Grupo de lectura "Leer
juntos" del IES Goya
Sesión del 25 de abril de 2022
Autor: Enrique Vila-Matas
Obra comentada: El mal de
Montano (2002), editada en
Anagrama (Col. Narrativas hispánicas y Col. Compactos), Seix Barral (Biblioteca
Breve) y en Debolsillo (Contemporánea, 2021).
“El mal de Montano: algunas notas de una lectura a
partir del capítulo IV, Diario de un
hombre engañado.”
Por Carlos Salvador
Decidme,
oh, Musas, os lo ruego, ¿cuál sería la metáfora adecuada, la imagen ajustada,
precisa, para presentar confiablemente al hombre de este siglo veintiuno que
comienza, a este hombre transido de literatura que pesarosamente estrena el
tercer milenio?
En el cuarto
capítulo de El mal de Montano puede leerse: Antes de que el mundo
fuera un país extranjero, la literatura era un viaje, una odisea. El
protagonista de esta novela enrevesada, des-encorsetada, sin apenas concesiones
facilitadoras, sin compensaciones, y, de su mano, el lector mismo que la lee, o
más bien que asiste a su construcción, y con el que eventualmente se confunde,
por obra del prestidigitador Vila-Matas, proyecta la idea de un mundo
principio-secular de crisis amplia de la literatura, pero también de la lectura
misma, pero también de un mundo íntimo de carreteras perdidas, bajo la niebla,
al borde del abismo, como una imagen redundante que enfatiza.
El narrador de
la ficción que recrea esa cita de Handke es un crítico literario que acaba de
volver de su periplo odiseico, desde
Nantes a Chile, pasando por las Azores, Budapest o Sevilla, para intentar
resolver el mal de Montano. El héroe regresa a su hogar, o más bien a su
biblioteca, en su Barcelona natal, donde una
Penélope-Rosa lleva esperándolo toda la
tarde. Un hogar-biblioteca del que realmente nunca salió, puesto que el
viaje ha sido más literario que físico, puesto que todo viaje es literario.
No es la
literatura de viajes el único género al que podríamos circunscribir esta obra
del escritor barcelonés. Se acoge irónicamente también al formato de diario
íntimo, del que se hace una exégesis expositiva, con cierto tambaleante
enciclopedismo; hay una conferencia ficticia, mucha intertextualidad amalgamada
con teoría literaria diversa y algunos elementos alegóricos; pero sobre todo es
la construcción de una auto-ficción en la que se subvierten los términos de la
fiabilidad: su protagonista busca su identidad y por el camino se convierte en
lector, especializado como crítico, que fagocita así la identidad del lector
(¿auténtico?) para reeducarlo, convertido en un narrador que también busca
construirse a sí mismo, regido por un autor que, por sus artes de
prestidigitador y la mezcla de datos biográficos reales con ficticios, pasa a
ser el mayor sospechoso, aunque tan solo para casi sarcásticamente encubrir la
certeza de un íntimo dolor.
El disfraz de
Ulises que para esta función viajera porta el narrador no es la única
conversión mágico-literaria del protagonista a lo largo de la obra. A otros mitos
esenciales de la literatura universal va a encomendarse con devoción. Así, al
principio de este mismo capítulo IV asegura: como el náufrago Crusoe al inicio de su diario, me estaba llegando la
hora de comenzar a abordar “la melancólica narración de una vida solitaria”
y en efecto, bajo esa reconocible estela literaria, da comienzo a su diario
ficticio. Antes que esto, el hijo del narrador, el auténtico Montano, por otro
lado, en la ficticia nouvelle
interpolada que constituye el primer capítulo, se empeña en ejercer de un
Hamlet consciente de su permanente deuda literaria, también dubitativo,
vengativo y airado. La esposa del narrador-protagonista, la Bella, con
emblemático nombre de flor, ofrece tímido contraste a la Bestia profusamente
presente en la obra, un Nosferatu bajo el nombre de Tongoy, el hombre más feo
del mundo (cuya presencia felliniana en esta obra es reflejo del horrendo actor
de la vida real que verdaderamente trabajó para Fellini, amigo improvisado del
narrador y efectivo de Vila-Matas fuera del libro) y su auténtico alter ego, un
míster Hyde de cuyo horror sólo se libra cuando lo repele públicamente en la
conferencia-teatro de Budapest, paradójicamente dictada por el maldito,
librándose al mismo tiempo de todo público y alcanzando así la anhelada
desaparición (la primera cita, y auténtica línea estructural, es de Blanchot: ¿cómo haremos para desaparecer?) como
componente del entramado literario existente que tiene como punto de fuga la
muerte. En cuarto lugar, la odisea del protagonista y su comitiva literaria
alcanzan aguas de las Azores tras la huella de melancólicos balleneros, donde
el recuerdo de Melville es inevitable. Pero, finalmente, sobre todo, nuestro
narrador es un Quijote con lanza en ristre que emprende la solitaria tarea de
combatir el cáncer agazapado en la literatura, que es también el del hombre
contemporáneo que estrena milenio desde la incertidumbre, cargando sobre sus
espaldas el pesado bagaje cultural de un siglo XX tormentoso (desde Proust a
Piglia, desde Walser a Gombrowciz, sobre todo, tal vez, Kafka y Musil), un
Quijote de cuyo Sancho ejerce ocasionalmente ese Nosferatu mencionado y de cuya
consciencia de ser personaje literario, como fuente cervantina infinita, beberá
nuestro narrador en todo momento.
El generoso
vestuario de los disfraces literarios no es una pose extravagante en esta
novela, sino indicio de la voluntad del autor de convertir la literatura misma,
como suele acontecer en Vila-Matas, en asunto principal de su obra, hasta el
punto de que este Quijote coherentemente mermado, llega a asumir la identidad
de la misma literatura, en pugna por su propia supervivencia. Las citas
literarias de otros (vampirismo
versus intertextualidad), no obligatoriamente identificadas, se convierten en
elemento compositivo fundamental del relato, de manera que, en cierto modo, las
líneas consiguientes son frecuentemente glosas vinculadas a la trama narrativa
o simples exégesis que explican las circunstancias de los personajes. La nouvelle que constituye el primer
capítulo también es una pieza literaria interpolada y, justamente, su
protagonista escritor, e hijo del personaje-narrador dentro de ella, pero
crítico literario de ella en los siguientes capítulos, comparte con éste una
sufriente enfermedad literaria que,
al uno, le lleva a la obsesión militante y heroica y, al otro, a la
intervención del pensamiento propio por parte de autores y personajes
literarios, hasta el punto de padecer un bloqueo ágrafo, del que el
protagonista solo sale convirtiéndose a su vez en protagonista del relato que
liberadoramente termina por escribir. El tema de la imposible distancia del Otro, literario en este caso, que
constituye a todo autor; al lado del ineludible tema del Doble, que representa su transferencia de consciencia sobre el
papel; junto al inestimable juego de Espejos
borgiano, redondean un relato donde el tema es la literatura herida (no en
vano, siguiendo a Pauls, el autor recordará que el tema central del diario
íntimo del literato es la enfermedad de éste), pero mostrándose a sí misma,
como tal prodigiosa literatura que trata el manido tema, finalmente ajena a la
muerte.
El segundo
capítulo es la crítica literaria del primero, dándole al lector una lección de
lectura en nuevas páginas literarias; el autor de la conferencia de Budapest es
un Nosferatu literario, alter ego del narrador, a quien este fulmina de la
primera fila del espectáculo, antes de echar, finalmente, al resto de los
espectadores para cumplir, por fin, con el interrogante de Blanchot, y tal vez
cumplir también así con la condición existencialista de la Nada exigida por Beckett. El
narrador y autor de un diario ficticio se tropieza con el título de una obra
escrita por su madre, Teoría de Budapest,
que él convierte en nombre del capítulo donde se describe la conferencia
mencionada, pero cuya asociación con el ensayo se diluye tanto como el aparente
propósito de teorizar sobre el género olvidado del diario íntimo. En fin, el
prestidigitador Vila-Matas embelesa con sus artificios y al mismo tiempo enseña
al lector los trucos que sostienen el encantamiento, mostrando que,
precisamente, en la trama que soporta el edificio estaba el embeleso.
No en pocas
ocasiones, este narrador-Quijote -como ejercicio literario, ya lo sabemos- se
propone dejar morir la literatura herida, aunque termina por reconocer que solo
puede quedar detrás de ella la muerte. De hecho, este mal de Montano, además de dar título a la novela interpolada que
compone el primer capítulo; además de ser la enfermedad del escritor ágrafo trágico hamletiano que lo
compone; de ser la del protagonista de toda la obra, un Rosario Girondo ineludiblemente obsesionado por la literatura; es,
además, el mal que afecta a la literatura actual, carente de innovación,
voluntad y riesgo (sin olvidar el componente eternamente realista de la
española), que ha olvidado sus ricos referentes literarios, de los que aquí se
hace generosa exhibición, condicionada tanto por los ejecutivos contables de la
industria editorial, como por los potenciales lectores que tienden hacia un
progresivo comportamiento a-cultural e iletrado. De hecho, el mencionado mal,
dando también título a la obra cuyo asunto ya hemos descrito, se convierte en
epónimo de la literatura misma. El nombre de Montano (que fácilmente podríamos
asociar con esa zona de monte con poca vegetación inmediatamente por debajo de
otra bien arbolada, evidentes referencias literarias frente a la actualidad
literaria) le llega, al narrador ficticio de la novela corta inicial,
aparentemente a partir de la casualidad de estar hojeando una obra del
bibliófilo, pseudo-hereje y hebraísta Arias Montano, en la librería de su hijo
en Nantes. Sin embargo, a esta carga inconformista no ajena a Vila-Matas, ¿no
deberíamos sumar la connotación que aporta ese otro hereje incuestionable,
homónimo, que en el siglo II defendió un escatologismo
que anunciaba el inminente fin de los tiempos, además del derecho de todos a
ser profetas?
Como se ha dicho
antes, la literatura y la vida han sido una odisea para el protagonista, pero
en este capítulo IV el autor presenta dos posibilidades para el viaje: la
odisea clásica es una epopeya
conservadora que va de Homero a Joyce, en la que el individuo vuelve con
una identidad reafirmada. La más
moderna, sin embargo, es la del hombre
sin atributos de Robert Musil, una
odisea sin retorno y en la que el individuo se lanzaba hacia delante, sin
volver jamás a casa, “avanzando y perdiéndose continuamente”, cambiando su
identidad en lugar de reafirmarla, disgregándola en aquello que Musil llamaba
“un delirio de muchos”. El protagonista; y con él el autor; y con él, este
lector que ya ha sido reeducado con la prestidigitación literaria, con la
necesidad de una literatura que no sólo es la parte más sutil del discurso
verbal, sino el discurso mismo con el que nos explicamos el mundo, que ya
asumes que ese discurso literario nos hace humanos, y aceptas que vas viviendo una doble odisea en un país extranjero y por
una de sus carreteras perdidas vas caminando al atardecer entre la niebla,
buscando a Musil.
El lector de
esta ficción con copyright de 2002, en su regreso particular al hogar de los
acontecimientos tangibles, se da de bruces con la noticia de los atentados de
las Torres Gemelas de 2001, que acaecieron dos semanas antes, según se registra
en la entrada 25 de septiembre, que
encabeza el capítulo del que nos ocupamos. El narrador-Ulises, inmediatamente
antes de ser acogido por Penélope, en la última morada de su viaje literario,
de cuyas paredes cuelgan reproducciones de esos cuadros de Hopper donde los
personajes parece que acaban de escaparse
de un cuento chino (¿no son estas perdidas
correrías chinescas, que también se mencionan en el primer capítulo, la
justa descripción de las andanzas del narrador, también del lector de este
incipiente nuevo siglo?), un apartamento proporcionado por un personaje con
carnet de inexistente dentro de la ficción, que ya era falso autor literario
desdoblado en otro ficticio en la nouvelle
inicial (Julio Award), lee un
fragmento del diario de Kafka bajo fecha de otro once de septiembre noventa
años anterior que el autor, aquella noche, soñó con muchos barcos de guerra
anclados precisamente frente al puerto de Nueva York. El lector tal vez aún no
lo sabe, pero está perdido, desorientado, des-identificado, fraccionado, bajo
la bruma, abrumado, y este nuevo Nietzsche de un nuevo cambio de siglo, se
propone despertarlo.