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jueves, 13 de junio de 2024

"Lo mejor eran los pájaros", un cuento de Fernando Aramburu




Lo mejor eran los pájaros


    Mi hermano ha esperado a que su hija cumpliera nueve años para contárselo. Dice que antes habría sido demasiado pronto, que la pobre cómo iba a entender con lo tierna y lo frágil que es. En esto último mi hermano tiene toda la razón. Hijo mío, a veces pienso que a tu prima no la alimentan como Dios manda. O que ha contraído la anorexia a la edad en que otros niños se preparan para la primera comunión. El corazón me da un vuelco cuando le miro las piernas. Son tan delgadas que parece imposible que la criatura se pueda sostener. Para su último cumpleaños le regalamos tu padre y yo unos leotardos de lana. Es que nos apena que vaya por ahí enseñando los huesos. Yo rezo por las noches para que tú salgas más robusto. La doctora Gutiérrez me aconseja en cada revisión que te amamante por lo menos un año. Conque estate tranquilo, tesoro. Pecho no te va a faltar. Me importa un rábano si por cuidarte tengo que reducir mi horario en el instituto después que se me haya terminado la baja por maternidad. ¿Me voy a ocupar de los hijos de los demás y no del mío? En cuanto a lo del abuelo, te lo cuento ahora aunque no escuches, o quizá sí, quién sabe. En una revista he leído que algunas embarazadas ponen música cerca del vientre para que se oiga dentro. Pues te lo cuento ahora y te lo contaré más adelante y muchas veces mientras viva, porque es un crimen olvidar ciertas cosas. En tu familia, hijo, verás que hay de todo menos criminales. Te aseguro que en otras casas no pueden decir lo mismo. Allá cada cual con su conciencia. Al que no vas a encontrar es al abuelo Antonio. Tendrás su nombre como tu prima, la flaca y pálida María Antonia. Pero no lo tendréis a él ni ella ni tú. Os lo quitaron, hijo. Os lo quitaron un día en una tierra lejana, pronto hará veintitrés años. Tu madre andaba entonces por los doce recién cumplidos. Una monada de niña, no porque lo diga yo. Ya verás cuando nazcas y te enseñe fotografías. La melena me llegaba hasta media espalda. Después me la corté. De pura pena, ¿sabes? Y ya nunca me la dejé crecer. Es como un luto que he mantenido en secreto. A mí vestirme de zarrios negros, como las viejas de las aldeas, no me va.  Lo del pelo corto en señal de luto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a tu padre. Sólo a ti, hijo mío, a ti solamente. Ya iba a terminar la primera hora de clase. A lo mejor no me acuerdo de lo que hice ayer. En cambio, de aquella mañana no he olvidado un detalle. Copiábamos en el cuaderno lo que la madre Jacinta escribía en el encerado. Había silencio en el aula. ¡Pues no eran poco severas las monjas de aquel colegio! Y de la madre Jacinta ni te cuento. Buena persona, catalana de Mataró, pero, ay, castigadora infatigable. Como te pillase distraída te mandaba escribir cien o doscientas veces la frasecita de rigor: "Debo prestar atención a las explicaciones de la madre profesora". Yo me sentaba cerca de una ventana. Desde mi sitio se podía ver un prado que terminaba en una hilera de árboles. Por detrás se levantaba un monte. En otoño subía hasta allí con mis amigas del pueblo a coger avellanas. Todo era muy verde y muy agradable a los ojos. Cuesta entender que en medio de tanta hermosura hubiera gentes empeñadas en causar el mayor daño posible. Yo era una alumna bastante espabilada. No lo digo por presumir. Acababa las tareas antes que muchas de mis compañeras y, si la monja de turno no se daba cuenta, me entretenía contemplando el paisaje. Lo mejor eran los pájaros. Los había de muchas clases. Blancos, verdes, sueltos, en bandadas... Una maravilla. A mí siempre me han gustado los pájaros. Quizá porque van y vienen a su antojo. No viven apegados a la tierra como la mayoría de la gente. Un pájaro no es de aquí ni de allá, sino de todos los lugares. Llega, se posa, se va. Eso me gusta, tesoro. También recuerdo que a menudo se veían vacas pastando la mar de tranquilas por el prado. Me daba por contarlas: once, doce, las que fueran. Otras veces había ovejas. Una mañana, qué risa, el carnero no paraba de perseguir a una de ellas. Nada más alcanzarla intentaba montarla. La oveja mordisqueaba la hierba como si nada. En el momento en que el otro le ponía las patas sobre el lomo, arrancaba a correr y dejaba al galán chasqueado. La escena se repetía sin variaciones. Se lo dije a la niña que se sentaba a mi derecha. Ésta se lo dijo a la siguiente y, en unos instantes, toda la clase tenía la cabeza vuelta hacia la ventana. Sonaron risas. La madre Jacinta quiso saber la causa de aquella animación a sus espaldas. La calmaron con un embuste. Aun así, la fila de las más sonrientes no se libró del castigo. Yo, ahora, hijo de mi vida, veo igual que si la tuviera delante a la madre Jacinta la mañana en que escribía en el encerado aquellos párrafos tediosos sobre los musgos y los helechos. Dios bendito, ¿cómo me puedo acordar de estas pequeñeces al cabo de tantos años? La madre Jacinta cuidaba mucho la letra. Escribía limpio y despacio, y a mí, entre una línea y otra, me daba tiempo para pasear la mirada por el paisaje. Así estaba cuando se produjo un estruendo ni lejos ni cerca. Las vacas levantaron a un tiempo la cabeza. Una bandada de palomas pasó volando a toda velocidad. En aquel momento no supuse que hubiese ocurrido nada grave. Pensé en alguna cantera de los alrededores o en la demolición de alguna nave industrial. El ruido había hecho temblar los vidrios. Me fijé asimismo en que la madre Jacinta se quedó varios segundos inmóvil  con la mano en alto y el trozo de tiza entre los dedos. Después miró su reloj. ¿Por qué lo miraría? Sin decir palabra, continuó escribiendo. Transcurrió una hora. Nosotras bajamos a jugar al patio, volvimos al aula al final del recreo y empezamos la clase de francés con la señorita Pilar, que no era monja. Hasta ahí todo como de costumbre. De pronto se abre la puerta. La madre Jacinta hace una seña imperiosa a la señorita Pilar para que salga al pasillo. A la señorita Pilar le falta poco para salir corriendo. La cara de la madre Jacinta trasluce una seriedad que no es de enfado. De eso no me cabe la menor duda. Es otra cosa que yo noto pero no comprendo. Bis bis bis, se les oye cuchichear a las dos. A mí se me figura que para entonces ya había como una tensión de alarma en el aire. Es difícil de explicar. A los seres humanos, según en qué situaciones, se les suele encender un sexto sentido. Cuando seas grande ya lo entenderás. Enseguida me olí que había ocurrido una desgracia en el pueblo. Y que esa desgracia afectaba a una de las veintitantas niñas que ocupaban asiento en el aula. Estábamos todas calladas. Podíamos haber aprovechado que nadie nos vigilaba para echarnos a hablar. Bueno, pues no se oía ni una mosca. En esto la señorita Pilar se asoma al hueco de la puerta y me pide que vaya donde ella. Era una mujer alta y joven que caía bien a todas las alumnas por sus maneras suaves y su brillo de bondad en la mirada. Sin embargo, en el momento de llamarme había en sus ojos una fijeza que me asustó. Me levanté despacio. Si quieres que te diga la verdad, hubiera hecho todo lo posible por tardar varios años en recorrer los seis o siete metros que me separaban del pasillo. Sabía que allí me esperaba algo malo. Dejé caer al suelo mi estuche con los lápices de colores. Cinco segundos ganados a la desgracia. El hecho de que la profesora no me metiese prisa confirmaba mis augurios. Al fin salí del aula. No me atrevía a enfrentar la mirada de mis compañeras. Sin necesidad de volver la cara yo percibía que me observaban desde detrás de una pared invisible. Ellas estaban en el mundo de hasta entonces; luego irían a sus casas a comer, luego volverían al colegio y por la tarde se reunirían en la calle para jugar en grupos de amigas. Yo no sabía aún adónde iba, pero tenía claro que con cada paso que daba me alejaba de aquel mundo de hasta entonces. En el pasillo encontré a la Neli, los ojos rojos como de haber llorado. La Neli, para que sepas, era la hija mayor del sargento. Ah, y además, cuando la vi, se estaba mordiendo el labio de abajo. Otra mala señal. La madre Jacinta me puso una mano en el hombro. Nunca, en todos los años que yo llevaba estudiando en aquel colegio me había tocado. Me dijo: "Recoge tus cosas, esta chica te acompañará a tu casa. Que Dios te bendiga". La Neli no me llevó a mi casa sino a la suya. Caminábamos en silencio por las calles del pueblo. Al pasar por delante de la iglesia, ella me susurró que mi padre estaba herido. No me declaró qué le había pasado. Sólo que estaba herido. Le temblaba la voz. Añadió que no me preocupase. No le quise preguntar. Por miedo, supongo. En su casa encontré a mi hermano. Tu tío César iba a cumplir pronto siete años. Era rollizo, todavía lo es, no como su hija María Antonia, que está en los puros huesos. Lo tenían en la cocina untando bizcocho en un tazón de Cola-Cao. Al verme me dijo con una sonrisa sucia de chocolate que papá estaba herido. Parecía contento de comunicarme una noticia importante. Y para demostrar que no mentía se volvió hacia la esposa del sargento: "¿A que es verdad lo que digo, señora Paca?". La Paca le acarició la cabeza. Eso fue todo. No le contestó ni que sí ni que no. Pobre César. Tan inocente. Lo habían sacado del colegio igual que a mí. En cuanto nos dejaron un momento solos le dije en voz baja: "Como se entere mamá de que te quitas el hambre antes de la comida te va a reñir". "Mamá no me va a reñir", respondió, "porque mamá está cuidando a papá." Le digo que cuando vuelva se lo contaré. "Yo como lo que quiero", dice. "Me deja la señora Paca". Sentí ganas de arrearle un cachete. No soy pegona, hijo. Nunca lo he sido, así que no temas. es que yo empezaba a perder los nervios. No porque mi hermano se atiborrara de chocolate y bizcocho, sino porque me irritaba una especie de euforia que le había tomado, como si todas aquellas cosas anormales que estaban sucediendo a nuestro alrededor fueran parte de una fiesta. Alguna vez hemos hablado de esto, ya de mayores, pero no se acuerda. Cuando terminó de beberse el tazón le pregunté si sabía lo que significaba estar herido. "Eso es cuando uno se cae", me respondió. No se daba cuenta de nada y ya no insistí. La Paca mandó a la Neli a preguntarme si a mí también me apetecía un Cola-Cao. Dije que no. ¿Cómo iba yo a comer o a beber con aquel nerviosismo que me apretaba la garganta? Nos propusieron encender la tele. A eso contesté que sí. César y yo estuvimos mirando dibujos animados y otros programas para niños durante más de dos hora, la Neli con nosotros en el sofá hasta que se fue a la habitación de al lado a hablar por teléfono con su novio. Dejarnos solos fue un gran fallo suyo, pues al rato de marcharse empezó el telediario. Y lo primero de todo enseñaron la foto de tu abuelo Antonio de los hombros para arriba, con los galones de cabo. César se entusiasmó y se soltó a dar gritos: "Papá en la tele, papá en la tele". La Neli y la Paca vinieron corriendo a desconectar el aparato, pero ya era tarde, ya yo había oído lo que había oído. Entonces les pregunté sorprendida: "¿Por qué habéis contado que está herido si el hombre de la televisión dice que está muerto?". Según la Paca, no había que fiarse del lenguaje de los locutores. Nos explicó que cuando una persona se hallaba en una situación extrema lo normal era decir que había muerto, pero que teníamos que conservar la esperanza porque seguramente no estaba todo perdido. A mí, hijo, lo de la situación extrema me daba que pensar. Intentaba imaginarme a tu abuelo en la dichosa situación. No se me ocurría nada. En mis pensamientos veía a mi padre con su pelo negro peinado en ondas hacia atrás, con su cara de bromista y su sonrisa de siempre. Todavía lo sigo viendo así, alegre y guapo como era. Yo es que no me lo puedo imaginar de otro modo. No puedo y no quiero. Me arrebataron el padre, pero el recuerdo que guardo de él lo decido yo. Ese recuerdo no es el de un hombre muerto. Tendrían que matarme para borrar su risa en mi memoria. Tú ahora eres muy pequeño para entenderme. Algún día ya me entenderás. Total, que hacia las cuatro de la tarde César y yo recibimos la confirmación de la tragedia. Hasta entonces las mentiras compasivas de la Paca y de la Neli me habían puesto una niebla delante de los ojos. Una niebla ni tan fina que dejara entrever la verdad, ni tan densa que no me permitiera alimentar sospechas. Claro que para rato iba yo a figurarme que aquellas mujeres bondadosas nos engañaban. En esto, hacia las cuatro, como te digo, sonó el timbre de la puerta. Reconocí la voz de mi madre. Quería abrazar a sus hijos. Ay, sus hijos. Que dónde estaban. Que si habían comido ya. Que si ya conocían la desgracia. César y yo corrimos a apretarnos contra su pecho. Tu abuela nos habló con mucha serenidad. "Tengo algo triste que contaros", dijo. "Vuestro padre ha muerto". No entró en explicaciones. César preguntó en tono tranquilo si papá había subido al cielo. Tu abuela asintió mientras la Paca, detrás de ella, se enjugaba las lágrimas con un cabo del delantal. Años después tu abuela me confesó que se había hecho administrar un calmante antes de venir a vernos. Temía perder la entereza delante de sus hijos. Había incluso rezado para que Dios la librara de desmayarse en nuestra presencia. Nos envolvió a los dos juntos en sus brazos y allí la única que no se podía aguantar los hipos era la Paca. Yo no lloré. No sería por falta de ganas. Ya verás, tesorito, cuando me conozcas. Soy de lágrima fácil. "De clima lluvioso", suele decir tu padre de broma. Por cualquier menudencia suelto el trapo a llorar. Pero aquella tarde, en casa del sargento, se me figura que si me mostraba afligida agravaría las penas de mi madre. Olfato que tiene una. Lo hemos hablado tu abuela y yo más de una vez. Quizá los duelos en compañía aportan consuelo por ese motivo. Todo el mundo echa un poco el freno a las emociones para no empeorar las del prójimo. Al final el trance se hace más llevadero. Ésa es mi impresión, no me hagas mucho caso. En soledad, por el contrario, te lo tienes que tragar todo tú solito. Mi madre y yo nos mirábamos serias, las caras muy juntas, sin saber qué decirnos. Los demás tampoco abrían la boca como no fuera tu tío César, que con su voz candorosa le pidió de pronto perdón a mamá por haber tomado Cola-Cao antes de la comida. Se conoce que le remordía la conciencia. Pobre angelito. Mamá le besó en la frente. Entonces yo conté que además del Cola-Cao había comido bizcocho. Mamá fijó en mí sus ojos claros, llenos de ternura, y también me besó. Luego le preguntaron a la Neli si podía sacar del cuartel a los niños. Tu abuela prefería que no estuviéramos cerca cuando instalaran la capilla ardiente. Conque fuimos con la Neli y su novio al centro del pueblo. Como se celebraban las fiestas patronales había música y atracciones. Se veían las calles animadas.

(Fernando Aramburu, Los peces de la amargura, Tusquets, 4ª ed., 2008, págs. 77-87)


Fernando Aramburu, en 2014. (EFE)
El escritor y traductor Fernando Aramburu nació en San Sebastián en 1959. En 1983 se licenció en Filología hispánica en la Universidad de Zaragoza. Desde 1985 reside en Alemania, donde ha impartido clases de español a descendientes de emigrantes. En 2009 abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a la creación literaria.

Es autor de los libros de cuentos Los peces de la amargura (2006, XI Premio Vargas Llosa NH, IV Premio Dulce Chacón y Premio Real Academia 2008) y El vigilante del Fiordo (2011), de las obras de no ficción Autorretrato sin mí (2018), Vetas profundas (2019) y Utilidad de las desgracias (2020), así como de las novelas Fuegos con limón (1996), Los ojos vacíos (2000, Premio Euskadi), El trompetista del Utopía (2003), Bami sin sombra (2005), Viaje con Clara por Alemania (2010), Años lentos (2012, VII Premio Tusquets Editores de Novela y Premio de los Libreros de Madrid), La gran Marivián (2013), Ávidas pretensiones (Premio Biblioteca Breve 2014) y Patria (2016, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Euskadi, Premio Francisco Umbral, Premio Dulce Chacón, Premio Arcebispo Xoán de San Clemente, Premio Strega Europeo, Premio Lampedusa, Premio Atenas...), su gran novela, donde aborda de nuevo el tema de la violencia de ETA -ya tratada en su primer libro de cuentos-, traducida a más treinta idiomas y convertida en prestigiosa serie por Aitor Gabilondo. Sus novelas posteriores, Los vencejos (2021), Hijos de la fábula (2023) y El niño (2024), lo han confirmado como uno de los mejores escritores europeos. Ha recogido su poesía completa en Sinfonía corporal (2023).

También puedes leer en este blog cuatro poemas de Fernando Aramburu: AQUÍ.

[Imagen inicial: univision.com]

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