EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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jueves, 29 de agosto de 2024

"Píramo y Tisbe", de Ovidio


John William Waterhouse, Thisbe, 1909


Píramo y Tisbe


Píramo[1] y Tisbe[2], el joven más apuesto y la muchacha más bella de Oriente, vivían en casas inmediatas en la villa que Semíramis[3] rodeó de murallas portentosas[4]. La vecindad les hizo bien pronto conocerse y amarse con pasión. Hubieran deseado casarse, pero los familiares de ambos se opusieron con saña inaudita. Los corazones, igualmente abrasados, se consumían en la separación. No tenían a nadie en quien confiar. Empleaban para hablarse a distancia el movimiento de los ojos y de los dedos. Una hendidura en la pared que los separaba les permitió contemplarse de cerca. Por su parte, cada uno exclamó: “¡Oh pared que nos traes la felicidad y que eres, sin embargo, causa de nuestra desdicha! Quisiéramos reprocharte esta impiedad. Pero… ¡cómo hemos de hacerlo si te debemos mil piedades! Si al menos consintieras juntarse nuestras bocas…”

Todas las noches casi juntos las dejaban pasar en querellas y proyectos. Pasados unos meses y no pudiendo resistir más la separación, se decidieron a huir de sus casas. Cada uno se escaparía a distinta hora e irían a juntarse, a medianoche, al pie del sepulcro del rey Nino. Disfrazada huyó Tisbe. Y se refugió contra el tronco de un moral que daba sombra al sepulcro del gran monarca. De pronto… apareció una leona sedienta en busca del remanso inmediato. Aterrada la muchacha… pensó huir. Pensó quedarse inmóvil esperando que, saciada, marchase la fiera. Pero su velo blanco movido por el airecillo debió de atraer la atención leonina. Corrió Tisbe… Tropezó… Cayó… Brotó la sangre de su frente… Y como llegase Píramo a tiempo de poner en fuga a la leona, viendo ensangrentada a su amada, creyó haber llegado demasiado tarde. “¡Oh Tisbe! ¡Debiste de vivir tus luminosos días! ¡Yo sólo soy el culpable! ¡Y pues que yo lo soy por haberte dejado venir sola… justo es que tenga el fin que tú has tenido!” Dijo así, y en seguida, apoyando la empuñadura de su puñal contra el tronco del moral, se clavó de pecho contra la punta. La sangre regó generosamente el suelo y las raíces.

Tisbe no estaba sino desmayada. Al volver en sí… el espectáculo que sus ojos vieron la hizo enloquecer. Se mesaba los cabellos, arrodillada. Se abrazaba al cadáver de su amado. Le llamaba con suspiros anhelantes y con gritos desgarradores. “¡Oh Píramo, mi bien!... ¡Mi gloria!... ¡Vida mía!... ¿Qué mano impía te arrebató de mi lado?...” Y volvía a besarle en la boca, arrebatadamente. La desnuda vaina del puñal le dio la clave de aquella muerte. “¡El amor me dará fuerzas para seguirte, oh Píramo!... ¡Aun cuando es como si no tuviera vida! ¡Padres… padres desdichados!... ¡Nos quisisteis separar en vida y no hacéis sino juntarnos en la muerte!... Y tú, moral, árbol funesto que cubres el cuerpo de mi amado… y que cubrirás también el mío… ¡bien puedes, como testimonio de nuestra tragedia, cambiar el tono blanco de tus frutos en el tono rojizo de nuestras existencias sacrificadas!” Y se clavó en el seno aquel puñal que acababa de arrancar del pecho amado…

(Publio Ovidio Nasón, Las metamorfosis, Libro IV. Traducción del latín y notas por Federico Sainz de Robles. Espasa-Calpe, Col. Austral, Undécima edición, 1991)



[1] PÍRAMO. Príncipe de Asiria.
[2] TISBE. Hermosa joven de Babilonia.
[3] SEMÍRAMIS. Reina hermosísima de Babilonia. Su hijo Nimias la hizo matar, y para librarse del furor del pueblo hizo decir a los sacerdotes que había volado al cielo en forma de paloma.
[4] BABILONIA. Sus murallas tenían cien codos de altura, según afirmación de Quinto Curcio, y estaban flanqueadas por cincuenta torres. Sobre ellas podían cruzarse dos cuadrigas al galope.


Detalle de la estatua de Ovidio en Constanza,
realizada por Ettore Ferrari


Publio Ovidio Nasón fue un poeta romano nacido en Sulmona,  Abruzos, en el año 43 a. C. (un año después del asesinato de Julio César), y fallecido en Tomis (actual Constanza, en Rumanía) en el 17 d. C., dos años después de la muerte del emperador Augusto. Fue uno de los escritores más prolíficos del naciente Imperio Romano y, probablemente, el poeta clásico que ha dejado una huella más profunda en la cultura occidental.

Hijo de una familia de la aristocracia rural, desde pequeño manifestó una sorprendente facilidad para la poesía. Fue enviado a Roma, donde comenzó a prepararse, al igual que su hermano, con los mejores maestros de retórica y elocuencia para dedicarse a la política, y en la capital alcanzó notoriedad leyendo en público sus poemas juveniles. Hasta los veinte años frecuentó el foro político romano. Sin embargo, su hermano murió y al poco tiempo, su padre, lo que lo convirtió en heredero único de la fortuna familiar, circunstancias que  le permitieron abandonar la carrera senatorial y centrarse en las letras. Con el fin de completar su formación,  viajó a Atenas, Asia Menor y Sicilia. Al regresar a Roma,  fue bien recibido en los cenáculos literarios (conoció a Horacio, a Propercio y, más superficialmente, a Virgilio) y se movió en el círculo del emperador Augusto, hasta que en el año 8 d. C. cayó en desgracia por causas que no han logrado esclarecerse y fue desterrado a Tomis (a orillas del Ponto Euxino, actual mar Negro), donde permaneció hasta su muerte sin haber logrado el perdón pero sin ser despojado de la ciudadanía romana. 

Se casó en tres ocasiones, tuvo varios hijos y numerosas amantes. Su primera esposa se escapó a la Galia con un procónsul. Su segundo matrimonio duró poco porque no llegó a congeniar con su esposa, que le dio una hija. Solo la tercera, una joven viuda llamada Fabia perteneciente a una ilustre familia, le permaneció fiel y le fue de gran ayuda durante el destierro.

Ovidio ha sido denominado "el poeta del amor" por su poesía erótica, pero en sus obras trató también el tema mitológico y el del exilio, como veremos a continación. 
   Su poesía erótica es obra de su etapa juvenil.  Se inicia con Amores, colección de cincuenta  poemas en dísticos elegíacos, el metro de la poesía amorosa, en los que mezcla el humor con el tono intimista. En muchas de estas elegías trenza una historia sentimental sobre los amores con una joven llamada  Corinna cuya identidad no ha podido ser desvelada: quizá se trate de una ficción literaria o reúna notas de las muchas mujeres a quienes amó el poeta. Algunos de los principales motivos (la figura de la alcahueta, el amor como milicia, el triunfo del amor o la promesa de no volver a enamorarse) llegaron a convertirse en tópicos de la poesía amorosa occidental. 
   Continúa con Heroidas (Heroidum epistolae), conjunto en el que reúne dieciocho ficticias cartas de enamoradas mitológicas (Penélope a Ulises, Dido a Eneas, Helena a Paris, entre otras) en las que plasma los sentimientos de nostalgia por la separación y los celos por supuestas infidelidades. En ellas, el poeta, buen conocedor de las mujeres, realiza un profundo análisis del corazón femenino. Impresionante resulta la epístola de Medea a Jasón, pues Medea era una de las figuras femeninas predilectas de Ovidio, quien escribió en su juventud la tragedia Medea, que no se ha conservado.
   Alcanza una de sus cimas creativas con Arte de amar (Ars amandi),  un tratado sobre  la seducción, en que combina los principios de la elegía amatoria con el género didáctico. Dividido en tres libros, en el primero enseña cómo conquistar a una mujer y en el segundo cómo conservarla una vez conquistada, mientras que en el tercero da consejos a las mujeres para conservar el amor de los hombres. El libro, basado en sus experiencias personales, escandalizó por su atrevimiento a una parte de la sociedad romana y disgustó  a Augusto, pues chocaba con las reformas emprendidas por él para moralizar la sociedad romana. Ovidio responde a sus críticos con  sus Remedios del amor (Remedia Amoris), en que se burla de sus detractores ofreciendo consejos y estrategias para evitar los daños que pueda causar el amor.

La etapa mitológica o de madurez comprende las Metamorfosis, su obra más personal y una de las cumbres de la literatura latina.  Es un poema épico en hexámetros, dividido en quince libros y compuesto de más de doce mil versos. Se trata de una especie de historia universal de la mitología que parte de la creación del mundo y culmina con la deificación de Julio César, transformado en estrella. Narra doscientas cincuenta leyendas entrelazadas en las cuales se produce una transformación o metamorfosis: Dafne en laurel o Narciso en flor. A esta etapa pertenece también los Fastos (Fasti), una descripción cronológica de fiestas y ritos romanos siguiendo el orden del calendario.

Las tristes (Tristia) y Las pónticas o Cartas desde el Ponto (Epistulae ex Ponto) son las dos obras elegíacas que Ovidio compuso durante el destierro. Las tristes fueron compuestas en los primeros años de exilio. Consisten en cincuenta elegías repartidas en cinco libros y dedicadas, sobre todo, a Fabia, su tercera esposa. En ellas defiende su inocencia y pide la intercesión de su esposa o de algún amigo para lograr el perdón del emperador. Esta obra tiene un interés extraordinario, pues es la fuente principal para conocer la biografía de Ovidio, especialmente la elegía IV, 10, en la que narra su vida. Las pónticas contienen cuarenta y seis epístolas dirigidas a sus amigos de Roma con súplicas y adulaciones a los poderosos para que le sea levantado el castigo. Ambas obras ofrecen información sobre el paisaje, el clima y las costumbres de la región,  sobre la actividad militar en esa zona fronteriza del imperio, así como acerca de los sentimientos y pensamientos del autor.


El relato de los trágicos amores de Píramo y Tisbe es, como ha observado Ruiz de Elvira, uno de los que han ejercido una influencia perdurable en la tradición clásica, como precedente de los enamorados Romeo y Julieta, inmortalizados por Shakespeare, quien también recuerda esta leyenda en El sueño de una noche de verano.

De enorme difusión gozó así mismo  entre los poetas españoles del Siglo de Oro; entre ellos,  Cervantes, que adoptó el sobrenombre de "Ovidio español". La predilección de Cervantes por esta fábula ovidiana  se manifiesta con claridad en tres pasajes del Quijote en que la rememora o la recrea: la historia de Cardenio y Luscinda en la primera parte de la novela; en la segunda, el soneto de intención desmitificadora de don Lorenzo Miranda, hijo del Caballero del Verde Gabán, y la inversión cómica de los trágicos amores  en el episodio de las bodas de Camacho.  

Entre  las versiones burlescas, sobresale la  "Fábula de Píramo y Tisbe", un largo romance de quinientos ocho versos, compuesto por Góngora en 1618.

Referencias:
-Martín de Riquer, La literatura antigua en griego y latín. En Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la Literatura universal, vol. 1, Planeta, 1984.
-Alberto Sánchez, "Historia y poesía: el mito de Píramo y Tisbe en el Quijote", en Anales Cervantinos, XXXIV (1998), pp. 9-22. Consultado en: https://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_antologia/sanchez.htm, con fecha 19/08/2024.

domingo, 25 de agosto de 2024

"En un soneto cabe cualquier cosa", de Laura Campmany


Pareja lee un libro en San Sebastián./ EFE. Juan Herrero


SONETO

En un soneto cabe cualquier cosa:
la tarde del revés, la golondrina
que asoló con sus alas mi oficina,
y el humo, convertido en mariposa.

Le cabe la certeza luminosa
del rayo que ni cesa ni fulmina.
Le cabe la soberbia gongorina
que urdió en la noche el nombre de la rosa.

Si abarcará universos literales,
campos, espigas, lunas, mares, montes,
que, por caber, le caben catedrales

y lirios que resumen horizontes.
¿Y dices que no cabe el amor nuestro?
Si me das un papel, te lo demuestro.

(De Del amor o del agua, Bitácora, 1993) 

Y también obrará la primavera 
su milagro inaudito
en mi pluma incesante,
en mi voz industriosa,
en todos estos años de letargo impaciente.
Llegará el temporal
y romperá la inercia poderosa
y brillará otro sol definitivo
y habrá un oro en las mieses
como el del lomo antiguo de los libros.
Y sé que me traerá la primavera,
de nuevo, su perfume de albahaca, 
y su fronda de helechos,
y su aroma profundo.
Y pediré a los ángeles del aire,
y al dios de la armonía,
que vuelvan a soplar en mi tintero.
Para que esta segunda primavera,
con su sello escarlata,
sepa, sencillamente, que la espero.

(De El ángel fumador, La Isla de Siltolá, 2012)

LOS POETAS

Cuando se mueren ellos, porque también se mueren,
algo pasa en la calle, pero a nadie le importa.
Las cancelas rechinan, sollozan los portales,
los tejados embisten, se enfurecen las rosas.
Las farolas pregonan que murió el Gran Borracho,
ése que andaba siempre con el alma en la boca,
y los tilos del parque ya no saben qué hacerse,
si embriagarse de polen o arrancarse las hojas.
Algo pasa en la calle cuando se mueren ellos:
Nueva York se suicida y Granada se ahoga
porque Lorca está muerto y en el cielo se han visto
cuatro lirios de sangre. Lo mataron a Lorca.
¡Pobre Florencia! Cómo se queda de asustada
cuando Dante decide poner rumbo a la gloria
llevándose consigo su amor interminable
a Beatriz, que lo espera; al Arno, que lo añora.
Todos murieron, todos: los dulces Garcilasos,
los Manriques, los Lopes, los Quevedos, los Góngoras...
Otra Isabel aguarda, Polifemo recela,
que una hiedra la estreche, que una ninfa se esconda.
Los poetas se mueren como morimos todos,
con el recuerdo inútil y la esperanza rota,
pero dicen que pueden escribir versos tristes,
y en verdad son tan tristes, que las estrellas lloran.
Cuando muere un poeta no hay palabra que diga
todo lo que enmudece, todo lo que se borra.
Ido Rubén, ¿qué haremos con la siringa agreste?
Cuando Miguel estalla, cesan las amapolas.
Y Antonio, cuando Antonio, cansado de destierros,
se va como los hijos de la mar, y no retorna,
algo pasa en la calle: los olmos languidecen,
Soria se deshabita, Guiomar se queda sola.
Con ellos se va el viento, la espuela, el malvavisco.
Tras ellos, el ocaso deja un rastro de sombra.
Ítaca la imposible se aleja para siempre,
y la casa se apaga, y el arpa se arrincona,
y sólo queda el ancla profunda de sus versos,
quién sabe si salvando a miles de personas...

(En: lauracampmany.com)


La escritora Laura Campmany

Laura Campmany (Madrid, 1962), hija del periodista Jaime Campmany,  es licenciada en Filología hispánica y desde 1987 trabaja en Bruselas como traductora de la Unión Europea. 

En 1992 quedó finalista del premio "Un millón para un soneto". Ha publicado Del amor o del agua (Bitácora, 1993, Premio de Poesía Feria del Libro de Madrid), Travesía del olvido (Hiperión, 1998, Premio de Poesía Hiperión), Verbigracia (Bruselas, Excritos, 2001) y El ángel fumador (La Isla de Siltolá, 2012). Es también coautora de una traducción en verso de Cirano de Bergerac, de Edmond Ronstad, estrenada en el Teatro Español de Madrid en febrero de 2000 y publicada en la Colección Austral (Espasa Calpe, 2000), y autora de la obra de teatro El sueño de la libertad (Juguete tragicómico en dos actos), estrenada en el Espace Senghor de Bruselas en 2002. Ha colaborado en ABC con una columna semanal de opinión entre septiembre de 2005 y mayo de 2011.

jueves, 22 de agosto de 2024

"Génesis y catástrofe", un relato de Roald Dahl


Henri Gervex, La visita del médico


Génesis y catástrofe

Una historia real

 

 

—Todo va bien —decía el médico—. Ahora, recuéstese y relájese.

Su voz sonaba a kilómetros de distancia y parecía que le estaba gritando.

—Tiene usted un hijo.

—¿Cómo?

—Que tiene usted un hermoso hijo. Lo comprende, ¿verdad? Un hermoso niño. ¿Le ha oído llorar?

—¿Está bien, doctor?

—Claro que sí.

—Déjeme verlo, por favor.

—Lo verá usted en seguida.

—¿Está seguro de que se encuentra bien?

—Completamente seguro.

—¿Sigue llorando?

—Intente descansar. No debe preocuparse por nada.

—¿Por qué ha dejado de llorar, doctor? ¿Qué ha pasado?

—No se excite, por favor. Todo va bien.

—Quiero verle. Déjeme verle, se lo ruego.

—Querida señora —dijo el médico, dándole un golpecito en la mano—. Tiene usted un hermoso niño, fuerte y sano. ¿Es que no me cree?

—¿Qué está haciendo aquella mujer?

—Está poniendo guapo a su niño para que usted lo vea —dijo el doctor—. Sólo lo están lavando un poco. Tiene que darnos unos minutos.

—¿Me jura usted que está bien?

—Se lo juro. Ahora, recuéstese y relájese. Cierre los ojos. Eso es. Así está mejor. Buena chica…

—He rezado sin parar para que viva, doctor.

—¡Claro que vivirá! ¿De qué está usted hablando?

—Los otros no vivieron.

—¿Cómo?

—Ninguno de mis otros hijos ha sobrevivido, doctor.

El médico estaba al lado de la cama, mirando la cara pálida y exhausta de la joven. No la había visto hasta entonces. Ella y su esposo eran nuevos en la ciudad. La dueña de la fonda, que había ido a ayudar en el parto, le había dicho que el marido trabajaba en la aduana, en la frontera, y que habían llegado a la fonda sin avisar, hacía tres meses, con un baúl y una maleta. El marido era un borracho, según la dueña de la fonda; un borrachuzo chulo, arrogante y tiránico, pero la joven era amable y religiosa. Y estaba siempre muy triste. Nunca sonreía. En las pocas semanas que llevaban allí, la dueña de la fonda no la había visto sonreír ni una sola vez. También corría el rumor de que era el tercer matrimonio del marido, que su primera esposa había muerto y que la otra se había divorciado de él por razones bastante deshonrosas. Pero era sólo un rumor.

El médico se inclinó y tiró de la sábana para tapar el pecho de la paciente.

—No debe preocuparse por nada —dijo amablemente—. Es un niño absolutamente normal.

—Eso mismo me dijeron de los otros. Pero los perdí a todos, doctor. En los últimos dieciocho meses he perdido a mis tres hijos, así que no puede usted reprocharme que esté preocupada.

—¿Tres?

—Este es el cuarto… en cuatro años.

El médico movió, incómodo, los pies sobre el suelo desnudo.

—Doctor, no creo que sepa usted lo que supone perderlos a todos, a los tres, lentamente, uno a uno. Aún los estoy viendo. En este momento veo la cara de Gustavo tan claramente como si estuviera aquí, en la cama, a mi lado. Gustavo era un niño precioso, doctor, pero siempre estaba enfermo. Es terrible que siempre estén enfermos y no se pueda hacer nada para ayudarles.

—Sí, lo comprendo.

La mujer abrió los ojos, miró fijamente al médico unos segundos y los volvió a cerrar.

—La niña se llamaba Ida. Murió unos días antes de Navidad, hace sólo cuatro meses. Me gustaría que hubiera visto a Ida, doctor.

—Ahora tiene usted otro hijo.

—Pero Ida era tan guapa…

—Sí —dijo el médico—. Lo sé.

—¿Cómo puede usted saberlo? —exclamó.

—Estoy seguro de que era una niña preciosa, pero éste también lo es.

El doctor se separó de la cama, se dio la vuelta, fue hasta la ventana y se quedó mirando afuera. Era una tarde de abril, lluviosa y gris, y en la acera de enfrente vio los techos rojos de las casas y las enormes gotas de agua que se aplastaban contra las tejas.

—Ida tenía dos años, doctor… Era tan guapa que no podía dejar de mirarla, desde que la vestía por la mañana hasta que la acostaba por la noche. Entonces vivía aterrorizada de que le ocurriese algo a aquella criatura. Gustavo había muerto, y también el pequeño Otto; ella era lo único que me quedaba. A veces me levantaba por la noche, iba de puntillas hasta la cuna y le ponía el oído junto a la boca para comprobar que respiraba.

—Intente descansar —dijo el médico, volviendo a acercarse a la cama—. Por favor, intente descansar.

El rostro de la mujer estaba blanco y exangüe, con un ligero tinte gris azulado en torno a la nariz y la boca. Unos mechones de pelo húmedo le caían sobre la frente y se le pegaban a la piel.

—Cuando murió… Ya estaba embarazada otra vez cuando ocurrió aquello, doctor. Estaba de cuatro meses cuando murió Ida. “¡No lo quiero!”, gritaba después del funeral. “¡No quiero tenerlo! ¡Ya he enterrado a bastantes hijos!” Y mi marido… se paseaba entre los asistentes con un gran vaso de cerveza en la mano… Se volvió hacia mí y me dijo: “Tengo buenas noticias para ti, Clara, buenas noticias”. ¿Se lo imagina usted, doctor? Acabábamos de enterrar a nuestro tercer hijo y él, tan tranquilo, con un vaso de cerveza en la mano, me dice que tiene buenas noticias. “Hoy me han destinado a Brunau, así que ya puedes hacer el equipaje. Así empezarás desde cero, Clara. Es un sitio nuevo, y tendrás otro médico…”

—No hable usted más, se lo ruego.

—Usted es el médico nuevo, ¿no doctor?

—Sí.

—Y estamos en Brunau.

—Sí.

—Estoy asustada, doctor.

—Intente tranquilizarse.

—¿Qué posibilidades tiene el cuarto?

—Tiene usted que dejar de pensar en esas cosas.

—No lo puedo remediar. Estoy segura de que es algo hereditario, que hace que mis niños se mueran de ese modo. Tiene que ser eso.

—No diga tonterías.

—¿Sabe usted lo que me dijo mi marido cuando nació Otto, doctor? Entró en la habitación, miró la cuna en la que estaba el niño y dijo: “¿Por qué todos mis hijos tienen que ser tan pequeños y débiles?”

—Estoy seguro de que no dijo eso.

—Metió la cabeza en la cuna de Otto, como si estuviese examinando un insecto, y dijo: “Lo único que quiero saberes es por qué no pueden ser mejores ejemplares. Es lo único que quiero saber.” Y tres días después Otto había muerto. Le bautizamos rápidamente el tercer día y murió esa misma noche. Y luego murió Gustavo. Y después Ida. Todos murieron, doctor…, y la casa se quedó vacía de repente.

—No piense ahora en eso.

—¿Este es igual de pequeño?

—Es un niño normal.

—¿Pero pequeño?

—Un poco, sí, pero a veces los pequeños son mucho más fuertes que los grandes. Imagíneselo, señora Hitler, el año que viene por estas fechas estará casi aprendiendo a andar. ¿No es una idea maravillosa?

La mujer no contestó.

—Y dentro de dos años probablemente hablará por los codos y la volverá loca con su parloteo. ¿Ha decidido ya qué nombre ponerle?

—¿El nombre?

—Claro.

—No sé. No estoy segura. Creo que mi marido dijo que si era niño le pondríamos Adolfo.

—Entonces le llamarán Adolfo.

—Sí. A mi marido le gusta ese nombre porque se parece un poco a Alois. Él se llama Alois.

—Estupendo.

—¡Oh, no! —exclamó, incorporándose bruscamente sobre la almohada—. ¡Es lo mismo que me preguntaron cuando nació Otto! ¡Eso significa que se va a morir! ¿Quieren bautizarlo inmediatamente?

—Vamos, vamos —dijo el médico cogiéndola suavemente por los hombros—. Está usted completamente equivocada. Es que soy un viejo curioso, pero nada más. Me gusta hablar de nombres. Me parece que Adolfo es un nombre muy bonito, uno de mis favoritos. Mire, aquí le tenemos.

La dueña de la fonda, con el niño apretado contra su enorme pecho, atravesó majestuosamente la habitación y llegó hasta la cama.

—¡Aquí tiene a esta hermosura! —exclamó rebosante de alegría—. ¿Quiere usted cogerlo, querida? ¿Se lo pongo a su lado?

—¿Está bien abrigado? —preguntó el médico—. Aquí hace muchísimo frío.

—Claro que está bien abrigado.

El bebé iba apretadamente envuelto en un chal de lana blanca, del que sólo sobresalía la cabecita sonrosada. La dueña de la fonda lo colocó con cuidado en la cama, al lado de la madre.

—Bueno, aquí lo tiene —dijo—. Ahora puede mirarlo todo lo que quiera.

—Creo que le gustará —dijo el médico, sonriendo—. Es un niño muy hermoso.

—¡Tiene unas manos preciosas! —exclamó la dueña de la fonda—. ¡Qué dedos tan largos y delicados!

La madre no se movió. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar.

—¡Vamos! —exclamó la dueña de la fonda—. ¡No le va a morder!

—Me da miedo mirar. No me atrevo a creer que tengo otro niño y que está bien.

—No sea usted tonta.

Muy despacio, la madre volvió la cabeza y miró la carita increíblemente serena que reposaba en la almohada, a su lado.

—¿Es éste mi niño?

—¡Claro!

—¡Pero…, pero si es muy guapo!

El médico se dio la vuelta, fue hasta la mesa y empezó a guardar sus cosas en el maletín. La madre, tumbada en la cama, miraba al niño, le sonreía, le tocaba y emitía ruiditos de contento.

—¡Hola, Adolfo! —susurraba—. ¡Hola, Adolfito mío…!

—¡Chiss! —dijo la dueña de la fonda—. ¡Escuche! Creo que llega su marido.

El médico se dirigió a la puerta, la abrió y miró al pasillo.

—¿Señor Hitler?

—Sí, soy yo.

—Entre usted, por favor.

Un hombre bajo, de uniforme verde oscuro, entró en la habitación sin hacer ruido y miró a su alrededor.

—Le felicito —dijo el médico—. Tiene usted un hijo.

Aquel hombre llevaba bigote y unas patillas enormes, meticulosamente recortadas al estilo del emperador Francisco José, y apestaba a cerveza.

—¿Un hijo?

—Sí.                               

—¿Cómo está?

—Muy bien. Y su esposa también.

—Estupendo.

El padre se dio la vuelta y, con un andar curiosamente saltarín, se acercó a la cama en la que descansaba su mujer.

—Vamos a ver, Clara —dijo, sonriendo bajo el bigote—. ¿Qué tal ha ido todo?

Se inclinó para mirar al niño y siguió inclinándose con una serie de movimientos sincopados, hasta que su cara quedó a unos cuarenta centímetros de la cabeza de la criatura. La mujer estaba tumbada de lado, apoyada en la almohada, y lo observaba con una mirada suplicante.

—Tiene unos pulmones fantásticos —le hizo saber la dueña de la fonda—. Tendría usted que haberle oído gritar nada más llegar al mundo.

—Pero, por Dios, Clara…

—¿Qué pasa, cariño?

—¡Que éste es aún más pequeño que Otto!

El doctor dio rápidamente unos pasos hacia adelante.

—Este niño no tiene absolutamente nada anormal —dijo.

El marido se enderezó despacio, se separó de la cama y miró al médico. Parecía herido y desconcertado.

—No sirve de nada mentir, doctor —dijo—. Yo sé lo que pasa. Será lo de siempre.

—Haga el favor de escucharme —replicó el médico.

—¿Pero sabe usted lo que ocurrió con los otros, doctor?

—Tiene que olvidarse de los otros. Concédale a éste  una oportunidad.

—¡Pero es tan pequeño y tan débil!

—¡Mire usted, señor mío, no es más que un recién nacido!

—Aun así…

—¿Qué es lo que quiere hacer? —gimió la dueña de la fonda—. ¿Cavarle la tumba?

—¡Basta ya! —exclamó el médico con brusquedad.

En aquel momento la madre se echó a llorar. Fuertes sollozos le sacudían el cuerpo.

El doctor se acercó al marido y le puso una mano en el hombro.

—Sea bueno con ella, se lo ruego —susurró—. Es muy importante.

Apretó el hombro del marido con más fuerza y lo empujó disimuladamente hacia el borde de la cama. El marido dudaba. El médico apretó aún más, mientras le hacía gestos apremiantes con la mano. Por fin, el marido se agachó de mala gana y besó ligeramente a su mujer en la mejilla.

—Vamos, Clara —dijo—, deja de llorar.

—He rezado tanto para que viva, Alois…

—Ya.

—Durante meses he ido todos los días a la iglesia para pedir de rodillas que éste pueda vivir.

—Sí, Clara, ya lo sé.

—Tres hijos muertos es lo máximo que puedo soportar. ¿No te das cuenta?

—Sí.

Tiene que vivir, Alois. Tiene que hacerlo. ¡Oh, Dios mío, ten misericordia de él!

 

(Roald Dahl, Génesis y catátrofe, trad. de Flora Casas, Debate, Madrid, 1986)


Roald Dahl. (wikipedia)
Roald Dahl fue un narrador, poeta y guionista británico que escribió tanto para niños como para adultos. Está considerado como uno de los maestros del relato corto de la literatura anglosajona contemporánea.

Nació en 1916 en Llandaf, un pueblecito de Gales (Gran Bretaña), en el seno de una familia acomodada de origen noruego. Se le impuso el nombre de Roald en honor del explorador noruego Roald Amundsen, que alcanzó el Polo Sur en 1911. A los cuatro años perdió a su padre y a los siete entró en contacto con el rígido sistema educativo británico en la escuela de la catedral de Llandaf, experiencia que ha reflejado en libros como Matilda o Boy. Terminado el bachillerato y en contra de los consejos de su madre para que cursara estudios universitarios, comenzó a trabajar en África  como empleado de la multinacional petrolífera Shell. Durante la Segunda Guerra Mundial fue piloto de combate en la Royal Air Force y resultó gravemente herido en Libia. Trabajó también en el servicio de inteligencia británico y como agregado adjunto aéreo en la embajada británica de Washington. En 1942, cuando fue trasladado a Washington, publicó su primer cuento, "Pan comido", cuyo título inicial fue cambiado por "Derribado sobre Libia".

Entre sus libros más populares para niños y jóvenes  están Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda y Las brujas. De sus obras para adultos, sobresalen las colecciones de cuentos Relatos de lo inesperado, La venganza es mía, Génesis y catástrofe, Historias extraordinarias  y El gran cambiazo, además de la novela Mi tío Oswald, próxima a la narración futurista. Escribió también guiones para el cine, es el creador de personajes como los Gremlins, y algunas de sus obras han sido llevadas al cine.

Roald Dahl murió en Oxford  en 1990, a los 74 años de edad. 

domingo, 18 de agosto de 2024

"Islas en bajamar" y otros dos poemas de Santos Domínguez

 

Foto: Josefina López


Islas en bajamar

                                      Y que más alta música te saque
                                      al fin, tras dura prueba, a mar de luz.
                                      (A. Colinas)

Tú, que en el fondo sabes
que no pueden durar 
estos días tan blancos frente a un castillo en ruinas,
igual que los sedientos,
apura bien la luz de este verano
que volverá amarillos a mitad de septiembre
los contornos difusos de la costa.

Mira en la lejanía
cómo ella se divierte
al borde de la arena,
al final de la isla  que en bajamar emerge.

Mira cómo disfruta
ajena a todo, fija 
sólo a este pleno instante de la luz, y a los vuelos
de los pájaros blancos,
feliz mientras navega
por este mar, hoy manso,
sobre estas aguas limpias
de las que saltan peces.

Y ella emerge también
con su sonrisa entera
como los peces rápidos,
como la isla de arena
que en bajamar espera
nuestra sola llegada.

No durarán los días,
pero qué intensos fueron:
qué luz de mediodía
en su mirada verde,
en sus ojos qué islas
alegres de gaviotas.

Las dos notas de un pájaro
no se las lleva el viento.

(De Las sílabas del tiempo, 2007.
Reeditado por La Isla de Siltolá, 2013)

Penumbra de la música

Nació como un conjuro,
del miedo de las noches,
de un ritmo sin palabras que era el del corazón
y el del tiempo asustado de los astros.

Siguen estando aquí, bajo las delicadas
notas de algún piano
o en el viento afinado de una orquesta
el que encauzó el aliento en un hueso sin tuétano
para imitar la brisa o el animal furioso.

Quien chocaba un guijarro contra la roca dura
o golpeaba a compás un madero con otro
como quien interpreta el corazón del mundo,
el ritmo de los pasos
o el latido constante de la alta luz del día.

Aquí siguen estando,
con sus piedras sonoras o los pies en el suelo,
con su caña armoniosa
o el tambor que era un tronco que convocaba el trueno.

Aquel que una mañana sopló una caracola
como si respirara el mar, como si duplicara
el rítmico jadeo del combate o la cópula,
la emoción de la caza, la angustia en la carrera,
la vibración del viento o el canto de los pájaros.

Nació como un conjuro,
del pánico ante todo lo que no tiene nombre,
ni cuerpo ni mirada.

Del terror al sol negro
y a una luna que se hunde para siempre en el mar.

Y sigue estando aquí, como está en cada día
la oscura sucesión
de minutos y olvidos que completa la tarde,
la tarea de penumbra que oscuramente somos.

(De El viento sobre el agua, Ed. Autores Premiados, 2016)

Tumba del Nadador (siglo V a. C), Paestum, Italia. (wikipedia)


Tumba en Paestum

                                    Un límite infinito que no alcanza el centro en su quietud.
                                    MALLARMÉ

Igual que el tiempo, el aire
abre en la arena a veces surcos indescifrables.
Vibra lejos la tarde y en un rincón oscuro
se apaga mudo el tiempo, pero arde la memoria
y la luz flota entonces igual que el nadador,
sin peso y sin minutos.
Como último profeta de un tiempo que ya ha muerto
en la materia oscura de un corazón sin fondo,
el nadador sublime se detiene en su salto
y flota en el vacío, en su eterna caída.
Cae derecho a su tumba, a las aguas que van 
al reino de los muertos,
y abre el profundo espacio
de la tarde sin fin, de la noche sin fondo.
Y permanece inmóvil en el aire intermedio
de la vida a la muerte parada de las olas,
en el aire sin tiempo circular que transcurre
de una tierra de nadie a una tumba sin nombre.
Es el día sin tamaño, el paisaje sin ecos
que flota envuelto en niebla,
contra la espalda lenta de la tarde.
Y cae sobre la arena
el martillo incansable de la lluvia.

(De Principio de incertidumbre, Huerga y Fierro, 2016)

Santos Domínguez. (wikipedia)
Santos Domínguez Ramos (Cáceres, 1955) es un poeta y crítico español  cuya obra ha sido reconocida con los más prestigiosos premios nacionales e internacionales y traducida a varias lenguas. Muestras de sus libros han aparecido en numerosas antologías y en diversas revistas europeas e hispanoamericanas, e incluidas en la selección 25 poètes d'Espagne, publicada en Francia en 2008, como una de las más representativas de la poesía española de los últimos cincuenta años.

Es autor de libros de poesía como Tres retratos del frío (X Premio Gerardo Diego en 2004), En un bosque extranjero (2006, Premio Tardor), Las sílabas del tiempo (2007, Premio Barcarola), La flor de las cenizas (2007, Premio Ciudad de Irún), Luna y ciencia nocturna (2010, Premio Alegría), El dueño del eclipse (2014, Premio Ciudad de Badajoz 2013), El viento sobre el agua (2016, Premio Juan Ramón Jiménez), Principio de incertidumbre (2016, Premio Ciega de Manzanares), Regulación del sueño (2020, Premio Flor de Jara), El tercer reino (2021, candidato al Premio de la Crítica y al Nacional de Poesía en 2022) y Cuaderno de Italia (2023). 

Como miembro de la Asociación de Críticos Literarios de España, ha sido portavoz de Premio Nacional de la Crítica. 

jueves, 15 de agosto de 2024

"La mancha de humedad", un cuento de Juana de Ibarbourou

 


La mancha de humedad


Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:

—Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.

Ella me miraba espantada:

—¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mío, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.

Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:

—No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.

Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:

—¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?

Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:

—¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!

El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como solo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

(De Chico Carlo, 1944)


-Información sobre la autora en este blog: AQUÍ.

-Puedes leer su poema "Como la primavera": AQUÍ

-El poema "La hora": AQUÍ.


[Imagen: Sanysec]

domingo, 11 de agosto de 2024

"Ulises" (Ulysses), de Alfred Tennyson

François-Louis Schmied, El barco de Ulises

ULISES


De poco sirve que yo,  un rey ocioso,
junto a este mudo brezo, entre estos riscos baldíos,
con una anciana esposa, reparta y distribuya
leyes desiguales a una raza salvaje
que atesora y duerme,  se alimenta y me ignora.
No puedo dejar de viajar:  beberé
la vida hasta las heces, cada ocasión en que lo he pasado
en grande, en que grandemente he sufrido, lo mismo
con aquellos que me amaron como solo; en tierra y, cuando
arrastrado por la corriente, las  lluviosas Híades
agitaban el lúgubre mar: me he convertido en un nombre;
pues, siempre vagando con corazón ávido,
mucho he visto y conocido; ciudades de hombres
y costumbres, climas, consejos, gobiernos,
y yo no sin estima, sino honrado por todos;
y  bebí el placer de la batalla con mis pares,
lejos en los valles que rodean  a Troya la de los vientos.
Soy parte de todo lo que he visto;
aunque toda experiencia es un arco por el cual
brilla el  mundo que aún no he visitado, cuyo margen
se desvanece siempre cuando avanzo.
¡Qué triste es detenerse, llegar a un fin,
oxidarse desbruñido, no brillar con el uso!
Como  respirar, era la vida. Vidas amontonadas sobre vidas
eran demasiado poco, y de una
poco me queda; pero cada hora se salva
de ese silencio eterno, un algo más,
un portador de cosas nuevas, y vil sería 
que tres soles me guardaran y atesoraran,
y este encanecido espíritu anhelante
persiguiera  el conocimiento como una estrella que hunde,
más allá del último pensamiento humano.

     Éste es mi hijo, mi Telémaco,
a quien dejo el cetro y la isla,
mi bien amado, capaz de completar
esta labor, apaciguar con lenta prudencia
a un tosco pueblo, y gradualmente
someterlo a lo que es útil y bueno.
Él es del todo intachable, centrado en la esfera
de los deberes públicos, decente para no fracasar
en delicadas misiones, y para ofrecer
la debida adoración a mis dioses domésticos
cuando me marche. Él hace su trabajo, yo el mío.

     Allí se ve el puerto; la nave  hincha su vela:
allí  se oscurecen los vastos, sombríos,  mares. Mis marinos,
almas que os habéis afanado y esforzado, y pensado conmigo
que siempre con júbilo disteis la bienvenida
al trueno y al sol, oponiéndoles
libres corazones, frentes libres, somos viejos.
Aún  tiene la vejez sus honores y esfuerzos;
la muerte todo lo concluye: mas algo antes del fin,
una noble tarea aún puede hacerse,
no indecorosos hombres que luchasteis con  dioses.
Empiezan a parpadear las luces de la costa:
el largo día se apaga, la lenta luna asciende, 
en torno los hondos gemidos  de múltiples voces.
Venga, amigos, no es tarde para hallar un nuevo mundo.
Desatracad y, sentados en perfecto orden, batid
los sonoros pliegues; pues es  mi intención
navegar más allá de donde el sol se pone,  y el baño 
de los astros occidentales, hasta que muera.
Puede ser que los golfos nos devoren,
podría ser que alcanzáramos las Islas Afortunadas
y viéramos al gran Aquiles que conocimos.
Aunque mucho se nos fue, mucho nos queda;
y aunque no tengamos la fuerza que antaño
movía tierra y cielo, somos esto que somos;
un igual coraje de corazones heroicos,
que debilitó el tiempo y el destino, mas fuertes en querer
luchar, hallar, buscar y no rendirnos.

VERSIÓN ORIGINAL:

ULYSSES

It little profits that an idle king,
By this still hearth, among these barren crags,
Match'd with an aged wife, I mete and dole
Unequal laws unto a savage race,
That hoard, and sleep, and feed, and know not me.
I cannot rest from travel: I will drink
Life to the lees: all times I have enjoy'd
Greatly, have suffer'd greatly, both with those
That loved me, and alone; on shore, and when
Thro' scudding drifts the rainy Hyades
Vext the dim sea: I am become a name;
For always roaming with a hungry heart
Much have I seen and known; cities of men
And manners, climates, councils, governments,
Myself not least, but honour'd of them all;
And drunk delight of battle with my peers,
Far on the ringing plains of windy 
Troy.
I am a part of all that I have met;
Yet all experience is an arch wherethro'
Gleams that untravell'd world, whose margin fades
For ever and for ever when I move.
How dull it is to pause, to make an end,
To rust unburnish'd, not to shine in use!
As tho' to breathe were life. Life piled on life
Were all too little, and of one to me
Little remains: but every hour is saved
From that eternal silence, something more,
A bringer of new things; and vile it were
For some three suns to store and hoard myself,
And this gray spirit yearning in desire
To follow knowledge like a sinking star,
Beyond the utmost bound of human thought.

This is my son, mine own Telemachus,
To whom I leave the sceptre and the isle,
Well-loved of me, discerning to fulfil
This labour, by slow prudence to make mild
A rugged people, and thro' soft degrees
Subdue them to the useful and the good.
Most blameless is he, centred in the sphere
Of common duties, decent not to fail
In offices of tenderness, and pay
Meet adoration to my household gods,
When I am gone. He works his work, I mine.

There lies the port; the vessel puffs her sail:
There gloom the dark, broad seas. My mariners,
Souls that have toil'd, and wrought, and thought with me
That ever with a frolic welcome took
The thunder and the sunshine, and opposed
Free hearts, free foreheadsyou and I are old;
Old age hath yet his honour and his toil;
Death closes all: but something ere the end,
Some work of noble note, may yet be done,
Not unbecoming men that strove with Gods.
The lights begin to twinkle from the rocks:
The long day wanes: the slow moon climbs: the deep
Moans round with many voices. Come, my friends,
'Tis not too late to seek a newer world.
Push off, and sitting well in order smite
The sounding furrows; for my purpose holds
To sail beyond the sunset, and the baths
Of all the western stars, until I die.
It may be that the gulfs will wash us down:
It may be we shall touch the Happy Isles,
And see the Great Achilles, whom we knew.
Tho' much is taken, much abides; and tho'
We are not now that strength which in old days
Moved earth and heaven, that which we are, we are;
One equal temper of heroic hearts,
Made weak by time and fate, but strong in will
To strive, to seek, to find, and not to yield.

(En La Dama de Shalott y otros poemas. Edición y
traducción de ANTONIO RIVERO TARAVILLO,
Pre-Textos, 2002)

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-Las Híades son las "cinco ninfas hacedoras de lluvia". 
-Según la mitología griega, en las Islas Afortunadas o de los
Bienaventurados gozan de reposo las almas virtuosas.
(Las notas son nuestras)

 Alfred Tennyson (1809-1892) fue un poeta y dramaturgo británico, considerado uno de los poetas más representativos de la época victoriana. La mayor parte de su obra está inspirada en temas mitológicos y medievales, y se caracteriza por su musicalidad, la profundidad psicológica de sus retratos y la defensa de los valores tradicionales.

Alfred Tennyson

Su padre, un clérigo anglicano, le proporcionó una rica formación literaria. En 1827 ingresó con su hermano Charles en el Trinity College,  Cambridge, donde ya estaba estudiando su hermano Frederik. Allí conoció a Arthur Allan, que se convirtió en su mejor amigo y crítico, y más tarde, en su cuñado, al contraer matrimonio con su hermana Emily en 1833.  

Fue un poeta precoz, muy influenciado en sus inicios por autores como Pope, Scott, Milton y Byron, cuya muerte, cuando él tenía quince años, le impresionó vivamente. Ya en 1829 obtuvo un premio en el Trinity College por su poema "Timbuctoo". Un año después, tras la publicación de Poems by Two Brothers (Poemas de dos hermanos), con versos suyos y de Charles, aparece su primera obra en solitario, Poems Chiefly Lyrical (Poemas en su mayoría líricos), que incluye "Claribel" y "Mariana", dos de los poemas más populares de Tennyson, y en 1932, Poems (Poemas), que contiene "El palacio del Arte", "Los lotófagos" y "La dama de Shalott";  en él alcanza ya esa melodiosa perfección formal tan característica, aunque fue muy criticado en su época. 

Su padre murió en la primavera de 1931, lo que le obligó a abandonar Cambridge sin terminar sus estudios y regresar a la rectoría, donde se le permitió a la familia seguir viviendo algunos años. La muerte repentina de Allan en 1833 le afectó profundamente. Este suceso junto a la mala recepción de sus Poemas, lo  llevan a dejar  de publicar durante varios años, en los que se dedicó a componer Idylls of the King (Idilios del rey), 1859, y la que es para muchos su obra cumbre: In memoriam A. H. H. (1850). Se trata de un largo poema elegíaco dedicado a su amigo; un libro desigual, pero cuyas composiciones más logradas han sido comparadas a algunos sonetos de Shakespeare. Por él obtuvo el nombramiento de poeta laureado a la muerte de Wordsworth, el mismo año de su publicación. A partir de entonces cesan sus penurias económicas y, tras casarse también en 1850, inicia una plácida vida familiar repartida entre su casa en la isla de Wight y Aldworth (Surrey). Como poeta laureado, cantó las glorias del Imperio en composiciones como Oda por la muerte del duque de Wellington (1852) y La carga de la brigada ligera (1854). En su retiro en la isla de Wight compuso La muerte de Arturo (1853), Enoch Arden (1864) y El santo grial (1869). Posteriormente se dedicó al teatro, con piezas históricas como La reina María (1875), Harold (1876), Becket (1884) y Robin Hood (1891). Falleció en Aldworth, el 6 de octubre de 1892 y recibió sepultura en la abadía de Westminster.

Tennyson escribió "Ulysses" tras la muerte de su amigo Arthur Allan. Lo terminó el 20 de octubre de 1833, pero no fue publicado hasta 1842, en su segunda colección compilatoria, titulada Poems. La antología de donde hemos tomado la traducción, si bien coincide en el título con uno de los primeros poemarios del autor, reúne textos seleccionados de entre la totalidad de la obra poética del autor, exceptuando los Idilios del Rey, que han quedado excluidos por tener un carácter más narrativo que lírico. El poema es un monólogo dramático compuesto en versos blancos, en el que un anciano Ulises, tras regresar a su reino, se muestra frustrado por la vida doméstica  y expresa su deseo de embarcarse de nuevo y navegar "más allá de donde el sol se pone". A diferencia de Dante, que en su Infierno parece condenar la imprudencia de Ulises como explorador, Tennyson halla nobleza y heroísmo en la curiosidad ilimitada y el espíritu intrépido de Ulises. Los tres versos finales fueron grabados en una cruz en Observation Hill, en la Antártida, para conmemorar al explorador Robert Falcon Scott y a sus compañeros de expedición, muertos al regresar del Polo Sur en 1912.