El escritor y periodista Juan Cruz está publicando en el diario El País una estupenda serie de artículos sobre la infancia de algunas figuras relevantes del panorama español actual. En la segunda entrega el elegido ha sido José Manuel Blecua Perdices (Zaragoza,1939), actual director de la Real Academia de la Lengua, quien al evocar su infancia en Zaragoza recuerda también su paso por el Instituto "Goya", donde tanto él como su hermano Alberto fueron alumnos de su padre, el eminente filólogo de origen aragonés José Manuel Blecua Teijeira (1913-2003), que desempeñó la cátedra de Lengua y Literatura en este centro. Recuerdos personales y opiniones que, sin duda, interesarán a los lectores.
Infancias
José Manuel Blecua
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José Manuel Blecua, director de la Real Academia de la Lengua, en su infancia |
Por JUAN CRUZ
Conoció
a la vez “la dureza de la vida” y “el encanto de vivir en libertad”, y eso
supone para José Manuel Blecua, filólogo, catedrático, director de la Academia Española, la esencia de su infancia difícil, feliz e inolvidable.
Para
ir al instituto, este zaragozano de 1939 tenía que cruzar la ciudad, caminando,
de lado a lado; dos horas para ir, dos horas para volver, y así por la mañana,
al mediodía, por la tarde, al atardecer. Su padre, José Manuel también,
profesor, su maestro, los llevaba de la mano, paso a paso, cuando los cortes de
luz impedían el uso del tranvía. “El tranvía era el mundo”.
En
ese espacio que él asocia con la libertad de los veranos y con la dureza de los
inviernos conoció también el racionamiento. “Teníamos un tío escolapio que no
fumaba y todos los hombres de la familia se repartían el tabaco que él
acopiaba”.
Esa
inclemencia que convirtió el periodo en una especie de noche del siglo tenía
muy preocupados a los adultos, “así que nosotros hacíamos lo que nos daba la
gana... La anatomía de ese instante por una parte es la dureza de la vida, y
por otra, la del encanto de vivir en libertad... Se podía jugar al fútbol en la
calle e ir en bicicleta”. Y ese era el paraíso, “al que uno podía llegar antes
que ahora”.
Zaragoza
era el curso; como entonces el padre y los chicos tenían las mismas vacaciones,
los Blecua se iban a Ágreda, en Soria, y ahí, en cierto modo, se hizo el
filólogo. “Trillábamos, qué niño trillaría ahora, y eso me sirvió luego para
mis estudios de dialectología. Lo que oía decir”. Blecua aprendió en Ágreda a
nombrar las cosas del campo. “Nosotros éramos niños que sabíamos trillar,
pescar cangrejos, cocinar algunas cosas o poner la rueda de un tractor. Y los
niños de ciudad no sabían eso”.
Nombrar
y vivir. “Vivir al aire libre era algo maravilloso, o llevar las vacas al
abrevadero... Esa doble vida, la de pescar, cazar, trabajar y disfrutar del
campo por el día, y la libertad de caminar por las noches bajo el cielo del
verano es lo que recuerdo de ese instante”. Y ese instante se parece, del todo,
al recuerdo de la infancia. José Saramago decía que uno va con el niño que fue. En la mirada de este
señor que ahora viste traje oscuro, lleva camisa blanca y utiliza corbata negra
también, hay algo de aquel muchacho que él trae consigo, en la foto que aporta
a este relato de su propia niñez. Ese niño recuerda a su padre, para hablar de
sí mismo.
“Recuerdo
mucho las actitudes de mi padre con nosotros, que además éramos sus alumnos en
el instituto. Nos intentaba enseñar a todos que nos teníamos que limpiar los
dientes, era imprescindible que lleváramos las manos limpias, las uñas
recortadas, que estuviéramos bien peinados... Cuando nos dormíamos en clase, nos
castigaba a lavarnos la cara en la fuente y nos pasaba revista a las manos”.
Ahora
se lava, se mira las uñas, se las recorta, se peina: delante del espejo, cada
día, Blecua es el niño que su padre ayudó a hacer. “Aquel era un tiempo como el
que describe Rafael Azcona en sus guiones. Pobreza, no había nada, tristeza en
la calle, melancolía en las casas. Comíamos boniatos, siempre comíamos
boniatos. Cuando pudo, mi padre ya no volvió a comer boniato nunca más, pero a
mí me parecía una cena estupenda. Él los odió para siempre”.
Sobre
las cenas y los días sobrevolaba el miedo. El miedo que implantó la dictadura,
la incertidumbre atroz de una posguerra en la que se bisbiseaba la política.
“El miedo era muy triste... Pero había otras cosas que nos daban una extraordinaria
felicidad. El fútbol, por ejemplo. Las retransmisiones de Matías Prats. La
radio fue magnífica para nosotros”.
El
instituto era la vida, o al menos la realidad. “Una mezcla muy poderosa de
clases; había chicos que no tenían zapatos, aunque en algunos casos sus padres
tuvieran dinero en sus casas, pero iban a la escuela así. Era un pequeño cosmos
que permitía elevar la anécdota a categoría y aprender a vivir sobre la marcha.
Por ejemplo, era frecuente que no tuviéramos pelota para jugar al fútbol y
hacíamos una de trapo, así jugábamos, aprendiendo a hacer utilidades de las
carencias”.
Aprendió
el mundo, que diría Juan José Millás.
Pero eso no era suficiente. La imaginación fue enseguida el sustento del niño
Blecua. “Éramos lectores desde muy chicos. Mi abuelo Antonio nos compraba El Coyote todas las semanas, y en los veranos
descubrí las bibliotecas. Había una municipal, que llevaba don Arsenio, el
maestro”. Ahí descubrió Kim
de la India, de Kipling... “En casa teníamos la colección Araluce... Mary
Luz Morales adaptó clásicos como Los
argonautas o La Ilíada y La
Odisea, ese fue el camino del conocimiento literario”.
Los
niños van viendo a los padres desde abajo, hasta que ya los miran a los ojos.
“Cuando eran novios, mi padre era catedrático de un instituto de la República,
en la comarca de Cuevas del Almanzora. El 18 de julio fue a ver a su novia a
Zaragoza, ahí le sorprendió la guerra y no pudo volver a Cuevas del Almanzora.
Se casaron en plena guerra, cuando mi madre tenía 21 años”. El padre era un
modesto profesor de instituto, pero por su casa pasaba el mundo. Ramón J.
Sender, paisano exiliado, les mandó a los chicos Blecua unos pantalones
vaqueros “de los que estábamos orgullosísimos”, y la casa era un trasiego de
maestros, entre los cuales fueron muy destacadas las amistades del profesor
Ricardo Gullón y Francisco Ynduráin. “Teníamos un padre que viajaba mucho por
el mundo, pero era un padre normal que nos llevaba al fútbol los domingos”. La
madre, Irene, “era muy dulce, generosa; murió muy pronto, cuando tenía poco más
de cincuenta años”.
El
padre era, como el Blecua que ahora se mira en el espejo por si aquel lo fuera
a revisar, un hombre trabajador y ordenado, “que iba todos los días del año a
tomarse el café con los amigos del casino...”. Había boniatos, y a veces había
morcillas que el padre e Ynduráin encontraban. En una de esas tiendas, el padre
compró “una gabardina inmensa con la que iba a comprar el pan negro del
estraperlo...”.
Hay
un momento en el que ya el niño deja de serlo. Blecua tuvo ese momento. “Fue
una semana en la que preparaba la reválida. Había unos temas que tenía que
estudiar, entre los que se incluían algunas biografías. Ahí leí el primer
artículo que recuerdo de Ildefonso Manuel Gil que no olvidaré nunca; era sobre
Bécquer. Ahí me di cuenta de que el mundo del conocimiento era muy complejo, y
obligaba a esforzarse mucho para tratar de dominarlo. En ese momento se terminó
mi infancia. Tenía 17 años”.
Pero
realmente aquel joven Blecua jamás dejó de ser un niño. Por lo menos durante la
carrera. “Las oposiciones ya te obligan a ser adulto... Pero sí, es cierto, mi
infancia duró mucho, porque uno en el fondo siempre es un niño, lo sabemos
todos”. Trajo consigo su fotografía de niño Blecua, y ahí, si miras bien a los
ojos, risueños y curiosos, rodeados de los rizos infantiles, hallas al Blecua
de hoy, que acude muy pulcro y muy solemne a actividades a las que seguramente
asiste con el niño que fue. Aquel niño, por cierto, comparte con él, aún, el
disgusto por los horarios. Por eso es tan puntual.
En esa mirada hay una picardía que viene
del abuelo paterno, Manolo, o Manolito, “era el perejil de todas las salsas, un
nadador estupendo, nos enseñaba a preparar caracoles, que recogía en el
cementerio de Alcolea, decía que esos eran los mejores; contaba chistes verdes
divertidísimos y le gustaba ir a los cafés-cantante. Y a los treinta años
decidió que ya no trabajaría nunca más”. El abuelo regentaba una pensión, y
unos gritos le bastaban para ponerla en marcha. “Con el abuelo materno,
Antonino, los chicos tomábamos el vermut, era el que nos compraba los tebeos”.
Las abuelas vestían de negro. El otro color que también vistió aquella infancia.
EL PAÍS DOMINGO 12.08.12