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miércoles, 31 de octubre de 2018

"El almohadón de plumas", un cuento de Horacio Quiroga


                      





                         EL ALMOHADÓN DE PLUMAS



SU LUNA de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En este extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegara su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza[1] que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de la calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámenme en seguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio y que descendieron luego a ras de suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no podía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora ahora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo tiempo en silencio y siguieron al comedor.
—Pst… —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio… Poco hay que hacer…
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiendo en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós[2]: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de plumas.

(Horacio Quiroga, El almohadón de plumas y otros relatos. Maestros del terror, El País, Madrid, 2009, pp. 9-15*)




[1] influenza, gripe.
[2] bandó, parte del cabello que en un peinado femenino cubre la sien.

*Las notas son nuestras.

Horacio Quiroga
Horacio Quiroga (El Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, Argentina, 1937), además de poeta y dramaturgo,  es uno de los más grandes cuentistas latinoamericanos.

Hijo del vicecónsul argentino en Salto, su vida estuvo marcada por terribles tragedias: su padre murió por un disparo accidental de su propia escopeta; su padrastro se voló la cabeza años más tarde; el propio Quiroga mató involuntariamente a un amigo, y su primera esposa se suicidó. En 1900 viajó a París, donde conoció a Rubén Darío, pero fue el viaje que en 1903 realizó con el poeta Leopoldo Lugones a la selva de Misiones el que provocó un cambio radical en su vida y en su obra. Deseando vivir en contacto con la naturaleza, se instaló  con su familia en una cabaña en la selva, pero su primera esposa, incapaz de soportar esa vida, cayó en una profunda depresión y tomó un veneno que le provocó una lenta agonía. Quiroga se instaló con sus hijos en Buenos Aires, si bien regresó a la selva con su segunda esposa, que lo abandonó. Enfermo de cáncer, también él se quitó la vida ingiriendo cianuro en 1937.

Empezó escribiendo cuentos de tono modernista, bajo la influencia de Poe, Maupassant y Baudelaire. Más tarde, sin abandonar las preocupaciones anteriores (la muerte, el horror, la fatalidad, el misterio), sus relatos, bajo la influencia de Kipling, se ambientan en la selva americana, que pasará a ser el asunto central de sus narraciones. Su obra muestra así el paso del decadentismo cosmopolita  a la americanización del Modernismo con la búsqueda de la esencia de lo americano en lo criollo y  en la Naturaleza, grandiosa y terrible. Conoció el éxito  con Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), al que pertenece el relato "El almohadón de Plumas", Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921) o Los desterrados (1926). Nos legó también el "Decálogo del perfecto cuentista".

3 comentarios:

  1. uno de mis autores favoritos horacio quiroga sin lugar a dudas. las comparaciones con Poe evidentemente son inevitables, pero Quiroga mas alla de la influencia, tuvo un estilo y una personalidad propios, los cuentos ambientados en la selva misionera lo demuestran. gracias por sostener este blog hermoso.

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  2. El anterior comentario es el mio. Esta es mi cuenta de google vinculada a mi blog. Les queria comentar que llegue a este blog gracias a la entrada que hablaba sobre la peste del olvido en 100 años de soledad. Saludos desde buenos aires

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    1. Comparto totalmente tu opinión sobre Quiroga y te doy las gracias por tus comentarios y por tu amable opinión sobre este blog. Saludos para ti desde España, Christian.

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