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jueves, 22 de agosto de 2024

"Génesis y catástrofe", un relato de Roald Dahl


Henri Gervex, La visita del médico


Génesis y catástrofe

Una historia real

 

 

—Todo va bien —decía el médico—. Ahora, recuéstese y relájese.

Su voz sonaba a kilómetros de distancia y parecía que le estaba gritando.

—Tiene usted un hijo.

—¿Cómo?

—Que tiene usted un hermoso hijo. Lo comprende, ¿verdad? Un hermoso niño. ¿Le ha oído llorar?

—¿Está bien, doctor?

—Claro que sí.

—Déjeme verlo, por favor.

—Lo verá usted en seguida.

—¿Está seguro de que se encuentra bien?

—Completamente seguro.

—¿Sigue llorando?

—Intente descansar. No debe preocuparse por nada.

—¿Por qué ha dejado de llorar, doctor? ¿Qué ha pasado?

—No se excite, por favor. Todo va bien.

—Quiero verle. Déjeme verle, se lo ruego.

—Querida señora —dijo el médico, dándole un golpecito en la mano—. Tiene usted un hermoso niño, fuerte y sano. ¿Es que no me cree?

—¿Qué está haciendo aquella mujer?

—Está poniendo guapo a su niño para que usted lo vea —dijo el doctor—. Sólo lo están lavando un poco. Tiene que darnos unos minutos.

—¿Me jura usted que está bien?

—Se lo juro. Ahora, recuéstese y relájese. Cierre los ojos. Eso es. Así está mejor. Buena chica…

—He rezado sin parar para que viva, doctor.

—¡Claro que vivirá! ¿De qué está usted hablando?

—Los otros no vivieron.

—¿Cómo?

—Ninguno de mis otros hijos ha sobrevivido, doctor.

El médico estaba al lado de la cama, mirando la cara pálida y exhausta de la joven. No la había visto hasta entonces. Ella y su esposo eran nuevos en la ciudad. La dueña de la fonda, que había ido a ayudar en el parto, le había dicho que el marido trabajaba en la aduana, en la frontera, y que habían llegado a la fonda sin avisar, hacía tres meses, con un baúl y una maleta. El marido era un borracho, según la dueña de la fonda; un borrachuzo chulo, arrogante y tiránico, pero la joven era amable y religiosa. Y estaba siempre muy triste. Nunca sonreía. En las pocas semanas que llevaban allí, la dueña de la fonda no la había visto sonreír ni una sola vez. También corría el rumor de que era el tercer matrimonio del marido, que su primera esposa había muerto y que la otra se había divorciado de él por razones bastante deshonrosas. Pero era sólo un rumor.

El médico se inclinó y tiró de la sábana para tapar el pecho de la paciente.

—No debe preocuparse por nada —dijo amablemente—. Es un niño absolutamente normal.

—Eso mismo me dijeron de los otros. Pero los perdí a todos, doctor. En los últimos dieciocho meses he perdido a mis tres hijos, así que no puede usted reprocharme que esté preocupada.

—¿Tres?

—Este es el cuarto… en cuatro años.

El médico movió, incómodo, los pies sobre el suelo desnudo.

—Doctor, no creo que sepa usted lo que supone perderlos a todos, a los tres, lentamente, uno a uno. Aún los estoy viendo. En este momento veo la cara de Gustavo tan claramente como si estuviera aquí, en la cama, a mi lado. Gustavo era un niño precioso, doctor, pero siempre estaba enfermo. Es terrible que siempre estén enfermos y no se pueda hacer nada para ayudarles.

—Sí, lo comprendo.

La mujer abrió los ojos, miró fijamente al médico unos segundos y los volvió a cerrar.

—La niña se llamaba Ida. Murió unos días antes de Navidad, hace sólo cuatro meses. Me gustaría que hubiera visto a Ida, doctor.

—Ahora tiene usted otro hijo.

—Pero Ida era tan guapa…

—Sí —dijo el médico—. Lo sé.

—¿Cómo puede usted saberlo? —exclamó.

—Estoy seguro de que era una niña preciosa, pero éste también lo es.

El doctor se separó de la cama, se dio la vuelta, fue hasta la ventana y se quedó mirando afuera. Era una tarde de abril, lluviosa y gris, y en la acera de enfrente vio los techos rojos de las casas y las enormes gotas de agua que se aplastaban contra las tejas.

—Ida tenía dos años, doctor… Era tan guapa que no podía dejar de mirarla, desde que la vestía por la mañana hasta que la acostaba por la noche. Entonces vivía aterrorizada de que le ocurriese algo a aquella criatura. Gustavo había muerto, y también el pequeño Otto; ella era lo único que me quedaba. A veces me levantaba por la noche, iba de puntillas hasta la cuna y le ponía el oído junto a la boca para comprobar que respiraba.

—Intente descansar —dijo el médico, volviendo a acercarse a la cama—. Por favor, intente descansar.

El rostro de la mujer estaba blanco y exangüe, con un ligero tinte gris azulado en torno a la nariz y la boca. Unos mechones de pelo húmedo le caían sobre la frente y se le pegaban a la piel.

—Cuando murió… Ya estaba embarazada otra vez cuando ocurrió aquello, doctor. Estaba de cuatro meses cuando murió Ida. “¡No lo quiero!”, gritaba después del funeral. “¡No quiero tenerlo! ¡Ya he enterrado a bastantes hijos!” Y mi marido… se paseaba entre los asistentes con un gran vaso de cerveza en la mano… Se volvió hacia mí y me dijo: “Tengo buenas noticias para ti, Clara, buenas noticias”. ¿Se lo imagina usted, doctor? Acabábamos de enterrar a nuestro tercer hijo y él, tan tranquilo, con un vaso de cerveza en la mano, me dice que tiene buenas noticias. “Hoy me han destinado a Brunau, así que ya puedes hacer el equipaje. Así empezarás desde cero, Clara. Es un sitio nuevo, y tendrás otro médico…”

—No hable usted más, se lo ruego.

—Usted es el médico nuevo, ¿no doctor?

—Sí.

—Y estamos en Brunau.

—Sí.

—Estoy asustada, doctor.

—Intente tranquilizarse.

—¿Qué posibilidades tiene el cuarto?

—Tiene usted que dejar de pensar en esas cosas.

—No lo puedo remediar. Estoy segura de que es algo hereditario, que hace que mis niños se mueran de ese modo. Tiene que ser eso.

—No diga tonterías.

—¿Sabe usted lo que me dijo mi marido cuando nació Otto, doctor? Entró en la habitación, miró la cuna en la que estaba el niño y dijo: “¿Por qué todos mis hijos tienen que ser tan pequeños y débiles?”

—Estoy seguro de que no dijo eso.

—Metió la cabeza en la cuna de Otto, como si estuviese examinando un insecto, y dijo: “Lo único que quiero saberes es por qué no pueden ser mejores ejemplares. Es lo único que quiero saber.” Y tres días después Otto había muerto. Le bautizamos rápidamente el tercer día y murió esa misma noche. Y luego murió Gustavo. Y después Ida. Todos murieron, doctor…, y la casa se quedó vacía de repente.

—No piense ahora en eso.

—¿Este es igual de pequeño?

—Es un niño normal.

—¿Pero pequeño?

—Un poco, sí, pero a veces los pequeños son mucho más fuertes que los grandes. Imagíneselo, señora Hitler, el año que viene por estas fechas estará casi aprendiendo a andar. ¿No es una idea maravillosa?

La mujer no contestó.

—Y dentro de dos años probablemente hablará por los codos y la volverá loca con su parloteo. ¿Ha decidido ya qué nombre ponerle?

—¿El nombre?

—Claro.

—No sé. No estoy segura. Creo que mi marido dijo que si era niño le pondríamos Adolfo.

—Entonces le llamarán Adolfo.

—Sí. A mi marido le gusta ese nombre porque se parece un poco a Alois. Él se llama Alois.

—Estupendo.

—¡Oh, no! —exclamó, incorporándose bruscamente sobre la almohada—. ¡Es lo mismo que me preguntaron cuando nació Otto! ¡Eso significa que se va a morir! ¿Quieren bautizarlo inmediatamente?

—Vamos, vamos —dijo el médico cogiéndola suavemente por los hombros—. Está usted completamente equivocada. Es que soy un viejo curioso, pero nada más. Me gusta hablar de nombres. Me parece que Adolfo es un nombre muy bonito, uno de mis favoritos. Mire, aquí le tenemos.

La dueña de la fonda, con el niño apretado contra su enorme pecho, atravesó majestuosamente la habitación y llegó hasta la cama.

—¡Aquí tiene a esta hermosura! —exclamó rebosante de alegría—. ¿Quiere usted cogerlo, querida? ¿Se lo pongo a su lado?

—¿Está bien abrigado? —preguntó el médico—. Aquí hace muchísimo frío.

—Claro que está bien abrigado.

El bebé iba apretadamente envuelto en un chal de lana blanca, del que sólo sobresalía la cabecita sonrosada. La dueña de la fonda lo colocó con cuidado en la cama, al lado de la madre.

—Bueno, aquí lo tiene —dijo—. Ahora puede mirarlo todo lo que quiera.

—Creo que le gustará —dijo el médico, sonriendo—. Es un niño muy hermoso.

—¡Tiene unas manos preciosas! —exclamó la dueña de la fonda—. ¡Qué dedos tan largos y delicados!

La madre no se movió. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar.

—¡Vamos! —exclamó la dueña de la fonda—. ¡No le va a morder!

—Me da miedo mirar. No me atrevo a creer que tengo otro niño y que está bien.

—No sea usted tonta.

Muy despacio, la madre volvió la cabeza y miró la carita increíblemente serena que reposaba en la almohada, a su lado.

—¿Es éste mi niño?

—¡Claro!

—¡Pero…, pero si es muy guapo!

El médico se dio la vuelta, fue hasta la mesa y empezó a guardar sus cosas en el maletín. La madre, tumbada en la cama, miraba al niño, le sonreía, le tocaba y emitía ruiditos de contento.

—¡Hola, Adolfo! —susurraba—. ¡Hola, Adolfito mío…!

—¡Chiss! —dijo la dueña de la fonda—. ¡Escuche! Creo que llega su marido.

El médico se dirigió a la puerta, la abrió y miró al pasillo.

—¿Señor Hitler?

—Sí, soy yo.

—Entre usted, por favor.

Un hombre bajo, de uniforme verde oscuro, entró en la habitación sin hacer ruido y miró a su alrededor.

—Le felicito —dijo el médico—. Tiene usted un hijo.

Aquel hombre llevaba bigote y unas patillas enormes, meticulosamente recortadas al estilo del emperador Francisco José, y apestaba a cerveza.

—¿Un hijo?

—Sí.                               

—¿Cómo está?

—Muy bien. Y su esposa también.

—Estupendo.

El padre se dio la vuelta y, con un andar curiosamente saltarín, se acercó a la cama en la que descansaba su mujer.

—Vamos a ver, Clara —dijo, sonriendo bajo el bigote—. ¿Qué tal ha ido todo?

Se inclinó para mirar al niño y siguió inclinándose con una serie de movimientos sincopados, hasta que su cara quedó a unos cuarenta centímetros de la cabeza de la criatura. La mujer estaba tumbada de lado, apoyada en la almohada, y lo observaba con una mirada suplicante.

—Tiene unos pulmones fantásticos —le hizo saber la dueña de la fonda—. Tendría usted que haberle oído gritar nada más llegar al mundo.

—Pero, por Dios, Clara…

—¿Qué pasa, cariño?

—¡Que éste es aún más pequeño que Otto!

El doctor dio rápidamente unos pasos hacia adelante.

—Este niño no tiene absolutamente nada anormal —dijo.

El marido se enderezó despacio, se separó de la cama y miró al médico. Parecía herido y desconcertado.

—No sirve de nada mentir, doctor —dijo—. Yo sé lo que pasa. Será lo de siempre.

—Haga el favor de escucharme —replicó el médico.

—¿Pero sabe usted lo que ocurrió con los otros, doctor?

—Tiene que olvidarse de los otros. Concédale a éste  una oportunidad.

—¡Pero es tan pequeño y tan débil!

—¡Mire usted, señor mío, no es más que un recién nacido!

—Aun así…

—¿Qué es lo que quiere hacer? —gimió la dueña de la fonda—. ¿Cavarle la tumba?

—¡Basta ya! —exclamó el médico con brusquedad.

En aquel momento la madre se echó a llorar. Fuertes sollozos le sacudían el cuerpo.

El doctor se acercó al marido y le puso una mano en el hombro.

—Sea bueno con ella, se lo ruego —susurró—. Es muy importante.

Apretó el hombro del marido con más fuerza y lo empujó disimuladamente hacia el borde de la cama. El marido dudaba. El médico apretó aún más, mientras le hacía gestos apremiantes con la mano. Por fin, el marido se agachó de mala gana y besó ligeramente a su mujer en la mejilla.

—Vamos, Clara —dijo—, deja de llorar.

—He rezado tanto para que viva, Alois…

—Ya.

—Durante meses he ido todos los días a la iglesia para pedir de rodillas que éste pueda vivir.

—Sí, Clara, ya lo sé.

—Tres hijos muertos es lo máximo que puedo soportar. ¿No te das cuenta?

—Sí.

Tiene que vivir, Alois. Tiene que hacerlo. ¡Oh, Dios mío, ten misericordia de él!

 

(Roald Dahl, Génesis y catátrofe, trad. de Flora Casas, Debate, Madrid, 1986)


Roald Dahl. (wikipedia)
Roald Dahl fue un narrador, poeta y guionista británico que escribió tanto para niños como para adultos. Está considerado como uno de los maestros del relato corto de la literatura anglosajona contemporánea.

Nació en 1916 en Llandaf, un pueblecito de Gales (Gran Bretaña), en el seno de una familia acomodada de origen noruego. Se le impuso el nombre de Roald en honor del explorador noruego Roald Amundsen, que alcanzó el Polo Sur en 1911. A los cuatro años perdió a su padre y a los siete entró en contacto con el rígido sistema educativo británico en la escuela de la catedral de Llandaf, experiencia que ha reflejado en libros como Matilda o Boy. Terminado el bachillerato y en contra de los consejos de su madre para que cursara estudios universitarios, comenzó a trabajar en África  como empleado de la multinacional petrolífera Shell. Durante la Segunda Guerra Mundial fue piloto de combate en la Royal Air Force y resultó gravemente herido en Libia. Trabajó también en el servicio de inteligencia británico y como agregado adjunto aéreo en la embajada británica de Washington. En 1942, cuando fue trasladado a Washington, publicó su primer cuento, "Pan comido", cuyo título inicial fue cambiado por "Derribado sobre Libia".

Entre sus libros más populares para niños y jóvenes  están Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda y Las brujas. De sus obras para adultos, sobresalen las colecciones de cuentos Relatos de lo inesperado, La venganza es mía, Génesis y catástrofe, Historias extraordinarias  y El gran cambiazo, además de la novela Mi tío Oswald, próxima a la narración futurista. Escribió también guiones para el cine, es el creador de personajes como los Gremlins, y algunas de sus obras han sido llevadas al cine.

Roald Dahl murió en Oxford  en 1990, a los 74 años de edad. 

1 comentario:

  1. Ehhh ... ¡qué genial ¡menuda sorpresa al leer el apellido del padre
    Carlos San Miguel

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