Fotograma de la película de José Luis Cuerda La lengua de las mariposas (1998) |
LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS
A Chabela
“¿Qué
hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas”.
El
maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de
la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas
menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de
verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas
lentes.
“La
lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay
una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando
lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en
la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de
la mariposa”.
Y
entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el
mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con
barriles llenos de almíbar.
Yo
quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo.
Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un
pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en
el aire como una vara de mimbre.
“¡Ya
verás cuando vayas a la escuela!”.
Dos
de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de
quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América
para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte
para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin
habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo
iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya
trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería
verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran
parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de
basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal[1]».
Creo
que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la
escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y
seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión
de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás
sobrepasé aquella montaña mágica.
“¡Ya
verás cuando vayas a la escuela!”.
Mi
padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la
mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada[2]
del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas
teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen
la garganta llena de trigo[3].
¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!». Si de verdad me quería meter
miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama,
escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día
llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese
dicho a mis padres que estaba enfermo.
El
miedo, como un ratón, me roía las entrañas.
Y
me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.
Lo
recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y
vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre,
medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta
que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.
“A
ver, usted, ¡póngase de pie!”.
El
destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba
por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña,
de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim[4].
“¿Cuál
es su nombre?”.
“Pardal”.
Todos
los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las
orejas.
“¿Pardal?”.
No
me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces
había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se
desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los
árboles de la Alameda.
Y
fue entonces cuando me meé.
Cuando
los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como
latigazos.
Huí.
Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en
sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco[5].
Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí.
Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de
perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la
música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas
con mi miedo, empapado de sudor y meos[6].
El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación
de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me
espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en
llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron
hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez
llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a
Buenos Aires.
Desde
la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con
peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo
con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo,
en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en
el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi
nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba
impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré
ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió
con su chaquetón y me cogió en brazos. “Tranquilo, Pardal, ya pasó todo”.
Aquella
noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre
el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira[7],
tal como había sucedido cuando se murió la abuela.
Tenía
la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche.
Así me llevó, cogido como quien lleva un serón[8],
en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude
fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El
sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. “Me gusta ese nombre, Pardal”.
Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue
cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y
me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:
“Tenemos
un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un
aplauso”. Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté
una humedad en los ojos. “Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le
toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien
alta”.
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.
Una tarde parda y fría…
“Un momento,
Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?”.
“Una
poesía, señor”.
“¿Y
cómo se titula?”.
“Recuerdo infantil.
Su autor es don Antonio Machado”.
“Muy
bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación”.
El
llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que
era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura[9]
y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de
Manolo Suárez, el indiano[10]
de Montevideo.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto Abel,
junto a una mancha carmín…
“Muy bien. ¿Qué
significa monotonía de lluvia, Romualdo?”, preguntó
el maestro.
“Que llueve sobre
mojado, don Gregorio”.
“¿Rezaste?”,
me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el
día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
“Pues
sí”, dije yo no muy seguro. “Una cosa que hablaba de Caín y Abel”.
“Eso
está bien”, dijo mamá, “no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo”.
“¿Qué
es un ateo?”.
“Alguien
que dice que Dios no existe”. Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha
con energía por las arrugas de un pantalón.
“¿Papá
es un ateo?”.
Mamá
apoyó la plancha y me miró fijamente.
“¿Cómo
va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?”.
Yo
había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los
hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda
contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me
parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.
“¿Y
el demonio? ¿Existe el demonio?”.
“¡Por
supuesto!”.
El
hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían
vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna
revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable
trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara
se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un
tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
“El
demonio era un ángel, pero se hizo malo”.
La
mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las
sombras.
“Hoy
el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita
y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a
enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece
mentira eso de que las mariposas tengan lengua?”.
“Si
él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te
ha gustado la escuela?”.
“Mucho.
Y no pega. El maestro no pega”.
No,
el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su
cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba,
«parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en
el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande,
bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla,
al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el
maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La
forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.
“Si
vosotros no os calláis, tendré que callarme yo”.
Y
se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era
un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados
en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el
peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante.
El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el
Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía
sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía
hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del
cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el
relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los
elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma.
Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio[11]
contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y
rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en
la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria.
Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos
cuando llegó la peste de la patata.
“Las
patatas vinieron de América”, le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me
puso el plato delante.
“¡Qué
iban a venir de América! Siempre ha habido patatas”, sentenció ella.
“No,
antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz”. Era la primera
vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas
importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.
Pero
los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de
los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban
de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en
Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba
con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El
macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal
era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y
él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por
mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las
gándaras[12], el
bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una
ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un
caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta,
aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que
brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al
regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en
la escuela, el maestro decía: “Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal”.
Para
mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de
excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos: “No hace falta, señora,
yo ya voy comido”, insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía: “Gracias,
señora, exquisita la merienda”.
“Estoy segura de que
pasa necesidades”, decía mi madre por la noche.
“Los
maestros no ganan lo que tendrían que ganar”, sentenciaba, con sentida
solemnidad, mi padre. “Ellos son las luces de la República”.
“¡La
República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!”.
Mi
padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa
diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no
discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.
“¿Qué
tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza”.
“Yo
voy a misa a rezar”, decía mi madre. “Tú sí, pero el cura no”.
Un
día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le
dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje.
“¿Un
traje?”.
“Don
Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que
sé hacer son trajes”.
El
maestro miró alrededor con desconcierto.
“Es
mi oficio”, dijo mi padre con una sonrisa.
“Respeto
mucho los oficios”, dijo por fin el maestro.
Don
Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel
día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del
ayuntamiento.
“¿Qué
hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas”.
Algo
extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía.
Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la
derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas
secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había
visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera.
Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una
tormenta.
Oí
el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el
asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que
conversaban inquietos en el porche. Gritó: “¡Arriba España!”. Y arrancó de
nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.
Las
madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se
hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre
lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los
platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron
a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina,
que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.
“¿Sabéis
lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de
guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil”.
“¡Santo
Cielo!”, se persignó mi madre.
“Y
aquí”, continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, “dicen que el
alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba
enfermo”.
Al
día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos
los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese
llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como
hojas secas.
Llegaron
tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y
volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.
“Están
pasando cosas terribles, Ramón”, oí que le decía, entre sollozos, a mi padre.
También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda
voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería
comer.
“Hay
que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros.
Todo”.
Fue
mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que
mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me
dijo: “Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda”. Me trajo la ropa
de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave:
“Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde.
Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no
le regaló un traje al maestro”.
“Sí
que se lo regaló”.
“No,
Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!”.
“No,
mamá, no se lo regaló”.
Había
mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado
algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y
sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa
azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la
escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como
los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la
Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana
Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los
otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un
guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió
del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio,
escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y
manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos
aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del
ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el
cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al final de la cordada,
chepudo y feo como un sapo, el maestro.
Se
escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como
petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó
imitando aquellos insultos.
“¡Traidores!
¡Criminales! ¡Rojos!”.
“Grita
tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!”. Mi madre llevaba a papá
cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no
desfalleciera. “¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!”.
Y
entonces oí cómo mi padre decía: “¡Traidores!” con un hilo de voz. Y luego,
cada vez más fuerte, “¡Criminales! ¡Rojos!”. Soltó del brazo a mi madre y se
acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el
maestro. “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”.
Ahora
mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él
estaba fuera de sí. “¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!”. Nunca le había oído llamar
eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. “Su madre no tiene
la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso”. Pero ahora se volvía hacia mí
enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. “¡Grítale
tú también, Monchiño, grítale tú también!”.
Cuando
los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que
corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del
maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de
polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo
fui capaz de murmurar con rabia: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”.
(Manuel Rivas, ¿Qué me quieres, amor?, Nueva Narrativa, RBA, 1999, págs. 15-29. Traducción del gallego de Dolores Vilavedra)
[1] En gallego, gorrión. (N. de la
T.)
[2] jeada o gheada, fenómeno fonético de la
lengua gallega que consiste en la articulación de la g fricativa u oclusiva velar sonora como una fricativa velar sorda
similar a la j castellana.
[3] En castellano en el original.
(N. de la T.)
[4] Abd el
Krim (1882 o1883-1963) fue un político y líder militar marroquí que encabezó la
resistencia contra las administraciones coloniales de España y Francia durante
la guerra del Rif (1911-1927).
[5] Personaje del folclore infantil
español con el que se asusta a los niños.
[6] meos
(vulg , reg), “meados, orines”.
[7] vieira, molusco comestible muy común en
los mares de Galicia cuya concha es la insignia de los peregrinos de Santiago.
[8] serón, especie de espuerta o cesta de
esparto u otros materiales, generalmente sin asas, que sirve para llevar carga
por los caminos.
[9] picadura, tabaco picado para fumar.
[10] indiano, dicho de un español: Que
emigró a América en busca de fortuna y volvió rico.
[11] Lugar emblemático de la
provincia de Pontevedra en el que durante la guerra de Independencia las tropas
gallegas derrotaron a las francesas, mandadas por el mariscal Ney. (N. de la T.)
[12] gándara, tierra baja, inculta y llena de maleza.
Imagen de La lengua de las mariposas |
¿Qué me quieres, amor? es una colección de dieciséis relatos del escritor y periodista gallego Manuel Rivas. La obra, publicada en 1995, ganó diversos premios, entre los que destacan el Premio Torrente Ballester (1995) y el Premio Nacional de Narrativa (1996). Escrito en gallego, el título está tomado de un verso del trovador gallego (de finales del siglo XIII y comienzos del XIV) Fernando Esquío.
El gran misterio de las relaciones humanas es el hilo conductor de ¿Qué me quieres, amor?. Relatos duros. Algunos con una dureza extrema, encaramados al dolor y a la soledad, pero donde emergen la ternura y el humor como los mejores amuletos y las posibles salvaciones de los males del mundo actual. Un viajante, vendedor de lencería, espera ansioso la reaparición de su hijo, y recibe la milagrosa ayuda de un héroe del rock. El misterio de la luz de un cuadro, La lechera de Vermeer, devuelve a un escritor al regazo de su madre. Un niño tiene su mejor aliado y amigo en un televisor portátil. Un joven saxofonista encuentra el don de la música en la mirada de una chica, en una verbena popular invadida por la niebla. "La lengua de las mariposas", el relato más conocido de los que recoge este volumen, en el que la amistad fraternal entre un escolar y un maestro librepensador, afianzada por la mutua curiosidad por la vida de los animales, queda destruida por la brutalidad de los hechos acaecidos en el verano de 1936.
Este relato -junto a "Un saxo en la noche" y "Carmiña"- dio origen al guion de Rafael Azcona para la película del mismo nombre dirigida por José Luis Cuerda y estrenada en 1998.
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