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jueves, 5 de octubre de 2023

"El mal invisible", un cuento de Irene Vallejo


Noemí González, Lluvia en la ciudad


 EL MAL INVISIBLE 


                                                                                                                           Si puedes aguzar la mirada,
                                                                                                                           agúzala.
                                                                                                                           Marco Aurelio


1

La lluvia del domingo tiene las uñas afiladas, deja sus arañazos de agua en la ventana. Mis ojos chocan, frente a frente, con una muralla de edificios, bloques de hormigón que, en la luz húmeda, me traen a la memoria fotografías antiguas de alguna dictadura soviética. Vistas encajonadas, una calle estrecha, fantasías de trinchera, el otoño anticipado. Este es mi paisaje.

Antes de emprender la huida, no podía imaginar la asfixia de tardes de domingo como esta, el malestar de ver caer la noche y la lluvia mientras rasga el silencio desde el piso de abajo el eco eufórico del Carrusel Deportivo.

Miro la pantalla del móvil. 19:27 horas. 28 de septiembre. Hace exactamente un mes que llegué a la ciudad, sin conocer a nadie. Hace treintaiún días, engañé a mis perseguidores y bajé del tren en una estación donde nadie me esperaba. Me refugié en este barrio alejado, de calles neutras y casi idénticas. Cuando me acosté en la cama de una pequeña pensión, en la madrugada desierta, respiré aliviado. Empezaba una nueva vida.

Enseguida desapareció ese primer espejismo de libertad. Voy y vuelvo del trabajo, engullo deprisa mi comida en bares donde los clientes miran hipnotizados la televisión o en pizzerías abarrotadas, camino por calles donde la gente pasa sin rozarme. No hablo con nadie, estoy agazapado, quieto como un insecto al que han arrancado las patas.

Debería alquilar otro piso. En estas habitaciones, la luz es turbia, triste. Las bombillas cuelgan desnudas del techo y crean sombras lúgubres.

Todo lo que sé sobre la huida lo he aprendido en las novelas negras que leía para entretenerme cuando mi vida todavía era normal. Me he concentrado en no cometer errores. Viajo sin equipaje para poder escapar más deprisa y para no dejar rastro. He dejado atrás cualquier cosa que pudiera ayudar a encontrarme y darme caza. Por supuesto, tarjetas, teléfonos y demás objetos delatores. Al llegar aquí compré un móvil libre y un ordenador de segunda mano. Quiero pasar desapercibido entre la multitud confusa de esta ciudad.

19:38 horas. Sentado en el sofá con el portátil en el regazo, navego para matar el tiempo. Tal vez porque soy un fugitivo y conozco la angustia de la persecución, Facebook me da escalofríos. Miro con incredulidad todas esas pistas que la gente entrega sobre sí misma, la información voluntaria con la que van saciando día a día, sin pausa, la sed de control de poderes ocultos.

Desde que lo comprendí todo, intento conocer los mecanismos del espionaje masivo. Antes del cambio y del peligro, yo era como todo el mundo: sabía que hay centinelas invisibles vigilándonos en todas partes, pero no pensaba en ellos. No quería ver las cámaras de seguridad que sigilosamente graban mis pasos. Tampoco reparaba en los ojos transparentes de las pantallas que nos traicionan desde las habitaciones de nuestras casas, en el corazón del hogar. No imaginaba que un día tendría que huir. Ahora que por fin siento el miedo, nunca bajo la guardia. Sé el peligro que acecha tras la ceguera de la gente feliz e indefensa.

Levanto la mirada. La lluvia oscura sigue acribillando  los cristales. 20:20 horas. Busco en la red nuestras claves sobre el saqueo de nuestros secretos.

2

28 de septiembre, domingo. 11 de la noche.

Hoy, a la hora de cenar, he puesto tres platos en la mesa. No sé en qué estaba pensando. Al hacer tareas domésticas, la mente se distrae y las manos se mueven solas. Cuando he visto los preparativos para los tres, me he dado cuenta de que no volveremos a sentarnos juntos a la mesa, y la pena me ha cortado el aliento. Como si de repente me hubiera arrinconado contra las cuerdas y hubieran llovido golpes sobre mi estómago. Nadie me avisó que el dolor se parecía tanto al miedo.

Si me dejo llevar, sigo viviendo en un mundo detenido antes de su muerte. El médico dijo que una enfermedad tan larga, sin ninguna esperanza, genera una gran ansiedad. Creo que se refería a esto. A sentir su presencia todavía, un fantasma tal vez, mi padre hundido en el sillón, la bata abierta sobre las rodillas. A escuchar sonidos de suave roce, de respiración áspera, de carraspeo, de lucha contra las flemas. A tener que controlar el pánico varias veces al día.

He guardado el tercer plato, sintiéndome culpable. Por suerte, Miguel no se ha dado cuenta de nada. Cuando hemos empezado a cenar, todo estaba en su sitio, mis lágrimas bajo control, una leve sonrisa preparada. La voz solo me ha temblado un poco al preguntar qué tal va todo en el instituto, si empieza la semana con pereza o alegría.

Bien, normal.

Es la respuesta oficial desde que empezó el curso. A pesar de todo, siempre sigo preguntando, con tono cariñoso, tranquilo, dispuesta a retroceder al menor signo de mal humor, cuando su delicado radar detecta una intromisión en el reciente territorio de su intimidad. Está claro que ha acabado la época de las conversaciones torrenciales, cuando le encantaba hablar y preguntar y atraer mi atención. Ahora agradecería que llenase el silencio con aquella charla absurda. Escucharía, sonreiría y no tendría que hacer esfuerzo.

Al final he conseguido que me hable de sus fotos. Sigue loco con esa preciosa cámara que le regaló su padre cuando se lo llevó la última vez en su turno de vacaciones. Los regalos de papá suelen ser enormes aciertos, sorpresas fabulosas, quizás porque tiene más dinero que yo. Él nunca ha pedido una reducción de jornada para cuidar a nadie. 

Miguel quiere hacer fotos de ciertos árboles que ha elegido en la calle y el parque. Fotografiar los mismos árboles todos los días para documentar cómo van perdiendo las hojas, quedándose desnudos en el frío. ¿Qué interés tienes en esos árboles?, le he preguntado. Ha contestado: están pasando una mala racha, como nosotros. 

3

El ascensor de la empresa nos vomita al acabar nuestro turno. Salimos a la calle como una colonia de hormigas que se agrupan y luego marchan en hileras negras. Fría tarde de martes. El cielo nublado ilumina el barrio con una luz muy deprimente. Las hojas caídas se pudren en los charcos oscuros.

Este trabajo me permite ser casi invisible. Cientos de operadores en una sala, cada uno en su cubículo, zumbido de llamadas y voces, soledad disfrazada de multitud. Constantemente llega gente nueva y otros son despedidos.

Yo mismo, nunca duro mucho en el mismo puesto.

Evito cuidadosamente el trato con los demás, la trampa de la intimidad y la simpatía. Estoy más seguro si guardo las distancias. Me he dado cuenta de que los jefes tienen espías aquí dentro, compañeros, chicos con pinta amistosa, chicas simpáticas, que delatan al que protesta o se queja.

He aprendido a desconfiar especialmente de la gente amable. Una grosería siempre es sincera, pero nunca sabes qué hay detrás de una sonrisa. Sonríen cuando te están engañando, cuando se burlan de ti. Y, sobre todo, cuando te van a hacer daño. En mi otra vida, antes del cambio, lo sufrí en carne propia. Silvia era cariñosa, parecía feliz a mi lado, pero de pronto se cansó de mí y me dejó en la cuneta. No hubo gritos, solo explicaciones tranquilas. Adiós, no te obsesiones conmigo. Sentí un dolor agudo, ese dolor infantil olvidado hasta que te abandonan.

Como todos los perseguidos, cada día elijo una ruta diferente para volver a casa. Intento grabar en mi mente el plano de esta parte de la ciudad. Los posibles escondites, los solares abandonados, los edificios vacíos. Las paradas de autobús, los caminos del parque, los aparcamientos subterráneos. Dedico horas a observarlo todo y memorizarlo.

Donde quiera que vaya, la fealdad de las calles me golpea. Observo a los habitantes de esta barriada asfixiante. ¿No les importa lo que está pasando? Han firmado hipotecas para poder ocupar su correspondiente celdilla en estas colmenas de hormigón gris. Compran teléfonos, ordenadores, electrodomésticos, y los llevan orgullosos a sus casas, caballos de Troya de última generación desde los cuales su vida entera será saqueada.

Nuestros perseguidores son astutos. Nos hacen pagar a nosotros mismos los aparatos con los que nos espían. Envuelven esta conspiración en el brillante celofán de la tecnología, la ciencia, el progreso. Quieren recibirlo todo en bandeja de plata: instalen wifi, retrátense en las redes sociales, confíen sus datos a la nube. Nos hacen imaginar un mundo ligero, etéreo, flotando sobre nuestras cabezas, el hogar celeste de nuestros archivos. En realidad, son siniestros barracones rodeados de alambradas, protegidos por perros. Campos de concentración de nuestros secretos.

Al anochecer, se levanta un viento sombrío que lanza polvo y tierra contra mis ojos. Los árboles tiemblan por las sacudidas del aire. Caen hojas secas que reptan por el suelo con ruido de papel.

¿Los reconoceré si vienen a por mí? He escapado de su trampa una vez, rompí el cerco, saben que no soy uno más del rebaño. Sé defenderme. Ahora me respetan y actuarán con más cautela. Tal vez me han encontrado ya, tal vez alguien merodea alrededor de mi casa tomando nota de mis movimientos. Podría ser la chica que veo a las siete de la mañana en la parada del autobús con el móvil en el regazo, envuelta en su luz azul. O en el cartero que llama todos los días al timbre del edificio y entra sin levantar sospechas. O el chico que hace fotografías  en el parque.

4

30 de septiembre, martes. 10:30 de la noche.

Miguel pasa cada vez más tiempo fuera de casa y yo no consigo superar la angustia de entrar en el piso vacío. Mientras hago girar la llave siento una extraña cobardía y la saliva que trago tiene sabor metálico. He inventado rituales contra el miedo: respirar hondo, hinchar los pulmones, contar hasta diez, recordar viejas letanías escolares. A, ante, bajo, cabe; cúmulos, estratos, nimbos y cirros; Miño, Duero, Tajo.

Esta mañana he salido del trabajo a mediodía para recibir a los tasadores. Me pregunto en cuánto valorarán el piso y si encontraré la forma de pagarle a Laura su parte. La enfermedad ha devorado casi todo el dinero, el mío y el de la herencia, o tal vez nunca he sabido ahorrar, apuntar los gastos a diario, aprovechar las ofertas del supermercado, negarle a mi padre la pequeña felicidad de comer filete de ternera mientras mantuvo el apetito. La factura del funeral fue ruinosa. Y están por llegar los gastos de notario y los impuestos, cuando acabemos las gestiones.

Mi único deseo en este momento es quedarme a vivir con Miguel en esta casa habitada por la memoria. Junto a la ventana, mirando a la calle, he pensado en el paso de los años, en las cicatrices y los hallazgos. Cómo me calma este paisaje de calles conocidas desde la infancia, la paz de recordar un tiempo lejano, cuando papá era joven y yo pensaba que sus fuertes manos me protegerían de cualquier peligro.

Pero también la sorprendente belleza de esta mañana, en presente. Miguel tiene razón, el otoño se ha anticipado. De pronto, estallan los amarillos, los rojos oxidados, los naranjas cálidos de las jaboneras. Llueven ramas doradas sobre la acera y sobre el techo de los coches aparcados. Está desapareciendo la cortina de hojas que durante el verano oculta el edificio de enfrente y, entre los claros de las ramas, veo las pequeñas escenas domésticas de los vecinos del otro lado, una mano limpiando los cristales enérgicamente, dos caras de perfil que cenan viendo la televisión. Aunque no conozco a nadie, sus vidas tranquilas me hacen compañía.

He tenido que esperar casi una hora a los tasadores, un hombre maduro y una mujer joven. Por suerte, no han sido necesarias ceremonias de hospitalidad, ese ritual antiguo que yo representaba con desgana cada vez que papá recibía visitas. Hoy todo ha sido simple, rápido, eficaz. Les he guiado por la casa abriendo puertas y esperando en el umbral. Han hecho mediciones, han evaluado mentalmente los desperfectos del baño, de la cocina, de las habitaciones. Han comprobado los cierres de las ventanas y el interior de los armarios empotrados. Han pedido una fotocopia de la escritura.

Dentro de unos días, recibiré por correo un informe completo. El espacio, la distribución, la luz que disfrutamos, la belleza frágil de las cosas usadas, las reformas pendientes, el rastro de la enfermedad... todo calculado y traducido al lenguaje incuestionable del dinero.

Cuando han terminado, les he ofrecido una cerveza. El hombre ha aceptado, gracias, no diré que no. Ha bebido directamente del cuello de la botella, en posición distendida, la espalda ligeramente apoyada en la encimera de la cocina, como si hubiera tomado posesión de los secretos de la casa.

¿Va a poner en venta la vivienda? Le he explicado que me gustaría quedarme a vivir aquí, que crecí en esta casa, en este barrio, que los rincones están poblados por mis recuerdos y mis fantasmas. Aunque no era necesario, le he contado también que me instalé de nuevo hace seis años, cuando diagnosticaron un cáncer de hígado a mi padre, para cuidar de él. He mencionado la quimioterapia, los efectos secundarios, el desánimo, los dolores. Sabía que estaba hablando demasiado, que el hombre intentaba ser amable pero no quería escuchar mi historia. No sé por qué ha brotado así, tan violento, tan incontrolable, el chorro de las confidencias con la persona menos adecuada. Después no he sentido alivio, sino vergüenza.

Antes de irse, la mujer ha dicho una frase inquietante. Le deseo suerte.

¿Suerte por qué?

Los repartos de herencia. Ni se imagina lo que hemos visto.

Ah, no, nosotras no. Somos solo dos hermanas y nos llevamos muy bien.

5

Anoto mis pensamientos y mis sospechas en una pequeña libreta de tapas verdes y hojas cuadriculadas. Me gusta el papel porque lo puedo destruir. Qué placer antiguo borrar las huellas, no dejar rastro, hacer desaparecer las pistas. Una página arrancada y rota en pedazos que se esparcen, es un misterio perfecto. He decidido volver a las cosas simples de la niñez, al tiempo en que viví libre de amenazas. Nunca más volveré a conectar un móvil ni un ordenador.

Las últimas páginas de mi libreta están reservadas a los apuntes más secretos. La mayoría se refieren al chico de la cámara. Dibujo un trazo en el cuaderno cada vez que nos cruzamos por la calle, dos trazos si lo sorprendo merodeando cerca de mí y tres trazos cuando me lanza una mirada de refilón. Creo que intenta fotografiarme. Es posible que lo haya conseguido ya, aunque solo de espaldas. También apunto sus entradas y salidas del portal que queda justo enfrente del mío.

Por la noche, reviso las anotaciones y tomo decisiones en el silencio del piso donde he desenchufado todos los electrodomésticos y ya no me perturban zumbidos de motores ni pequeñas luces rojas.

Desde hace dos días como solo pan y frutos secos para que mi cuerpo se acostumbre a soportar el hambre. Quién sabe si la próxima vez tendré que huir de repente, tal vez en un autobús de línea que me llevará a los últimos suburbios de la ciudad, hacia la soledad de las naves industriales, las casas aisladas, los campos ásperos, los caminos que corren junto a carreteras con guardarraíles y reflectores.

El hambre hace que los pensamientos se vuelvan claros y esenciales. Se desenredan, se simplifican.

Esta tarde sopla un viento turbio que retuerce los árboles. Camino abrazado al anorak, el tronco inclinado hacia adelante, escuchando los gruñidos sordos de mi estómago. Cuando llego a la cuchillería, recorro con ojos atentos el escaparate. Dentro de estuches abiertos, junto a sus fundas de cuero, entre sacacorchos, tijeras y navajas multiusos, las armas, las verdaderas armas, me enseñan sus colmillos de metal.

6

Sábado 4 de octubre. 1 de la madrugada.

Después de comer, he llamado a Laura. Hace cuatro meses que murió papá, le he dicho.

Como si volviera a estar allí, veo la habitación del hospital en sus mínimos detalles. Mi padre atado al gotero, la piel amarillenta. Cada una a un lado de la cama, sujetábamos sus manos. Las dos aterrorizadas por su respiración afanosa, por los borbotones roncos, por las burbujas de saliva que tal vez eran agónicas palabras. Nos inclinábamos sobre él, papá, no te esfuerces, tranquilo, estamos a tu lado. De repente cesó el ronquido, el cuerpo se aligeró de un peso, pareció expandirse, descansó. Laura pulsó el timbre. Empezó un veloz desfile de enfermeras y, por último, llegó el oncólogo. ¿Ya está?, pregunté yo. El médico sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Cuántas veces he rezado, he suplicado, he pedido con todas mis fuerzas que esas no fueran las últimas palabras mías que él oyera. Pero no hay remedio, nadie puede concederme ese deseo. En mi memoria, el instante de su muerte está teñido por el remordimiento. Cuando nos dejaron a solas con el cuerpo, acaricié sus manos y su pelo. Al besar su frente, recogí la última humedad de su sudor. Las horas finales habían sido duras, una violenta lucha inmóvil.

Cuatro meses. Ha sido mi primer pensamiento al despertarme, ha dicho Laura por teléfono.

La conversación ha tenido que ser breve. Unos amigos les prestaban su apartamento, se iban a pasar el fin de semana en el mar. Los he encontrado haciendo el equipaje, tenían el tiempo justo.

No te entretengo, Laura. Rápidamente: nos quedan dos meses para acabar el papeleo. Cuando puedas, dime qué día puedes venir para la aceptación de la herencia, hay que pedir cita en el notario. Pensaba hacerte una propuesta sobre el piso, pero no es buen momento. Ya hablaremos con más calma.

Llámame la semana que viene y dale un abrazo muy fuerte a Miguel. Si se deja.

Miguel estaba sentado en el sofá con el portátil sobre las rodillas. ¿Por qué no hacéis un Skype?, ha dicho, compadeciéndome por mis limitaciones informáticas. Le he contestado que me parecía buena idea. ¿Me enseñarás a usarlo? Claro, es muy fácil.

Es curioso, el humor de Miguel pesa sobre toda la casa. Lo normal es que durante horas solo preste atención a la pantalla del ordenador. Me he acostumbrado a escucharlo murmurar mientras teclea. Joder, dice a veces, saboreando el placer de decir palabrotas en voz alta. O se ríe solo. Si le pregunto cuál es el chiste, la voz se le endurece. Nada, da igual.

Pero hoy se ha mostrado más cariñoso. No recibía mis palabras con su habitual expresión de cansancio, con su ostentosa indiferencia. Creo que él también está triste por su abuelo y, a su manera, intenta consolarme. A media tarde, ha cerrado la tapa del ordenador, ha bostezado y se ha quedado observando mi trajín en las ventanas.

¿Qué haces?

Asegurar las jardineras para que el viento no las tire a la calle.

¿Qué pasa si le caen a alguien en la cabeza? ¿Lo matarían?

Zas, lo dejarían seco.

¡Joder! ¿Quieres que te ayude?

Gracias. Sujeta aquí. Agárralo fuerte.

Esta tarde he recordado esa recia prudencia campesina de papá que tanto me hacía reír. Intentaba encajar las tapas del alcantarillado o las baldosas rotas en la calle para que la gente no tropezase, se preocupaba por la solidez de los andamios, recogía del suelo peladuras de plátano, ese tipo de cosas. Laura y yo lo convertimos en una de esas bromas familiares entre cariñosas e irónicas. ¿A cuánta gente has salvado hoy, papá?, preguntábamos. Él se encogía de hombros. Reíros, reíros. Con las desgracias, todo el mundo llora, pero el bien es invisible.

Papá tenía una idea pequeña, humilde del bien. Evitar percances, ahuyentar la tristeza. De ahora en adelante, en los días de viento, me aseguraré de anclar las jardineras.

7

Necesito pensar con claridad. Superar el terror, la cobardía, las flaquezas, las necesidades. Cada vez resisto mejor el hambre, el vértigo en el estómago y en la cabeza. Los primeros días no era capaz de vencerme y me lanzaba como un animal sobre cualquier clase de comida: latas, paquetes, pizzas descongeladas a toda prisa en el microondas. Después de esos atracones sentía una tristeza y un asco insoportables, me avergonzaba de mí mismo. Ahora, aunque me siento débil, sé que estoy fortaleciendo mi voluntad. Quiero llegar a ser limpio y frío como una hoja de metal. La soledad es una forma de iniciación.

Lo he apuntado en mi cuaderno verde, junto a los demás indicios. Ayer, hacia las 17:30 horas, sorprendí al chico y a la mujer vigilándome desde la ventana de enfrente. A mi alrededor se está cerrando el cerco. Las últimas dudas se esfuman al repasar, uno por uno, todos los hechos desnudos, anotados por orden en las páginas cuadriculadas.

El viento sopla. Me hace pensar en un país del norte, en largas heladas y en la angustia de noches alcohólicas en soledad. He oído hablar sobre vientos que desquician a las personas normales y las empujan a crímenes  sangrientos o al suicidio. Pero todo eso son pretextos, leyendas, literatura. La verdad es que, en noches como esta, la mayoría de la gente, que es cobarde, necesita tomar pastillas o emborracharse para soportar el peso de las horas.

Sopla el viento, empujando nubes de color rojo oscuro. Cerca del parque, un gato negro sale de un rincón oscuro y se sumerge en un sótano. Anochece. También desde las farolas, que empiezan a encenderse por control remoto, nos acechan cámaras de vídeo y micrófonos ocultos.

El frío me hace caminar más deprisa. Dejo atrás el parque, sigo camino a casa y, en la segunda bocacalle, la veo por sorpresa. Al instante, siento las piernas débiles. ¿Silvia? Camina delante de mí, acompañada de dos chicas. He reconocido su nuca, su espalda, la forma de llevar al hombro la funda oscura de la guitarra. ¿Por qué en esta ciudad, adonde vine para alejarme de ella?

Detrás, más cerca cada vez. No intentaré hablar con ella, no voy a decirle ninguna de esas frases vengativas que he perfeccionado palabra por palabra en las largas conversaciones de la imaginación. Tampoco necesito una ración más de sus mentiras. Pero no daré media vuelta ni escaparé como si la quisiera todavía. Echo mano a la navaja en el bolsillo del pantalón y la acaricio. Es suave y fría, me recuerda que ya no soy alguien a quien se pueda apartar de un manotazo.

Las chicas cruzan la calle antes de que las alcance. El semáforo cambia a rojo. Las observo mientras doblan la esquina siguiente. Espero hasta estar seguro de que no volverán la vista y me lanzo entre los coches. Desde la distancia, al otro lado de la calle, la veo separarse de sus amigas. Se dicen adiós. Me acerco por la espalda, casi corriendo. Lo que siento se parece al miedo.

No es ella. La cara acribillada de acné, su perfil de nariz larga y labios finos. Es una desconocida.

Dejo pasar a la chica de la guitarra. Respiro hondo para calmar esta agitación, el sudor de las manos, la rabia.

8

Viernes 10 de octubre. 4 de la madrugada

Son las cuatro de la madrugada y, en mi cabeza, los pensamientos giran deprisa, como hélices furiosas. No he podido dormir ni un solo minuto desde que me acosté. El despertador sonará a las siete menos diez. Entonces me arrastraré fuera de la cama haciendo un esfuerzo y, al enfrentarme con mi cara en el espejo, me veré vieja y angustiada, un fantasma de párpados hinchados.

La sirena de una ambulancia se acerca y luego se aleja por las calles oscuras, inundando de angustia la madrugada. Qué larga es la noche.

No es la primera vez que Laura y yo nos enfrentamos, todos los hermanos discuten. Pero nunca antes la había oído hablar así, remontándose a la infancia para esgrimir un historial de conflictos, humillaciones e incomprensión.

Su voz sonaba ya cansada cuando contestó al teléfono. Ha sido un día agotador en el trabajo, explicó.

Laura, le dije, me gustaría comprar tu parte del piso de papá y quedarme a vivir aquí. Venderé mi casa para pagarte.

Un carraspeo incómodo al otro lado.

Lo siento, pero no me gusta la idea. Alberto y yo hemos hablado ya de eso. Será más fácil y rápido si lo ponemos en manos de una agencia. Los tratos dentro de la familia nunca terminan bien.

Le he dicho que le iba a hacer una oferta justa, la mitad del precio de tasación. Por otro lado, a papá no le gustaría que vendiéramos el piso a unos extraños. Esta casa significaba mucho para él.

Laura lo sabe tan bien como yo. Fue la posesión que más enorgullecía a nuestro padre, pagada con el trabajo de sus manos. En los últimos tiempos, cuando ya esperaba la muerte, solía decir: qué buenos ratos hemos pasado aquí.

La he escuchado suspirar. Lo siento, pero esta vez no te dejaré salirte con la tuya. Siempre fuiste la favorita de papá, hacías lo que querías con él. He pasado muchos años a tu sombra.

Me ha impresionado el tono de su voz, la expresión solemne, las acusaciones calladas, los juicios de valor pacientemente contenidos.

¿Existieron siempre celos y agravios sin que yo lo sospechase? Los buenos recuerdos, las viejas historias, la imagen de una infancia bulliciosa y bromista, ¿son solo mi versión del pasado?

Supongo que esta conversación ha sido cruel para las dos. Cuando ha colgado, Laura también lloraba.

En ningún momento, a lo largo de los años me he sentido la preferida. ¿Cómo se pueden comparar dos vidas? Dos vidas son como dos países diferentes, con distintos relieves y accidentes. Me casé joven, tuve un hijo, me divorcié. Durante la época que yo recuerdo más dura, más decisiva y también más intensa, Laura vivía fuera, se dedicaba a su profesión, viajaba. Ella esperó hasta los cuarenta años para casarse y no quiso hijos. nadie nos obligó a tomar nuestras decisiones, cada una tuvo sus desengaños.

Qué frágil está, decía Laura cuando venía a ver a papá en fines de semana y vacaciones. Siento no poder ayudarte más. Compréndelo, desde que Alberto está en paro, mi trabajo es muy importante, nos sostiene a los dos.

Yo he permanecido seis años al lado de un enfermo, día tras día. Me despertaba al primer susurro de su voz por la noche. Cambiaba sus sábanas, lo vestía, cosía y descosía la ropa para adaptarla a su vientre hinchado y a su pecho encogido. Lavaba su piel acartonada y amarilla. No había un solo fluido suyo que no me resultara familiar. Cuando hubo que ponerle pañales, yo lavaba a diario su culo y su sexo marchito y ajado. No he olvidado el olor de los últimos meses, un olor a orina suave pero persistente, a ropa gruesa, a sudor rancio, a humedad que no se seca y piel sin respirar.

La muerte es inevitable, pero creía que al menos nuestro pasado feliz estaba a salvo. Qué buenos ratos hemos pasado aquí.

La luz pálida del amanecer empieza a aclarar las cortinas.

9

Tres de la mañana. No necesito dormir, para qué dormir, dedico las horas de la noche a fortalecer mi cuerpo, flexiones y abdominales, debajo de la piel mis músculos empiezan a endurecerse. En la calle ha dejado de silbar el viento, pero ha caído la niebla como una mortaja sobre la ciudad. Me gusta este cielo rojo de la noche, su belleza contaminada y venenosa.

Me miro en el espejo, fijamente a los ojos, y ya no me avergüenzo porque soy una persona nueva en un cuerpo distinto. Apunto cada día en mi libreta verde el número de flexiones, me entreno para ser fuerte, soportar el dolor y la soledad. Mis manos, me muerdo las uñas, muerdo la piel junto a las uñas hasta atrapar con los dientes la punta de un pellejo y tiro, tiro para desprender la piel, sintiendo el dolor y el sabor salado de la sangre. Puedo hacerme cortes en los brazos con la navaja, sin pestañear, sonrío cuando empieza a correr mi sangre brillante.

Cuatro-cinco-seis-siete...

Qué claridad mental, por fin lo entiendo todo y soy libre. Cuando pienso en la gente enganchada a sus móviles incluso por la calle, son yonquis, ninguno lo aceptaría pero son yonquis, desesperados por su dosis diaria de droga electrónica. Acariciando con los dedos la pantalla de sus móviles, lo único que acarician ya, se han rendido, hipnotizados y sonámbulos, idiotas, sometidos. Y si algún día despiertan y quieren rebelarse, entonces los delatarán sus amados móviles, sus GPS, sus tarjetas de crédito. Los móviles son nuestras tobilleras de control penitenciario, nos hemos transformado en una sociedad de reclusos en semilibertad. Así, todos deslumbrados por la luz parpadeante de las pantallas, la mejor parte del mundo se está hundiendo en la sumisión y el aturdimiento.

Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno...

El miedo huele, los depredadores lo notan. Los perros empiezan a salivar cuando olfatean el miedo, el miedo les confirma que han dado con su presa. Los tiburones blancos miran con desprecio a esos pececillos que viven asustados, boquiabiertos y en fuga. Los depredadores lo tienen cada vez más fácil gracias a la incredulidad paralizante de sus víctimas. Para mí terminó la huida, es tiempo de furia.

Cincuenta y uno, cincuenta y dos...

¿Qué les dan los móviles, el griterío de las redes sociales, la conversación interminable de los chats? Ruido. Olvido. La gente no quiere aceptar la verdad, el desahucio de sus  esperanzas. Que nunca serán más de lo que son ahora, sino menos cada vez. Hipotecados, pobres, cada vez más lejos de sus sueños, ellos y sus hijos y sus nietos.

No soy un niño aterrorizado. Puedo restregarles las bota por la cara a mis perseguidores. Crece dentro de mí el calor, el temblor de la rabia. Miro fijamente el techo, las sombras, esa mancha de humedad en la pared como una ameba gris y mohosa.

Sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta...

La sirena de una ambulancia chilla en la calle. La muerte ha venido a buscar a alguien. Acaba otra vida estúpida, cobarde, drogada, inútil.

10

Lunes 20 de octubre. 11:30 de la noche.

He llevado los documentos al notario y he vuelto a casa en taxi. Cuando el conductor me llevaba por una calle bordeada de tilos, he comentado en voz alta: es una tarde preciosa. Lo era. El cielo limpio por fin, después de tantos días emborronado por la niebla. La luz dorada del otoño. Los árboles amarillos recortados contra el azul claro. Nubes blancas alisadas por el viento.

Pero el taxista ha ignorado mi comentario y ha seguido conduciendo en silencio. ¿Por qué me he sentido avergonzada, al borde de las lágrimas? ¿Tanto me afecta la antipatía de un desconocido? No sé qué me está pasando. Hay días en que me siento en carne viva y, en cambio, otras veces voy y vengo como si estuviera anestesiada.

Y siempre este cansancio que aumenta con el paso de los meses. Si no fuera por Miguel, me quedaría simplemente sentada en el sofá, indiferente al hambre y el frío. Cualquier obligación me acobarda. Los interminables trámites de la herencia. Lavar y guardar la ropa de verano para abrir espacio en los armarios a los abrigos y los jerseys. Ocuparme de la casa, tener a raya el polvo, fregar, escarbar en los rincones, limpiar el váter. Arrastrar el carro metálico por el supermercado, sin ideas, desganada, la mente en blanco, mientras veo a otras mujeres avanzar eficaces y seguras por los pasillos de comida, leyendo etiquetas, comparando precios. La necesidad de pensar y preparar la comida cada día, las sartenes, el aceite, la cebolla, los huevos, trocear, freír, vigilar, revolver. Y cuando todo el trabajo está terminado, los rastros borrados, el fregadero brillante como un espejo, vuelta a empezar.

Cuánto esfuerzo para sacar adelante a mi hijo y cuidar a mi padre, dividida, agotada, al galope de una tarea a otra, con horarios reducidos en la oficina, descartada para los ascensos, siempre los apuros de dinero, este lento venir a menos, la callada inquietud ante nuestro futuro.

Al notar que el taxi tomaba velocidad, he abierto la ventanilla. El ruido del tráfico entraba mezclado con un río de aire impetuoso que me acariciaba la cara.

Si el viento pudiera llevarse seis años de cansancio... Lo he pensado muchas veces. Los cuidadores somos seres a medias. Ni sanos ni enfermos, merodeamos por territorios fronterizos. Se dice que los muertos vuelven al mundo de los vivos bajo la forma de fantasmas. No lo creo, los fantasmas somos nosotros, los desgastados, los envejecidos acompañantes de los muertos.

No he vuelto a hablar con Laura sobre el piso de papá. Hacer cualquier mención es como pisar un campo de minas. En nuestras conversaciones telefónicas hemos sellado una paz provisional, triste, que evita problemas. Pero ya sé cómo acabará todo. Cederé, sin generosidad ni cariño, simplemente por no ahondar la herida. Decidiremos entre las dos qué agencia se encargará de vender la casa de nuestra infancia. A mí me espera el agotamiento de otro traslado después de seis años, el mal humor de Miguel por tener que marcharse a vivir lejos de sus amigos.

Podría contar mi biografía como una sucesión de mudanzas.

11

Mi mano en el bolsillo del pantalón. Hay que tener la navaja lista.

Sé lo que debo hacer, lo he hecho antes. El verano en el pueblo, yo tenía doce años, los campos polvorientos. Nos entreteníamos jugando durante las largas tardes sin rumbo, entre el zumbido de las moscas. Lanzábamos la navaja para clavarla en la tierra. Qué placer conseguir el impulso medido, el giro preciso de la muñeca, el ángulo perfecto. La hoja hincada en el suelo, perpendicular, limpiamente, sin esfuerzo. Todos admirábamos a los mejores lanzadores. Recuerdo envidiar el sabor de aquellos éxitos, en el corro de los chavales, en las vacaciones aburridas e infinitas de la infancia.

Hoy, huérfano de aquellos veranos, hundido en la tarde fría de noviembre, atravesando la zona más oscura del parque, camuflado entre las sombras, mi cara oculta por la gorra gris, la sigo. Es la mujer, la madre del chico, la fisgona. Te he visto tantas veces con la nariz pegada al cristal de la ventana, desgraciada soplona hija de puta. ¿Quién te ha encargado vigilarme?

La ocasión se ha presentado sin planearlo: un encuentro casual al atardecer en un lugar solitario, sin testigos. La gorra gris calada, el cuello de la cazadora levantado, nadie ha podido ver mi cara. Ahora es el momento de demostrar que no pertenezco al rebaño, que no soy una de esas estúpidas ovejas asustadas, carne de matadero. La pregunta, la única pregunta, es si tengo el valor necesario. Si soy capaz de sacrificar con mis propias manos al perro rabioso antes de que hunda los dientes en mi cuerpo.

Ha llegado la hora de la prueba. Tarde o temprano todos debemos demostrar, en un instante decisivo, de qué metal estamos hechos. Tengo miedo, miedo de no estar a la altura.

Saco la navaja. Aprieto el pulsador, suena el resorte, sube el acero.

En el cruel verano de mis doce años, vagabundeaba solo después de cenar, con el chirrido de los grillos en los oídos, la navaja en la mano. Me dedicaba a escarbar en la tierra con furia. Hería la corteza de los árboles con las letras de mi nombre. Atrapaba ranas junto al río, las abría en canal y me quedaba observando el latido de sus entrañas mientras morían lentamente.

En el parque nocturno, solitario, en sombras, vuelvo a ser el chico que descuartizaba animales con mirada indiferente. Regreso, como en un sueño, a un tiempo hecho de infancia y muerte. Es hermosa la sangre fresca, brillante, que brota de un cuerpo moribundo, entre las convulsiones y los jadeos de agonía.

De pronto, un fogonazo de luz hiere mis ojos, un meteoro en llamas chocando varias veces contra mi cabeza. Sin entender, deslumbrado, me cubro la cara con las manos. El centelleo y la claridad quedan impresos en mi mirada, me ciegan. Pienso: han venido a por mí, me han tendido una trampa. Escapar, escapar frío y astuto como una serpiente. Conozco cada rincón de esta arboleda oscura. Sobre todo, no debo dejar caer la navaja.

12

Domingo 16 de noviembre. 11 de la noche.

Mañana es el día del traslado. Me iré de esta casa donde el tiempo parecía detenido en nuestra  infancia, el hogar inalterable de la niñez y los recuerdos.

"Ahora no te das cuenta, pero es la mejor solución para todos, también para ti. No sabes cuántos problemas y disgustos nos evitaremos", dijo Laura por teléfono, al zanjar el asunto. Hice un esfuerzo para dominar la irritación. Mi hermanita pequeña, tan decidida, tan previsora, tan poco sentimental, siempre sabe perfectamente lo que se debe hacer.

Pero yo, la que siempre se toma todo a pecho, echaré de menos esto. Los muebles sólidos que mi padre fue comprando a medida que podía pagarlos, porque la gente de esa generación prefería ser pobre antes que endeudarse. El sofá que imitaba terciopelo verde, las vitrinas para vajilla, la mesa camilla y el brasero, la radio antigua de la que tanto me gustaba el dial iluminado con nombres de ciudades. Trípoli, Alejandría, Liubliana, Lisboa, Estocolmo, Argel, Breslau.

Para la mudanza, he tenido que vaciar el contenido de los cajones, los armarios, los muebles con puertecilla y llave. Tirar a la basura con dolor todos esos objetos huérfanos que él guardaba y para mí son mudos. Descubrir detalles desconocidos de su vida —fotografías antiguas de mi padre con pantalón corto y camiseta de atletismo— sobre los que ya no podré preguntarle. Asomarme a secretos que nunca nos contó, como las cartas que le escribía una mujer llamada Marina cuando mi madre ya había muerto y nosotras éramos niñas.

Miguel casi no me ha ayudado, ni siquiera con las cajas de sus cosas. Ha pasado el fin de semana haciendo lo que llama sus "fotografías de últimos momentos". El último sábado que sus amigos vinieron a buscarlo para salir. El último desayuno tranquilo de domingo. Sus últimos paseos por el barrio. La última comida en la mesa redonda del salón. Y por la tarde, mientras yo iba a comprar bocadillos para la cena, su despedida de esos árboles del parque que ha ido retratando mientras perdían las hojas.

La melancolía del otoño, la mirada que se vuelve distinta justo antes de marchar, las imágenes que serán futuros recuerdos. Me impresiona el instinto de Miguel para fotografiar lo invisible.

Antes de acostarse, cuando yo cerraba las cajas con cinta de embalar, se ha acercado sosteniendo el ordenador en las manos y me ha preguntado qué foto me gustaba más. Hemos dedicado más de media hora a mirarlas una por una. Como estoy de un humor melancólico, me han alegrado sus repentinas ganas de hablar.

¿Cuál te gusta más?, ha insistido.

Me gustan mucho las fotos de esta noche, las tres del parque.

¿Estas?, ha preguntado, decepcionado por mi elección. El flash daba a las imágenes un desagradable aire espectral. Además, había un hombre extraño entre los arbustos, ha dicho señalando en las fotografías una figura borrosa.

No me había dado cuenta.

Sí, aquí, parece una sombra. Lleva una gorra gris. ¿Lo ves?

Tienes razón. Aun así, me quedo con estas.

Me ha ilusionado que quisiera fotos mías para su colección de últimos momentos. He recordado tiempos mejores al verlo aparecer de repente disparando con su inseparable máquina. Esa expresión suya, casi olvidada, de alegría infantil al sorprenderme. Y ha sido una sorpresa, porque no lo había visto, ni siquiera sabía que estaba en el parque. Todo parecía solitario, tranquilo en medio de la calma de los árboles. Tal vez el único instante de paz en estos días caóticos.

Y he pensado: recordaré ese momento.

(En AA. VV., Hablarán de nosotras.13 - una escritoras aragonesas, Los libros del gato negro,  Zaragoza, 2016)


La escritora Irene Vallejo. / SANTIAGO BASALLO

Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es una filóloga y escritora española. Licenciada en Filología Clásica, es Doctora por las Universidades de Zaragoza y Florencia con una tesis sobre literatura antigua que consiguió la mención especial de Doctorado Europeo. Su labor se centra en la investigación y divulgación de los autores clásicos, impartiendo cursos y conferencias y a través de su colaboraciones con los periódicos Heraldo de Aragón y El País, en las que combina temas de actualidad con enseñanzas del mundo antiguo. Fruto de este trabajo son dos libros recopilatorios de sus columnas periodísticas, El pasado que te espera (2010) y Alguien habló de nosotros (2017). En el libro La mañana descalza (2018) recopila columnas publicadas en Heraldo de Aragón sobre la mujer en la mitología, combinadas con poemas de la escritora argentina Inés Ramón. En El futuro recordado (2020), las columnas recopiladas recrean un imaginario banquete con ilustres invitados como Safo, Tucídides, Séneca, Gracián, Montesquieu o Wilde. 

En 2011 apareció su primera novela, La luz sepultada, una historia cotidiana ambientada en la Zaragoza de 1936, en los días previos al inicio de la Guerra Civil, que recibió una Mención Especial del Jurado en el Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de  Zaragoza 2012. Su segunda novela, El silbido del arquero (2015), revive las aventuras del héroe Eneas en una apasionada recreación histórica y literaria ambientada en dos épocas: el universo legendario de la guerra de Troya y la Roma de Augusto. También ha cultivado la literatura infantil y juvenil con El inventor de viajes (2014), ilustrada por José Luis Cano, y La leyenda de las mareas mansas (2015), en colaboración con la pintora Lina Vila. Su relato "El mal invisible" fue incluido en la antología de escritoras aragonesas Hablarán de nosotras (2016). Su relato "La fisonomía del soldado", publicado por Alfaguara en 1997, fue premiado en el Quinto Certamen de Los Nuevos de Alfaguara.

Es especialista en el poeta latino Marco Valerio Marcial y en 2008 le dedicó el ensayo Terminología libraria y crítico-literaria en Marcial,  editado por la Institución Fernando el Católico, que recibió el Premio al Mejor Trabajo de Investigación de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Su ensayo El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019) fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2020. Se trata de un libro sobre la historia de los libros, de su fabricación y de todos los tipos ensayados a lo largo de más de treinta siglos. Pero es sobre todo, como se indica en la contraportada, "una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros". En 2020 publicó Manifiesto por la lectura (Premio Alibrate 2022, otorgado por la Fundación Leer Argentina), una declaración de amor a los libros que nace del encargo de la Federación del Gremio de Editores de España en apoyo de un 'Pacto de Estado por la lectura y el libro'. En 2023 ha aparecido la adaptación gráfica de El infinito en un junco, ilustrada por Tyto Alba.

Su labor ha sido reconocida con prestigiosos galardones, entre los que se cuentan, el Premio Aragón 2021, el Antonio Sancha 2022, el IX Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña (otorgado por la Academia Mexicana de la Lengua), el XI Premio al Líder Humanista 2022, el Wenjin Book Award, otorgado por la Biblioteca Nacional de China, en la categoría de ciencias sociales, y el Premio de Lectores de Francia 2023. Opta junto a otros cinco candidatos al Premio de Literatura al Entendimiento Cultural Global 2023 que organiza la Academia Británica.

Irene Vallejo cursó los estudios de bachillerato y COU en el IES Goya de Zaragoza.

(La información sobre la autora procede, casi en su totalidad, del libro 'Hablarán de nosotras'.) 

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Caminos que confluyen. Irene Vallejo Moreu, antigua alumna del Instituto Goya




   Me resulta muy emotivo hablar de Irene Vallejo y su obra entre estas paredes que, con tanto cariño, abrigaron su pasión por el mundo clásico y por la literatura.
   Tuve la suerte de ser una de las profesoras de Irene Vallejo Moreu y de Elisa Arguilé Martínez. La autora y la ilustradora de El silbido del arquero. La novela que hoy vamos a comentar en este grupo.
   A veces los profesores pensamos que somos importantes porque hemos dejado alguna huella en nuestros alumnos. Pero yo no estoy muy segura. En cambio sí estoy segura de que ellos han dejado profundas huellas en mí. Estoy segura de que yo he evolucionado en la vida gracias a las enseñanzas de mis alumnos.
   Puedo describir perfectamente a Irene y a Elisa en sus respectivas aulas. Y también a sus compañeros de clase.
   Irene estaba en el aula de la derecha, al final del pasillo de abajo. Siempre se sentaba en la primera fila. Cuando llegaba al aula, siempre la encontraba, en silencio, repasando los apuntes y esperando a que yo llegara. Durante toda la clase me miraba con unos ojos tan grandes y penetrantes que me fascinaban. Hubo momentos en que pensé que solo hablaba para ella. Pero no, que allí estaban reclamando mi atención las Palomas, las Anas y los Marios.
   Elisa había estado siete años antes. Como a Irene, también le di clase en COU, en el aula contigua a la biblioteca. Solía ponerse en la tercera fila, al lado de la ventana; creo que se sentaba junto a Beatriz Arce y Sara Armisén. Solía alternar su atención al sintagma nominal con miradas a los árboles del patio: “¿Te has dado cuenta, Carmen? Ya ha florecido el árbol de pasión”. Entonces yo dejaba un momento la explicación y miraba por la ventana. Esta Elisa, como la de Garcilaso, me enseñaba los secretos de las flores. Un lunes me trajo un ramillete de flores silvestres de Ontinar del Salz. Ella se habrá olvidado, pero yo guardo un recuerdo muy vivo. Elisa que había nacido en Zaragoza en 1972, el año 2007 recibió el premio nacional de ilustración, por Mi familia. Un libro con texto de Daniel Nasquens.
   Pero hoy nuestra protagonista es Irene Vallejo, nacida en Zaragoza en 1979. Aunque ya es una escritora consagrada y con abundantes premios literarios, yo me detendré en sus comienzos literarios en esta casa.
   Conocí a Irene en 1998, su año de COU, y tuvo que padecerme como profesora de Lengua, como profesora de Literatura y como Tutora. Es decir, nueve horas a la semana. ¡Ahí queda eso! Sus profesores anteriores me habían hablado mucho de esta alumna, sobre todo las profesoras de Lenguas Clásicas, Pilar Iranzo y Pilar Idoipe. Aún puedo oír a Pilar Iranzo: “Carmen, Irene va a estudiar Clásicas. Así que colabora y no te la lleves a Hispánicas”.
   Aprovecho este momento para rendir un homenaje Pilar Iranzo, que se nos fue demasiado pronto. Pilar fue una de mis profesoras más queridas. También a mí me había hecho dudar entre Clásicas o Románicas. Pero en mis tiempos no había Clásicas en Zaragoza.
   Cuando Irene llegó a mis manos ya estaba enamorada de la cultura griega. Por eso me sorprendió tanto el día que me dijo que tenía escrito un cuento sobre la Guerra Civil en Zaragoza. A los pocos días me trajo el manuscrito de La fisonomía del soldado. Me quedé muda. Tenía una prosa de una gran madurez, un tono seguro y un gran pulso narrativo.
   -Y tú, como sabes tantas cosas de la Guerra Civil –le pregunté al acabar la lectura.
   -De mi abuela
   Estaba muy decidida a mandarlo al Quinto Certamen de los Nuevos de Alfaguara, que hacía cuatro años que se convocaba para los alumnos de secundaria de toda España. Tenía que presentarlo e informarlo su profesora de literatura. Y así lo hice. Ella lo maquilló un poco y yo lo mandé.
   ¡Qué alegría el día que me comunicaron que Irene estaba entre los diez jóvenes ganadores! Teníamos que ir juntas a recoger el premio a Madrid. Fuimos con su madre, Elena Moreu. El viaje resultó inolvidable. En el tren de vuelta, se me ocurrió comentarle: “Irene, este relato es de una gran potencia narrativa. Tiene que ser el germen de una novela”. Como acostumbraba, me miró con ojos de asombro y no dijo nada. El año 2011, cuando publicó La luz sepultada, me dijo: “Esta novela tiene origen en La fisonomía del soldado”. Otra vez sentí una alegría inmensa. Aunque yo me había limitado a apoyarla en sus comienzos, me sentí parte de su trayectoria narrativa.
   Los relatos premiados se publicaron en un libro, La mascota virtual y otros relatos, de Alfaguara/Santillana Juvenil, Serie Roja. Irene aparecía la última porque su apellido comienza por la “V”. Presidía el jurado José María Merino. Fanny Rubio, que también estaba en el jurado, elogió el ritmo poético de la prosa de esta joven promesa aragonesa. Su relato no había dejado a nadie indiferente.
   Para acabar con estos recuerdos del Instituto Goya, voy a traeros un detalle del fino olfato lingüístico de Irene.
   Durante todo el curso, había insistido en la tenue línea que separa las oraciones coordinadas adversativas de las subordinadas concesivas: “Prestadme atención, que una de estas os tocará en Selectividad”. Cuando mis alumnos salieron del examen de lengua vinieron a verme: “Carmen, estaba chupado, una oración de las de aunque. Muy fácil, muy fácil”, gritaban todos. En ese momento llegó sudorosa Paloma Villarroya: “Atención, que hay un problema. Todos hemos puesto concesiva, menos Irene. Por favor, míralo, Carmen”. Y yo: “No tengo nada que mirar, Paloma, si Irene dice que es adversativa, estoy segura de que lo es”. Ese año hubo varios sobresalientes en lengua, pero solo un 10.
   Después se licenció en Filología Clásica. El año 2007 se doctoró por las universidades de Zaragoza y Florencia. A partir de ese momento, comenzó su brillante carrera literaria.
- 2008. Publicó un ensayo dedicado a Marcial en la Institución Fernando el Católico, que recibió el premio de la Sociedad Española de Estudios Clásicos.
- 2010. El pasado que te espera, editorial Anorak. Una recopilación de algunas de sus columnas de El Heraldo. Un singular periodismo en el que explica los temas de actualidad con mitos del mundo antiguo.
- 2011. La luz sepultada, editorial Paréntesis. Su primera novela.
- 2014. El inventor de viajes, editorial Comuniter. Una divertida incursión en los viajes clásicos. Se lo dedicó a su hijo Pedro, que acababa de nacer. Pedro, como su madre, tendrá por compañeros de sueños a los argonautas.
- 2015. El silbido del arquero, editorial Contraseña.
   En El silbido del arquero, a través de la máscara de Virgilio podemos oír la voz de Irene: He encontrado mi voz (p. 197) Mis versos transformarán las penas en música (p. 205) En las sabias palabras del viejo Homero he encontrado mi senda (p. 205). Y cumple los deseos de la legendaria Helena: Los poetas cantarán nuestros sufrimientos a generaciones que están por nacer (p. 196). Ella, como las sibilas griegas, sabe interpretar los oráculos y ver que los problemas que padecemos hoy ya existían en el mundo antiguo: Aquellos a quienes hoy llamamos héroes fueron un día seres azotados por la desgracia. De la vendimia del sufrimiento brota el vino de las leyendas (p. 197). No se puede decir de manera más hermosa.
   Antes de terminar quiero ofreceros una primicia. Irene está preparando la publicación de un cuento juvenil ilustrado: una adaptación libre y personal de la fábula de Ovidio Ceix y Alcíone. El texto de Irene estará acompañado por las acuarelas y los dibujos a lápiz de Lina Vila García, otra de mis antiguas alumnas del Goya. Y sé que les gustaría presentar su nueva publicación aquí, en su instituto.
   Ahora entenderéis por qué he llamado a esta presentación Caminos que confluyen. El título me lo ha regalado la propia Irene: Caminos que confluyen entre mis alumnas del Goya.
   Gracias, Irene, ¡por tantas cosas! Por esta novela y por todos esos escritos con los que hemos disfrutado tanto. Pero, sobre todo, gracias por ser como eres. Es un orgullo que vuelvas al Goya con el cariño de siempre y con tan copiosa cosecha. Bienvenida a la que fue tu casa y la mía. 

Carmen Romeo Pemán

Leer juntos Hoy: 'El silbido del arquero', de Irene Vallejo



   El día 9 de noviembre iniciamos nuestras sesiones “Leer junt@s hoy”, con una sesión dedicada a la novela El silbido del arquero de Irene Vallejo Moreu.
  Llegó la autora al Instituto con la sencillez de una alumna, la ilusión de volver a un lugar en el que se fueron fraguando sus ideas literarias, y la seguridad de su enorme bagaje intelectual. Su generosidad le llevó a regalarnos dos largas horas de  explicaciones,  detalles y visiones de su obra y del mundo clásico, su gran tema, sin un trago de agua de reposo. La numerosa audiencia siguió la sesión con la atención de quien está oyendo una lección magistral, enorme admiración y gran cariño, pues varias de las personas asistentes habían sido profesoras suyas.
  Carmen Romeo Pemán hizo su presentación: “Caminos que confluyen” (incluimos el texto en la siguiente entrada). Carmen había sido profesora de Literatura de Irene en COU, con una advertencia previa de Mª Pilar Iranzo, profesora de Griego: “Carmen, Irene va a estudiar Filología Clásica… no te la lleves a Hispánicas”. Carmen cumplió, Irene estudió Clásicas, pero su rumbo profesional la ha llevado con pleno éxito a la literatura. La presentación de Carmen, sin comentarios,  sólo quiero corroborar la idea de la profunda huella que alumnas y alumnos dejan en sus profesor@s.

  Irene Vallejo comenzó explicando su llegada a La Eneida, en la carrera, ya familiarizada con La Odisea y La Ilíada desde su infancia. Le interesó especialmente el personaje de Elisa (Dido), una mujer que transgrede los roles tradicionales de género, a pesar de que en La Eneida los personajes femeninos son meramente instrumentales. A partir de aquí concibió su novela.
  A través de cinco personajes principales, Dido (a la que llama por su nombre fenicio, Elisa), Ana (su hermana), Eneas, Eros (dios del Amor) y Virgilio, y sin alterar lo más mínimo el texto clásico, la autora reconstruye el capítulo IV de La Eneida, los amores de Dido y Eneas y la huida de este último de la ciudad de Cartago. Aprovechando los espacios no ocupados por Virgilio, los personajes narran, en primera persona, sus deseos y sentimientos, su pensamiento y su acción. Y aquí es, donde, según la autora,  la obra clásica se convierte en una novela del siglo XXI: los roles femeninos y el valor de las mujeres, el horror de la guerra y el deseo de paz, la crítica social y política de aquel que se siente con las manos atadas a quien le da de comer, la libertad humana envidiada por los propios dioses… Pero se cumple el fatum, Eneas huye y Elisa muere por su propia voluntad (¿miedo/rebelión  al destino masculino?).
  Esta es la novela, pero esconde muchas más intenciones: es un acompañamiento a las inquietudes y responsabilidad de Virgilio, el autor de La Eneida, quien en definitiva hace hablar a los personajes. Es una crítica a la censura y a las obras de encargo, es un guiño a la política (hoy) y a la historia (pasado), es un tributo a los orígenes de la bimilenaria Caesar-Augusta. 

  Los personajes clásicos (¿viejos?, ¿eternos?) reflejan en el espejo nuestros problemas cotidianos: los personajes femeninos, transgresores y temerosos, mujeres inseguras de su cuerpo por su madurez o su juventud, su afán de maternidad, su deseo de protección… Eneas, perdedor y emprendedor, ha aprendido la crueldad e inutilidad de la guerra, desea la paz, pero renuncia a su amor por cumplir su destino (¿es el fatum quien dirige sus pasos hacia la eterna Roma o el poder de su masculinidad que le hace preferir la gloria?). Eros, dios omnisciente, que conoce la eterna rueda del amor y el desamor. Y Virgilio, el autor, el alter ego de la autora; el único personaje narrado en tercera persona (el eco de su propio biógrafo, Suetonio) hasta el momento final, el que nos presenta la cruda realidad política que le ha sacado de su poética bucólica; cuando encuentra su voz, escribe La Eneida.
  La narración de los cinco personajes da forma a la novela y construye la aventura. La descripción precisa, muy poética, llena de guiños a la naturaleza (mediterránea). Tampoco ha olvidado la autora los reflejos culturales de La Eneida (Flaubert,  Pourcell).  

  Podríamos hablar del título, del diseño de la cubierta (preciosa realización de Elisa Arguilé, también alumna del IES Goya, con una sencilla estética etrusca y profundo significado), de la editorial (Contraseña, joven y excelente editorial aragonesa). Sin las notas de la autora  nos hubiéramos perdido muchos detalles.
  En mis pesquisas he encontrado esta interesante página sobre Cartago, podéis echarle un vistazo: http://recursos.march.es/culturales/documentos/conferencias/pp2932.pdff

  Desde mi juventud, uno de mis hábitos diarios es levantarme temprano, recoger el Heraldo de la puerta de mi casa y leerlo (ahora ya sin prisa). Todos los lunes, tras leer los titulares de la primera página, voy directamente a la contraportada, buscando la columna de Irene Vallejo: invariablemente un tema enorme de actualidad es analizado desde la sabiduría clásica (un autor, una palabra, una costumbre…). Piezas maestras de la literatura, el pensamiento y el compromiso creativo, y siempre en positivo. Anima a comenzar el difícil día lunes. Lo recomiendo.
Concha Gaudó Gaudó


                                       *                              *                              *                              *


   Si yo hubiera tenido que presentar a Irene Vallejo Moreu hubiera sido una difícil tarea. Presentar a una joven escritora, que ha sabido dibujar palabras tan bellas, y lograr que no caigan en el olvido ni ella ni las aventuras que nos cuenta (al hilo de la escritura clásica) es un reto que causa el vértigo, la inquietud y la inseguridad de no estar a la altura, además de la duda de que no me ciegue el aprecio que siento hacia ella.
   Conocí a Irene en un aula de este  Instituto Goya cuando el azar me deparó la fortuna de ser su profesora de Historia de la Filosofía. Eran esos momentos en los que se preparaba para entrar de lleno en el conocimiento del mundo que le apasiona, el mundo clásico. Irene quería estudiar en la Universidad, quería especializarse en Filología clásica.
    Fue una gran suerte conocerla, por su calidad humana, su educación y la brillantez de su pensamiento y conocimientos. La relación entre profesora y alumna parece ser que es vertical, a la profesora se le supone una cierta sabiduría y a la alumna como un ser al que hay que enseñar, da igual  como se entienda la tarea de enseñar, bien como la de llenar las mentes  o bien como la de vaciarlas,  la de ayudar a que nazca lo inmanente.
   La Filosofía clásica, la socrática-platónica, defendía la inmanencia  de las ideas y por eso su método de enseñanza fue la Mayéutica. Cuando Irene Vallejo llegó al aula ya había alumbrado, había dado a luz muchas ideas, mucha sabiduría. No puedo afirmar si había sido ayudada por alguna "partera" (figura clásica donde las haya; Sócrates fue hijo de partera  y Ana - personaje de "El silbido del arquero"-  también es hija de una partera)  o había sido ella sola la que se había ayudado a  sí misma y por sí sola a alumbrar, a ayudar a nacer de sí misma toda esa sabiduría que ya transmitía.
    Es también una idea  y un hallazgo de los clásicos el que el buen maestro es aquel que logra que sus alumnos le superen y vayan más allá de lo que ellos supieron y transmitieron. De esta relación fueron ejemplo vivo Sócrates- Platón- Aristóteles, verdaderos modelos para la Historia de la Pedagogía. Ante esto tengo que confesar que, cuando conocí a Irene, me sentí ya superada antes de empezar mis clases. La primera vez que leí un texto de examen escrito por ella, mi admiración  y mi asombro fueron totales.
   El silbido del arquero  no es la primera obra que leo. Si no me equivoco, creo que he leído todo lo que ha publicado. La lectura de esta  novela es uno de esos grandes placeres que nos brinda la Literatura. Si esto es así, se puede y quiero afirmar que aún fue mayor el disfrute escuchando a Irene Vallejo hablar de su novela.
   Irene posee el don de la palabra oral y escrita. En la sesión del lunes nueve de noviembre nos regaló de forma muy generosa toda la belleza de su sentir, su intuir y su crear una novela que nos sumerge en el espíritu del mundo antiguo, para mostrarnos que sigue siendo el espíritu de nuestro mundo.
    La novela se nos presenta con bello título y bello diseño de portada. Su título, El silbido del arquero, es la imagen del náufrago Eneas que llega a Cartago con su dura experiencia de la derrota, las tempestades del mar y sus tormentos vitales. El silbido es ese silbido del viento, de las palabras, de las sensaciones, de las flechas que dispara el destino, que dispara Eros y nos impulsa  a construirnos y destruirnos.
    Es una escritura muy sonora, muy visual y muy conmovedora. Un texto lleno de bellas imágenes, metáforas y profundas afirmaciones de una gran madurez. Sabias palabras que nos ayudan a enriquecer la mirada, el conocimiento y la comprensión de la vida, de las emociones y sentimientos de mujeres, de hombres; también a conocernos y reconocernos. Nos da una rica visión de los dioses y sus diferencias con los humanos, en especial del dios Eros. Nos dibuja de manera majestuosa a la Naturaleza, el mar, el cielo, las nubes, las aves...y siento que ya nunca mi mirada hacia toda esta riqueza de seres que nos circundan y conforman mi experiencia   será  la misma que vivía antes de haber leído las sugerentes imágenes con las que nos las muestra Irene. Es una lectura que enriquece la percepción, las sensaciones y el pensamiento. Todo nuestro entorno se amplía y embellece.
   La novela trata toda una serie de temas muy relevantes. El tema del poder de los varones y el difícil de la mujer entre hombres, el  que Elisa simboliza como reina viuda de Tiro y de Cartago. Tema muy destacable es el de la crueldad de la guerra y el deseo de fundar una ciudad que disfrute de la Paz, deseo y proyecto compartido por Elisa y Eneas. El horror a la guerra está narrado y denunciado en un impactante capítulo, “Asedio”, en el que se nos muestra cómo Eneas, tras huir de Troya, también decide huir de la guerra; su deseo de paz está por encima del amor.

Eneas cuenta a Dido las desgracias de Troya 
Cuadro de Pierre-Narcisse Guerin, 1815. Museo del Louvre, París.
     Conocemos a todos los personajes a través de lo que ellos nos van contando en primera persona y, con sus voces, vamos conociendo sus relaciones y, de alguna manera, las historias de Troya y Cartago. En capítulos aparte aparece una historia paralela, la de Virgilio, contada por un narrador que nos sumerge en la Historia de la fundación y de la vida de Roma.
     El silbido del arquero es una novela de una riqueza tal en sugerencias para la reflexión que, posiblemente, sea excesivo el afirmar que es interminable la tarea de comentar pero no lo es el afirmar, al menos por mi parte, que es una profunda y rica tarea. Dejo a los lectores que sean ellos los que la continúen. Quiero dar las gracias a Irene por el regalo de esta novela.

Inocencia Torres Martínez 

***
-Puedes leer "El mal invisible", un cuento de Irene Vallejo: AQUÍ.