POLVO
EN EL NEÓN
Hay
ocasiones en que la tertulia literaria del programa “Leer juntos” se
complementa con actividades que la enriquecen notablemente y que aumentan el
habitual goce de compartir las diversas impresiones, interpretaciones o las
emociones que nos han suscitado las lecturas a quienes asistimos a tales
encuentros. Grato recuerdo conservamos de la sesión dedicada, en el pasado mes
de febrero, a Alexis Zorba el griego con las lecciones dictadas por el
profesor Manuel Giatsidis y nuestra compañera Mercedes Ortiz, aderezadas con
unos dulces y unos vinos griegos. Pues bien, el pasado 14 de octubre, volvimos
a disfrutar de otra sesión memorable, en este caso en torno a la novela corta Polvo
en el neón, al contar con la presencia del propio autor y sus esclarecedoras
palabras.
Nuestro
compañero de Filosofía en el IES Goya, Carlos Castán, nos dio a conocer, de un
modo cercano, directo, casi íntimo, su faceta de escritor, desde sus
colecciones de cuentos (Frío de vivir, 1997; Museo de la soledad,
2000, y Sólo de lo perdido, 2008), pasando por su libro
miscelánea Papeles dispersos (2009), hasta sus últimas obras: su primera
novela larga, a punto de publicarse, y el relato que nos ocupaba, Polvo en
el neón, en el que ya pasó a centrarse en exclusiva para desvelarnos
algunas de sus claves interpretativas.
El
relato surge de la propuesta de Oscar Sipán, uno de los editores –además de
escritor amigo–, de construir una narración a partir de una colección de
fotografías de Dominique Leyva, estadounidense de Alburquerque afincado en
Huesca, que muestran imágenes de los exteriores e interiores de los moteles
situados al borde de las interminables carreteras norteamericanas. Estas
fotografías al principio no entusiasmaron tanto al autor, ya que en ellas no
aparecen figuras humanas; no obstante, enseguida advirtió que, pese a ello, era
bien palpable la huella del hombre en aquellos inhóspitos lugares captados por
el ojo de la cámara. Por otra parte, se percató de que la sucesiva
contemplación de las fotos, una tras otra, producía el efecto de sugerir una o
mil narraciones. Y así fue la génesis de este relato, “sencillo” –en palabras
del autor–, que cuenta una historia de carretera por la mítica Ruta 66,
con su legendario mundo de moteles polvorientos, luces de neón, gasolineras y
caravanas por viviendas.
Las
fuentes de inspiración y las influencias son múltiples y de tipo cultural: para
empezar, el libro de Sam Shepard Crónicas de motel, al que se rinde
homenaje con una cita suya al principio del relato, y todo un género
cinematográfico como es el de las “road -movies” con títulos como Bonny and
Clyde, Thelma y Louise, París, Texas sin excluir otras evocaciones,
como ese final de Los cuatrocientos golpes en el que el mar se presenta,
igual que en este relato, como una salida: se abre un horizonte de esperanza,
aunque no sabemos qué va a pasar… Y, desde luego, no faltan las referencias
musicales: Willy DeVille, John Lee Hooker y Bobby Trop, entre otros.
La
novela parte de la antigua metáfora que figura la vida como un viaje. La vida
como algo realmente en movimiento, como algo en fuga, yéndose a toda prisa, de
la que tenemos parte del control, porque, ante las encrucijadas que
continuamente se nos van presentando, elegimos el camino que tomar. Vivir es
una permanente elección. ¿Qué habría sido de nosotros si aquel día, en aquel
momento, hubiéramos tomado otro camino? La vida es un río (de nuevo Jorge
Manrique) que nos lleva (como decía José Luis Sampedro), pero no es un mero
dejarse llevar por la corriente porque el agua te arrastra pero, sobre todo, te
va conformando poco a poco.
Polvo
en el neón nos ofrece la historia de una huida, en la que la carretera
aparece como símbolo de la libertad. Nos habla del placer del viaje en
solitario, de conducir sin rumbo, de experimentar los miedos y las
inseguridades que acarrean esos largos viajes pero, al mismo tiempo, de gozar
de la sensación plena de libertad ante una nueva vida que se abre. “Irse era
para Quinn el pánico y a la vez el nombre de la felicidad”. Y es que Quinn, el
protagonista, sale hacia una nueva vida, a la búsqueda de un destino, ansía
empezar desde cero. El tema de la fantasía imposible de empezar de cero es una
de las constantes en los relatos de Castán, como lo es otro con el que se
entrelaza, el cernudiano conflicto de la realidad y el deseo.
Al
hilo de las reflexiones y preguntas formuladas por los asistentes a la
tertulia, el escritor fue comentando otros aspectos filosóficos, pero también
estilísticos, literarios en general, de su novela. Sus relatos –reconoce– no
son muy narrativos; en ellos no prevalece la historia, la peripecia, sino que
le interesan como cauce expresivo para plasmar, para transmitir estados de
ánimo. Por eso se recrea a veces en los detalles, porque estos contribuyen a
crear una atmósfera o una escena.
Ante
el comentario de que las huellas que van dejando los personajes en su relato
son huellas más bien dramáticas, el autor trae a colación la observación hecha
por el fotógrafo sobre su propia obra en el sentido de que muestra un marcado
contraste entre las luces fluorescentes, los alegres reclamos publicitarios de
los clubes de carretera, los llamativos carteles de colores de los moteles… con
unos interiores de habitaciones que rezuman asepsia, aburrimiento, frialdad,
tristeza. Los hoteles interesan al escritor como “enjambres de historias”, y
esas historias no suelen ser precisamente felices cuando transcurren en hoteles
en tanto que lugares de paso y no de destino.
Otros
aspectos relevantes del relato fueron ampliamente comentados en la tertulia
como el planteamiento de la tesis de llegar a la libertad a través de la
soledad, el tema del viaje interior que realiza el protagonista esperando
encontrar respuestas para poner orden en su vida y en sus sentimientos, para
clarificar sus relaciones con las mujeres (su esposa, su amante, su cuñada) y
con el mundo en que vive, el tema del “amor que pudre el deseo”…
En
el plano estilístico, se caracterizó su prosa como limpia, bella, exquisita, y que
acoge sin estridencias expresiones coloquiales, que le confieren dinamismo y
agilidad.
Entre
los lectores también se destacó positivamente la conexión entre el trabajo
fotográfico de Leyva y el relato de Castán, y, en especial, se puso de relieve
la feliz conjunción de determinadas fotografías con los breves textos que las
acompañan, que no son fragmentos de la novela aunque beben de ella, y que
constituyen, en algunos casos, auténticos microrrelatos y, en otros, textos
autónomos dotados de cierta densidad conceptual o de una fuerte capacidad sugeridora.
Por
último, el autor nos confió algunos de los entresijos o de los secretos
guardados en la recámara, de los cuales solo desvelaré uno, que no fue él quien
puso el título Polvo en el neón, título provisional que acabaría
imponiéndose como definitivo, a pesar de no ser de su total agrado al
principio, pero que podría funcionar como juego con la ambigüedad de sus
diversas connotaciones.
La
experiencia de poder charlar libre y ampliamente con el escritor sobre su obra
–se nos fueron sin sentir dos horas y media– resultó muy enriquecedora a la par
que amena, por lo que esperamos poder repetirla con otros autores en lo
sucesivo.
FCO. JAVIER AZNAR, profesor del IES Goya
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