscuros. Debajo, la foto de una mujer, probablemente su madre: el mismo rictus sereno, los mismos ojos, los labios apretados de quien no quiere que se le escape el alma por la boca y la recoja el demonio. Encima de una de las camas, la imagen de un hombre que había sido anciano mucho tiempo atrás, y que estaba vestido con las ropas típicas de los campesinos cretenses: las botas altas con el pantalón por dentro, el gorro, la redecilla tapando la cabeza y el cuchillo en la cintura. 

     Las cama, blancas, pequeñas, de metal, con un colchón muy duro y estrecho. Las sábanas, cada una con un estampado diferente, parecían los restos de los naufragios de varias vidas. Me senté con las piernas estiradas en la cama, y empecé a pensar en aquellas gentes del pasado que habían vivido en el mismo lugar que yo iba a habitar durante unas pocas horas.


   Tenía tanta fiebre que mi frente chorreaba. El sudor se mezclaba con la sangre de la herida, y me llegaba hasta la boca con ese sabor salado al que sabe la desesperación  y la desesperanza. 

     Seguía sin saber qué hacía allí. No conseguía recordar cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo guardaba la imagen del pasillo con las bombillas, la de una gran tela blanca que me cubría y la del hombre del mostacho oscuro, que empujaba la cama con una mirada que quería ser adusta pero que escondía cierta compasión. ¿Por qué mezclaba aquellos dos sentimientos? ¿Por qué sus ojos eran fieros y amables a la vez? Después había caído en el letargo, y cuando desperté ya estaba en aquella habitación. Me dolía la cabeza y casi no me podía mover dentro de aquella cama blanca de sábanas blancas. En el colegio habíamos estudiado que el cielo era un lugar en el que no existían los colores oscuros. Siempre lo pintábamos de blanco y de azul. Tal vez me había muerto y estaba en el paraíso. Pero no, no podía ser. Me dolía la cabeza, y las piernas. Y había sangre a mi alrededor. El cielo no podía ser un lugar manchado de sangre y de dolor. No. No estaba muerto. Tal vez tampoco estaba vivo.

     Miré a mi alrededor: otras camas blancas con sábanas tan blancas como las mías escondían a otros hombres vendados como yo. Oía lamentos en lenguas que no entendía. La enfermera hablaba con una sonrisa y en alto para todos, pero yo tampoco comprendía sus palabras. Era morena, y tenía unos ojos muy oscuros. Se acercó a mí. Me miró con una expresión que fundía el odio con la misericordia. Me pregunté por qué. Me dijo algo a lo que solo pude contestar con mi silencio. En ese momento me di cuenta de que no podía hablar. Algo le había pasado a mi cerebro o a mi garganta, que no me dejaba articular palabra. Le respondí con mi silencio y con una mirada que le preguntaba qué me pasaba y por qué me trataba de una manera tan diferente a como lo hacía con los demás. Mis ojos le inquirían también por qué no entendía su lengua. Me puso un termómetro en la boca enmudecida y comprobó que mi fiebre debía de ser muy alta. Sus ojos no pudieron ocultar una cierta piedad. Solo piedad.

     Llamó al hombre del mostacho, que debía de ser el médico. Se acercó. Me palpó la venda. Movió la cabeza de izquierda a derecha varias veces, y le dijo algo a la mujer, algo que tampoco pude comprender. El resultado fue que ella me cambió la venda. Antes vertió un líquido transparente en lo que debía de ser mi herida, que me escoció hasta provocarme un alarido que hizo reír a alguno de mis vecinos de habitación. Al menos podía articular sonidos, aunque fueran gruñidos, como hicieron los hombres de las cavernas antes de inventar el lenguaje. De algún modo, aquel grito me devolvía al origen de la vida. De la mía, y de toda la raza humana, vil, malvada y amable a partes iguales. El médico volvió a decir algo a la enfermera y ella bajó los ojos, avergonzada, se acercó a mí, me miró y puso su mano en mi mejilla, suavemente.

     Su mano me pareció delicada, pero fría sobre mi rostro caliente por la fiebre. Recordé la mano de mi madre, cuya presencia siempre me curaba cuando estaba enfermo de niño. Verla y sentir su mano en mi frente tenía un efecto curativo. Me pregunté dónde estaría ella ahora. Por qué no venía a verme. Probablemente estaba lejos de mi casa. Sí, me había mecido entre las nubes. Había cruzado el mar, que se veía desde debajo de la gran lona blanca que me cubría. 

     La muchacha me preguntó algo que no entendí. Metió su mano por debajo de la sábana que me tapaba parte del cuerpo y buscó algo. Encontró mi medalla, la miró, le dio la vuelta y leyó: "Hans". Había leído mi nombre. Su voz, pese a su extraño acento, me recordó a mi madre cuando me llamaba de niño. Cuando me quedaba horas jugando en el jardín y se hacía la hora de cenar. Sí, yo era Hans, y mi madre estaba muy lejos de aquel lugar donde no entendía a nadie. Noté cómo a las gotas de sudor se les unía una lágrima seguramente también salada, tan salada como el mar que había cruzado. Una gota de agua que bajaba por mi mejilla, se arrastraba por el cuello hasta que se varaba en mi pecho.

     La enfermera secó mi cara con su mano, que seguía pareciéndome gélida. Volví la cabeza y mis ojos se quedaron clavados en las ruedas de las patas de otra de las camas de metal plateado de la sala.


     Estaba tumbada en la cama. Enfrente tenía aquella foto juvenil de nuestro anfitrión. Había sido un hombre guapo. Aún lo era, con sus arrugas enmarcando unos ojos que habían visto mucho, tal vez demasiado. Mi marido había estado leyendo un libro sobre el palacio de Knosos, que habíamos visto por la mañana, y se había quedado dormido. Yo no me había podido dormir, rodeada por tantos objetos que estaban allí para hablarme. Me levanté y fui hacia el aparador. Era un mueble hermoso, de madera tallada, con un espejo manchado por el tiempo. Sobre el mármol, un álbum en cuya cubierta de piel había dibujados molinos de viento. "¡Ah! —pensé—, el viento, que todo lo lleva. Y que todo lo trae". Como aquellos vestigios del pasado que llegaban hasta a mí por la casualidad que nos había llevado hasta aquella casa de cuya existencia nada sospechábamos. No conocemos nada. Ni una diezmillonésima parte de lo que existe a nuestro alrededor. No pude resistir la tentación de abrirlo y contemplar aquellas imágenes en blanco y negro, imágenes de quién sabe qué y cuántas historias pasadas, llevadas ya por tantos vientos y por tantas tempestades.

     Sabía que estaba entrando en las vidas de los otros, de los que no me había sido concedido conocer. De aquellos que me miraban desde el papel tintado, como si estuviéramos juntos a uno y otro lado de un espejo.

     Había fotos de grupos de amigos, de parejas, de familias, de una joven y hermosa mujer de grandes ojos que se maquillaba en un camerino, luego sobre un escenario, la misma mujer con un uniforme blanco de enfermera. Allí estaba nuestro casero, vestido con ropa militar, luego con traje y corbata, con gafas de montura oscura en algún momento. En una imagen estaba sentado junto a un joven muy rubio, muy pálido, muy delgado, con una venda en la cabeza y en el cuello, y con una muleta. Era un hombre muy diferente a los de las demás fotografías, todos morenos y con facciones griegas. Saqué la foto de las pestañas que la fijaban, y miré el reverso: una fecha, mayo de 1941, y una letra mayúscula: "H". Aquel era el mismo año de la batalla de Creta, en la que cientos de soldados alemanes fueron lanzados en paracaídas para conquistar la isla. ¿Qué hacía aquel muchacho aún imberbe, de aspecto enfermizo, malherido, junto a nuestro anfitrión, alto, fuerte, con aspecto saludable? El hombre miraba a la cámara mientras rodeaba al endeble herido con su poderoso brazo. El joven lo miraba como si le debiera algo y no supiera muy bien el qué. Parecía confundido, perdido en un lugar que no era el suyo. Sus ojos miraban admirados, tristes y desorientados.

***

     Alguien abrió la ventana y un aire fresco entró y refrescó mi rostro. La fiebre había bajado. El viento en mi cara me trajo un vago recuerdo a la memoria. De repente, me vi lanzándome al vacío y sintiendo el aire en la parte de mi cara que no cubría el casco. Caía desde algún lugar cerca de las nubes y la tierra se iba acercando cada vez más deprisa, hasta que se abrió el paracaídas. Mi vuelo se iba convirtiendo en una danza, algo así como el balanceo de un equilibrista sin ninguna cuerda en que apoyar los pies. Cerré los ojos. Empezaba a recordar lo que hubiera estado mejor encerrado en el olvido. Sí, era primavera, la de 1941, y estábamos en guerra. Eso era, estaba lejos de casa, en algún lugar en el que yo era el enemigo. Yo, que era buen amigo de mis amigos, buen hijo, buen estudiante, y que aún no había conseguido enamorar a Marlene, porque me habían reclutado el mismo día en que pensaba decirle que la quería y que siempre estaría en mis pensamientos. Yo, Hans Lieber, el enemigo de todos aquellos desconocidos que me rodeaban. Estaba en un hospital en el que nadie hablaba mi lengua, con una herida en la cabeza, otra en la pierna, y una más en la garganta, que no me permitía decir palabra. Aunque hubiera dado igual: nadie me habría entendido. La lengua griega y la lengua alemana no se parecen en nada.

***

     Dejé el álbum y volví a la cama. Mi marido seguía durmiendo. Me tumbé sobre las sábanas de flores desleídas que un día habían formado parte de un juego de cama completo, y miré el techo. Pensé en el muchacho rubio de la fotografía de 1941. En la batalla de Creta. Mucha gente murió en aquellos días. Unos, por defender su país, otros por guardar su casa y sus campos. Y muchos otros sin saber por qué. Aquel chico podía ser inglés, o australiano. ¿Quién podía saberlo? Tal vez aquella mayúscula, aquella H, correspondía a la inicial de su nombre: quizás se llamara Henri, o Harold. Incluso podía llamarse Hans y ser un soldado del ejército invasor. Nunca lo sabría, así como tampoco conocería si había o no sobrevivido a sus heridas, si había vuelto a su país, o si habría muerto en una cama de algún hospital militar.

     Me di la vuelta, segura de que por muchas vueltas que le diera, nunca conseguiría saber nada más de la historia de aquella fotografía. Mi anfitrión solo hablaba griego, y además no iba a confesarle que había estado curioseando entre sus viejas fotografías. Miré la cabecera de la cama. Ya oxidada por los años, se veía una marca grabada por un cuchillo o un instrumento similar: parecía el rayo de Zeus. Aquella asociación de ideas era muy oportuna en aquel lugar, tan cerca del monte Ida. Olvidé al chico de la foto, y volví a recordar las leyendas de los dioses griegos, del Minotauro, de Dédalo e Ícaro, que volaron hasta lo más alto para intentar salir del laberinto.

     Me dormí. Soñé con enfermeras de ojos oscuros, soldados alemanes, campesinos cretenses, y con el dueño de la casa, que me contaba al oído viejas historias de la guerra. Soñé con el minotauro y con las doncellas y los jóvenes atenienses de los que se alimentaba cada año. Soñé con los hombres voladores, que habían osado acercarse demasiado a los dioses, y habían sido castigados por ello. Soñé con que nuestro anciano anfitrión se afeitaba frente al espejo que estaba sobre el aparador de nuestra habitación. Su americana tenía los puños limpios y la piel perfectamente rasurada. Olía a colonia fresca y no a orines oxidados. El espejo le devolvía su imagen rejuvenecida, tal y como estaba en la fotografía. Pensé en mi sueño que me podría haber enamorado de aquel hombre, si hubiéramos coincidido en otros tiempos. 

     Me desperté y me quedé mirando el suelo de la habitación. Solo entonces vi las pequeñas ruedas en las que terminaban las patas de la cama.

(VV. AA., Hablarán de nosotras. 13 - una escritoras aragonesas, Los libros del gato negro, Zaragoza 2016)

La escritora Ana Alcolea. /L. O.

Para saber más sobre la escritora zaragozana Ana Alcolea, Premio Cervantes Chico 2016, puedes leer varias entradas en este blog, entre ellas, las siguientes:

-Comentarios del alumnado del centro sobre las siguientes novelas juveniles de la autora:
        -Donde aprenden a volar las gaviotas, por Melania Cebrián Ferreras: AQUÍ. Y por Carmen Arasanz Jordán: AQUÍ.
        -La noche más oscura, por Paula Sierra Alastuey: AQUÍ.
        -El retrato de Carlota, por Carmen Arasanz: AQUÍ.

-Reseña de uno de los varios encuentros que se han celebrado entre el alumnado del centro y la escritora, en este caso para hablar de su novela Donde aprenden a volar las gaviotas: AQUÍ

[Imagen inicial: wildnature.gr]


domingo, 22 de septiembre de 2024

"La cuchara" y otros tres poemas de Begoña Abad

 

Cucharas de palo


La cuchara

HABLAR de la cuchara
humilde en los cajones
no sirve, me dices, para un poema
y yo sonrío, vieja ya de todo,
no discuto, no contradigo...
La cuchara con la que crié a mis hijos,
la que llevas a tu boca cada día con suerte,
la que tu madre usaba los días festivos,
la que hacía música sobre el cristal de las copas,
la que con su frío aplacaba el dolor de tus
    chichones,
la de peltre, de mi abuela y de la suya
que me dan sopas con honda
cuando me crezco, sabihonda,
y olvido el humilde valor de la cuchara
y de mi origen.


HAN cocinado, frotado, acunado, planchado,
llevado hijos, sujetado padres, consolado
    abuelos,
repartido ternuras, esperado regresos,
disculpado ausencias, acarreado agua,
multiplicado escaseces, 
hecho milagros de los panes y los peces,
dibujado sonrisas, aligerado cargas,
intentado conquistas
y además han procurado 
no perder su identidad
y ejercer de Eva, pase lo que pase.
Si pusiéramos en fila 
la inmensa cantidad de tareas invisibles
que han hecho en la vida,
no habría mundo capaz de contenerlas.

(De A la izquierda del padre, Pregunta, 2024)

Nada soy

CUANDO paseo en el bosque, árbol soy
y el sol que se filtra entre las hojas,
el aire que las mueve o el insecto que las habita.
Y si es el mar lo que contemplo
me hago ola mansa y espuma y pájaro marino.
Si escucho música me transformo en nota
o en prolongado silencio del pentagrama.
Cuando es el cielo lo que veo
ando volando, pues nube me hago,
o lluvia fina, nieve a veces o hielo transparente.
Piel se hace mi piel  junto a la tuya
y mano en la caricia y ojos en tu mirada,
en palabra que pronuncias, me reconozco.
Y cuando avanzo hacia ti, soy tú.
Lo soy todo y nada de eso soy.

Mater amábilis

MI madre no recuerda el nombre de su madre.
Ha olvidado el camino de regreso a la vida,
no sabe usar el peine, ni la cuchara,
se pone, casi siempre, la chaqueta al revés
y revuelve cajones en su memoria,
pero siempre sonríe al escuchar mi nombre.
Mi madre no recuerda si tuvo algún amante,
si ha viajado muy lejos, si ha perdido algún tren,
dónde están sus anillos, si alguna vez fue guapa,
que le gustaba tanto el Chinchón y el café,
que las letras unidas tienen significado
y que el perro que amaba nos dejó ya hace un mes.
Mi madre me recuerda, sin amargura, 
lo que yo he olvidado tan tontamente,
la oración de su abuela que me dormía,
las canciones de cuna que me cantaba,
y unas romanzas moras que, en letanía,
desgrana mirando por la ventana.
Mi madre y yo sujetamos recuerdos olvidados
como podemos, a veces con dolor,
otras con risas, siempre con esperanza.

(En: José María García Linares, Nacer para aprender,
volar para vivir. Un acercamiento a la poesía de Begoña
Abad, Pregunta, 2019)



Begoña Abad. (Cátedra Miguel Delibes)
Begoña Abad de la Parte
nació en el pueblo burgalés de Villanasur Río de Oca en 1952, pero pasó su infancia y adolescencia  en diferentes lugares hasta que se instaló en Logroño. Actualmente reside en Zaragoza. Obligada a abandonar los estudios a temprana edad, primero para cuidar a sus padres y después para criar a sus hijos, durante años leía y escribía a escondidas, cuando sus numerosas obligaciones se lo permitían. Pero a los cincuenta años rompió con esa vida convencional de madre y esposa abnegada ("A los 50 me nacieron alas"), pues pudo emanciparse cuando consiguió el puesto de portera en un edificio de la ciudad de Logroño, donde trabajó durante dos décadas. Fueron los años en que empezó a publicar. Se dio a conocer en 2006, con 54 años,  con la plaquette Begoña en ciernes, a la que siguieron La medida de mi madre (Olifante, 2008), Cómo aprender a volar (Olifante, 2012), Musarañas azules en Babilonia (Babilonia, 2013), Palabras de amor para esta guerra (Baile del Sol, 2013), A la izquierda del padre (La Baragaña, 2014; Ruleta Rusa, 2015; Pregunta, 2024), Estoy poeta (o diferentes maneras de estar sobre la tierra) (Pregunta, 2015), El hijo muerto (Babilonia, 2016), la antología Diez años de sol y edad (Pregunta, 2016), El techo de los árboles (Pregunta, 2018) y Madres (Pregunta, 2021). También ha publicado el libro de relatos Cuentos detrás de la puerta (Pregunta, 2013). Poemas suyos han sido incluidos en diferentes antologías y en revistas culturales.

[Imagen inicial: fundacionbat.com.co]

jueves, 19 de septiembre de 2024

"Barba", un minicuento de Ana Grandal

 


BARBA


El hombre de recursos humanos ha recibido la noticia de que debe planificar una reducción de plantilla. El hombre de recursos humanos lleva veinte años en la empresa y ha compartido noviazgos, dolencias, alumbramientos y decesos con cada uno de los trabajadores. El hombre de recursos humanos, contra todo pronóstico, se siente mal. El hombre de recursos humanos es humano.

Desde que se tomó la drástica decisión no puede dormir, se le ha esfumado el apetito y un feo sarpullido le mancha la piel. Ha pedido la baja por problemas nerviosos, pero sabe que, cuando venga el momento de los despidos, no tendrá modo de excusar su presencia. 

Llega el día y debe personarse en la oficina. Resulta difícil reconocer en esa figura de aspecto descuidado, casi sucio, que pide a gritos una visita al barbero, al hombre atildado, siempre pulcro y perfectamente rasurado que saluda con un "Buenos días" cada mañana. Uno a uno, los que ya nunca serán sus compañeros desfilan ante él. 

Vuelve a casa. Se quita su ajada ropa y toma una larga ducha. Ante el espejo prepara la brocha y la espuma de afeitar. Ya no es necesario esconder por más tiempo su vergüenza.

(En VV. AA., Esas que también soy yo. Nosotras escribimos. Edición de Carmen Peire e Isabel Cienfuegos, Ménades, 2019, pág. 179)

La escritora Ana Grandal


Ana Grandal (Madrid, 1969) es licenciada en CC. Biológicas y ejerce como traductora científica y audiovisual freelance desde 1996.

Ha traducido libros de divulgación (Los orígenes de la vida, El comportamiento altruista, Inteligencia emocional infantil y juvenil, entre otros) y la compilación de poesía incluida en Mina Loy. Futurismo, Dadá, Surrealismo (2016).

Ha resultado ganadora y finalista en varios premios literarios (XXXII Premio Literario Ana María Matute de Relato [2020], IX Microconcurso La Microbiblioteca [noviembre 2019], XIII Premio de Narrativa Miguel Cabrera [2006], V Concurso de Relato Corto del Ayto. de Monturque [2004]) y ha sido incluida en diversas antologías (Relatos nada sexis [2020], Esas que también soy yo [2019], Los pescadores de perlas [2019] y Resonancias [México, 2018]).

Ha publicado la trilogía Destroyer de microrrelatos (Te amo, destrúyeme [2015], Hola, te quiero, ya no, adiós [2017] y Microsexo [2019]) en Amargord Ediciones, donde también coedita con Begoña Loza la compilación de relatos La vida es un bar (2016). Es autora también de la colección de relatos sobre la maternidad Contramater (2024).

[Imagen inicial: es.loccitane.com]

domingo, 15 de septiembre de 2024

"Todo lo azul del mundo" y otros cuatro poemas de Pedro Sevilla





TODO LO AZUL DEL MUNDO

AQUÍ, sobre este folio, para explicar mi infancia,
todo lo azul del mundo: las canicas
como extraños planetas de cristal
brillando entre mis dedos, los océanos
de los primeros cuentos con piratas y barcos, 
el cielo de mi calle
y poco más, si acaso algunos golpes
de lluvia en los cristales, por septiembre.
Pero cómo explicarlo—,
todo sería gris en la memoria
sin lo aún más azul: los ojos de mi madre.


LA LLUVIA

EN un mundo anterior. En el pasado siempre.

Sobre las tejas pobres de la infancia 
donde el amor tapaba las goteras.

Sobre las rosas rojas del otoño
en la lejana adolescencia.

En las estrellas ya apagadas,
en las constelaciones más pretéritas.

Sobre la tumba abierta del mañana
que es pasado también por su certeza.

La lluvia está sonando eternamente
en el patio vacío de mi escuela.


LA FÍSICA ES MENTIRA

PRETENDE que me crea que el seno no es tu pecho
Sino una línea fría que cruza por un arco;
Quiere hacerme creer que el tiempo es el cociente
De partir el espacio por la velocidad...
Cuando yo sé del tiempo sus tiranas maneras
Deshojando rosales, adulterando besos
como el mejor anuncio de la Margarett Astor.
O mucho me equivoco o mister Newton
Jamás supo las leyes de los álamos,
Su sereno temblor, sus tardes de nostalgia,
El tenue movimiento de una sombra
Que no volverá nunca a ser la misma.

Quizá yo diga esto porque es mayo
Y va la primavera por la calle
Desmintiendo teoremas,
Pintándole a las niñas en cuadernos de ciencia
Corazones con sangre de lapicero rojo.
Por eso cierro el libro
Aunque me expongo a un cero en el control de B.U.P.

Ya volveré en septiembre...
Cuando un otoño niño cuelgue de tus zarcillos
Dos fanales gemelos,
Dos gotitas iguales de luz entristecida,
Misteriosa y menguante como la luna añeja.


ÉRAMOS VIOLENTOS

ÉRAMOS violentos y algo tristes.
El paraíso entonces 
era besar tus labios,
ir contigo a los muros donde en tiempos de paz
se abrazan las parejas
como si cachearan al amor.

Era el setenta y siete.
Tenías veinte años y un temblor en el pecho
de palomas miedosas que acostumbraron pronto
a probar la ternura de mis manos.

Éramos violentos: agentes de uniforme
saqueaban las aulas en busca de octavillas,
de libros prohibidos;
no comprendieron nunca que en los parques de octubre,
besándonos los labios,
fuimos más inquietantes, mucho más peligrosos
que gritando en las calles mientras nos perseguían.

Tenías veinte años:
Recuerdo que en un muro,
bajo la sangre quieta de unas siglas,
hicimos el amor en pie de guerra.


ESCRIBIR ES SEMBRAR

LLEGABA por las tardes, al sol puesto,
y sin decirle nada me sentaba a su lado
porque junto a su pecho se esfumaba mi angustia
y también porque olía su ropa a sol y a lumbre,
a campo y a honradez.

Cuando el sol era ya solo un recuerdo
volvía del trabajo con su eterno cigarro,
con sus blancas camisas jornaleras,
y mientras preparaba mi madre agua caliente
y él ponía en la radio las noticias,
yo me daba a pensar, a imaginármelo
esparciendo semilla entre los surcos
que luego el sol, el agua y la paciencia
mudarían en verde y en espigas,
en pan para las dulces meriendas de los niños.

Por eso ahora lo imito. Y por eso
ahora que soy mi padre
esparzo estas palabras
en el raro silencio de un cuaderno,
les pongo el corazón y espero que germinen:
que la escritura alcance madurez cereal
y que un día alguien pueda,
como un trozo de pan y de memoria,
hacer de estos poemas su alimento.

(En Para cuando volvamos. Poesía completa 1992-2018,
Renacimiento, 2018)


Pedro Sevilla Gómez es poeta y novelista español nacido en Arcos de la Frontera (Cádiz) en 1959. Con otros poetas de su localidad fundó el grupo "Calima", conocido también como "grupo de Arcos". Vieron la luz  sus primeros poemas en 1989 en la colección de cuadernos "La poesía más joven", dirigida por el poeta Francisco Bejarano. Ha publicado los libros de poesía Y era la lluvia, amor (1990), Septiembre negro (1992), Sendero Luminoso (1994), La luz con el tiempo dentro (1995, accésit del Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti), Tierra leve (2002) y Serán ceniza (2012). Su obra poética ha sido reunida en la antología Todo es para siempre (2008) y en su poesía completa, Para cuando volvamos (2018). Parte de su obra poética ha sido traducida al portugués y figura en diversas antologías. 

Pertenecientes por edad a la generación de los 80, la suya es "una poesía esencial, en el sentido que lo era la de Antonio Machado, que parece brotar con naturalidad y sin aparente necesidad de apoyo en artificio retórico alguno, desde lo más hondo. Poesía sorprendente, más aún en la hora actual, tan condescendiente con lo sentimental, con los fáciles sentimentalismos, porque es capaz de ser arte (con todas sus sabidurías y exigencias), y a la vez de llegarnos directamente al corazón, como casi todos los poetas genuinos, desde Jorge Manrique a César Vallejo". L. A.

También ha publicado tres novelas (Extensión 114  [ 2000], 1977 [2002] y Los relojes nublados [2014]),  el libro de memorias La fuente y la muerte (2011) y el libro Diez de Julio (1990), antología y estudio de la obra del poeta arcense Julio Mariscal Montes.

Es además columnista de prensa y ha colaborado en el suplemento 'Citas' de Diario de Jerez, el semanario local Arcos Información y otros medios. 

Pedro Sevilla. (uca.es)


[Imagen inicial: Pixabay]

jueves, 12 de septiembre de 2024

"La verdad sobre Pessoa", microrrelato de Guillermo Bustamante Zamudio




La verdad sobre Pessoa


El volumen de la obra de Fernando Pessoa despertó sospechas a los investigadores, que acaban de publicar sus conclusiones definitivas: los escritores Alberto Caeiro, Bernardo Soares, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, debido  a su imposibilidad de surgir en el mundo literario, inventaron un escritor al que llamaron "Fernando Pessoa". Le crearon una biografía y le imputaron la cualidad de escritor, no con seudónimos que ocultan la identidad, sino con heterónimos, es decir, con voces independientes. El público, atraído por este fenómeno, sintió curiosidad por el tal Pessoa, cuyo apellido ("persona", en portugués) ya era un indicio del engaño; de hecho, en lengua griega 'persona' significa máscara. Se estudia si otros heterónimos (se le atribuyen más de 60) también eran autores sin suerte.

Como la figura enigmática que aglutina a estos escritores ha caído por efecto de la noticia, a futuro se espera su olvido paulatino.

(Publicado en infoLibre, el 23 de octubre de 2020)


Guillermo Bustamante Zamudio. (Universidad Pedagógica de Bogotá)

Guillermo Bustamante Zamudio (Cali, Colombia, 1958) es licenciado en Literatura e Idiomas, Magister en Lingüística y Español (1984), doctor en Educación y profesor de la Universidad Pedagógica de Bogotá, además de cofundador y codirector  de las revistas de microficción  Ekuóreo y A la topa tolondra.  Con Harold Kremer ha preparado  las publicaciones Antología del cuento corto colombiano (2004) y  Los minicuentos de Ekuóreo (2003). 

Sus minicuentos han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales. Galardonado con el Premio Jorge Isaacs 2002 por el libro  de microficciones Convicciones y otras debilidades mentales, y ha obtenido también, ex aequo, el Premio  del Tercer Concurso Nacional de Cuento (Universidad Industrial de Santander, 2007) con el libro Roles, de cuentos cortos y microficciones. Es autor también de los libros de microrrelatos Oficios de Noé (2005) y Disposiciones y virtudes (2016).

[Imagen inicial: sin identificar)

domingo, 8 de septiembre de 2024

"Se vende un hombre en buen estado...", de Manuel Jurado López


© Jacques-Henri Lartigue


POEMA NÚMERO VEINTE

Se vende un hombre en buen estado,
libre de impuestos y deudas tributarias.
No tiene cargas familiares
ni animales de compañía.
Sabe cuidar heridas y ventilar el alma,
lavar las dudas,
plancharlas, doblarlas y ponerlas en su sitio;
y encalar las paredes del fracaso.
Se defiende muy bien en la cocina,
es aseado y pulcro.
Procura no dar nunca un paso en falso,
medita cada gesto.
Amante de las óperas de Mozart y los valses de Strauss.
Se sabe de memoria La clemenza di Tito.
Puede sanar los dolores ocultos,
hilvanar las pestañas de las mariposas;
cultiva olvidos y geranios.
Sabe peinar la luz de la melena
que la luna suele enredar de madrugada.
Nunca ha calculado cuánto le pagan
por guardar silencio.
Un excelente domador de monstruos de papel y tinta.
No fuma. Y solo bebe el amargor que otros dejan
en el fondo sucio de las copas.
Pero suele tener pequeñas crisis de amor,
desaparece entonces, aunque regresa más tarde
con tijeras y nardos.
Habla con acento extranjero,
cuenta historias las tardes aburridas.
Come poco. Discute lo preciso.
Por buscarle un defecto: de vez en cuando escribe
poemas difíciles de entender,
pero no muerde: también el sol tiene manchas.
Ah, el precio es negociable. 

(En la revista Estación Poesía, Editorial Universidad 
de Sevilla, 2019)

Manuel Jurado López. (Diario Córdoba)
Manuel Jurado López (Sevilla, 1942) es poeta, narrador, crítico literario y traductor. Licenciado en Filología moderna, cursó también estudios de Filosofía pura y Magisterio. Ha sido catedrático de instituto.

Ha ofrecido numerosas conferencias en universidades de Suiza, Alemania y España y recibido importantes becas de traducción, como la de la Fundación suiza Pro Helvetia. La Consejería de Educación de la Junta de Andalucía le otorgó ayudas de estudios e investigación en la Universidad de Lausanne durante los cursos 1990-1991 y 1991-1992. Ha recibido premios literarios en España, Suiza, Siria y Estados Unidos. Ha publicado una treintena de libros de poesía, algunas novelas, varios tomos de cuentos y la obra de teatro Las virreinas, que recibió el Premio Buero Vallejo. Sus poemas y relatos han aparecido en diversas antologías españolas y suizas y ha sido traducidos al francés, alemán, italiano, braille y árabe. Fue el coordinador de los tres tomos de la Antología General de la Poesía Andaluza, publicada en 1990.

Entre sus poemarios destacan País de invierno (1992), Música y nieve (Premio Jaén, 1992), La ciudadela (Premio Alcalá de Henares, 1993), Manuscritos de Berlín (Premio Juan Alcaide, 1993), El viajero en el desierto (Premio Arga, 1993), Poemas de Ginebra (Premio Tiflos, 1993), El cantor de boleros (Premio Esquío, 1995), Tango del amor extranjero (Premio Ernestina de Champourcín, 1998), Descripciones y olvidos (Premio Ciudad de Ronda, 2002), El desembarco de la dama (Premio Laureá Mela, 2004), Oratorio de Gaza (Premio Ángaro, 2004), El invitado incómodo (Premio Ciutat de Palma-Rubén Darío, 2004), La luz es una espada (Premio Miguel Hernández-Comunidad Valenciana, 2005), La esfera de plata (Premio Blas de Otero, 2006), Apartamento en Pont Neuf (2007), Los dioses vulnerables (Premio Alegría de Poesía, 2008), Las islas en noviembre (2008), Huesos de pájaro (Premio Tardor, 2009), Estación Otoño-Norte (Premio Ciudad de Badajoz, 2019) y La destrucción del cielo (Premio Juan Ramón Jiménez 2019 y Premio Andalucía de la Crítica 2020).

jueves, 5 de septiembre de 2024

"A jugar con el bastón", un cuento de Gianni Rodari

 



A jugar con el bastón

 

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.

Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:

—Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo —y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.

Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo, montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.

Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.

—Quiero probar de nuevo —dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.

Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas, y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.

“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez. Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.

Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos. Hacia la noche Claudio se asomó a la carretera, y he aquí que ve al viejo con lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.

—¿Te gusta el bastón? —preguntó sonriendo a Claudio.

Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.

—Tenlo, tenlo —dijo—. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo solo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.

Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.

 (Gianni Rodari, Cuentos por teléfono, 1962 . Tomado de ciudadseva.com)

El escritor Gianni Rodari (infoLibre)


Gianni Rodari fue maestro, periodista y escritor italiano  que destacó por sus aportaciones a la renovación pedagógica a través de sus técnicas para estimular la creatividad en los niños. Su idea de que los niños aprendan por medio de la imaginación y el juego está ligada a la defensa de la emancipación del ser humano: los niños tienen que usar la imaginación, decía, "no para que todo el mundo sea artista, sino para que nadie sea esclavo".


Nació en 1920 en Omenga, Piamonte, donde  sus padres eran panaderos. Se aficionó pronto a la lectura de libros de Julio Verne  y de Salgari, que, al parecer, leía de noche a la luz de una farola que iluminaba su cuarto. Al morir el padre en 1929, la madre se trasladó con sus dos hijos a Gavirate, de donde era originaria. A partir de entonces fue criado por una tía, y más tarde, educado en seminarios e internados. Muy aficionado a la música, consiguió sus primeros ingresos tocando el violín en las tabernas, pero en 1937 obtuvo el título de maestro y al año siguiente ocupó la plaza de tutor en casa de una familia judía que había huido de Alemania, y más tarde impartió clases en diferentes escuelas. 


Sus problemas de salud le permitieron librarse de participar en la Segunda Guerra Mundial.  Para conseguir trabajo como maestro,  se vio obligado a afiliarse al Partido Nacional Fascista, requisito exigido a todo  funcionario. En diciembre de 1943 fue movilizado por la República de Saló (estado títere de la Alemania nazi que se estableció en el norte de Italia cuando los aliados tomaron las regiones del sur) y destinado al hospital del barrio milanés de Baggio. Conmocionado por la deportación de su hermano a un campo de concentración alemán, del que sobrevivió, y por la muerte de sus dos grandes amigos durante la guerra, estrechó sus contactos con la resistencia lombarda (en cuyas acciones llevaba tiempo participando teniendo como cobertura su pertenencia al partido fascista), desertó y se afilió al Partido Comunista. 


Tras la liberación de Italia, en 1945 comenzó  a trabajar  como periodista en publicaciones de su región: primero, en la revista 'Cinque punte' (Cinco puntas) y después dirigiendo 'L'Ordine Nuovo', periódico de la Federación Comunista de Varese, donde publicó sus primeros textos literarios bajo el seudónimo de Francesco Ariscocchi. En 1947 comienza su colaboración en el periódico milanés 'L'Unita', ligado también al PCI, donde dos años después comenzó a dirigir la sección dirigida a los niños 'La domenica dei piccoli' (El domingo de los pequeños), etapa en que descubrió su vocación de escritor para niños. En esa época nacieron sus primeros libros infantiles: El libro de las retahílas y Las aventuras de Cipollino. Este último, que tiene como protagonista al niño Cebolla, luchador contra la opresión y las desigualdades frente al malvado caballero Tomate, tuvo un éxito extraordinario en la URSS, donde fue adaptado al cine de animación.


En 1950 se traslada a Roma y, junto a la periodista Dina Rinaldi, crea la revista 'Pioniere' (Pionero), publicación oficial de la Associazione Pionieri d'Italia (una organización juvenil del PCI), en la que los editores proponían una alternativa al modelo de los Boy Scouts, que consideraban militarista y colonialista. El éxito de la revista y las ideas sobre la lucha de clases difundidas a través de sus páginas, que tacharon de adoctrinamiento de niños, hicieron saltar las alarmas del Vaticano, y en 1951 —siendo papa Pío XII, tras la publicación de Il manuale del pioniere (Manual del pionero), Rodari fue excomulgado, medida acompañada de la quema de sus libros en los patios de las parroquias. Al año siguiente, el escritor viajó por primera vez a la Unión Soviética y en 1953 contrajo matrimonio con Maria Teresa Ferretti, miembro del Frente Democrático Popular, una coalición entre el Partido Socialista y el Comunista creada para las elecciones de 1948, que se mantuvo hasta 1956. En los años siguientes colaboró en diferentes publicaciones y empezó a trabajar con la RAI y con la BBC.  En 1957, año del nacimiento de su hija Paola, pudo ingresar en el colegio de periodistas, tras muchos años de ejercicio de la profesión.


Gianni Rodari, en una escuela. (El Confidencial)


En la década de los sesenta se concentró en el trabajo con los niños, como pedagogo al servicio de la renovación pedagógica,  y comenzó a recorrer las escuelas italianas. Allí, a través del contacto directo y la interacción con los niños mientras leía sus cuentos, observó las reacciones de su audiencia y tomó notas para tratar de averiguar la técnica correcta a la hora de crear buenas historias. Esta actividad culminó en la publicación de Gramática de la Fantasía; introducción al arte de inventar historias (1973),  libro de no ficción. En 1976 fundó la asociación de promoción social llamada Coordinación de Padres Democráticos, una ONG comprometida con la enseñanza y práctica de los valores de la escuela antifascista, secular y democrática.


Gianni Rodari  falleció en Roma el 14 de abril de 1980 mientras se le practicaba una intervención quirúrgica. Tenía 59 años.


Recibió numerosos premios literarios entre los cuales destaca el Premio Andersen, “Nobel” de la Literatura infantil, en 1970. Es un escritor muy reconocido en todo el mundo, especialmente en Italia. Sus libros  Cuentos por teléfono, Cuentos para jugar, El libro de los porqués, El libro de los errores y Juegos de fantasía, entre otros— están cargados de humor, imaginación y fantasía desbordante, pero sin olvidar la crítica del mundo actual. Por ello  siguen despertando el interés de  niños y adultos  desde hace más de medio siglo.


Referencias:

-Paula Corroto, "Gianni Rodari, el comunista que enseñó a los niños a amar los libros", El Confidencial, 25/01/2020.

-Clara Morales, "Gianni Rodari, historia de un rebelde", en Los diablos azules / infoLibre, 11/12/2020.

-"Gianni Rodari", Qué Leer, 23/10/2020.

-Página web de la Editorial Juventud.

-Página web de la Editorial SM.


Imagen tomada de Estirniq

domingo, 1 de septiembre de 2024

"Asociaré aquel puerto con septiembre" y otros dos poemas de Verónica Aranda

Calle de Lisboa



Asociaré aquel puerto con septiembre,
con el incienso del albaricoque,
al cruzar desde Goa
el oculto zaguán de la pensão
de Praça da Figueira con ventanas
que daban a una calle de la Baixa
con una iglesia y tiendas de anticuario.

La libertad era un tranvía rojo
que cruzaba Lisboa, en ese tiempo
de tascas de azulejos y miradores,
donde las tardes eran 
de un plácido ideal, un soplo intenso
hecho de misticismos decadentes.

(De Tatuaje, Hiperión, 2005)

Kerala

Veo morir las tardes junto al mar
desde una baranda en Travancor
en donde leo a Borges. Hay jardines
con perros color luna y bibliotecas.

La memoria, sus plazas de palomas,
el desembarco de los portugueses,
la noche de Panjim, sin ataduras,
en que bebí licor mal destilado,
y este amor que se acaba lentamente
al igual que las tardes junto al mar,
bajo la tenue luz de salones de música
y la frondosidad de las palmeras.

Porque temer la noche
no es tan solo un oficio de cobardes
o viajeros ociosos.
Es pensar en las celdas de septiembre
e ir por tu cuerpo como por las viñas:
la embriaguez transitoria y luego el desarraigo
como única forma de regreso.

Veo morir las tardes junto al mar,
con miedo a la palabra y sus astillas.
El doble filo de la dualidad
nos hace vulnerables
más allá del ocaso de los patios
con la ropa tendida.

(De Cortes de luz, Rialp, 2010)

Naturaleza muerta

Un tubo seco de pintura acrílica
de color blanco seda,
el libro abandonado en provenzal,
cangrejos disecados,
piñas,
mitades de granadas,
la luz entrando en el balcón
yo diría, entreabierto
para enfocar
la foto de bodas
de los antepasados,
su miedo detenido
una mañana de 1900.

(De Humo de té, Diputación de Soria, 2021)


Verónica Aranda (Madrid, 1982) es licenciada en Filología hispánica y doctora en Estudios artísticos, literarios y de la cultura por la Universidad Autónoma de Madrid (especialista en copla y fado), poeta, traductora y gestora cultural. Ha residido en países como Portugal, Bélgica, Italia, la India o Marruecos y obtenido diversas becas de estudio y reconocimientos literarios. Actualmente dirige una colección de poesía hispanoamericana en la editorial Polibea. 

Ha publicado los poemarios Poeta en India (2005, Premio Joaquín Benito de Lucas), Tatuaje (2005, Premio Antonio Carvajal), Alfama (2009, Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro), Postal de olvido (2010, Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid), Cortes de luz (2010, accésit del Premio Adonáis 2009), Senda de sauces. 99 haikus (2011), Café Hafa (2012, Premio Internacional de Poesía Antonio Oliver Belmás), Lluvias continuas. Ciento un haikus (2014), Otoño en Tánger (2016), Épica de raíles (2016, Premio Miguel Hernández-Comunidad Valenciana),  Dibujar una isla (2017, Premio de Poesía Ciudad de Salamanca), Río Mekong (2018), Cobalto oscuro (2020, Premio Internacional de Poesía Ciudad de Pamplona), Humo de té (2021, Premio Leonor de Poesía 2020) y Hammam de mujeres (2021), continuación natural de Café Hafa y Humo de té, a los que se añaden nuevos matices de sororidad y feminismo, según Martínez Morán. Ha publicado, además, las antologías Mapas (2000-2015), 2018; La rosa contra el lino (2023), y la antología bilingüe Inside de Shell of the Tortoise (2016). 

Uno de los rasgos más llamativos de su poesía es su carácter viajero. Juan José Martín Ramos observa que Verónica Aranda "ha hecho de la 'forma de estar en las ciudades' una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse", pero aborda  Humo de té, "como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado". Francisco José Martínez Morán, por su parte, describe la poesía de Verónica Aranda como "una conjunción perfecta de sensualidad, pensamiento clarividente y perfección verbal":

"La apabullante riqueza expresiva de sus textos, su impecable factura técnica y su aparente claridad en lo complejo sirven de vehículo expresivo para un universo cosmopolita y sugeridor en el que tan pronto se dan cita los paisajes naturales y humanos de la India como se presentan, cargados de simbolismo y sabiduría, los espacios íntimos de Japón o Lisboa. Quien lee Postal de olvido, Tatuaje, Café Hafa, o Dibujar una isla se adentra en un territorio sensorial inolvidable, en un sutilísimo mapa de afectos en el que perderse por el mero placer de hacer de la lectura vida y de la vida, música de la palabra".

Verónica Aranda cultiva también la literatura infantil, el microrrelato y la literatura de viajes. Ha traducido a los poetas Yuyutsu RD Sharma, António Ramos Rosa, Maria do Rosário Pedreira, Clarissa Macedo, Salgado Maranhão, Firas Sulaiman, Michel Thion, Flaminia Cruciani y Tamara Andrés.

Verónica Aranda. (Diario Córdoba)

Referencias:
-Juan José Martín Ramos, Verónica Aranda en su habitación propia, en Sólo Digital Turia. Consultado en: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/veronica-aranda-en-su-habitacion-propia
-Francisco José Martínez Morán, 'Hammam de mujeres' de Verónica Aranda, en Gafe. Revista Literaria. Consultado en: https://gafe.info/hammam-de-mujeres-de-veronica-aranda-por-francisco-jose-martinez-moran/poesia/coleccion-poesia-movil/

[Imagen inicial: Inside Lisbon]