EL BLOG DE LA BIBLIOTECA "IRENE VALLEJO" DEL IES GOYA DE ZARAGOZA


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jueves, 26 de noviembre de 2020

"También los niños son población civil", un cuento de Heinrich Böll



 TAMBIÉN LOS NIÑOS SON POBLACIÓN CIVIL*

(1948)


—No puede ser —gruñó el centinela.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque está prohibido.

—¿Por qué está prohibido?

—Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.

—Pero yo —dije con orgullo— soy un herido.

El centinela me contempló despreciativo:

—Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya sabrías que los heridos también son pacientes, y ahora vete ya.

Pero yo no podía comprenderlo:

—Entiéndeme —le dije—, solo quiero comprarle pasteles a la niña esa...

Señalé hacia afuera, donde una pequeña y preciosa niña rubia estaba en medio de la nevada y vendía pasteles.

—¡Que te metas adentro!

La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del oscuro patio de la escuela, la niña seguía allí, paciente, y repetía en voz baja: "Pahteleh... pahteleh...".

—Oye tú —le dije al centinela—, se me hace  la boca agua, deja pues que entre la niña.

—Está prohibido que entren civiles.

—Pero oye —le dije—, un niño no es más que un niño.

Me volvió a mirar despreciativo: 

—O sea, que los niños no son población civil...

Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba envuelta por la nevasca y la niña seguía allí completamente sola y repitiendo: "Pahteleh...", aunque no pasaba nadie.

Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la manga y se puso furioso:

—Oye tú —gritó—, lárgate o llamo al sargento.

—Eres un estúpido —le dije encolerizado.

—Sí —dijo el centinela, satisfecho—, cuando alguien sigue respetando las ordenanzas, para vosotros es un estúpido.

Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi cómo los copos blancos se volvían lodo: todo el patio de la escuela estaba lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte interior del muro.

"Maldita sea", pensaba, "¿seré verdaderamente un paciente?". Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del urinario, y delante del boquete estaba la niña con los pasteles. El centinela no nos podía ver aquí.

"El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas", pensé.

Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de castaña y de crema de mantequilla, roscas de levadura y nuégados en los que brillaba el aceite.

—¿Cuánto cuestan? —le pregunté a la niña.

Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita fina:

—Trehmarcohcincuentacá' uno.

—¿Todos?

—Sí.

La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba con un fugaz polen plateado, su sonrisa era sencillamente encantadora. La oscura calle detrás suya estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto...

Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima, estaba rellena de mazapán. "Ajá", pensé, "por eso son tan caras como los demás".

La niña sonrió:

—¿Bueno? —preguntó—, ¿bueno?

Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza reciamente vendada y me parecía a Theodor Körner. Probé además un pastel de crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca...

—Ven —le dije en voz baja—, me los quedo todos, ¿cuántos tienes?

La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo pequeño, delicado y un poquito sucio, mientras yo devoraba un nuégado. Todo estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles más. Luego alzó de repente sus ojos hacia mí, tan terriblemente verticales que sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco como leche desnatada. Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:

—Dame también la cesta, ¿sí?

Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del boquete; yo le pasé dos billetes de cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero...

—Ven mañana otra vez, ¿sí? —le dije en voz baja, pero ya no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza por el boquete ya había desaparecido y sólo veía la silenciosa calle rusa, melancólica y completamente vacía: las casas de tejados planos parecían irse cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que mi cuello comenzaba a agarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.

Y recién entonces olí que en ese rincón hedía espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos cubiertos por la nieve como una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la cesta y me fui a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir a alguna parte. Se tiene que poder ir a alguna parte, se tiene que poder. No se puede quedar uno quieto y dejarse helar. A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura...

(Heinrich Böll)

*El texto está tomado de Leer nos hace rebeldes, ed. Manlio Argueta y Marina Sandoval, traducción: Ricardo Bada y José María Carandell (Katherina Blum, extractos), Fundación Heinrich Böll, 2003.


El escritor Heinrich Böll. (elcultural.com)
Heinrich Böll fue uno de los grandes autores de la literatura alemana de posguerra, Premio Nobel de Literatura en 1972. Nació en Colonia en 1917, cuando Alemania estaba a punto de ser derrotada en la Primera Guerra Mundial. Su padre era dueño de un taller de ebanistería. Fue educado en un ambiente profundamente católico y antimilitarista, lo que marcó su personalidad (se negó a ingresar en las Juventudes Hitlerianas y fue un pacifista convencido) y su obra, como ha señalado el escritor Fernando Aramburu. 

En 1937 empezó a trabajar como aprendiz de librero, pero lo dejó para dedicarse a escribir. A finales de 1938 tuvo que iniciar sus seis meses de servicio nacional de trabajo, condición indispensable para entrar en la universidad. En 1939 pudo iniciar los estudios de Germanística y Filología clásica, que vio interrumpidos porque a finales de verano de ese mismo año fue reclutado por el ejército alemán y participó como soldado raso en la Segunda Guerra Mundial, luchando en Francia, Rumanía, Hungría y la Unión Soviética. En 1942, durante un permiso, contrajo matrimonio con su novia, Annemarie Cech. Enfermó de tifus y fue herido cuatro veces antes de ser hecho prisionero por los estadounidenses en abril de 1945, en el oeste de Alemania, e internado en  campos de detenidos en Francia y Bélgica. En 1945  murió su primer hijo, Christoph. Su hijos Raimund,  René  y Vincent  nacieron en 1947, 1948 y 1950, en una Colonia reducida a escombros.

Tras ser liberado en 1947, pudo localizar a su esposa -profesora de enseñanza secundaria, antes de convertirse en excelente traductora- y, además de reconstruir su casa,  se matriculó de nuevo en la universidad, lo que le permitiría mejorar su currículo y obtener la tarjeta de racionamiento, mientras colaboraba en la ebanistería familiar. También escribió dos novelas y numerosos relatos sobre las experiencias de la guerra y de la posguerra alemana, que envió a periódicos y revistas. En 1949 publicó  El tren llegó puntual y en 1950, mientras trabajaba para el censo de edificios y viviendas, un libro de relatos cortos. El año 1951 representa un punto de inflexión en su carrera literaria pues recibe el premio del "Grupo 47" por Las ovejas negras,  firma un contrato con una editorial de Colonia,  se dedica exclusivamente a la escritura y a la traducción y pasa largas temporadas en Irlanda. 

Böll concebía la labor del escritor como una forma de responsabilidad moral, como ha señalado Fernando Aramburu, lo que le llevó a defender a los débiles y a los perseguidos  y a denunciar los abusos de las instituciones. Sus profundas convicciones religiosas no fueron obstáculo para sus frecuentes críticas a la Iglesia Católica, y sus ataques al partido demócrata cristiano le granjearon en la década de los 70 la hostilidad de ciertos medios de prensa, incluso llego a ser acusado de terrorista por un diputado de ese partido. Desde la presidencia del PEN Club Internacional (1971), defendió los derechos de los escritores, y puso al servicio de diferentes causas la autoridad intelectual que le proporcionó el Premio Nobel: junto a Günter Grass y Siegfried Lenz, respaldó la candidatura a la cancillería del socialdemócrata Willy Brandt; pasó a occidente manuscritos del escritor Solzhenitsyn; se posicionó contra la guerra de Vietnam y la política del presidente Nixon, y en la década de los ochenta se acercó a los Verdes. Falleció en 1985 en su casa del pueblo de Langenbroich, a los  sesenta y ocho años.

La crítica atribuye su enorme popularidad a su capacidad para crear personajes con los que se identificaron sus compatriotas, hombres y mujeres que sufrieron la guerra y sus consecuencias, y a que cuenta los hechos de forma veraz, sin glorificarlos. Sus  primeras obras, adscritas a la llamada  "literatura de los escombros", reflejan, con veracidad testimonial, el horror de la guerra y la posguerra, así como el sentido de culpabilidad alemán. Pertenecen a esta etapa El tren llegó puntual (1949), ¿Dónde estabas, Adam? (1951), La casa sin amo (1954) y El pan de los años mozos (1955). A estas seguirá Billar a las nueve y media (1960),  una de sus obras mayores junto a Opiniones de un payaso (1963), Retrato de grupo con señora (1971) y El honor perdido de Katharina Blum (1974), denuncia de los abusos cometidos por la clase periodística.

[Imagen inicial: sp.depositphotos.com]

2 comentarios:

  1. Pues no dejaba a ningún títere con cabeza, este Boll; se ganaría un montón de enemigos...¡me cae bien.
    ¡Ah, los burócratas y funcionarios inflexibles...el centinela es uno de ellos en ciernes; como vayan armados o tengan alguna autoridad, son temibles. En los regímenes totalitarios y en los liberales; no te libras de ellos y son una de las causas que corrompen cualquier utopía política.
    Carlos San Miguel

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  2. Pero quizá no me hayas comprendido y parezca demasiado ingenuo: yo no quiero decir que un funcionario deba ser flexible en hacer cumplir la ley...o mejor dicho, porque la ley puede ser injusta,lo que la lógica y el sentido considerado como más o
    menos común, dice a su conciencia que está bien...a lo que me refiero es a aquellos que olvidan la verdadera razón de ser de sus puestos y piensan que los papeles y documentos lo son todo y que parece que en lugar de estar para servir al ciudadano, su labor es la de cumplimentar papeles y volver loco al contribuyente con la estricta gestión de un montón de formulismo que no garantiza el beneficio social. Y luego está la corrupción con la que es fácil ser tentado en cuanto se tiene cierto poder...
    Carlos

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