© Jack Vettriano
Alabemos a las mujeres tontas
—las cabezas huecas, las descerebradas, las rubias explosivas:
las adolescentes tercas demasiado tontas para escuchar a sus madres:
todas las que tienen relleno de colchón entre oreja y oreja,
todas las empleadas de lujo que nos desean un buen día, y nos dan el cambio
mal, mientras se retocan el superpeinado en el espejo,
aquellas que meten el caniche recién bañado en el microondas,
y aquellas cuyos novios les dicen que el chicle de clorofila es anticonceptivo, y
se lo creen;
todas las que se muerden las uñas de nervios porque no saben si hacer pis o
salir del wáter, todas las que no saben escribir pis ni wáter, todas las que se
ríen, complacientes, de chistes tontos como éste, aunque no los entiendan.
No viven en el mundo real, nos decimos, benévolas: pero, ¿qué clase de crítica
es esa?
Si se las arreglan para no vivir en él, tanto mejor. También nosotras preferi-
ríamos no vivir en él.
Y en realidad no lo hacen, porque tales mujeres son ficciones: compuestas por
otros, pero con igual frecuencia por sí mismas,
aunque hasta las mujeres tontas son menos tontas de lo que aparentan: lo
aparentan por amor.
Los hombres las adoran porque hacen que hasta los hombres tontos parezcan
listos: las mujeres por la misma razón,
y porque les recuerdan las cosas tontas que han hecho ellas,
pero sobre todo porque sin ellas no habría historias.
¡No habría historias! ¡Imagínate un mundo sin historias!
Pues eso es exactamente lo que tendríamos, si todas las mujeres fueran sabias.
Las Vírgenes Sensatas cuidan sus lámparas, se proveen de aceite, y llega
el esposo, como debe ser, llamando a la puerta principal, a tiempo para
la cena;
no hay lío, no hay follón, no hay historia.
¿Qué se puede contar de las Vírgenes Sensatas, insulsos parangones de virtud?
Se muerden la lengua, cierran sus boquitas inteligentes, se cosen su propia
ropa,
alcanzan reconocimiento profesional, lo hacen todo bien sin esfuerzo.
Son en cierto modo insoportables: no tienen vicios narrativos:
sus sonrisitas sensatas son demasiado sabias, saben demasiado de nosotras y
nuestras tonterías.
Sospechamos que tienen corazones mezquinos.
Se pasan de listas, no en detrimento suyo, sino en el nuestro.
Las Vírgenes Necias, en cambio, dejan que las lámparas se apaguen:
y cuando el esposo llega y llama al timbre,
están en la cama durmiendo, y tiene que entrar por la ventana:
y la gente grita y tropieza con cosas, y las identidades se confunden,
y hay una escena de persecución, y de rotura, y el placer de la trifulca
consiguiente:
nada de lo cual se hubiera producido si a estas chicas no les faltasen unos
cuantos veranos.
¡Ah, la Eterna Mujer Tonta! Cómo nos gusta oír hablar de ella:
cuando escucha los entramados pseudo-artísticos de la creíble serpiente, y
acaba comiendo la muestra gratuita de la manzana de Árbol de la Sabiduría:
dando así origen a la ciencia de la Teología;
o mientras abre la fraudulenta caja-sorpresa que contiene todos los males
humanos, y es tan tonta que cree que la Esperanza servirá de alivio.
Habla con lobos sin saber qué clase de bestias son:
¿Dónde has estado toda mi vida?, le preguntan. ¿Dónde he estado toda mi
vida? responde ella.
¡Nosotras sí lo sabemos! ¡Lo sabemos! Y reconocemos un lobo cuando lo
vemos.
Cuidado, le gritamos en silencio, pensando en todas las cosas inteligentes que
haríamos en su lugar.
Pero atrapada en las páginas blancas, no nos oye, y va brincando, canturreando
y retozando hacia su destino.
(¡La inocencia! Quizá ésa sea la clave de la estupidez, nos decimos, nosotras
que la abandonamos hace tiempo).
Si escapa a algún peligro, es gracias a la buena suerte, o al héroe: esta chica
se ahogaría en un vaso de agua.
* * *
A veces es tontamente temeraria; por otro lado, puede ser igualmente
miedosa, aunque también tontamente.
Padrastros incestuosos la persiguen por claustros en ruinas,
a los que ha sido llevada con artimañas que no engañarían a un palomo.
Los ratones la hacen gritar: va por este mundo amenazante gimoteando entre
castañetear de dientes,
corriendo —pero correr implica el uso de las piernas, y es poco airoso—
desvaneciéndose, más bien.
(Sin piernas) huye despavorida, equivocándose de camino en cada cruce,
un foulard blanco en la oscuridad, y nosotros huimos con ella.
Huérfana y carente de tías bondadosas, toma decisiones matrimoniales
poco apropiadas,
y tiene que evitar cuerdas, cuchillos, perros asilvestrados, macetas de piedra
que caen de los balcones,
dirigidas a su agitada cabecita por esposos ladinos y viles que van a por sus
huesos y sus pesos.
No la compadezcas, cuando la veas ahí desvalida retorciéndose las manos:
el miedo es su armadura.
¡Admitámoslo, es nuestra inspiración! ¡La Musa como pelusa de polvo!
¡Y la inspiración de los hombres, también! ¿Por qué, si no, se compusieron
las sagas de héroes,
de su fuerza cuasi-divina y sus hazañas sobrehumanas,
sino para la admiración de las mujeres a quien se juzga tan tontas como para
creérselas?
¿De dónde, si no, quinientos años de poemas de amor,
por no hablar de esas canciones suplicantes, lastimeras, llenas de gemidos
y sollozos musicales?
¡Dirigidas directamente a las mujeres tan tontas como para encontrarlas
seductoras!
Cuando una hermosa mujer cae en desgracia, o se tira a ella,
alegando sus buenas intenciones, su deseo de agradar,
y abusan de ella, sobre todo si el que abusa es famoso,
si es lo bastante tonta o lo bastante lista, la pillan, como en las novelas
clásicas,
y aparece en los periódicos, desconcertada y llorosa,
y de ahí directa al corazón.
¡Te perdonamos! Exclamamos. ¡Lo comprendemos! ¡Ahora hazlo
otra vez!
Hypocrite lecteuse! Ma sembable! Ma soeur!
Alabemos a las mujeres tontas,
que nos han dado la Literatura.
De Asesinato en la oscuridad. Traducción de Isabel Carrera Suárez.
KRK Ediciones, 2003, pp. 67-71
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