EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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jueves, 25 de julio de 2024

"El fatídico número trece" y otro microrrelato de Dolores Campos-Herrero

Foto: NACHO GALLEGO / EFE (20minutos.es)


El fatídico número trece

Nací un día trece y esa circunstancia me ha marcado. Por eso fui siempre una niña flaca y medrosa. Una niña de ojos grandes sin apenas sangre corriéndole por las venas. Una pazguata que miraba fijamente a todo lo que no se movía.

A veces me quedaba tan absorta con un tocinillo de cielo entre las manos que finalmente me comían las moscas. 

Mi madrina era una tía lejana un poco tacaña. Una solterona podrida de dinero que finalmente no me dejó un duro. Murió el día que yo cumplía trece.

Si multiplicamos trece por cuatro nos da una edad que pronunciar no quiero. Fue en ese momento cuando me detectaron una de esas enfermedades de diagnóstico y curación difícil. Ya por entonces huía de los trece, de los martes y de los hombres. Trece años menos que yo tenía el saxofonista que me rompió el corazón. El caradura que se las ingenió para imitar mi firma y dejarme en la calle.

Esta es mi historia. Sean generosos cuando les tienda la mano. Cuando me vean pedir una moneda, por caridad, una moneda, frente al convento de las dominicas.

Siempre allí. Justo en el número trece de la calle del Árbol Verde.


La casa de la playa

Había vivido tantos años tierra adentro que la nostalgia del mar se había convertido en uno de esos males de fácil diagnóstico. Cuando decidió comprarse aquella casa en la playa era la típica chica de ciudad, de sandalias y pantalones vaqueros.

Qué bien dormía con el ruido de las olas como si fueran una blanda almohada. Ven, parecían decirle aquellas voces de sal. Y las noches de marea alta, se revolvía inquieta en la cama. Ven, ven, ven, danzaban sus piernas.

Y después se despertaba siempre con aquel ruido de escamas y de viejos anzuelos.

(Dolores Campos-Herrero, Historias de Arcadia y otros cuentos, Ediciones La Palma, 2017)

Dolores Campos-Herrero. (labrujulaocioycultura.com

Dolores Campos-Herrero (1954-2007), periodista y escritora, nació en Tenerife, pero durante gran parte de su vida residió en Las Palmas, donde trabajó en el diario Canarias 7 y como corresponsal de El País. Escribió teatro, poesía, literatura infantil, relatos y microrrelatos y guiones para televisión (trabajó en RTVE desde 1987 hasta su fallecimiento). Con Azalea (1993) ganó el Premio Atlántico de Literatura Infantil. Se inició como poeta con Chanel número 5 (1985) y como narradora con Daiquiri y otros cuentos (1988). Aunque  varios de sus libros incluyen microrrelatos, es en Ficciones mínimas (2007) y en Breverías (2008) donde se centra más en el género. Historias de Arcadia y otros cuentos (2017) es una antología de su obra narrativa, y Otros domingos (2003), una recopilación de su poesía.

domingo, 21 de julio de 2024

Cuatro poemas de Fernando Aramburu




LA CALLE QUIETA

UN hombre va a morir en esta calle.
Peina el viento su bucle de caída
y entre los adoquines polvorientos
ya se prepara el eco silencioso.

Como vaca que pace los colores,
una nube se queda presidiendo.
Desde hace rato los testigos saben
que un hombre va a morir en esta calle.

El hombre llega en su automóvil verde,
pide un poco de tiempo al asesino
mientras ensaya un pecho ensangrentado.

Una niña se asoma a la ventana
con un grito en los labios, hace un gesto
y todo se consuma en esta calle.

(De Ave sombra)

ACOJO unas manos, el tibio lenguaje que tocado ahora expresa,
con desolada lluvia, la lluvia que es un cuerpo.
No son prisión, sino manos, manos de carne dándose
a las mías, manos donde púlese en silencio lo entrañable,
que yo bien quisiera retener y acariciar.

Alas que sin su sombra por la tapia
se dieron, pues se dieron francamente, y entreverándose
a mi noche, más noche no me recordaron,
que con darse disipan. Así esas manos suaves
han venido hasta mí y yo a ellas.

Siento al hombre en esas llamas efusivas,
al hombre que después con esas manos urde
o hace alguna cosa humana, breve.
Lo siento y lo requiero, lo siento plenamente
al estrechar su yerto ardid oculto
o cuando vino a mancharse en la harina de un deseo,
con manos de la muerte, con manos de la luz.

Acojo esas manos, y el sufrimiento que en ellas resplandece,
y cuanta oscuridad por esas manos se pronuncia,
al hombre, ya que irradia luz al hombre,
al río de esa mano izquierda y al de su pareja
que juntos desembocan en un mar fraterno, no de espumas,
sí de manos, de tantas, entrelazadas manos.
                       1983

(De Materiales de derrubio)

BRILLA en tu labio la humedad del vino
que acabas de beber. La delicada
gota lenta despierta en tu sonrisa
una flor de cristal en miniatura.
Y al sentirla mi labio ya no sabe,
entre lo que ha besado y ha sorbido,
cuál de tantas dulzuras lo enajena,
si empieza en ti la sed, si en ti termina.

(De El tiempo en su arcángel)

HIJA

CONOCERÁS la luz, el mar variable
que precede al origen y es ulterior al mundo,
las laboriosas hormigas dispersas por la senda
repitiendo el afán inútil de los hombres.
Conocerás la sed del agua y la del vino
y aquella de los cuerpos más terrible
que no querrás saciar ni acaso puedas nunca.
Conocerás la llama, la rosa y el cristal.
La dicha desde luego conocerás un poco,
suave nube sin aire que pasó
y no ha pasado, la desatada música
que es, igual que el tiempo, un artificio.
No podría olvidar las injusticias que harás y que han de hacerte,
el grito, la pared, la muchedumbre,
las incontables horas de ajetreo
precisas cada día si quieres resolver
un ínfimo momento sosegado,
y esa noche de lluvia en que estarás muy sola.
Conocerás también la estatua, el libro,
el espejo, el relámpago y la taza,
la sangre que discurre buscando una salida,
la mosca pertinaz, la inapartable muerte
que no ha de consentir que te conozcas.
Un sueño sin piedad sabe tus días.
Números, padres, ríos, sombras, luna 
—espléndido dolor— te aguardan. Nace.

(De Bocas del litoral)

En Sinfonía corporal. Poesía reunida. Ed. de Francisco
Javier Irazoki, Tusquets, 2023

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), el aclamado narrador autor de Patria (2016), empezó a escribir poesía siendo un adolescente, pero a mediados de la década de los noventa (precisamente, cuando publica su primera novela) dejó de escribir poesía con regularidad y fue haciéndolo de forma cada vez más espaciada.

Sinfonía corporal reúne los seis libros de poesía que Fernando Aramburu escribió entre 1977, cuando  contaba apenas 18 años,  y 2005: Ave sombra [1977-1980], Materiales de derrubio [1980-1983], Sinfonía corporal [1981-1983], Mateo [1981-1983], El tiempo en su arcángel [1983-1985] y Bocas del litoral [1986-2005]. Son obras casi desconocidas de un autor que, pese a cambiar los versos por la prosa, nunca ha dejado de ser un poeta. El título, según el autor, "tiene en cuenta dos aspectos que creo esenciales en mi poesía: por un lado, la musicalidad y el cuidado de la lengua poética y, por otro, el cuerpo. Mi poesía es muy física, la presencia de lo erótico es muy fuerte y por eso consideré que este título la representa bastante bien". Pero junto a la sensualidad y el amor, en estas composiciones afloran el inconformismo, las reflexiones sobre un entorno social injusto y violento, o el compromiso contra la crueldad política.

jueves, 18 de julio de 2024

"No me vayan a haber dejado solo", de Sergio Ramírez


Familia Ramírez Mercado en Masatepe (1950)
De pie: Luisa Mercado, Marcia y Luis Ramírez
Sentados: Rogelio, Lisandro, Luisa y Sergio Ramírez
Fuente: Archivo personal de Sergio Ramírez
(en cervantesvirtual.com)


No me vayan a haber dejado solo


Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.
      CÉSAR VALLEJOTrilceIII



A Lisandro, a Marcia

La foto fue tomada alrededor del mes de noviembre de 1950. Lo digo porque mi hermana Marcia, en brazos de mi madre, tiene entonces unos ocho meses, y   había nacido el 29 de abril de ese año. Es fácil llevar la cuenta de su edad, pues nació en el medio siglo.


Mi madre aparece de luto porque pocos meses atrás, el 18 de septiembre, había muerto mi abuelo Teófilo Mercado en una cama de hospital que llegó desde Managua, manifestada en el ferrocarril junto con dos pesados tanques de oxígeno que acusaban sarro. Tenía ella entonces treinta y ocho años, y mi padre, que está a su lado, ambos de pie, con un peine de carey sobresaliendo del bolsillo de la camisa blanca, en la suya la mano de Marcia, tenía cuarenta y cuatro. Es una pareja en medio del camino de la vida con cinco hijos, todos los que habrían de ser.

Delante de ellos hay un sofá de mimbre en el que estamos sentados los otros cuatro hermanos, de izquierda a derecha Rogelio, Lisandro, Luisa y yo. Por orden de edad la cuenta es: Luisa, diez años cumplidos en abril; Sergio, ocho años cumplidos en agosto; Lisandro, cinco años cumplidos en mayo; Rogelio, dos años cumplidos en julio. Lo más notable de los niños del sofá son los zapatos, gastados, sin lustre, zapatos de correrías, los golletes de los calcetines flojos.

Luisa, que está al centro, morena y delgada, mira con tristeza a la cámara, una tristeza de inocentes pensamientos abismados. Lleva el pelo partido por una raya a la mitad, y se nota húmedo, recién salida del baño. Rogelio, en el extremo izquierdo, la mano sobre el brazo del sofá, arruga los ojos ofendido por el sol. Ese año le cortaron los bucles de la cabellera que le caía sobre los hombros. El barbero, que siempre viste de blanco incluyendo los zapatos, trajo los instrumentos en su valijín de madera para cumplir con el encargo de mi padre; primero usó las tijeras y luego una maquinilla manual, todo al son de una marimba y en presencia de los invitados, niños y adultos, a los que se repartió refrescos y licores, mientras los bucles iban quedando regados a merced del viento en el piso del corredor. Así era mi padre, de todo hacía una fiesta.

Lisandro, sentado entre Luisa y Rogelio, se retuerce incómodo en el sofá, como si no cupiera en el espacio que le ha tocado, tímido frente a la cámara. ¿Quién asignó los lugares? ¿El fotógrafo, mi padre, o es que nos sentamos cada uno a como mejor quiso? Lisandro es el que se fue a México, y nunca volvió. El único que ríe, sentado a la derecha del sofá, muy pegado a mi hermana Luisa, soy yo, y al contrario de los demás, que lucen apretados, parezco a mis anchas. Luisa y Rogelio son los que han muerto. Luisa a los cuarenta y nueve, Rogelio a los cuarenta y tres.

Ya tenemos algunas pistas que podemos resumir. El pelo húmedo de mi hermana demuestra que es de mañana, pues los baños en esa casa son matutinos, y el hecho de que no estemos en la escuela los que por edad deberíamos estar demuestra que es domingo. La mañana de un domingo claro y soleado, como son los días de noviembre, con algo de viento. Y lo que ya dije, el luto de mi madre y la edad de Marcia. Nos aproximamos a la certeza de que se trata de un domingo del mes de noviembre de 1950.

La fotografía ha sido tomada en la puerta de la sala, hasta donde fue llevado el sofá. Por ese costado, que da al parque central, la casa tiene tres puertas, esa de la sala, y las dos de la tienda que funciona en la pieza esquinera. El piso de la sala es ajedrezado, de ladrillos blancos y rojos fabricados en la ladrillería Favilli de Granada, aunque claro, la foto está tomada en blanco y negro. Al centro de la sala, los ladrillos aumentan su gama de colores y forman arabescos para simular una alfombra, oculta en la fotografía por el sofá.

Detrás de mis padres hay una zona de oscuridad que va creciendo hacia la derecha, hasta hacerse espesa, mientras a la izquierda, del lado donde se halla de pie mi madre, con Marcia en sus brazos, es posible ver la pared donde hay dos retratos colgados; el único que se alcanza a distinguir un tanto es el de mi propio padre, tomado dos años atrás en un estudio de la Avenida Central en San José, Costa Rica. El otro debe ser de mi madre, pero en la foto es solo un rectángulo difuso.

El fotógrafo se ha colocado en la calle, muy cerca del pretil de la acera. La cámara Rolleiflex tiene el visor encima, de modo que para enfocar el objetivo hay que situarla a la altura del talle. Ha dejado su bicicleta recostada al pretil frente a la puerta, y con solo que bajara un poco la cámara aparecerían en el visor los manubrios. Es una bicicleta de trabajo negra, sin arreos ni cromos, con el espejo retrovisor atornillado a uno de los manubrios. Desde mi lugar en el sofá es posible verla asomar por encima de la acera, y también puedo ver al otro lado de la calle los pinos, los malinches y las palmeras reales del parque, el quiosco de delgadas columnas de madera y cúpula roja de latón, rodeado por una baranda de fierro, y, al lado, la caseta donde se venden cervezas y refrescos, y hay instalada una roconola Wurlitzer de luces tornasoles que giran y se desvanecen para volver a reaparecer.

La temporada de lluvias acaba de terminar y el cauce de las corrientes ha dejado zanjones en la calle donde crecen brotes de hierba. Los vehículos son pocos, y el fotógrafo, que ahora retrocede unos pasos sin quitar la mirada del visor, no tiene por qué temer que alguien lo atropelle. El autobús Su Majestad, que sale hacia Managua a la una de la tarde, y pita desde lejos para alertar a los viajeros que recoge de puerta en puerta, está lejos aún de aparecer. Una camioneta Ford con enchapados de madera, La Mariposa, que también hace viajes a Managua, sale a las seis de la mañana y regresa a las seis de la tarde. El doctor Benicio Gutiérrez tiene una Packard de lomo jorobado en el que realiza sus visitas a domicilio, pero como hoy es domingo ha ido con su familia a pasar el día en el balneario de Venecia, en la laguna de Masaya, hasta donde el Packard baja bordeando el farallón del cráter volcánico junto al abismo. A veces cruza por la calle una motocicleta con un sidecar navegando en el polvo.

Muevo los pies, los cruzo. El fotógrafo me pide que me esté quieto. Los dejo cruzados, y es como quedarán en la foto. Giro la cabeza hacia atrás, después que el fotógrafo me ha llamado la atención, y advierto el peine de carey en el bolsillo de mi padre, y su mano derecha extendida que sostiene la pequeña mano de Marcia. Mi padre usa el reloj en la muñeca de ese mismo lado, un reloj de carátula ambarina y pulsera metálica que se asoma bajo el puño de la camisa blanca, pero que no se ve en la foto por mucho que la amplíe en la pantalla.

No soy el único que sonríe. Mi madre también, lo advierto ahora que puedo mirarla más de cerca, antes de volverme de nuevo hacia la cámara. La suya es una sonrisa segura, aunque discreta, como es ella en todos sus actos. A mis ocho años nunca la he visto flaquear, salvo cuando mi tío Ángel, el menor de sus hermanos, vino a avisarle esa mañana del 18 de septiembre que mi abuelo estaba agonizando, y entonces ella, a cargo de la tienda, porque mi padre se hallaba de compras en Managua, empezó a cerrar con precipitación las puertas, haciendo restallar las cadenas de los picaportes, desesperada de no hallarlo aún con vida.

Esa zona de oscuridad que hay detrás de mis padres, y que se acentúa hacia la derecha, en verdad no es tan sólida, y tras ampliarla y mirarla varias veces se va convirtiendo en penumbra, de modo que ahora puedo entrever lo que hay en la sala. Se me revela, por ejemplo, la mesa de centro del juego de muebles de mimbre al que pertenece el sofá, colocada sobre la alfombra de mosaicos. Se le encargó a la familia Ortiz del barrio de Veracruz, los mejores mimbreros del pueblo, y lo trajeron en procesión por en medio de la calle, cada miembro de la familia cargando una pieza en la cabeza, el dueño del taller, la esposa, los hijos y las hijas mayores, hasta los niños.

Alguien pasa por el corredor, como una sombra. Vuelvo otra vez la cabeza por encima del respaldo del sofá, ya el fotógrafo irritado, y es la Mercedes Alborada la que se pierde por allí, con rumbo a la cocina. Si es que anda ocupada en los preparativos del almuerzo, no es tan temprano de la mañana. En esa casa se almuerza a las doce en punto del día, cuando suenan las campanas de la iglesia parroquial llamando al rezo del ángelus. Desde mi puesto en el sofá, tengo a la vista no solo el parque, los árboles, las palmeras, el quiosco, la caseta de la roconola. Con solo adelantar la cabeza puedo divisar también, a mi izquierda, las gradas que llevan al atrio de la iglesia, la cruz del perdón al lado de la puerta mayor, la fachada pintada de amarillo yema de huevo, la torre solitaria al centro, el campanario donde hacen sus nidos las golondrinas, y reposa el cajón de la matraca que suena nada más del Jueves al Viernes Santo, cuando quedan en silencio las campanas.

Una vez tomada la foto, todo lo que está congelado cobrará movimiento, y nada impedirá a los cuatro hermanos ponerse de pie y desbandarse, y a mis padres volver a sus quehaceres. Mi madre a ocuparse de Marcia, o de regreso a los figurines que traen patrones de vestidos, que ella desdobla para estudiarlos, sentada en el piso, y mi padre de vuelta a la tienda, que mientras ha durado la sesión de fotografía queda sola, sin temor de ningún robo. Si alguien quiere comprar cigarrillos, simplemente los saca del paquete abierto en el estante, abre la gaveta del dinero, deposita el valor de la compra, y aun recoge el vuelto si es necesario.

Más allá de esa zona de oscuridad, que a primera vista parece tan sólida en la foto, está el comedor, y más allá la cocina, con su estufa de hierro colado que avienta el humo por el tubo de una chimenea sobresaliente entre las tejas del techo; en medio el jardín enclaustrado, del otro lado los aposentos, y uniendo ambas alas, el corredor trasero a la tienda. Es una casa que mi padre ha venido construyendo por partes, primero el salón esquinero donde estableció su tienda, junto con el corredor y un primer dormitorio. Luego el comedor. Luego los otros dos dormitorios. Y por fin, vecina a la tienda, donde antes hubo un chiquero para cerdos de crianza doméstica, la sala de paredes pintadas de color hueso que aún huelen a argamasa. Es lo que mi hermana Luisa explica muy orgullosa a las visitas que son recibidas en los muebles de mimbre: “aquí había un chiquero”, para azoro de mi madre.

Ocurre siempre con las pistas, que es necesario poner cuidado en revisar la congruencia de los datos que uno tiene a mano, a ver si de verdad al fin encajan; alguien podría alegar, sin embargo, que si se trata de la fotografía de un viejo álbum donde todos se están quietos para siempre y ya no volverán a mover siquiera un dedo, semejante cuidado viene a resultar inútil; pero es una apreciación errónea.

Para empezar, que la Mercedes Alborada ande en los afanes del almuerzo me confirma que se acerca el mediodía. Desde el sofá puedo oír cómo los platos, los vasos y los cubiertos van siendo colocados sobre la mesa de extensión que tiene dos alas plegables, más pequeña cuando come la familia, un poco más amplia cuando en contadas ocasiones hay invitados. De modo que debo corregirme. Se trata de un domingo de noviembre del año 1950, pasadas las once de la mañana. Si Luisa tiene el pelo todavía húmedo es porque al no haber escuela ese día, el baño ha tocado tarde, como se hacen todas las cosas en domingo, a deshoras.

La foto por fin ha sido tomada. El que tantas dificultades estaba causando al moverse es el último en levantarse de su sitio en el sofá cuando la sala se vacía. Se marcha el fotógrafo, con la cámara Rolleiflex colgada del cuello en su estuche de cuero marrón. No se monta en su bicicleta, sino que va llevándola por los manubrios, y así se aleja hacia el rumbo de la Casa Municipal, al otro lado del parque. Ha prometido la foto para dentro de una semana porque tiene que dar a revelar el rollo en Managua, el que, además, no está aún completo. El fotógrafo, un gordo que usa la camisa por fuera y camina con un lento balanceo, también es sastre y vendedor de lotería, y en las procesiones toca los platillos, rezagado siempre entre el grupo de músicos que marcha detrás de la peana del santo.

Cuando por fin el niño inquieto deja el sofá, la oscuridad del lado derecho se despeja. No queda siquiera la penumbra, que a cada ampliación de la foto se vuelve más borrosa, sino que todo se dora con el sol del cercano mediodía. Lo primero que la Mercedes Alborada hace por las mañanas, después de recoger la mesa del desayuno, es pasar el lampazo embebido en querosín sobre los ladrillos del piso, y por eso brilla, y la alfombra falsa al centro parece iluminada. Siempre está advirtiendo a gritos desde la cocina que no hay que pisar los ladrillos con los zapatos sucios, y si alguien deja una huella de lodo o de polvo, viene a borrarla de inmediato con el lampazo, conteniendo los insultos.

El juego de muebles de mimbre tiene de todo. Además del sofá, y las mecedoras, que son cuatro, y la mesa del centro, hay un cajón para las revistas y periódicos en forma de cisne, una lámpara de pie con su sombra, y una mesa jardinera de patas altas. Encima del mantel de croché que cubre la mesa del centro, una cigarrera cilíndrica de madera dispensa cigarrillos a una vuelta de la tapa, pero nunca tiene cigarrillos que dispensar, así como el cajón en forma de cisne tampoco tiene nunca periódicos ni revistas. Encima de la mesa jardinera, un jarrón azul de vidrio esmerilado luce un ramo de milflores cortado del jardín. En la soledad de la sala las mecedoras tienen solo una apariencia de quietud, porque el más leve soplo de viento que llega desde la calle las mueve, como si alguien acabara de abandonarlas.

Desde la tienda se escucha una voz ordenando a la Mercedes Alborada que vaya a la sala y devuelva a su lugar el sofá. No hay nada de altanería en esa voz de mi padre. Es solo la orden apurada de quien está en otros asuntos que no puede abandonar; debe estar limpiando los vidrios de las vitrinas, o acomodando potes de conservas en los estantes. Es más imperativa la Mercedes Alborada cuando responde: estoy ocupada con el almuerzo, pero ya se sabe que de todos modos termina por obedecer. Espero verla venir, secándose las manos en el delantal, pero no aparece, y como al fin y al cabo es un mueble ligero que puede ser fácilmente arrastrado por un niño de ocho años, nada me cuesta hacerlo yo mismo. Luego no se vuelve a oír nada más. Ni la voz que dio la orden, ni la de ella en la cocina, ni la de mi madre en el corredor, ni ninguna otra que venga de la tienda porque, de todos modos, no es hora en que suelan aparecer compradores, cada quien en su casa en busca de almorzar.

El sofá queda en su lugar, del lado de la pared donde están los dos retratos. El de mi padre es, en efecto, el que se tomó en el estudio Ricardi de la Avenida Central de San José cuando hizo su primer viaje en avión, en 1948. Solo volvería a volar, esta vez en compañía de mi madre, para asistir a la boda de Lisandro en México, en 1974. El otro, que en la fotografía no era sino un rectángulo difuso, corresponde a mi madre, como bien lo pensaba. Posa de medio perfil, y lleva en el cuello una estola de piel, el pelo corto rizado. Se lo hizo en el estudio Lumington de Managua, como lo revela la marca de agua al pie, año de 1934. Recién se había graduado en el Colegio Bautista, en Managua, donde estuvo interna cinco años, un colegio mixto, y protestante, con profesores venidos de Alabama.

Un niño solo en una sala desierta una mañana de domingo estira el tiempo como quiere. En la pared del otro lado, que es la pared divisoria con la tienda, hay un cuadro de marco alargado con la pintura de un quetzal sobre un lienzo de seda, pero las plumas de la cola del quetzal son verdaderas. No se pueden tocar las plumas, porque el vidrio lo impide. Y también hay una fotografía del Capitolio de La Habana. Havana Capitol, como está escrito al pie, en minúscula letra de carta.

La pared que da al corredor está cortada a un metro de altura y lo que se abre encima del pequeño muro es una suerte de gran ventana rematada en arco entre dos columnas. En la columna de la derecha, al lado de la puerta sin batiente, un pequeño lagarto del Gran Lago de Nicaragua, relleno de estopa de algodón, los ojos dos canicas de vidrio, parece reptar hacia el cielo raso asiéndose con las uñas, pero los dos clavos con los que ha sido fijado detienen su impulso.

En el corredor, las dos ventanas que dan al jardín se hallan encendidas por el deslumbre del sol, una brasa blanca en cada hueco. Una de las delgadas silletas de madera maqueadas en café oscuro, que son parte del ajuar de matrimonio, está arrimada al toril de Marcia; hay otra frente a la máquina de coser Singer, y otra contra la vitrina de libros bajo llave, como si alguien hubiera subido a ella para bajar alguno de los figurines apilados encima de la vitrina. En efecto, en el piso yacen un figurín abierto, un patrón desplegado, tizas de costurera, y una cinta de medir que parece reptar indolente.

En medio de las dos ventanas cuelga el calendario de la sal de uvas Picot, con la efigie risueña de Juanita Picot, de trenzas y rebozo. Mi padre va marcando los días consumados con una equis, y arranca la hoja de cada mes vencido. Hoy es, ciertamente, domingo, con solo empinarme un tanto puedo comprobarlo. El domingo 26 de noviembre de 1950. Hay luna llena desde el viernes.

La puerta de la izquierda, al final del corredor, da al aposento de mis padres. Nunca tiene llave, es asunto de empujarla con suavidad, igual que la otra que da acceso al mismo aposento por el lado del jardín. Hay un cierto olor a humedad y a medicinas, pero también a talco perfumado Heno de Pravia. La cama matrimonial de respaldo taraceado tiene encima el cobertor de flores doradas, entrelazadas sobre fondo negro, que parece la capa pluvial de un cura, y están las dos mesas de noche, y el chifonier con su espejo en óvalo, comprado de medio uso a una viuda enlutada en necesidad. Debajo de la cama, la bacinilla enlozada de orla azul. En la gaveta de la mesa de noche del lado que duerme mi padre, hay un tubo estrujado de pomada para las almorranas, y un condón Trojan que tiene en el sobre la efigie de un soldado de casco empenachado. Sobre la cabecera de la cama, una litografía de las ruinas de Pompeya, con el vidrio quebrado en una esquina.

El chifonier tiene la llave puesta, una llave diminuta amarrada a un cintillo verde. Quien anda husmeando por allí con sus zapatos gastados, sin lustre, zapatos de correrías, abre la puerta que apenas se queja, y entre las sábanas dobladas encuentra ocultos los regalos de Navidad, que a estas alturas ya han sido comprados. Sabe que el suyo es una pistola niquelada con cacha de falso concha nácar, porque es lo que ha pedido en su carta al Niño Dios; la saca del tahalí adornado de flecos, y se sienta en el piso a jugar con ella con toda impunidad. La amartilla, pero sin usar el rollo de fulminantes porque no quiere denunciarse.

El cuarto siguiente es el de Luisa. La cama, arreglada por ella misma, se halla custodiada desde la pared por un cuadro de San Luis Gonzaga, que revestido con el alba sacerdotal acerca un crucifijo a la mejilla. No le gusta que entre a su cuarto y ya me hubiera echado hace rato, pero ni se la ve ni se la oye. En el último duermen los tres hermanos varones en catres de campaña. Aquí reina el desorden. Las sábanas revueltas, una almohada en el piso donde hay también penecas, ropa sucia. Al parecer mi madre no se ha asomado hoy domingo a este confín de la casa, ni tampoco la Mercedes Alborada.

Todos los cuartos tienen puertas al jardín, menos este de los varones, que se abre hacia el traspatio donde se tiende la ropa, se cría el chompipe de la Nochebuena, se halla el baño con su pileta, y muy al fondo, la caseta de los escusados. El traspatio se cierra, en el límite del solar, con un cobertizo donde se almacenan en un tabanco los fardos de tabaco que cosechan en sociedad mi padre y mi tío Alberto, causa de grandes altercados entre ambos a la hora de pagar la planilla semanal porque mi padre es el socio capitalista, y mi tío Alberto, que es el socio industrial, lo acusa cada vez de tacaño, mientras mi padre lo acusa a él, a su vez, de botarate porque da a los peones huevos fritos en el desayuno.

Esta exploración parece que ya durara horas, ya deben haberme llamado a almorzar, ya deben de andar buscándome. El jardín está dividido en cuatro macizos separados por arriates de cemento que llevan al cantero redondo del centro donde crece una araucaria, y para llegar al comedor hay que atravesarlo. En los macizos hay rosas, pero sobre todo begonias y milflores. Los nombres que mi madre da a sus rosas no sé si son inventados por ella: belleza sin espinas, espuma de mar, reina de la noche. Una parra que da uvas pequeñas y ácidas sube hacia una ramada. Una ráfaga de viento pasa como una exhalación y estremece la parra.

En el comedor ya está todo servido. De la sopera al centro de la mesa se elevan hacia el cielo raso las virutas de vapor que huelen a culantro y hierbabuena. Mi padre, que a la hora del almuerzo cierra la tienda para que nadie venga a perturbarlo con que quieren una yarda de manta, ocupa siempre la cabecera. Mi madre se sienta a su izquierda, y yo a su derecha. A mi lado Lisandro, y al lado de mi madre Rogelio, a quien tiene que ayudar trinchando en pequeños trozos la carne. En la otra cabecera se sienta Luisa, siempre adusta y callada. Marcia aún no tiene sitio en esa mesa.

El caso es que nadie viene a comer. ¿Se fue mi madre con todos mis hermanos a visitar a mi abuela Luisa, viuda y sola ahora en su gran casa de dos traspatios? La sombrilla abierta sobre su cabeza para proteger a Marcia, la bolsa de los biberones y los pañales colgada de su hombro, Luisa tras sus pasos llevando de la mano a Lisandro y a Rogelio. Pero ¿por qué tardan tanto en volver? La sopa se va a enfriar. ¿Y mi padre? Lo oí hace rato cerrar las puertas de la tienda, las cadenas de los picaportes repicando contra los forros de zinc.

Se habrá rezagado haciendo cuentas. Es mejor ir a buscarlo. La claridad que se filtra por los tragaluces de madera calada de las puertas deja ver los altos estantes que rodean las paredes, y las vitrinas donde hay productos de tocador y una variedad de calzado de mujer. En los estantes de un lado, el pasadizo que da al corredor de por medio, están las piezas de tela, tanto para damas como para caballeros, y en los del otro, las latas de conserva y los vinos dulces, y un tanto más allá los cartones de cigarrillos Esfinge y Valencia, y las baterías Ray-O-Vac para las lámparas de cabeza que compran los cazadores que van en busca de venados a las faldas del volcán Santiago, los últimos clientes antes de que se cierre la tienda cada noche, ya la gente de vuelta de la función de cine. Sobre el mostrador, bajo un lienzo, el quintal de queso que va siendo partido a medida que se vende en trozos de una libra, media libra, cuatro onzas, y la balanza de reloj.

La claridad difusa de los tragaluces alumbra también la litografía de Winston Churchill, arriba del pasadizo que divide los estantes, y la misma claridad enfoca la figura recortada en cartón, asentada en el piso con un sostén de madera, de la pareja elegante que anuncia la loción Glostora para el cabello, el hombre de esmoquin tropical, peinado hacia atrás, susurrando algo al oído de la mujer glamorosa de traje largo y cabello rubio ondulado.

En la tienda cerrada no hay nadie, como tampoco hay nadie en la sala, ni en la cocina, ni en los aposentos que recorro de nuevo, ni en el traspatio, ni en el jardín. No queda más que regresar al comedor desierto donde el almuerzo continúa servido. Si mi abuela viuda sigue tan triste está bien que mi madre la visite, y que se haya llevado consigo a todos mis hermanos, pero mi padre, ¿para qué cerró las puertas de la tienda si no viene a almorzar, y adónde se fue? ¿Y la Mercedes Alborada? ¿Y Luisa? ¿Y Rogelio?

Managua, diciembre 2010 / Bellagio, 2011


(Sergio Ramírez, Flores oscuras, Alfaguara, Colección Hispánica, 2013)


El escritor Sergio Ramírez Mercado

Sergio Ramírez Mercado (Masatepe, Nicaragua, 1942) es un escritor, periodista, político y abogado de origen nicaragüense,  con nacionalidad española desde 2018. Ejerció como vicepresidente de su país natal desde 1985 hasta 1990. Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom.


En 1964 se gradúa como doctor en Derecho y recibe la Medalla de Oro como mejor estudiante de su promoción. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, en 1977 encabeza en su país el grupo opositor de "Los Doce", en apoyo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que derrocó la dictadura del último Somoza. Después de formar parte del gobierno sandinista de Daniel Ortega, fue jefe de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional de Nicaragua hasta que fue destituido en noviembre de 1994.  En 1995 fundó el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), escisión del FSLN y, tras el fracaso de su candidatura a la presidencia en las elecciones de 1996, decidió retirarse de la primera línea política. Sus vivencias políticas quedaron reflejadas en sus memorias, Adiós muchachos, publicadas en 1999. A partir de ese año, impartió clases en universidades de Estados Unidos, México, Perú, España y Chile. En 2012 funda el encuentro literario 'Centroamérica cuenta', que se celebra en Nicaragua.


La tensión con Daniel Ortega fue en aumento, y a raíz de la orden de detención firmada contra él en septiembre de 2021, acusado de incitación al odio y blanqueo de dinero, se exilió en España. En febrero de 2023 se le priva de la nacionalidad nicaragüense, junto a otras noventa y tres personas, entre ellas la escritora Gioconda Belli,  por su oposición a Daniel Ortega. En julio de ese mismo año fue confiscada la casa de Ramírez en Nicaragua, sede de la Fundación Luisa Mercado, fundada en 2007 en memoria de la madre del escritor. 


Sergio Ramírez es autor de relatos, novelas y ensayos. Publicó su primer libro en 1963, pero su consagración internacional se produjo en 1998, al ser galardonado con el Premio Alfaguara de Novela por su obra Margarita, está linda la mar, reconocida también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas. Es  autor de las novelas Castigo divino (1988, Premio Dashiell Hammet), Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Sara (2015), la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales (El cielo llora por mí, 2008; Ya nadie llora por mí, 2017, y Tongolele no sabía bailar, 2021) y El caballo dorado (2014). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007), Flores oscuras (2013) y Ese día cayó en domingo (2022), así como el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2021).


Además de los galardones citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes. Ese mismo año es nombrado vocal del patronato del Instituto Cervantes, en representación de las letras y la cultura hispanoamericanas. En  2021 el Grupo de Diarios América (GDA) lo escogió como el personaje latinoamericano del año por su activa defensa de la libertad de expresión y de la democracia en su país. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.


En Flores oscuras, a medio camino entre la crónica periodística y el cuento, Sergio Ramírez se asoma a los misterios del alma humana en doce sorprendentes relatos llenos de colores vivos y negras sombras, en los que cada personaje batalla contra sus propios conflictos y esconde sus propios secretos. "No me vayan a haber dejado solo" es una narración pseudoautobiográfica,  un "relato de un ensueño, en el que él regresa a su propia casa y busca en vano uno a uno a sus habitantes", como explica Juan Cruz  .

domingo, 14 de julio de 2024

"Verano", de Idea Vilariño






                VERANO

                  Mediodía

Transparentes los aires, transparentes
la hoz de la mañana,
los blancos montes tibios, los gestos de las olas,
todo ese mar, todo ese mar que cumple
su profunda tarea,
el mar ensimismado,
el mar,
a esa hora de miel en que el instinto
zumba como una abeja somnolienta...
Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,
ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,
vastas arenas pálidas.
Transparentes los aires, transparentes
las voces, el silencio.
A orillas del amor, del mar, de la mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.

              Tarde

Cuerpos tendidos, cuerpos
infinitos, concretos, olvidados del frío
que los irá inundando, colmando poco a poco.
Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza
olvidando la sombra ahora estremecida,
detenida, expectante, pronta para emerger
que escuda la piel ciega.
Olvidados también los huesos blancos
que afirman que no es un sueño cada vida,
más fieles a la forma que a la piel,
que la sangre, volubles, momentáneas.
Cuerpos tendidos, cuerpos
sometidos, felices, concretos,
infinitos...
Surgen niños alegres, húmedos y olorosos,
jóvenes victoriosos, de pie, como su instinto,
mujeres en el punto más alto de dulzura,
se tienden, se alzan, hablan,
habla su boca, esa un día disgregada,
se incorporan, se miran con miradas de eternos.

          La noche

Es un oro imposible de comprender, un acabado
silencio que renace y se incorpora.
Las manos de la noche buscan el aire, el aire
se olvida sobre el mar,
el mar cerrado,
el mar,
solo en la noche, envuelto
en su gran soledad,
el hondo mar agonizando en vano...
El mar oliendo a algas moribundas y al sol,
la arena a musgo, a cielo, el cielo
a estrellas. La alta noche sin voces
deviniendo en sí misma, inagotada y plena,
es la mujer total con los ojos serenos
y el hombre silencioso olvidado en la playa,
el alto, el poderosos, el triste,
el que contempla,
conoce su poder que crea, ordena el mundo,
se vuelve a su conciencia que da fe de las cosas,
y el haz de los sentidos le limita la noche.

                                                                  (1944)

(En Poesía completa, Lumen, 2022)

"Verano" forma parte del grupo de poemas no incluidos en ninguno de los ocho libros de poesía publicados por la autora y que quedaron inéditos o dispersos en revistas o publicaciones periódicas.

-Otros poemas de la autora en este blog:
        -"No te amaba": AQUÍ.
        -"Ya no": AQUÍ.

[Imagen: Cala Tortuga, Menorca. Lánzate a viajar]

jueves, 11 de julio de 2024

"Picabueyes", un cuento de Sara Mesa

 

Arrozales en Isla Mayor, Sevilla. (discoveringdonana.com)


Picabueyes

 

Vuelve sin levantar la vista del suelo, las zapatillas emborronadas por las lágrimas que no terminan de caer del todo. Le arden los ojos. Vuelve bajo el sol que le golpea en los hombros desnudos, en la nuca sudorosa, sin rabia, sin resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el miedo: el miedo de llegar tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.

 —¿Dónde está la bicicleta? —preguntarán las tías.

 —¿De dónde vienes? —preguntarán también.

Ella tendrá que inventar una excusa. La olvidó en una esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.

Se la robaron.

 —¿Quién te la robó? -preguntarán desconfiadas, sabias.

Esa sabiduría resentida, murmura ella para sí. Las tías locas, posesivas, guardianas. Las tías. Los veranos.

No le pueden robar la bici en un pueblo tan pequeño. A plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie intervenga. No van a creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se seca las lágrimas con el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el escozor de la sal en los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo el brazo, la rodilla derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late. Sangra un poco. La mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón oscuro, en el azul gastado de los jeans.

Los días largos, los picabueyes que la miran pasar metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso, flanqueado por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos. Cada vez que se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las mejillas. Está tan sucia que averiguarán que se cayó.

No va a poder evitar que al final lo sepan. Hace calor y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se cayó. Pero por qué tan lejos. Por qué en los caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no podría explicarlo. Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo justificar lo del pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se quedó tan lejos, que pesaba, que sólo pudo transportarla consigo los diez primeros metros.

Los radios de la rueda girando levemente, brillando levemente bajo el sol de agosto.

Y las risas de fondo.

Los veranos allí, en los arrozales, mientras sus amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol, preparándose para la animación de la noche.

 Los veranos allí, su sangre joven, y el pueblo del que quiere escapar aunque sea en una bici vieja con los neumáticos gastados, aunque sea por los caminos de los arrozales por donde no va nadie, los caminos prohibidos, solitarios, donde ella puede pedalear más rápido, imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de una libertad que no conoce.

Los caminos donde no la verá nadie, porque allí nunca hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos que le acribillan los tobillos y los brazos, algún milano que sobrevuela el cielo casi blanco.

Nadie salvo al final, junto al muro de contención.

Un grupo de personas junto a un coche viejo, y ella que no sabe si debe seguir pedaleando o dar la vuelta.

No te fíes de la gente dicen siempre las tías—. No te fíes.

¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de personas junto a un coche, todavía lejanas, sólo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos fuera y uno más dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una moto? ¿Una moto, un coche, tres personas?

Una masa informe entre la polvareda que se va definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance girará a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás dará la vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.

Y los chicos la miran, dos desde fuera del coche uno apoyado sobre el capó del Clío maltratado por las carreras en el campoy otro desde dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y una suave sonrisa en todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas hambrientas de crueldad y diversión. La miran y entrecruzan un par de palabras que ella no puede oír porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es entonces, cuando les da la espalda, cuando siente la piedra que rebota en la bici, se asusta y acelera, y siente la otra piedra, la piedra final que le hace tambalearse, levantar las manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse junto a las hierbas secas y el fango del reborde del cultivo.

Ahora camina apresurada, la herida que le late, las sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose al fin entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano. Cómo ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo ocultar las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja que se acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático. Los radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos engrasados, raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los pechos, primero uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin tiempo todavía de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan de manosearla. También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera simplemente. Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego. Quizá son más jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a probarse. En ese pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los arrozales con el permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las tías.

  No debes ir por allí, no hay que fiarse.

Lo dijeron. Malditas tías, son ellas peores que los chicos, piensa. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan tirada en el borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el Dios impasible que jamás actuó cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen, sin embargo, el silencio.

Se levanta, se sacude, mira la bici rota, imposible de transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin lloriquear, sin quejarse, únicamente apresurada por la hora.

Pero no llegará, no llegará a tiempo. La deja en el camino.

Tan lejos, y ahora sí está llegando. Los pies doloridos, la mancha en la rodilla aún más extendida, más oscura, parda, rojiza, delatora. El dolor sordo, amortiguado, que le atormenta menos que las dudas. El picor en los ojos.

¿Qué decirles ahora a las tías?

¿Qué decirles?

 

(Sara Mesa, Mala letra, Anagrama, 2016)


Mala letra es el tercer volumen de cuentos publicado por Sara Mesa. La autora  coge mal el lápiz. Lo ha cogido mal desde niña, cuando algunos profesores se empeñaban en corregirla porque «hay que escribir como Dios manda», e, incapaz de aprender, ha seguido cogiéndolo mal hasta el día de hoy, con todas las consecuencias. Porque... ¿puede acaso salir buena letra de un lápiz torcido? Esta es una de las cuestiones que planean sobre este conjunto de cuentos: la de la escritura indócil, libre y acelerada, la escritura que araña y rasga la memoria, que destroza los recuerdos y hace de ellos otra cosa.

Las historias que aparecen en este volumen abordan temas como la culpa y la redención, la falta de libertad y esos «pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan», cuando «algo se quiebra, y todo cambia». Niños que se resisten a obedecer y que viven con asombro y soledad el difícil proceso de crecer; chicas rebeldes cuya rebeldía es subterránea, rabiosa y poco aprovechable; seres atormentados –o no– por los remordimientos y las dudas; picabueyes y nutrias que representan agresión o consuelo; el desconcierto de vidas en apariencia normales que a veces encierran crímenes y otras únicamente el deseo de cometerlos.

Encontrarás información sobre la autora y sobre su novela Cara de pan: AQUÍ.

domingo, 7 de julio de 2024

" De paso" y otros tres poemas de Lola Mascarell

 



DE PASO

Voy de paso por sendas y caminos,
de paso entre las rocas, de prestado
por estos caminales
repletos de memoria y de pisadas.

Voy tratando de asir alguna cosa,
una rama de árbol, 
una breve emoción, algún recuerdo,
un pájaro, una piedra, una pisada,
una mínima prueba que me deje
saber que estuve aquí, solo de paso,
y que nada era mío.

(De Un vaso de agua, Pre-Textos, 2018)

CANTAR DEL REGRESO

Mientras cruzo las huertas
en la hora del riego
pienso en salmo y juntura,
en palabras que suenan a oración,
en música y en versos
que salvan a ese niño que regresa
deprisa hacia su casa.

El coro de los pájaros 
cincela en su gorjeo
el caer de la tarde.

Hay un mirlo que salta entre los setos
y una urraca que sigue desde arriba 
sus pasos indecisos.

¿Qué vuelos se levantan en la hora
en que todo regresa y se recoge?

La noche ya ha caído en las montañas
y el niño llega al cuarto y se recuesta
a escuchar los sonidos que se encienden
mientras todo se apaga.

A salvo ya del mundo y sus fantasmas,
sin miedo a la intemperie,
en medio del silencio de la noche,
donde solo resuenan los acordes
que escribe el pensamiento,
comprende que la casa es el poema,
aprende que el refugio es la canción.

(De Préstame tu voz, Tusquets, 2024)
Niñas saltando a la comba. (iobhar.livejournal.com)

AL PASAR LA BARCA

Qué lejos se oye hoy aquella letra,
qué distancia en el aire,
los frágiles compases,
la vieja cantinela de la comba.

Qué quieta permanece en el recuerdo
la niña de las trenzas,
qué inmóvil en su orilla va contando
las vueltas uniformes,
los giros casi mágicos del cabo.
Y el dulce cosquilleo que le sube
trepando por las tripas
apenas la arrebata de ese trance.
Muñeca embelesada se ha lanzado
al eco persistente de la cinta,
al hueco que dibuja sobre el cielo
el ritmo sincopado de la cuerda.

Qué quieta permanece en el recuerdo
la niña de las trenzas,
sumida en ese círculo vacío
que juega a recogerla en sus entrañas:
el látigo del tiempo
que llega y que se marcha mientras ella
sortea los vaivenes de su envite
con técnica cadencia.

Y así pasa la tarde entre las brisas,
pretérita y absorta. Qué lejana
su voz y su distancia.
Qué inmóvil permanece en el recuerdo
su dicha sin objeto.
La barca impetuosa de las horas,
azota su minúscula alegría,
su cándida ignorancia
de niña tan bonita,
que salta y se detiene y va cantando
que no paga dinero todavía.

(De Mecánica del prodigio, Pre-Textos, 2010)

VENCEJOS

Cuando volvéis a la ciudad, vencejos,
acaso regresáis como si nada
hubiera sucedido desde entonces,
como si este verano fuera el mismo
que dejasteis ayer flotando inmersos
en el giro sin fin de vuestro grito.

Pertinaces y aleves os he visto
volando en redondel sobre el asfalto,
dejando en el presente la sospecha
de un retorno falaz al tiempo antiguo.
¿Por qué nos engañáis con la esperanza
de habitar otra vez aquel instante
que el aire se ha llevado para siempre?

Unidos al misterio de la rueda
esta tarde, otra vez, habéis cruzado
las altas azoteas incendiadas.
Otra vez, obstinados, agoreros,
otra vez ululando en desbandada
otra vez, esta tarde, habéis trazado
un círculo sonoro que constela
el nítido crepúsculo de junio.

Y al cabo del estío que os regresa,
de nuevo os marcharéis mientras nosotros
tratamos de afrontar esa certeza
de ser como vosotros breve vuelo,
leve sombra fugaz sobre la tierra.

(En circulodepoesia.com)


Lola Mascarell (Valencia, 1979) es una periodista y escritora española. Actualmente ejerce como profesora de Lengua y Literatura en un centro de enseñanza secundaria de su ciudad natal. Desde 2008 hasta 2012 dirigió el Taller de Narrativa de la Universidad Politécnica de Valencia.  Es autora de los libros de poemas Mecánica del prodigio (2010), Mientras la luz (2013, Premio Internacional de Poesía Emilio Prados 2013 y Premio Alcalá de Poesía 2014), Un vaso de agua (2018) y Préstame tu voz (2024). Muchos de sus poemas han sido recogidos en diversas revistas y antologías. Ha escrito también la novela Nosotras ya no estaremos (2021), así como artículos críticos aparecidos en distintas publicaciones. 

Las palabras de la  sinopsis de su último poemario ponen luz a toda la obra poética de Lola Mascarell:

"En este libro de poemas Lola Mascarell regresa a los lugares de siempre (la casa, la montaña, el bosque, la naturaleza, la infancia) con una mirada nueva: la mirada de quien ha visto su cuerpo modificarse al compás de la transformación del mundo. Retoma así el pulso de los poemas recogidos en Un vaso de agua: la búsqueda de la claridad expresiva para dar cuenta de la sencillez del mundo. Un mundo plácido, donde todo está unido, donde las cosas suceden en su cotidianidad más desnuda, donde el amor doméstico, la mirada serena y la aceptación del paso del tiempo se entrelazan. También la reflexión poética: buscar la poesía que hay en cualquier parte por si logra su luz atenuar las sombras de los tiempos difíciles".

El poema titulado "Al pasar la barca" hace referencia a una canción infantil para saltar a la comba. Como ocurre con todos los textos de transmisión oral, existen distintas versiones. La que yo conozco dice así: "Al pasar la barca / me dijo el barquero: / Las niñas bonitas / no pagan dinero./ Yo no soy bonita / ni lo quiero ser. / Arriba la barca, / una, dos y tres".

Lola Mascarell./ L. M.

jueves, 4 de julio de 2024

"La lengua de las mariposas", de Manuel Rivas


Fotograma de la película de José Luis Cuerda La lengua de las mariposas (1998)
                                  

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS

 A Chabela

 

“¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas”.

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.

“La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa”.

Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre.

“¡Ya verás cuando vayas a la escuela!”.

Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal[1]».

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

“¡Ya verás cuando vayas a la escuela!”.

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada[2] del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo[3]. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!». Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía las entrañas.

Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.

“A ver, usted, ¡póngase de pie!”.

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim[4].

“¿Cuál es su nombre?”.

“Pardal”.

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las orejas.

“¿Pardal?”.

No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos.

Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco[5]. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos[6]. El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.

Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos. “Tranquilo, Pardal, ya pasó todo”.

Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira[7], tal como había sucedido cuando se murió la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón[8], en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. “Me gusta ese nombre, Pardal”. Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:

“Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso”. Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. “Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta”.

A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.


Una tarde parda y fría…


“Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?”.

“Una poesía, señor”.

“¿Y cómo se titula?”.

Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado”.

“Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación”.

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura[9] y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano[10] de Montevideo.

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo y muerto Abel,

junto a una mancha carmín…

 

“Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?”, preguntó el maestro.

“Que llueve sobre mojado, don Gregorio”.

 

“¿Rezaste?”, me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

“Pues sí”, dije yo no muy seguro. “Una cosa que hablaba de Caín y Abel”.

“Eso está bien”, dijo mamá, “no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo”.

“¿Qué es un ateo?”.

“Alguien que dice que Dios no existe”. Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

“¿Papá es un ateo?”.

Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente.

“¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?”.

Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.

“¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?”.

“¡Por supuesto!”.

El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.

“El demonio era un ángel, pero se hizo malo”.

La mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.

“Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?”.

“Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?”.

“Mucho. Y no pega. El maestro no pega”.

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.

“Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo”.

Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio[11] contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.

“Las patatas vinieron de América”, le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el plato delante.

“¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas”, sentenció ella.

“No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz”. Era la primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras[12], el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.

Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: “Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal”.

Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos: “No hace falta, señora, yo ya voy comido”, insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía: “Gracias, señora, exquisita la merienda”.

“Estoy segura de que pasa necesidades”, decía mi madre por la noche.

“Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar”, sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. “Ellos son las luces de la República”.

“¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!”.

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.

“¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza”.

“Yo voy a misa a rezar”, decía mi madre. “Tú sí, pero el cura no”.

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje.

“¿Un traje?”.

“Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes”.

El maestro miró alrededor con desconcierto.

“Es mi oficio”, dijo mi padre con una sonrisa.

“Respeto mucho los oficios”, dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento.

“¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas”.

Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una tormenta.

Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: “¡Arriba España!”. Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.

Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.

“¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil”.

“¡Santo Cielo!”, se persignó mi madre.

“Y aquí”, continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, “dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba enfermo”.

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.

“Están pasando cosas terribles, Ramón”, oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

“Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo”.

Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: “Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda”. Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave: “Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro”.

“Sí que se lo regaló”.

“No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!”.

“No, mamá, no se lo regaló”.

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.

“¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!”.

“Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!”. Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera. “¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!”.

Y entonces oí cómo mi padre decía: “¡Traidores!” con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, “¡Criminales! ¡Rojos!”. Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro. “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”.

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. “¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!”. Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. “Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso”. Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. “¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!”.

Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”.

(Manuel Rivas, ¿Qué me quieres, amor?, Nueva Narrativa, RBA, 1999, págs. 15-29. Traducción del gallego de Dolores Vilavedra)


[1] En gallego, gorrión. (N. de la T.)

[2] jeada o gheada, fenómeno fonético de la lengua gallega que consiste en la articulación de la g fricativa u oclusiva velar sonora como una fricativa velar sorda similar a la j castellana.

[3] En castellano en el original. (N. de la T.)

[4] Abd el Krim (1882 o1883-1963) fue un político y líder militar marroquí que encabezó la resistencia contra las administraciones coloniales de España y Francia durante la guerra del Rif (1911-1927).

[5] Personaje del folclore infantil español con el que se asusta a los niños.

[6] meos (vulg , reg), “meados, orines”.

[7] vieira, molusco comestible muy común en los mares de Galicia cuya concha es la insignia de los peregrinos de Santiago.

[8] serón, especie de espuerta o cesta de esparto u otros materiales, generalmente sin asas, que sirve para llevar carga por los caminos.

[9] picadura, tabaco picado para fumar.

[10] indiano, dicho de un español: Que emigró a América en busca de fortuna y volvió rico.

[11] Lugar emblemático de la provincia de Pontevedra en el que durante la guerra de Independencia las tropas gallegas derrotaron a las francesas, mandadas por el mariscal Ney. (N. de la T.)

[12] gándara, tierra baja, inculta y llena de maleza.

Imagen de La lengua de las mariposas

¿Qué me quieres, amor? es una colección de dieciséis relatos del escritor y periodista gallego Manuel Rivas. La obra, publicada en 1995, ganó diversos premios, entre los que destacan el Premio Torrente Ballester (1995) y el Premio Nacional de Narrativa (1996). Escrito en gallego, el título está tomado de un verso del trovador gallego (de finales del siglo XIII y comienzos del XIV) Fernando Esquío. 

El gran misterio de las relaciones humanas es el hilo conductor de ¿Qué me quieres, amor?. Relatos duros. Algunos con una dureza extrema, encaramados al dolor y a la soledad, pero donde emergen la ternura y el humor como los mejores amuletos y las posibles salvaciones de los males del mundo actual. Un viajante, vendedor de lencería, espera ansioso la reaparición de su hijo, y recibe la milagrosa ayuda de un héroe del rock. El misterio de la luz de un cuadro, La lechera de Vermeer, devuelve a un escritor al regazo de su madre. Un niño tiene su mejor aliado y amigo en un televisor portátil. Un joven saxofonista encuentra el don de la música en la mirada de una chica, en una verbena popular invadida por la niebla. "La lengua de las mariposas", el relato más conocido de los que recoge este volumen, en el que la amistad fraternal entre un escolar y un maestro librepensador, afianzada por la mutua curiosidad por la vida de los animales, queda destruida por la brutalidad de los hechos acaecidos en el verano de 1936.

Este relato -junto a "Un saxo en la noche" y "Carmiña"- dio origen al guion de Rafael Azcona para la película del mismo nombre dirigida por José Luis Cuerda y estrenada en 1998. 

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Del mismo autor puedes leer en este blog:
-Un fragmento del artículo "La resistencia erótica de las bibliotecas": AQUÍ.
-Un fragmento de su libro Las voces bajas: AQUÍ.
-Tres poemas: AQUÍ.