Arrozales en Isla Mayor, Sevilla. (discoveringdonana.com) |
Picabueyes
Vuelve sin levantar la vista del suelo, las zapatillas
emborronadas por las lágrimas que no terminan de caer del todo. Le arden los
ojos. Vuelve bajo el sol que le golpea en los hombros desnudos, en la nuca
sudorosa, sin rabia, sin resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el
miedo: el miedo de llegar tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.
—¿Dónde está la bicicleta? —preguntarán las
tías.
—¿De dónde vienes? —preguntarán también.
Ella tendrá que inventar una excusa. La olvidó en una
esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.
Se
la robaron.
—¿Quién te la robó? -preguntarán desconfiadas,
sabias.
Esa
sabiduría resentida, murmura ella para sí. Las tías locas, posesivas,
guardianas. Las tías. Los veranos.
No le pueden robar la bici en un pueblo tan pequeño. A
plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie intervenga. No van a
creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se seca las lágrimas con
el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el escozor de la sal en
los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo el brazo, la rodilla
derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late. Sangra un poco. La
mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón oscuro, en el azul
gastado de los jeans.
Los días largos, los picabueyes que la miran pasar
metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso, flanqueado
por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos. Cada vez que
se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las mejillas. Está tan
sucia que averiguarán que se cayó.
No va a poder evitar que al final lo sepan. Hace calor
y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se cayó. Pero por qué tan lejos.
Por qué en los caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no
podría explicarlo. Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo
justificar lo del pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se
quedó tan lejos, que pesaba, que sólo pudo transportarla consigo los diez primeros
metros.
Los radios de la rueda girando levemente, brillando
levemente bajo el sol de agosto.
Y las risas de fondo.
Los veranos allí, en los arrozales, mientras sus
amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol, preparándose para la
animación de la noche.
Los veranos
allí, su sangre joven, y el pueblo del que quiere escapar aunque sea en una
bici vieja con los neumáticos gastados, aunque sea por los caminos de los
arrozales por donde no va nadie, los caminos prohibidos, solitarios, donde ella
puede pedalear más rápido, imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de
una libertad que no conoce.
Los caminos donde no la verá nadie, porque allí nunca
hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos que le
acribillan los tobillos y los brazos, algún milano que sobrevuela el cielo casi
blanco.
Nadie salvo al final, junto al muro de contención.
Un
grupo de personas junto a un coche viejo, y ella que no sabe si debe seguir
pedaleando o dar la vuelta.
—No
te fíes de la gente —dicen siempre las
tías—. No te fíes.
¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de personas junto a
un coche, todavía lejanas, sólo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos fuera y uno más
dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una moto? ¿Una moto, un
coche, tres personas?
Una masa informe entre la polvareda que se va
definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance girará
a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás dará la
vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.
Y los chicos la miran, dos desde fuera del coche —uno apoyado sobre el capó del Clío maltratado por las
carreras en el campo— y otro desde
dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y una suave sonrisa en
todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas hambrientas de crueldad y
diversión. La miran y entrecruzan un par de palabras que ella no puede oír
porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es entonces, cuando les da la
espalda, cuando siente la piedra que rebota en la bici, se asusta y acelera, y
siente la otra piedra, la piedra final que le hace tambalearse, levantar las
manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse junto a las hierbas secas y
el fango del reborde del cultivo.
Ahora camina apresurada, la herida que le late, las
sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose al fin
entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano. Cómo
ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo ocultar
las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja que se
acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático. Los
radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos
engrasados, raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los
pechos, primero uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin
tiempo todavía de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan
de manosearla. También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera
simplemente. Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego.
Quizá son más jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a
probarse. En ese pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los
arrozales con el permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las
tías.
— No debes ir por allí, no hay que fiarse.
Lo dijeron. Malditas tías, son ellas peores que los
chicos, piensa. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan tirada en el
borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el Dios impasible que jamás actuó
cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen, sin embargo, el
silencio.
Se levanta, se sacude, mira la bici rota, imposible de
transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin lloriquear, sin
quejarse, únicamente apresurada por la hora.
Pero
no llegará, no llegará a tiempo. La deja en el camino.
Tan
lejos, y ahora sí está llegando. Los pies doloridos, la mancha en la rodilla
aún más extendida, más oscura, parda, rojiza, delatora. El dolor sordo,
amortiguado, que le atormenta menos que las dudas. El picor en los ojos.
¿Qué
decirles ahora a las tías?
¿Qué decirles?
(Sara Mesa, Mala letra,
Anagrama, 2016)
Mala letra es el tercer volumen de cuentos publicado por Sara Mesa. La autora coge mal el lápiz. Lo ha cogido mal desde niña, cuando algunos
profesores se empeñaban en corregirla porque «hay que escribir como Dios
manda», e, incapaz de aprender, ha seguido cogiéndolo mal hasta el día de hoy,
con todas las consecuencias. Porque... ¿puede acaso salir buena letra de un
lápiz torcido? Esta es una de las cuestiones que planean sobre este conjunto de
cuentos: la de la escritura indócil, libre y acelerada, la escritura que araña
y rasga la memoria, que destroza los recuerdos y hace de ellos otra cosa.
Las
historias que aparecen en este volumen abordan temas como la culpa y la
redención, la falta de libertad y esos «pequeños instantes, epifanías,
revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan», cuando «algo
se quiebra, y todo cambia». Niños que se resisten a obedecer y que viven con
asombro y soledad el difícil proceso de crecer; chicas rebeldes cuya rebeldía
es subterránea, rabiosa y poco aprovechable; seres atormentados –o no– por los
remordimientos y las dudas; picabueyes y nutrias que representan agresión o
consuelo; el desconcierto de vidas en apariencia normales que a veces encierran
crímenes y otras únicamente el deseo de cometerlos.
Encontrarás información sobre la autora y sobre su novela Cara de pan: AQUÍ.
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