EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


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miércoles, 23 de abril de 2025

El amor por los libros

 





    Lo que contuvieran esos libros, en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían ante todo al entrar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien pasada la puerta, los arrancaban de la vida estrecha del barrio. Después venía el momento en que, provistos de los dos volúmenes a los que cada uno tenía derecho, los apretaban con el codo contra el costado, se deslizaban en el bulevar oscuro a esa hora, aplastando con los pies las bayas de los grandes plátanos y calculando las delicias que podrían extraer de sus libros, comparándolos con los de la semana precedente, hasta que, al llegar a la calle principal, empezaban a abrirlos bajo la luz incierta del primer reverbero para sacar alguna frase (por ej. «era de un vigor poco común») que los fortaleciera en su alegre y ávida esperanza. Se separaban rápidamente y corrían hacia el comedor para abrir el libro sobre el hule, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Un fuerte olor de cola subía de la grosera encuadernación que raspaba los dedos.

    La forma en que el libro estaba impreso informaba ya al lector del placer que le proporcionaría. A P. y a J. no les gustaba la composición ancha, con grandes márgenes, en que se complacen los autores y los lectores refinados, sino las páginas llenas de caracteres pequeños, alineados en renglones poco separados, llenas hasta el borde de palabras y de frases, como esos enormes platos rústicos donde pueden comer varios a la vez y durante largo rato sin agotarlos jamás, y que son los únicos capaces de calmar ciertos apetitos enormes. De nada les serviría el refinamiento, no conocían nada y querían saberlo todo. Poco importaba que el libro estuviera mal escrito y groseramente compuesto, con tal de que la escritura fuera clara y llena de vida violenta; esos libros y solo esos les daban el alimento de sueños que les permitiría dormir después profundamente.


El primer hombre   Albert Camus 




domingo, 17 de noviembre de 2024

Un poema seleccionado por ...

 

                                                    Con un alegre espejeo

 

En un poco conocido volumen en prosa de Antonio Colinas, titulado La llamada de los árboles, nos esperaban estas líneas que cierran el capítulo dedicado al chopo, como una trampa inevitable y feliz.

 

En primavera, perfuma con su luz verde el alba; en verano, nieva su polen sobre la luz blanca; en otoño, amarillo o rojo, se incendia con el último sol cuajado. Los frutos del chopo los veréis de noche, en el invierno, entre sus desnudas ramas: son las estrellas.                 

 

Las cuatro estaciones, las horas del día… Y siempre el chopo fiel creciendo hacia la luz. Lo inolvidable de este breve pasaje, sin embargo, es la sorpresa, el desconcierto, la deslumbrante imagen final.

 

Pero un poema nunca viene solo y recuerdo el recuerdo de otros árboles en una página de Luis Cernuda, en su libro Ocnos.

 

EL AMOR

 

Estaban al borde de un ribazo. Eran tres chopos jóvenes, el tronco fino, de un gris claro, erguido sobre el fondo pálido del cielo, y sus hojas blancas y verdes revolando en las ramas delgadas. El aire y la luz del paisaje realzaban aún más con su serena belleza la de aquellos tres árboles.

            Yo iba con frecuencia a verlos. Me sentaba frente a ellos, cara al sol del mediodía, y mientras los contemplaba, poco a poco sentía cómo iba invadiéndome una especie de beatitud. Todo en derredor de ellos quedaba teñido, como si aquel paisaje fuera un pensamiento, de una tranquila hermosura clásica: la colina donde se erguían, la llanura que desde allí se divisaba, la hierba, el aire, la luz.

            Algún reloj, en la ciudad cercana, daba una hora. Todo era tan bello, en aquel silencio y soledad, que se me saltaban las lágrimas de admiración y de ternura. Mi efusión, concentrándose en torno a la clara silueta de los tres chopos, me llevaba hacia ellos. Y como nadie aparecía por el campo, me acercaba confiado a su tronco y los abrazaba, para estrechar contra mi pecho un poco de su fresca y verde juventud.

                                              

La poesía nos asalta, palabra en mano, a la vuelta de cualquier página. María Moliner, en su célebre diccionario, dejó esta definición del chopo.

 

Árbol, muy común en España, particularmente a orillas del agua, que, si no se corta para formar copa ancha, crece alto y esbelto; las hojas son anchas y tersas, con el peciolo largo, por lo que, al más leve movimiento del aire, se agitan con un alegre espejeo.

 

Con un alegre espejeo… Gracias, chopo.

 

Un poema seleccionado por el profesor José Antonio Sáez




jueves, 31 de octubre de 2024

La muerte de la persona amada



Así como aquella fue la última vez que oí hablar a Dato, a las cinco de la tarde del día siguiente fue la primera vez que vi a Natalia Manur sin su acompañante, quien, en efecto -obediente, venal, desdoblado, pero también sujeto a sus elecciones-, no nos siguió aquella tarde de nubes verdosas y anaranjadas y de mucho viento, cuando Natalia Manur y yo entramos juntos en la habitación alquilada de aquel hotel más bien sórdido porque no teníamos dónde ir en aquella ciudad que una vez había sido la ciudad de ambos. Yo cerré la puerta y, casi sin saberlo, hice llover besos sobre su rostro con callado ardor, como si tuviera prisa por llegarle al alma. Besé sus mejillas pálidas, su dura frente, sus pesados párpados, sus grandes y desvaídos labios. Y, casi sin saberlo, ella se sintió levantada por mi poderoso abrazo, como si yo hubiera lanzado una ola sobre su cabeza que la agotaría con su solo paso.

 

                                                                                              ***

Cuando mueras yo te lloraré de veras. Yo me acercaré hasta tu rostro transfigurado para besarte con desesperación los labios en un último esfuerzo, lleno de presunción y de fe, para devolverte al mundo que te habrá relegado. Yo me sentiré herido en mi propia vida, y consideraré mi historia partida en dos por ese momento tuyo definitivo. Yo cerraré tus reacios y sorprendidos ojos con mano amiga, y velaré tu cadáver emblanquecido y mutante durante toda la noche y la inútil aurora que no te habrá conocido. Yo retiraré tu almohada, yo tus sábanas humedecidas. Yo, incapaz de concebir la existencia sin tu presencia diaria, querré seguir sin dilación tus pasos al contemplarte exánime. Yo iré a visitar tu tumba, y te hablaré sin testigos en lo alto del cementerio tras haber ascendido por la pendiente y haberte mirado con amor y fatiga a través de la piedra inscrita. Yo veré anticipada en la tuya mi propia muerte, yo veré mi retrato y entonces, al reconocerme en tus facciones rígidas, dejaré de creer en la autenticidad de tu expiración por dar ésta cuerpo y verosimilitud a la mía. Pues nadie está capacitado para imaginar la muerte propia.

                                                                                                 ***


Fragmento de la novela  El hombre sentimental, Anagrama, 1986, de Javier Marías

 


 

jueves, 24 de octubre de 2024

"Pez volador", un relato de Eloy Tizón


Henri Matisse, Pez dorado, 1912
Museo de Bellas Artes Pushkin, Moscú



Pez volador


En casa teníamos siempre una pecera con peces de colores, dos o tres, no era gran cosa pero contribuía al ambiente; en mi familia sentíamos debilidad hacia los peces modestos, grises y maltratados del fondo de los escaparates, y así se lo hacíamos saber a todo el mundo y en casa estaban los peces. A veces de los peces procedía una tira sospechosa, como una cinta métrica amarilla interminable que les salía del vientre y ésa era la señal convenida para cambiarles el agua. Algunas mañanas, antes de ir al colegio, mis hermanas o yo notábamos de repente que faltaba un pez, dónde está el pez, cuál pez, cuál va a ser, el pez gordo con las escamas verdosas, y al llegar por la noche nuestro padre del trabajo nos reunía a todos en el salón y nos explicaba muy solícito que esa mañana al levantarse había notado al pez triste y con mala cara, enfermo en una palabra, y que lo había arrojado al río Manzanares camino de la oficina, para que el pez reviviera.

No sabíamos si creerle. A mis hermanas y a mí nos resultaba extraña la historia pero por mi parte preferí por sistema no remover el asunto, lo dejaba correr, nunca quise hacer preguntas y sigo sin querer hacerlas. Había algo lúgubre en la idea de nuestro padre en el tren camino de la oficina, de madrugada, con el pez triste metido en el bolsillo del chaleco o Dios sabía dónde, imaginar que los otros pasajeros le veían levantarse, a nuestro padre, dirigirse hacia el pasillo del vagón con una determinación tremenda, forcejear con la ventanilla cerrada hasta que ésta dejaba entrever una rendija de frío y oscuridad y nieve, y sacar del bolsillo o la cartera al palpitante pescado gordo y triste para arrojarlo desde el puente a las aguas ventosas del Manzanares. 

Dudábamos si creerle. Nos parecía increíble el destino acróbata del pez, y que luego era difícil congeniar la imagen de nuestro padre tan correcto y eficiente en su despacho realizando a escondidas aquella maniobra humillante, indigna de una persona. Sin saber por qué nos dolía pensar en nuestro padre más tarde, ya en la oficina, en pleno caos de trabajo, atareado como un orfebre encima del escritorio con su pipa y sus balances y con su olor a intemperie para sacar la casa adelante, un poco más, un esfuerzo, las mañanas de los días en que arrojaba los peces. Sin ningún motivo concreto nos parecía más solo, sin pez, sin río, sin ocio, en mangas de camisa, y tendíamos a considerarle más vulnerable las veces en que arrojaba los peces que cuando no los tocaba.

Ya no sé cuántos fueron, debieron de ser diez o doce, los peces que volaron, y a la noche siguiente nunca fallaba, aparecía en la pecera un nuevo ejemplar por sorpresa, mira qué aletas, pero qué hermosura de branquias, era casi transparente contra la luz jabonosa y flotaba como música en las paredes convexas, veremos cuánto nos dura.

Era así, un pez borraba a otro pez y una larga cadena de ensayos malogrados unían al primero y al último. Toda una melancólica colección de crías raras y enfermas fue a parar a la corriente rota del Manzanares, durante meses, nosotros solos estamos repoblando el océano, decía entonces mi padre, y luego se echaba a reír con esa risa suya que no era alegre ni triste.

Verle salir tan temprano con el pez defectuoso y verle regresar ya de noche con el pez nuevo en el portafolios, eran mitades de un mismo y único movimiento. A mis hermanas y a mí nos parecía que parte de la responsabilidad de ser padre estribaba en esa búsqueda de peces y en ese examen de peces, son débiles, no resisten, basta un cambio de temperatura para que el pez más prudente se constipe y pase las horas aletargado dando boqueadas de auxilio, es deprimente mirarlo, no hay cosa que parta más el corazón que vivir en el mismo piso con un pez hecho puré.

Cuánto debió de odiar nuestro padre aquellos amaneceres de invierno, crujientes de tanto frío, la casa a oscuras, la cocina aterida, cuando no le quedaba más remedio que ser padre y hundir la mano en el agua y palpar con insistencia hasta encontrar la silueta escurridiza y viscosa, los dedos de mi padre en la pecera, la sombra lenta y tibia de las algas artificiales rozándole los nudillos, y de qué modo debió odiar la irracionalidad del instante en que debía continuar siendo padre sin descanso todos los días y todas las horas del día, del año, a golpes de escritorio, de alga, de agalla.

Grises. Las aguas del Manzanares son grises. Y en los meses de enero y febrero de sus orillas asciende, cuando amanece, una pálida humedad como un incienso de escarcha. Las aguas del río son turbias y las ventanas de los trenes son difíciles de abrir, está prohibido abrirlas, y nuestro padre tuvo que hacer todo eso e ir en contra de la ley sólo para ser consecuente con su familia y devolver la salud al pescado y el pescado al río, convertido en un pescador al revés.

Un día quise animarle. Me levanté aún más temprano que tú, te coloqué el maletín junto al abrigo, me escuchas, papá, me caía de sueño, de amor, para hacer tiempo entré en el lavabo.

Fui a tirar de la cadena y entonces di un sobresalto: el fondo del inodoro yacía el último pez indispuesto, plano y arqueado y muerto, con una sonrisa siniestra. En un segundo se resolvió por sí mismo el misterio del Manzanares. Preferí no decir nada, la catarata arrastró el cuerpo malogrado hacia un laberinto terroso de cloacas y desagües al término del cual quizá desembocaría un fragantes caladero, vi el cuerpo muerto del pez y me despedí de mis años, un niño al borde de un váter.

Ese día por la noche nuestro padre volvió a casa de buen humor, oliendo a intemperie, con una pareja increíble, nada menos que dos capturas del trópico, no seas tonto, ven a ver qué maravilla, pero yo ya no quise ver peces, cogí manía a los peces, me desquiciaban los nervios, y cada vez que se acercaba una fiesta y alguien me preguntaba qué clase de mascota prefería esta vez de regalo, desde entonces contesté que gracias, que mejor un tiralíneas.

(VV. AA., Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español. Prólogo de José María Merino, edición y selección de Andrés Neuman, Páginas de Espuma, 2002, págs. 452-454)


Otra información sobre el autor en este blog: 
-"¿Quién no quiere ser Tizón? Algunos apuntes bio-bibliográficos sobre un pirómano de las letras", por Carlos Salvador: AQUÍ.
-"Plegaria para pirómanos y la transgresión literaria", por Carmen Romeo Pemán: AQUÍ.
 

[Imagen inicial: sigulart.com/es/blog]

jueves, 17 de octubre de 2024

"Juegos de niñas", un microrrelato de Paz Monserrat Revillo

 

Niña jugando al escondite

Juegos de niñas

Un día, después del recreo, no la vimos más.

Cuatro décadas después, cada vez que nos juntamos, mis compañeras proponen jugar a imaginarle vidas. Como si no pudieran soportar que, mientras ellas acumulaban decepciones y kilos, Violeta siga siendo aquella niña flacucha e indomable.

Una opina que saltó el muro del patio y se fue con los feriantes. Otra recuerda que era adoptada, y describe un emotivo rapto por parte de su madre verdadera. La más novelera  dice haber reconocido su mirada desafiante en una actriz muy conocida.

Una simple mudanza, enfermedades, adicciones... distintas versiones que van hilvanando su destino sin nosotras. Historias manejables, cortadas a la medida de nuestro aburrimiento. A veces se conforman con una existencia vulgar, lejos del pueblo. Yo aparento seguirles la corriente. Alterno escenarios realistas con otros más bohemios.

Un día lo haré, pero aún soy incapaz de contar lo que ocurrió aquella mañana. El desafío. Mi culpa por gritarle, mientras me tapaba los ojos para contar hasta veinte, que la iba a pillar enseguida. Mi asombro al comprobar su inusitada destreza jugando al escondite.

Y ese buscar desesperado, insomne, atroz... que todavía continúa.

(En: estanochetecuento.com)


Paz Monserrat Revillo
Paz Monserrat Revillo (Tortosa, 1962) es bióloga de formación y trabaja como profesora de instituto. Vive en Molins de Rei (Barcelona), está casada y tiene cuatro hijos. Ha participado en la redacción de libros de texto de biología y ha escrito, en colaboración con Jordi de Manuel, 100 situacions extraordinàries a l'aula (2014).

Como autora de ficciones ha publicado el libro de relatos Hormonautas (Editorial Nazarí, 2015) y el de microrrelatos Jardinería de interior (Ediciones Enkuadre, 2019), finalista del Premio Setenil 2020. Ha participado en la antología Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto, 2012). Sus relatos y microrrelatos han sido galardonados en diversos certámenes literarios e incluidos en volúmenes recopilatorios de premios, como La microbiblioteca, Esta noche te cuento, Acumán, Grupobuho, Ciudad de Getafe, Mujeres viajeras, El laurel, Caja de Ávila, El bosque y yo, entre otros, y en blogs y páginas web de ámbito literario como Axxón, La nave de los locos, Cuentos para el andén, El jinete insomne, Lectures d'ailleurs, etc.

jueves, 3 de octubre de 2024

"Sueños de identidad" y otro relato de Carmen Sancho Hernández

 

La Torre de Hércules en la niebla. (Blog La Voz de Galicia)
  



SUEÑOS DE IDENTIDAD

Se sentía producto de una arquitectura anfibia, asomado al mar pero anclado en la dura roca. Allí estaba, alto, enhiesto, desafiante. Durante la noche vigilaba, durante el día dormía y soñaba.
   Se soñó como una gran columna, un enorme fuste coronado por un capitel de luz que sólo era capaz de soportar el leve peso de la densa niebla.
  Se soñó como un varado Polifemo, vigilante con su único ojo de la esquiva y marina Galatea, que nunca respondió a sus amores.
   Se soñó como un molino de viento que nunca pudo despegar sus brazos ni con la caricia de la suave brisa ni con el azote de la impetuosa galerna
   La noche lo devolvía a su auténtica realidad, pero el día lo sumía en la continua confusión de sus sueños. Y siempre, siempre, soñaba con la lejana Alejandría.




ESTABLECIMIENTO CON ESTILO

   —¡Camarero!
   —¿Sí, señor?
   —Una etílica metonimia, por favor.
   —Ah, muy bien; usted quiere una copa.
   —¡Bravo, camarero!
   —¿Y de qué quiere el contenido?
   —De metonímico y espiritoso caldo gaditano.
   —¡Marchando! ¡Un jerez! 
   —¡Perfecto!
   —Aquí tiene su jerez y la cuenta, caballero.
   —Un poco caro, ¿no?
   —Tal vez, señor, pero el servicio se encarece cuando se sirve con figuras retóricas.
   —Entonces ya no hago la petición metafórica que deseaba. 
  —No se lo aconsejo, señor. Los servicios con metáfora son mucho más caros. Tenga en cuenta que la abstracción aumenta. 
   —¡Claro, claro!

(Carmen Sancho Hernández, Tiempo para contar (Relatos y microrrelatos), viveLibro, 2024)

Carmen Sancho H.
Carmen Sancho Hernández ha dedicado muchos años de su vida al estudio y la enseñanza de la lengua y la literatura castellanas. La última etapa de su actividad laboral transcurrió en el IES Goya de Zaragoza. Tras la jubilación, se abre para ella un nuevo ciclo, con "tiempo para contar", para adentrarse en el mundo de la creación literaria. Y se inicia con un libro de relatos breves en el que el ejercicio de la profesión ha dejado su impronta, como explica su autora: "el acostumbrado quehacer literario de tantos años  me ha llevado hasta este librito Tiempo para contar donde se puede rastrear a qué he dedicado mi vida laboral". Efectivamente, en estos relatos deja constancia de su dominio de la lengua y de las técnicas narrativas, pero también podemos apreciar la imaginación, la  ternura, el ingenio y el humor que tan bien conocemos quienes hemos disfrutado de su cercanía. De ahí que esta ópera prima resulte, sin embargo, una obra de enorme madurez y notable calidad literaria, en la que cada una de sus variadas piezas se ha pulido con extremado mimo y acierto. Todas ellas son prueba de que la escritura de su autora, como el faro del relato, se asienta sobre la roca firme del rigor y el conocimiento, y brilla con la luz de la imaginación y el ingenio.

Deseando que el lector tenga una información  más amplia y autorizada sobre el libro, parece oportuno reproducir las palabras de la contraportada, en las que encontrará nuevos motivos para acercarse a la obra, de la que es justo reseñar también la cuidada edición:
"Tiempo para contar es un conjunto de relatos que juegan a ser microrrelatos o microcuentos que añoran mayores dimensiones —no siempre es fácil domeñar la pluma— en ese límite mágico y difuso en el que se suceden las peripecias literarias. En donde objetos cotidianos presentan estados de ánimo; metáforas y metonimias se pelean, traviesas, por ver cuál de las dos se erige en protagonista de un breve pensamiento; y vivencias personales se entremezclan con divertidos jugueteos gramaticales. Quizá porque su autora admiró desde niña ese poder casi hipnótico que encerraba una buena historia, ya albergase las intrépidas andanzas de un valiente sastrecillo o las más bélicas hazañas de un tebeo, pasando por el mundo mítico y misterioso de Bagdad o Samarcanda. Quizá porque aquello la llevó a tratar de explicar y contener esos mundos infinitos en los límites precisos de un aula con olor a tiza y rumor de pupitres, desbordando incluso los márgenes de la gramática con el caprichoso ingenio de las relaciones semánticas o con el mundo fascinante y seductor de una buena aventura literaria.

Quizá todo esto, junto con una mirada siempre ávida de nuevos horizontes literarios y siempre curiosa, sea Tiempo para contar".

 ***

jueves, 26 de septiembre de 2024

"Aquella cama en Creta", un relato de Ana Alcolea


Valle de Amari, en Creta


AQUELLA CAMA EN CRETA


     No sabía muy bien qué hacía allí, ni dónde estaba, ni por qué había venido. No entendía lo que me decía la enfermera. Hablaba un idioma desconocido. Me encontraba tendido en aquella cama blanca de la que solo veía el parapeto de los pies, con sus tubos metálicos plateados y una rejilla en el centro. Logré mover mi cabeza. En el lateral izquierdo de la cabecera, una raya quebrada como el rayo de Zeus parecía haber sido dibujada tiempo atrás con un cuchillo.

    Un hombre fuerte, con pelo oscuro y mostacho, me había conducido por un pasillo estrecho del que solo veía un techo agrietado y pintado de gris, y unas cuantas bombillas que corrían encima de mí sin esconderse. El hombre del bigote oscuro conducía velozmente aquella cama. Nunca había estado en una cama con ruedas. Me dolía terriblemente la cabeza, tenía una venda que tal vez algún día había sido blanca; me la toqué y me manché de sangre. Sangraba y tenía fiebre, pero no sabía qué hacía allí, ni dónde estaba ni cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo recordaba algo blanco encima de mí, la sensación de haberme mecido entre las nubes antes de caer a esa cama que rodaba como mi coche nuevo sobre la carretera. Sí, tenía un coche nuevo. Un coche verde descapotable. Sí, había tenido un coche verde descapotable antes de que estallara la guerra.

***

   Habíamos llegado por la tarde a Amari, en pleno valle, con el monte Ida al fondo; estábamos saturados de ruinas minoicas, monasterios ortodoxos e iglesias bizantinas. Todo hablaba de un pasado glorioso en la isla, que ahora estaba salpicada de turistas que alquilaban coches semidescapotables, para ponerse morenos mientras conducían como locos por los caminos donde antaño acaso circularon los caballos del rey Minos y los jóvenes que acababan sacrificados al desgraciado minotauro que habitaba el laberinto.

     Comimos en la taberna del pueblo, carne con pimientos verdes recién cogidos de la huerta, y un dulce de naranja que me supo como imaginé que debía de saber la ambrosía que los dioses comían por allí cerca. Preguntamos por una habitación para pasar la noche. "Ningún problema contestó la tabernera—. Hay un hombre que les alquilará una habitación muy bonita y muy barata. Vendrá enseguida a tomarse el café. Viene todos los días. Espérenle aquí". Así lo hicimos. Media hora después, y mientras bebíamos un vaso de raki, vimos acercarse a un hombre de unos ochenta años, ligeramente encorvado y con ese aire de cansancio que da la vida cuando se siente que se ha vivido lo suficiente. Tenía un lejano aire aristocrático; su cabello blanco, el bigote también blanco, y su kaboloi en la mano. Su camisa recién planchada aunque raída, y la americana gris claro de puños ennegrecidos, le hacían diferente a los demás hombres del pueblo, de piel más oscura, camisas de manga corta, o camisetas de tirantes, y movimientos más rudos. Pensé que tal vez el hombre había sido el médico del pueblo, o el maestro. Sus manos eran muy finas, sus dedos  largos y delgados, no habían trabajado la tierra, eso era seguro, y su piel tampoco había estado expuesta al sol con el ganado entre los olivos. Exhalaba el olor a orina vieja de quien ha perdido parte de su olfato, de sus habilidades manuales y de su interés por la vida.

     No hablaba inglés y nuestra relación fue silenciosa. Nos llevó a su casa y lo primero que nos enseñó fue el cuarto de baño que íbamos a compartir con él. Había conocido tiempos mejores. La loza estaba mugrienta y llena de grietas por las que iban y venían las lagartijas. Sobre el lavabo una de esas maquinillas de afeitar pesadas, viejas y metálicas, a las que se cambian las cuchillas con mucho cuidado. A su lado, la pastilla de jabón y la vieja brocha con la que el hombre extendía la espuma sobre su cara para afeitarse cada mañana con menos éxito, porque ni sus ojos ni sus manos eran ya los que habían sido. Decidí que no pondría mi trasero en aquel inodoro que también había conocido mejores tiempos, y pensé que la mañana siguiente, el mundo tendría que soportar mi cuerpo sin duchar. 

     Enseguida, el anciano nos mostró la habitación con balcón donde pasaríamos la noche: dos camas pequeñas, muebles de finales del siglo XIX, un álbum de fotografías, una mesita cuadrada con un paño bordado encima, y grandes fotos viejas y coloreadas, colgadas de las paredes. Una de ellas representaba a nuestro anfitrión muchos años atrás, probablemente antes de la guerra, con el cabello y el mostacho aún oscuros. Debajo, la foto de una mujer, probablemente su madre: el mismo rictus sereno, los mismos ojos, los labios apretados de quien no quiere que se le escape el alma por la boca y la recoja el demonio. Encima de una de las camas, la imagen de un hombre que había sido anciano mucho tiempo atrás, y que estaba vestido con las ropas típicas de los campesinos cretenses: las botas altas con el pantalón por dentro, el gorro, la redecilla tapando la cabeza y el cuchillo en la cintura. 

     Las cama, blancas, pequeñas, de metal, con un colchón muy duro y estrecho. Las sábanas, cada una con un estampado diferente, parecían los restos de los naufragios de varias vidas. Me senté con las piernas estiradas en la cama, y empecé a pensar en aquellas gentes del pasado que habían vivido en el mismo lugar que yo iba a habitar durante unas pocas horas.


   Tenía tanta fiebre que mi frente chorreaba. El sudor se mezclaba con la sangre de la herida, y me llegaba hasta la boca con ese sabor salado al que sabe la desesperación  y la desesperanza. 

     Seguía sin saber qué hacía allí. No conseguía recordar cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo guardaba la imagen del pasillo con las bombillas, la de una gran tela blanca que me cubría y la del hombre del mostacho oscuro, que empujaba la cama con una mirada que quería ser adusta pero que escondía cierta compasión. ¿Por qué mezclaba aquellos dos sentimientos? ¿Por qué sus ojos eran fieros y amables a la vez? Después había caído en el letargo, y cuando desperté ya estaba en aquella habitación. Me dolía la cabeza y casi no me podía mover dentro de aquella cama blanca de sábanas blancas. En el colegio habíamos estudiado que el cielo era un lugar en el que no existían los colores oscuros. Siempre lo pintábamos de blanco y de azul. Tal vez me había muerto y estaba en el paraíso. Pero no, no podía ser. Me dolía la cabeza, y las piernas. Y había sangre a mi alrededor. El cielo no podía ser un lugar manchado de sangre y de dolor. No. No estaba muerto. Tal vez tampoco estaba vivo.

     Miré a mi alrededor: otras camas blancas con sábanas tan blancas como las mías escondían a otros hombres vendados como yo. Oía lamentos en lenguas que no entendía. La enfermera hablaba con una sonrisa y en alto para todos, pero yo tampoco comprendía sus palabras. Era morena, y tenía unos ojos muy oscuros. Se acercó a mí. Me miró con una expresión que fundía el odio con la misericordia. Me pregunté por qué. Me dijo algo a lo que solo pude contestar con mi silencio. En ese momento me di cuenta de que no podía hablar. Algo le había pasado a mi cerebro o a mi garganta, que no me dejaba articular palabra. Le respondí con mi silencio y con una mirada que le preguntaba qué me pasaba y por qué me trataba de una manera tan diferente a como lo hacía con los demás. Mis ojos le inquirían también por qué no entendía su lengua. Me puso un termómetro en la boca enmudecida y comprobó que mi fiebre debía de ser muy alta. Sus ojos no pudieron ocultar una cierta piedad. Solo piedad.

     Llamó al hombre del mostacho, que debía de ser el médico. Se acercó. Me palpó la venda. Movió la cabeza de izquierda a derecha varias veces, y le dijo algo a la mujer, algo que tampoco pude comprender. El resultado fue que ella me cambió la venda. Antes vertió un líquido transparente en lo que debía de ser mi herida, que me escoció hasta provocarme un alarido que hizo reír a alguno de mis vecinos de habitación. Al menos podía articular sonidos, aunque fueran gruñidos, como hicieron los hombres de las cavernas antes de inventar el lenguaje. De algún modo, aquel grito me devolvía al origen de la vida. De la mía, y de toda la raza humana, vil, malvada y amable a partes iguales. El médico volvió a decir algo a la enfermera y ella bajó los ojos, avergonzada, se acercó a mí, me miró y puso su mano en mi mejilla, suavemente.

     Su mano me pareció delicada, pero fría sobre mi rostro caliente por la fiebre. Recordé la mano de mi madre, cuya presencia siempre me curaba cuando estaba enfermo de niño. Verla y sentir su mano en mi frente tenía un efecto curativo. Me pregunté dónde estaría ella ahora. Por qué no venía a verme. Probablemente estaba lejos de mi casa. Sí, me había mecido entre las nubes. Había cruzado el mar, que se veía desde debajo de la gran lona blanca que me cubría. 

     La muchacha me preguntó algo que no entendí. Metió su mano por debajo de la sábana que me tapaba parte del cuerpo y buscó algo. Encontró mi medalla, la miró, le dio la vuelta y leyó: "Hans". Había leído mi nombre. Su voz, pese a su extraño acento, me recordó a mi madre cuando me llamaba de niño. Cuando me quedaba horas jugando en el jardín y se hacía la hora de cenar. Sí, yo era Hans, y mi madre estaba muy lejos de aquel lugar donde no entendía a nadie. Noté cómo a las gotas de sudor se les unía una lágrima seguramente también salada, tan salada como el mar que había cruzado. Una gota de agua que bajaba por mi mejilla, se arrastraba por el cuello hasta que se varaba en mi pecho.

     La enfermera secó mi cara con su mano, que seguía pareciéndome gélida. Volví la cabeza y mis ojos se quedaron clavados en las ruedas de las patas de otra de las camas de metal plateado de la sala.


     Estaba tumbada en la cama. Enfrente tenía aquella foto juvenil de nuestro anfitrión. Había sido un hombre guapo. Aún lo era, con sus arrugas enmarcando unos ojos que habían visto mucho, tal vez demasiado. Mi marido había estado leyendo un libro sobre el palacio de Knosos, que habíamos visto por la mañana, y se había quedado dormido. Yo no me había podido dormir, rodeada por tantos objetos que estaban allí para hablarme. Me levanté y fui hacia el aparador. Era un mueble hermoso, de madera tallada, con un espejo manchado por el tiempo. Sobre el mármol, un álbum en cuya cubierta de piel había dibujados molinos de viento. "¡Ah! —pensé—, el viento, que todo lo lleva. Y que todo lo trae". Como aquellos vestigios del pasado que llegaban hasta a mí por la casualidad que nos había llevado hasta aquella casa de cuya existencia nada sospechábamos. No conocemos nada. Ni una diezmillonésima parte de lo que existe a nuestro alrededor. No pude resistir la tentación de abrirlo y contemplar aquellas imágenes en blanco y negro, imágenes de quién sabe qué y cuántas historias pasadas, llevadas ya por tantos vientos y por tantas tempestades.

     Sabía que estaba entrando en las vidas de los otros, de los que no me había sido concedido conocer. De aquellos que me miraban desde el papel tintado, como si estuviéramos juntos a uno y otro lado de un espejo.

     Había fotos de grupos de amigos, de parejas, de familias, de una joven y hermosa mujer de grandes ojos que se maquillaba en un camerino, luego sobre un escenario, la misma mujer con un uniforme blanco de enfermera. Allí estaba nuestro casero, vestido con ropa militar, luego con traje y corbata, con gafas de montura oscura en algún momento. En una imagen estaba sentado junto a un joven muy rubio, muy pálido, muy delgado, con una venda en la cabeza y en el cuello, y con una muleta. Era un hombre muy diferente a los de las demás fotografías, todos morenos y con facciones griegas. Saqué la foto de las pestañas que la fijaban, y miré el reverso: una fecha, mayo de 1941, y una letra mayúscula: "H". Aquel era el mismo año de la batalla de Creta, en la que cientos de soldados alemanes fueron lanzados en paracaídas para conquistar la isla. ¿Qué hacía aquel muchacho aún imberbe, de aspecto enfermizo, malherido, junto a nuestro anfitrión, alto, fuerte, con aspecto saludable? El hombre miraba a la cámara mientras rodeaba al endeble herido con su poderoso brazo. El joven lo miraba como si le debiera algo y no supiera muy bien el qué. Parecía confundido, perdido en un lugar que no era el suyo. Sus ojos miraban admirados, tristes y desorientados.

***

     Alguien abrió la ventana y un aire fresco entró y refrescó mi rostro. La fiebre había bajado. El viento en mi cara me trajo un vago recuerdo a la memoria. De repente, me vi lanzándome al vacío y sintiendo el aire en la parte de mi cara que no cubría el casco. Caía desde algún lugar cerca de las nubes y la tierra se iba acercando cada vez más deprisa, hasta que se abrió el paracaídas. Mi vuelo se iba convirtiendo en una danza, algo así como el balanceo de un equilibrista sin ninguna cuerda en que apoyar los pies. Cerré los ojos. Empezaba a recordar lo que hubiera estado mejor encerrado en el olvido. Sí, era primavera, la de 1941, y estábamos en guerra. Eso era, estaba lejos de casa, en algún lugar en el que yo era el enemigo. Yo, que era buen amigo de mis amigos, buen hijo, buen estudiante, y que aún no había conseguido enamorar a Marlene, porque me habían reclutado el mismo día en que pensaba decirle que la quería y que siempre estaría en mis pensamientos. Yo, Hans Lieber, el enemigo de todos aquellos desconocidos que me rodeaban. Estaba en un hospital en el que nadie hablaba mi lengua, con una herida en la cabeza, otra en la pierna, y una más en la garganta, que no me permitía decir palabra. Aunque hubiera dado igual: nadie me habría entendido. La lengua griega y la lengua alemana no se parecen en nada.

***

     Dejé el álbum y volví a la cama. Mi marido seguía durmiendo. Me tumbé sobre las sábanas de flores desleídas que un día habían formado parte de un juego de cama completo, y miré el techo. Pensé en el muchacho rubio de la fotografía de 1941. En la batalla de Creta. Mucha gente murió en aquellos días. Unos, por defender su país, otros por guardar su casa y sus campos. Y muchos otros sin saber por qué. Aquel chico podía ser inglés, o australiano. ¿Quién podía saberlo? Tal vez aquella mayúscula, aquella H, correspondía a la inicial de su nombre: quizás se llamara Henri, o Harold. Incluso podía llamarse Hans y ser un soldado del ejército invasor. Nunca lo sabría, así como tampoco conocería si había o no sobrevivido a sus heridas, si había vuelto a su país, o si habría muerto en una cama de algún hospital militar.

     Me di la vuelta, segura de que por muchas vueltas que le diera, nunca conseguiría saber nada más de la historia de aquella fotografía. Mi anfitrión solo hablaba griego, y además no iba a confesarle que había estado curioseando entre sus viejas fotografías. Miré la cabecera de la cama. Ya oxidada por los años, se veía una marca grabada por un cuchillo o un instrumento similar: parecía el rayo de Zeus. Aquella asociación de ideas era muy oportuna en aquel lugar, tan cerca del monte Ida. Olvidé al chico de la foto, y volví a recordar las leyendas de los dioses griegos, del Minotauro, de Dédalo e Ícaro, que volaron hasta lo más alto para intentar salir del laberinto.

     Me dormí. Soñé con enfermeras de ojos oscuros, soldados alemanes, campesinos cretenses, y con el dueño de la casa, que me contaba al oído viejas historias de la guerra. Soñé con el minotauro y con las doncellas y los jóvenes atenienses de los que se alimentaba cada año. Soñé con los hombres voladores, que habían osado acercarse demasiado a los dioses, y habían sido castigados por ello. Soñé con que nuestro anciano anfitrión se afeitaba frente al espejo que estaba sobre el aparador de nuestra habitación. Su americana tenía los puños limpios y la piel perfectamente rasurada. Olía a colonia fresca y no a orines oxidados. El espejo le devolvía su imagen rejuvenecida, tal y como estaba en la fotografía. Pensé en mi sueño que me podría haber enamorado de aquel hombre, si hubiéramos coincidido en otros tiempos. 

     Me desperté y me quedé mirando el suelo de la habitación. Solo entonces vi las pequeñas ruedas en las que terminaban las patas de la cama.

(VV. AA., Hablarán de nosotras. 13 - una escritoras aragonesas, Los libros del gato negro, Zaragoza 2016)

La escritora Ana Alcolea. /L. O.

Para saber más sobre la escritora zaragozana Ana Alcolea, Premio Cervantes Chico 2016, puedes leer varias entradas en este blog, entre ellas, las siguientes:

-Comentarios del alumnado del centro sobre las siguientes novelas juveniles de la autora:
        -Donde aprenden a volar las gaviotas, por Melania Cebrián Ferreras: AQUÍ. Y por Carmen Arasanz Jordán: AQUÍ.
        -La noche más oscura, por Paula Sierra Alastuey: AQUÍ.
        -El retrato de Carlota, por Carmen Arasanz: AQUÍ.

-Reseña de uno de los varios encuentros que se han celebrado entre el alumnado del centro y la escritora, en este caso para hablar de su novela Donde aprenden a volar las gaviotas: AQUÍ

[Imagen inicial: wildnature.gr]


jueves, 19 de septiembre de 2024

"Barba", un minicuento de Ana Grandal

 


BARBA


El hombre de recursos humanos ha recibido la noticia de que debe planificar una reducción de plantilla. El hombre de recursos humanos lleva veinte años en la empresa y ha compartido noviazgos, dolencias, alumbramientos y decesos con cada uno de los trabajadores. El hombre de recursos humanos, contra todo pronóstico, se siente mal. El hombre de recursos humanos es humano.

Desde que se tomó la drástica decisión no puede dormir, se le ha esfumado el apetito y un feo sarpullido le mancha la piel. Ha pedido la baja por problemas nerviosos, pero sabe que, cuando venga el momento de los despidos, no tendrá modo de excusar su presencia. 

Llega el día y debe personarse en la oficina. Resulta difícil reconocer en esa figura de aspecto descuidado, casi sucio, que pide a gritos una visita al barbero, al hombre atildado, siempre pulcro y perfectamente rasurado que saluda con un "Buenos días" cada mañana. Uno a uno, los que ya nunca serán sus compañeros desfilan ante él. 

Vuelve a casa. Se quita su ajada ropa y toma una larga ducha. Ante el espejo prepara la brocha y la espuma de afeitar. Ya no es necesario esconder por más tiempo su vergüenza.

(En VV. AA., Esas que también soy yo. Nosotras escribimos. Edición de Carmen Peire e Isabel Cienfuegos, Ménades, 2019, pág. 179)

La escritora Ana Grandal


Ana Grandal (Madrid, 1969) es licenciada en CC. Biológicas y ejerce como traductora científica y audiovisual freelance desde 1996.

Ha traducido libros de divulgación (Los orígenes de la vida, El comportamiento altruista, Inteligencia emocional infantil y juvenil, entre otros) y la compilación de poesía incluida en Mina Loy. Futurismo, Dadá, Surrealismo (2016).

Ha resultado ganadora y finalista en varios premios literarios (XXXII Premio Literario Ana María Matute de Relato [2020], IX Microconcurso La Microbiblioteca [noviembre 2019], XIII Premio de Narrativa Miguel Cabrera [2006], V Concurso de Relato Corto del Ayto. de Monturque [2004]) y ha sido incluida en diversas antologías (Relatos nada sexis [2020], Esas que también soy yo [2019], Los pescadores de perlas [2019] y Resonancias [México, 2018]).

Ha publicado la trilogía Destroyer de microrrelatos (Te amo, destrúyeme [2015], Hola, te quiero, ya no, adiós [2017] y Microsexo [2019]) en Amargord Ediciones, donde también coedita con Begoña Loza la compilación de relatos La vida es un bar (2016). Es autora también de la colección de relatos sobre la maternidad Contramater (2024).

[Imagen inicial: es.loccitane.com]

jueves, 12 de septiembre de 2024

"La verdad sobre Pessoa", microrrelato de Guillermo Bustamante Zamudio




La verdad sobre Pessoa


El volumen de la obra de Fernando Pessoa despertó sospechas a los investigadores, que acaban de publicar sus conclusiones definitivas: los escritores Alberto Caeiro, Bernardo Soares, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, debido  a su imposibilidad de surgir en el mundo literario, inventaron un escritor al que llamaron "Fernando Pessoa". Le crearon una biografía y le imputaron la cualidad de escritor, no con seudónimos que ocultan la identidad, sino con heterónimos, es decir, con voces independientes. El público, atraído por este fenómeno, sintió curiosidad por el tal Pessoa, cuyo apellido ("persona", en portugués) ya era un indicio del engaño; de hecho, en lengua griega 'persona' significa máscara. Se estudia si otros heterónimos (se le atribuyen más de 60) también eran autores sin suerte.

Como la figura enigmática que aglutina a estos escritores ha caído por efecto de la noticia, a futuro se espera su olvido paulatino.

(Publicado en infoLibre, el 23 de octubre de 2020)


Guillermo Bustamante Zamudio. (Universidad Pedagógica de Bogotá)

Guillermo Bustamante Zamudio (Cali, Colombia, 1958) es licenciado en Literatura e Idiomas, Magister en Lingüística y Español (1984), doctor en Educación y profesor de la Universidad Pedagógica de Bogotá, además de cofundador y codirector  de las revistas de microficción  Ekuóreo y A la topa tolondra.  Con Harold Kremer ha preparado  las publicaciones Antología del cuento corto colombiano (2004) y  Los minicuentos de Ekuóreo (2003). 

Sus minicuentos han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales. Galardonado con el Premio Jorge Isaacs 2002 por el libro  de microficciones Convicciones y otras debilidades mentales, y ha obtenido también, ex aequo, el Premio  del Tercer Concurso Nacional de Cuento (Universidad Industrial de Santander, 2007) con el libro Roles, de cuentos cortos y microficciones. Es autor también de los libros de microrrelatos Oficios de Noé (2005) y Disposiciones y virtudes (2016).

[Imagen inicial: sin identificar)

jueves, 5 de septiembre de 2024

"A jugar con el bastón", un cuento de Gianni Rodari

 



A jugar con el bastón

 

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.

Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:

—Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo —y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.

Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo, montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.

Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.

—Quiero probar de nuevo —dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.

Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas, y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.

“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez. Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.

Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos. Hacia la noche Claudio se asomó a la carretera, y he aquí que ve al viejo con lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.

—¿Te gusta el bastón? —preguntó sonriendo a Claudio.

Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.

—Tenlo, tenlo —dijo—. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo solo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.

Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.

 (Gianni Rodari, Cuentos por teléfono, 1962 . Tomado de ciudadseva.com)

El escritor Gianni Rodari (infoLibre)


Gianni Rodari fue maestro, periodista y escritor italiano  que destacó por sus aportaciones a la renovación pedagógica a través de sus técnicas para estimular la creatividad en los niños. Su idea de que los niños aprendan por medio de la imaginación y el juego está ligada a la defensa de la emancipación del ser humano: los niños tienen que usar la imaginación, decía, "no para que todo el mundo sea artista, sino para que nadie sea esclavo".


Nació en 1920 en Omenga, Piamonte, donde  sus padres eran panaderos. Se aficionó pronto a la lectura de libros de Julio Verne  y de Salgari, que, al parecer, leía de noche a la luz de una farola que iluminaba su cuarto. Al morir el padre en 1929, la madre se trasladó con sus dos hijos a Gavirate, de donde era originaria. A partir de entonces fue criado por una tía, y más tarde, educado en seminarios e internados. Muy aficionado a la música, consiguió sus primeros ingresos tocando el violín en las tabernas, pero en 1937 obtuvo el título de maestro y al año siguiente ocupó la plaza de tutor en casa de una familia judía que había huido de Alemania, y más tarde impartió clases en diferentes escuelas. 


Sus problemas de salud le permitieron librarse de participar en la Segunda Guerra Mundial.  Para conseguir trabajo como maestro,  se vio obligado a afiliarse al Partido Nacional Fascista, requisito exigido a todo  funcionario. En diciembre de 1943 fue movilizado por la República de Saló (estado títere de la Alemania nazi que se estableció en el norte de Italia cuando los aliados tomaron las regiones del sur) y destinado al hospital del barrio milanés de Baggio. Conmocionado por la deportación de su hermano a un campo de concentración alemán, del que sobrevivió, y por la muerte de sus dos grandes amigos durante la guerra, estrechó sus contactos con la resistencia lombarda (en cuyas acciones llevaba tiempo participando teniendo como cobertura su pertenencia al partido fascista), desertó y se afilió al Partido Comunista. 


Tras la liberación de Italia, en 1945 comenzó  a trabajar  como periodista en publicaciones de su región: primero, en la revista 'Cinque punte' (Cinco puntas) y después dirigiendo 'L'Ordine Nuovo', periódico de la Federación Comunista de Varese, donde publicó sus primeros textos literarios bajo el seudónimo de Francesco Ariscocchi. En 1947 comienza su colaboración en el periódico milanés 'L'Unita', ligado también al PCI, donde dos años después comenzó a dirigir la sección dirigida a los niños 'La domenica dei piccoli' (El domingo de los pequeños), etapa en que descubrió su vocación de escritor para niños. En esa época nacieron sus primeros libros infantiles: El libro de las retahílas y Las aventuras de Cipollino. Este último, que tiene como protagonista al niño Cebolla, luchador contra la opresión y las desigualdades frente al malvado caballero Tomate, tuvo un éxito extraordinario en la URSS, donde fue adaptado al cine de animación.


En 1950 se traslada a Roma y, junto a la periodista Dina Rinaldi, crea la revista 'Pioniere' (Pionero), publicación oficial de la Associazione Pionieri d'Italia (una organización juvenil del PCI), en la que los editores proponían una alternativa al modelo de los Boy Scouts, que consideraban militarista y colonialista. El éxito de la revista y las ideas sobre la lucha de clases difundidas a través de sus páginas, que tacharon de adoctrinamiento de niños, hicieron saltar las alarmas del Vaticano, y en 1951 —siendo papa Pío XII, tras la publicación de Il manuale del pioniere (Manual del pionero), Rodari fue excomulgado, medida acompañada de la quema de sus libros en los patios de las parroquias. Al año siguiente, el escritor viajó por primera vez a la Unión Soviética y en 1953 contrajo matrimonio con Maria Teresa Ferretti, miembro del Frente Democrático Popular, una coalición entre el Partido Socialista y el Comunista creada para las elecciones de 1948, que se mantuvo hasta 1956. En los años siguientes colaboró en diferentes publicaciones y empezó a trabajar con la RAI y con la BBC.  En 1957, año del nacimiento de su hija Paola, pudo ingresar en el colegio de periodistas, tras muchos años de ejercicio de la profesión.


Gianni Rodari, en una escuela. (El Confidencial)


En la década de los sesenta se concentró en el trabajo con los niños, como pedagogo al servicio de la renovación pedagógica,  y comenzó a recorrer las escuelas italianas. Allí, a través del contacto directo y la interacción con los niños mientras leía sus cuentos, observó las reacciones de su audiencia y tomó notas para tratar de averiguar la técnica correcta a la hora de crear buenas historias. Esta actividad culminó en la publicación de Gramática de la Fantasía; introducción al arte de inventar historias (1973),  libro de no ficción. En 1976 fundó la asociación de promoción social llamada Coordinación de Padres Democráticos, una ONG comprometida con la enseñanza y práctica de los valores de la escuela antifascista, secular y democrática.


Gianni Rodari  falleció en Roma el 14 de abril de 1980 mientras se le practicaba una intervención quirúrgica. Tenía 59 años.


Recibió numerosos premios literarios entre los cuales destaca el Premio Andersen, “Nobel” de la Literatura infantil, en 1970. Es un escritor muy reconocido en todo el mundo, especialmente en Italia. Sus libros  Cuentos por teléfono, Cuentos para jugar, El libro de los porqués, El libro de los errores y Juegos de fantasía, entre otros— están cargados de humor, imaginación y fantasía desbordante, pero sin olvidar la crítica del mundo actual. Por ello  siguen despertando el interés de  niños y adultos  desde hace más de medio siglo.


Referencias:

-Paula Corroto, "Gianni Rodari, el comunista que enseñó a los niños a amar los libros", El Confidencial, 25/01/2020.

-Clara Morales, "Gianni Rodari, historia de un rebelde", en Los diablos azules / infoLibre, 11/12/2020.

-"Gianni Rodari", Qué Leer, 23/10/2020.

-Página web de la Editorial Juventud.

-Página web de la Editorial SM.


Imagen tomada de Estirniq

jueves, 29 de agosto de 2024

"Píramo y Tisbe", de Ovidio


John William Waterhouse, Thisbe, 1909


Píramo y Tisbe


Píramo[1] y Tisbe[2], el joven más apuesto y la muchacha más bella de Oriente, vivían en casas inmediatas en la villa que Semíramis[3] rodeó de murallas portentosas[4]. La vecindad les hizo bien pronto conocerse y amarse con pasión. Hubieran deseado casarse, pero los familiares de ambos se opusieron con saña inaudita. Los corazones, igualmente abrasados, se consumían en la separación. No tenían a nadie en quien confiar. Empleaban para hablarse a distancia el movimiento de los ojos y de los dedos. Una hendidura en la pared que los separaba les permitió contemplarse de cerca. Por su parte, cada uno exclamó: “¡Oh pared que nos traes la felicidad y que eres, sin embargo, causa de nuestra desdicha! Quisiéramos reprocharte esta impiedad. Pero… ¡cómo hemos de hacerlo si te debemos mil piedades! Si al menos consintieras juntarse nuestras bocas…”

Todas las noches casi juntos las dejaban pasar en querellas y proyectos. Pasados unos meses y no pudiendo resistir más la separación, se decidieron a huir de sus casas. Cada uno se escaparía a distinta hora e irían a juntarse, a medianoche, al pie del sepulcro del rey Nino. Disfrazada huyó Tisbe. Y se refugió contra el tronco de un moral que daba sombra al sepulcro del gran monarca. De pronto… apareció una leona sedienta en busca del remanso inmediato. Aterrada la muchacha… pensó huir. Pensó quedarse inmóvil esperando que, saciada, marchase la fiera. Pero su velo blanco movido por el airecillo debió de atraer la atención leonina. Corrió Tisbe… Tropezó… Cayó… Brotó la sangre de su frente… Y como llegase Píramo a tiempo de poner en fuga a la leona, viendo ensangrentada a su amada, creyó haber llegado demasiado tarde. “¡Oh Tisbe! ¡Debiste de vivir tus luminosos días! ¡Yo sólo soy el culpable! ¡Y pues que yo lo soy por haberte dejado venir sola… justo es que tenga el fin que tú has tenido!” Dijo así, y en seguida, apoyando la empuñadura de su puñal contra el tronco del moral, se clavó de pecho contra la punta. La sangre regó generosamente el suelo y las raíces.

Tisbe no estaba sino desmayada. Al volver en sí… el espectáculo que sus ojos vieron la hizo enloquecer. Se mesaba los cabellos, arrodillada. Se abrazaba al cadáver de su amado. Le llamaba con suspiros anhelantes y con gritos desgarradores. “¡Oh Píramo, mi bien!... ¡Mi gloria!... ¡Vida mía!... ¿Qué mano impía te arrebató de mi lado?...” Y volvía a besarle en la boca, arrebatadamente. La desnuda vaina del puñal le dio la clave de aquella muerte. “¡El amor me dará fuerzas para seguirte, oh Píramo!... ¡Aun cuando es como si no tuviera vida! ¡Padres… padres desdichados!... ¡Nos quisisteis separar en vida y no hacéis sino juntarnos en la muerte!... Y tú, moral, árbol funesto que cubres el cuerpo de mi amado… y que cubrirás también el mío… ¡bien puedes, como testimonio de nuestra tragedia, cambiar el tono blanco de tus frutos en el tono rojizo de nuestras existencias sacrificadas!” Y se clavó en el seno aquel puñal que acababa de arrancar del pecho amado…

(Publio Ovidio Nasón, Las metamorfosis, Libro IV. Traducción del latín y notas por Federico Sainz de Robles. Espasa-Calpe, Col. Austral, Undécima edición, 1991)



[1] PÍRAMO. Príncipe de Asiria.
[2] TISBE. Hermosa joven de Babilonia.
[3] SEMÍRAMIS. Reina hermosísima de Babilonia. Su hijo Nimias la hizo matar, y para librarse del furor del pueblo hizo decir a los sacerdotes que había volado al cielo en forma de paloma.
[4] BABILONIA. Sus murallas tenían cien codos de altura, según afirmación de Quinto Curcio, y estaban flanqueadas por cincuenta torres. Sobre ellas podían cruzarse dos cuadrigas al galope.


Detalle de la estatua de Ovidio en Constanza,
realizada por Ettore Ferrari


Publio Ovidio Nasón fue un poeta romano nacido en Sulmona,  Abruzos, en el año 43 a. C. (un año después del asesinato de Julio César), y fallecido en Tomis (actual Constanza, en Rumanía) en el 17 d. C., dos años después de la muerte del emperador Augusto. Fue uno de los escritores más prolíficos del naciente Imperio Romano y, probablemente, el poeta clásico que ha dejado una huella más profunda en la cultura occidental.

Hijo de una familia de la aristocracia rural, desde pequeño manifestó una sorprendente facilidad para la poesía. Fue enviado a Roma, donde comenzó a prepararse, al igual que su hermano, con los mejores maestros de retórica y elocuencia para dedicarse a la política, y en la capital alcanzó notoriedad leyendo en público sus poemas juveniles. Hasta los veinte años frecuentó el foro político romano. Sin embargo, su hermano murió y al poco tiempo, su padre, lo que lo convirtió en heredero único de la fortuna familiar, circunstancias que  le permitieron abandonar la carrera senatorial y centrarse en las letras. Con el fin de completar su formación,  viajó a Atenas, Asia Menor y Sicilia. Al regresar a Roma,  fue bien recibido en los cenáculos literarios (conoció a Horacio, a Propercio y, más superficialmente, a Virgilio) y se movió en el círculo del emperador Augusto, hasta que en el año 8 d. C. cayó en desgracia por causas que no han logrado esclarecerse y fue desterrado a Tomis (a orillas del Ponto Euxino, actual mar Negro), donde permaneció hasta su muerte sin haber logrado el perdón pero sin ser despojado de la ciudadanía romana. 

Se casó en tres ocasiones, tuvo varios hijos y numerosas amantes. Su primera esposa se escapó a la Galia con un procónsul. Su segundo matrimonio duró poco porque no llegó a congeniar con su esposa, que le dio una hija. Solo la tercera, una joven viuda llamada Fabia perteneciente a una ilustre familia, le permaneció fiel y le fue de gran ayuda durante el destierro.

Ovidio ha sido denominado "el poeta del amor" por su poesía erótica, pero en sus obras trató también el tema mitológico y el del exilio, como veremos a continación. 
   Su poesía erótica es obra de su etapa juvenil.  Se inicia con Amores, colección de cincuenta  poemas en dísticos elegíacos, el metro de la poesía amorosa, en los que mezcla el humor con el tono intimista. En muchas de estas elegías trenza una historia sentimental sobre los amores con una joven llamada  Corinna cuya identidad no ha podido ser desvelada: quizá se trate de una ficción literaria o reúna notas de las muchas mujeres a quienes amó el poeta. Algunos de los principales motivos (la figura de la alcahueta, el amor como milicia, el triunfo del amor o la promesa de no volver a enamorarse) llegaron a convertirse en tópicos de la poesía amorosa occidental. 
   Continúa con Heroidas (Heroidum epistolae), conjunto en el que reúne dieciocho ficticias cartas de enamoradas mitológicas (Penélope a Ulises, Dido a Eneas, Helena a Paris, entre otras) en las que plasma los sentimientos de nostalgia por la separación y los celos por supuestas infidelidades. En ellas, el poeta, buen conocedor de las mujeres, realiza un profundo análisis del corazón femenino. Impresionante resulta la epístola de Medea a Jasón, pues Medea era una de las figuras femeninas predilectas de Ovidio, quien escribió en su juventud la tragedia Medea, que no se ha conservado.
   Alcanza una de sus cimas creativas con Arte de amar (Ars amandi),  un tratado sobre  la seducción, en que combina los principios de la elegía amatoria con el género didáctico. Dividido en tres libros, en el primero enseña cómo conquistar a una mujer y en el segundo cómo conservarla una vez conquistada, mientras que en el tercero da consejos a las mujeres para conservar el amor de los hombres. El libro, basado en sus experiencias personales, escandalizó por su atrevimiento a una parte de la sociedad romana y disgustó  a Augusto, pues chocaba con las reformas emprendidas por él para moralizar la sociedad romana. Ovidio responde a sus críticos con  sus Remedios del amor (Remedia Amoris), en que se burla de sus detractores ofreciendo consejos y estrategias para evitar los daños que pueda causar el amor.

La etapa mitológica o de madurez comprende las Metamorfosis, su obra más personal y una de las cumbres de la literatura latina.  Es un poema épico en hexámetros, dividido en quince libros y compuesto de más de doce mil versos. Se trata de una especie de historia universal de la mitología que parte de la creación del mundo y culmina con la deificación de Julio César, transformado en estrella. Narra doscientas cincuenta leyendas entrelazadas en las cuales se produce una transformación o metamorfosis: Dafne en laurel o Narciso en flor. A esta etapa pertenece también los Fastos (Fasti), una descripción cronológica de fiestas y ritos romanos siguiendo el orden del calendario.

Las tristes (Tristia) y Las pónticas o Cartas desde el Ponto (Epistulae ex Ponto) son las dos obras elegíacas que Ovidio compuso durante el destierro. Las tristes fueron compuestas en los primeros años de exilio. Consisten en cincuenta elegías repartidas en cinco libros y dedicadas, sobre todo, a Fabia, su tercera esposa. En ellas defiende su inocencia y pide la intercesión de su esposa o de algún amigo para lograr el perdón del emperador. Esta obra tiene un interés extraordinario, pues es la fuente principal para conocer la biografía de Ovidio, especialmente la elegía IV, 10, en la que narra su vida. Las pónticas contienen cuarenta y seis epístolas dirigidas a sus amigos de Roma con súplicas y adulaciones a los poderosos para que le sea levantado el castigo. Ambas obras ofrecen información sobre el paisaje, el clima y las costumbres de la región,  sobre la actividad militar en esa zona fronteriza del imperio, así como acerca de los sentimientos y pensamientos del autor.


El relato de los trágicos amores de Píramo y Tisbe es, como ha observado Ruiz de Elvira, uno de los que han ejercido una influencia perdurable en la tradición clásica, como precedente de los enamorados Romeo y Julieta, inmortalizados por Shakespeare, quien también recuerda esta leyenda en El sueño de una noche de verano.

De enorme difusión gozó así mismo  entre los poetas españoles del Siglo de Oro; entre ellos,  Cervantes, que adoptó el sobrenombre de "Ovidio español". La predilección de Cervantes por esta fábula ovidiana  se manifiesta con claridad en tres pasajes del Quijote en que la rememora o la recrea: la historia de Cardenio y Luscinda en la primera parte de la novela; en la segunda, el soneto de intención desmitificadora de don Lorenzo Miranda, hijo del Caballero del Verde Gabán, y la inversión cómica de los trágicos amores  en el episodio de las bodas de Camacho.  

Entre  las versiones burlescas, sobresale la  "Fábula de Píramo y Tisbe", un largo romance de quinientos ocho versos, compuesto por Góngora en 1618.

Referencias:
-Martín de Riquer, La literatura antigua en griego y latín. En Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la Literatura universal, vol. 1, Planeta, 1984.
-Alberto Sánchez, "Historia y poesía: el mito de Píramo y Tisbe en el Quijote", en Anales Cervantinos, XXXIV (1998), pp. 9-22. Consultado en: https://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_antologia/sanchez.htm, con fecha 19/08/2024.