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jueves, 5 de octubre de 2023

"El mal invisible", un cuento de Irene Vallejo


Noemí González, Lluvia en la ciudad


 EL MAL INVISIBLE 


                                                                                                                           Si puedes aguzar la mirada,
                                                                                                                           agúzala.
                                                                                                                           Marco Aurelio


1

La lluvia del domingo tiene las uñas afiladas, deja sus arañazos de agua en la ventana. Mis ojos chocan, frente a frente, con una muralla de edificios, bloques de hormigón que, en la luz húmeda, me traen a la memoria fotografías antiguas de alguna dictadura soviética. Vistas encajonadas, una calle estrecha, fantasías de trinchera, el otoño anticipado. Este es mi paisaje.

Antes de emprender la huida, no podía imaginar la asfixia de tardes de domingo como esta, el malestar de ver caer la noche y la lluvia mientras rasga el silencio desde el piso de abajo el eco eufórico del Carrusel Deportivo.

Miro la pantalla del móvil. 19:27 horas. 28 de septiembre. Hace exactamente un mes que llegué a la ciudad, sin conocer a nadie. Hace treintaiún días, engañé a mis perseguidores y bajé del tren en una estación donde nadie me esperaba. Me refugié en este barrio alejado, de calles neutras y casi idénticas. Cuando me acosté en la cama de una pequeña pensión, en la madrugada desierta, respiré aliviado. Empezaba una nueva vida.

Enseguida desapareció ese primer espejismo de libertad. Voy y vuelvo del trabajo, engullo deprisa mi comida en bares donde los clientes miran hipnotizados la televisión o en pizzerías abarrotadas, camino por calles donde la gente pasa sin rozarme. No hablo con nadie, estoy agazapado, quieto como un insecto al que han arrancado las patas.

Debería alquilar otro piso. En estas habitaciones, la luz es turbia, triste. Las bombillas cuelgan desnudas del techo y crean sombras lúgubres.

Todo lo que sé sobre la huida lo he aprendido en las novelas negras que leía para entretenerme cuando mi vida todavía era normal. Me he concentrado en no cometer errores. Viajo sin equipaje para poder escapar más deprisa y para no dejar rastro. He dejado atrás cualquier cosa que pudiera ayudar a encontrarme y darme caza. Por supuesto, tarjetas, teléfonos y demás objetos delatores. Al llegar aquí compré un móvil libre y un ordenador de segunda mano. Quiero pasar desapercibido entre la multitud confusa de esta ciudad.

19:38 horas. Sentado en el sofá con el portátil en el regazo, navego para matar el tiempo. Tal vez porque soy un fugitivo y conozco la angustia de la persecución, Facebook me da escalofríos. Miro con incredulidad todas esas pistas que la gente entrega sobre sí misma, la información voluntaria con la que van saciando día a día, sin pausa, la sed de control de poderes ocultos.

Desde que lo comprendí todo, intento conocer los mecanismos del espionaje masivo. Antes del cambio y del peligro, yo era como todo el mundo: sabía que hay centinelas invisibles vigilándonos en todas partes, pero no pensaba en ellos. No quería ver las cámaras de seguridad que sigilosamente graban mis pasos. Tampoco reparaba en los ojos transparentes de las pantallas que nos traicionan desde las habitaciones de nuestras casas, en el corazón del hogar. No imaginaba que un día tendría que huir. Ahora que por fin siento el miedo, nunca bajo la guardia. Sé el peligro que acecha tras la ceguera de la gente feliz e indefensa.

Levanto la mirada. La lluvia oscura sigue acribillando  los cristales. 20:20 horas. Busco en la red nuestras claves sobre el saqueo de nuestros secretos.

2

28 de septiembre, domingo. 11 de la noche.

Hoy, a la hora de cenar, he puesto tres platos en la mesa. No sé en qué estaba pensando. Al hacer tareas domésticas, la mente se distrae y las manos se mueven solas. Cuando he visto los preparativos para los tres, me he dado cuenta de que no volveremos a sentarnos juntos a la mesa, y la pena me ha cortado el aliento. Como si de repente me hubiera arrinconado contra las cuerdas y hubieran llovido golpes sobre mi estómago. Nadie me avisó que el dolor se parecía tanto al miedo.

Si me dejo llevar, sigo viviendo en un mundo detenido antes de su muerte. El médico dijo que una enfermedad tan larga, sin ninguna esperanza, genera una gran ansiedad. Creo que se refería a esto. A sentir su presencia todavía, un fantasma tal vez, mi padre hundido en el sillón, la bata abierta sobre las rodillas. A escuchar sonidos de suave roce, de respiración áspera, de carraspeo, de lucha contra las flemas. A tener que controlar el pánico varias veces al día.

He guardado el tercer plato, sintiéndome culpable. Por suerte, Miguel no se ha dado cuenta de nada. Cuando hemos empezado a cenar, todo estaba en su sitio, mis lágrimas bajo control, una leve sonrisa preparada. La voz solo me ha temblado un poco al preguntar qué tal va todo en el instituto, si empieza la semana con pereza o alegría.

Bien, normal.

Es la respuesta oficial desde que empezó el curso. A pesar de todo, siempre sigo preguntando, con tono cariñoso, tranquilo, dispuesta a retroceder al menor signo de mal humor, cuando su delicado radar detecta una intromisión en el reciente territorio de su intimidad. Está claro que ha acabado la época de las conversaciones torrenciales, cuando le encantaba hablar y preguntar y atraer mi atención. Ahora agradecería que llenase el silencio con aquella charla absurda. Escucharía, sonreiría y no tendría que hacer esfuerzo.

Al final he conseguido que me hable de sus fotos. Sigue loco con esa preciosa cámara que le regaló su padre cuando se lo llevó la última vez en su turno de vacaciones. Los regalos de papá suelen ser enormes aciertos, sorpresas fabulosas, quizás porque tiene más dinero que yo. Él nunca ha pedido una reducción de jornada para cuidar a nadie. 

Miguel quiere hacer fotos de ciertos árboles que ha elegido en la calle y el parque. Fotografiar los mismos árboles todos los días para documentar cómo van perdiendo las hojas, quedándose desnudos en el frío. ¿Qué interés tienes en esos árboles?, le he preguntado. Ha contestado: están pasando una mala racha, como nosotros. 

3

El ascensor de la empresa nos vomita al acabar nuestro turno. Salimos a la calle como una colonia de hormigas que se agrupan y luego marchan en hileras negras. Fría tarde de martes. El cielo nublado ilumina el barrio con una luz muy deprimente. Las hojas caídas se pudren en los charcos oscuros.

Este trabajo me permite ser casi invisible. Cientos de operadores en una sala, cada uno en su cubículo, zumbido de llamadas y voces, soledad disfrazada de multitud. Constantemente llega gente nueva y otros son despedidos.

Yo mismo, nunca duro mucho en el mismo puesto.

Evito cuidadosamente el trato con los demás, la trampa de la intimidad y la simpatía. Estoy más seguro si guardo las distancias. Me he dado cuenta de que los jefes tienen espías aquí dentro, compañeros, chicos con pinta amistosa, chicas simpáticas, que delatan al que protesta o se queja.

He aprendido a desconfiar especialmente de la gente amable. Una grosería siempre es sincera, pero nunca sabes qué hay detrás de una sonrisa. Sonríen cuando te están engañando, cuando se burlan de ti. Y, sobre todo, cuando te van a hacer daño. En mi otra vida, antes del cambio, lo sufrí en carne propia. Silvia era cariñosa, parecía feliz a mi lado, pero de pronto se cansó de mí y me dejó en la cuneta. No hubo gritos, solo explicaciones tranquilas. Adiós, no te obsesiones conmigo. Sentí un dolor agudo, ese dolor infantil olvidado hasta que te abandonan.

Como todos los perseguidos, cada día elijo una ruta diferente para volver a casa. Intento grabar en mi mente el plano de esta parte de la ciudad. Los posibles escondites, los solares abandonados, los edificios vacíos. Las paradas de autobús, los caminos del parque, los aparcamientos subterráneos. Dedico horas a observarlo todo y memorizarlo.

Donde quiera que vaya, la fealdad de las calles me golpea. Observo a los habitantes de esta barriada asfixiante. ¿No les importa lo que está pasando? Han firmado hipotecas para poder ocupar su correspondiente celdilla en estas colmenas de hormigón gris. Compran teléfonos, ordenadores, electrodomésticos, y los llevan orgullosos a sus casas, caballos de Troya de última generación desde los cuales su vida entera será saqueada.

Nuestros perseguidores son astutos. Nos hacen pagar a nosotros mismos los aparatos con los que nos espían. Envuelven esta conspiración en el brillante celofán de la tecnología, la ciencia, el progreso. Quieren recibirlo todo en bandeja de plata: instalen wifi, retrátense en las redes sociales, confíen sus datos a la nube. Nos hacen imaginar un mundo ligero, etéreo, flotando sobre nuestras cabezas, el hogar celeste de nuestros archivos. En realidad, son siniestros barracones rodeados de alambradas, protegidos por perros. Campos de concentración de nuestros secretos.

Al anochecer, se levanta un viento sombrío que lanza polvo y tierra contra mis ojos. Los árboles tiemblan por las sacudidas del aire. Caen hojas secas que reptan por el suelo con ruido de papel.

¿Los reconoceré si vienen a por mí? He escapado de su trampa una vez, rompí el cerco, saben que no soy uno más del rebaño. Sé defenderme. Ahora me respetan y actuarán con más cautela. Tal vez me han encontrado ya, tal vez alguien merodea alrededor de mi casa tomando nota de mis movimientos. Podría ser la chica que veo a las siete de la mañana en la parada del autobús con el móvil en el regazo, envuelta en su luz azul. O en el cartero que llama todos los días al timbre del edificio y entra sin levantar sospechas. O el chico que hace fotografías  en el parque.

4

30 de septiembre, martes. 10:30 de la noche.

Miguel pasa cada vez más tiempo fuera de casa y yo no consigo superar la angustia de entrar en el piso vacío. Mientras hago girar la llave siento una extraña cobardía y la saliva que trago tiene sabor metálico. He inventado rituales contra el miedo: respirar hondo, hinchar los pulmones, contar hasta diez, recordar viejas letanías escolares. A, ante, bajo, cabe; cúmulos, estratos, nimbos y cirros; Miño, Duero, Tajo.

Esta mañana he salido del trabajo a mediodía para recibir a los tasadores. Me pregunto en cuánto valorarán el piso y si encontraré la forma de pagarle a Laura su parte. La enfermedad ha devorado casi todo el dinero, el mío y el de la herencia, o tal vez nunca he sabido ahorrar, apuntar los gastos a diario, aprovechar las ofertas del supermercado, negarle a mi padre la pequeña felicidad de comer filete de ternera mientras mantuvo el apetito. La factura del funeral fue ruinosa. Y están por llegar los gastos de notario y los impuestos, cuando acabemos las gestiones.

Mi único deseo en este momento es quedarme a vivir con Miguel en esta casa habitada por la memoria. Junto a la ventana, mirando a la calle, he pensado en el paso de los años, en las cicatrices y los hallazgos. Cómo me calma este paisaje de calles conocidas desde la infancia, la paz de recordar un tiempo lejano, cuando papá era joven y yo pensaba que sus fuertes manos me protegerían de cualquier peligro.

Pero también la sorprendente belleza de esta mañana, en presente. Miguel tiene razón, el otoño se ha anticipado. De pronto, estallan los amarillos, los rojos oxidados, los naranjas cálidos de las jaboneras. Llueven ramas doradas sobre la acera y sobre el techo de los coches aparcados. Está desapareciendo la cortina de hojas que durante el verano oculta el edificio de enfrente y, entre los claros de las ramas, veo las pequeñas escenas domésticas de los vecinos del otro lado, una mano limpiando los cristales enérgicamente, dos caras de perfil que cenan viendo la televisión. Aunque no conozco a nadie, sus vidas tranquilas me hacen compañía.

He tenido que esperar casi una hora a los tasadores, un hombre maduro y una mujer joven. Por suerte, no han sido necesarias ceremonias de hospitalidad, ese ritual antiguo que yo representaba con desgana cada vez que papá recibía visitas. Hoy todo ha sido simple, rápido, eficaz. Les he guiado por la casa abriendo puertas y esperando en el umbral. Han hecho mediciones, han evaluado mentalmente los desperfectos del baño, de la cocina, de las habitaciones. Han comprobado los cierres de las ventanas y el interior de los armarios empotrados. Han pedido una fotocopia de la escritura.

Dentro de unos días, recibiré por correo un informe completo. El espacio, la distribución, la luz que disfrutamos, la belleza frágil de las cosas usadas, las reformas pendientes, el rastro de la enfermedad... todo calculado y traducido al lenguaje incuestionable del dinero.

Cuando han terminado, les he ofrecido una cerveza. El hombre ha aceptado, gracias, no diré que no. Ha bebido directamente del cuello de la botella, en posición distendida, la espalda ligeramente apoyada en la encimera de la cocina, como si hubiera tomado posesión de los secretos de la casa.

¿Va a poner en venta la vivienda? Le he explicado que me gustaría quedarme a vivir aquí, que crecí en esta casa, en este barrio, que los rincones están poblados por mis recuerdos y mis fantasmas. Aunque no era necesario, le he contado también que me instalé de nuevo hace seis años, cuando diagnosticaron un cáncer de hígado a mi padre, para cuidar de él. He mencionado la quimioterapia, los efectos secundarios, el desánimo, los dolores. Sabía que estaba hablando demasiado, que el hombre intentaba ser amable pero no quería escuchar mi historia. No sé por qué ha brotado así, tan violento, tan incontrolable, el chorro de las confidencias con la persona menos adecuada. Después no he sentido alivio, sino vergüenza.

Antes de irse, la mujer ha dicho una frase inquietante. Le deseo suerte.

¿Suerte por qué?

Los repartos de herencia. Ni se imagina lo que hemos visto.

Ah, no, nosotras no. Somos solo dos hermanas y nos llevamos muy bien.

5

Anoto mis pensamientos y mis sospechas en una pequeña libreta de tapas verdes y hojas cuadriculadas. Me gusta el papel porque lo puedo destruir. Qué placer antiguo borrar las huellas, no dejar rastro, hacer desaparecer las pistas. Una página arrancada y rota en pedazos que se esparcen, es un misterio perfecto. He decidido volver a las cosas simples de la niñez, al tiempo en que viví libre de amenazas. Nunca más volveré a conectar un móvil ni un ordenador.

Las últimas páginas de mi libreta están reservadas a los apuntes más secretos. La mayoría se refieren al chico de la cámara. Dibujo un trazo en el cuaderno cada vez que nos cruzamos por la calle, dos trazos si lo sorprendo merodeando cerca de mí y tres trazos cuando me lanza una mirada de refilón. Creo que intenta fotografiarme. Es posible que lo haya conseguido ya, aunque solo de espaldas. También apunto sus entradas y salidas del portal que queda justo enfrente del mío.

Por la noche, reviso las anotaciones y tomo decisiones en el silencio del piso donde he desenchufado todos los electrodomésticos y ya no me perturban zumbidos de motores ni pequeñas luces rojas.

Desde hace dos días como solo pan y frutos secos para que mi cuerpo se acostumbre a soportar el hambre. Quién sabe si la próxima vez tendré que huir de repente, tal vez en un autobús de línea que me llevará a los últimos suburbios de la ciudad, hacia la soledad de las naves industriales, las casas aisladas, los campos ásperos, los caminos que corren junto a carreteras con guardarraíles y reflectores.

El hambre hace que los pensamientos se vuelvan claros y esenciales. Se desenredan, se simplifican.

Esta tarde sopla un viento turbio que retuerce los árboles. Camino abrazado al anorak, el tronco inclinado hacia adelante, escuchando los gruñidos sordos de mi estómago. Cuando llego a la cuchillería, recorro con ojos atentos el escaparate. Dentro de estuches abiertos, junto a sus fundas de cuero, entre sacacorchos, tijeras y navajas multiusos, las armas, las verdaderas armas, me enseñan sus colmillos de metal.

6

Sábado 4 de octubre. 1 de la madrugada.

Después de comer, he llamado a Laura. Hace cuatro meses que murió papá, le he dicho.

Como si volviera a estar allí, veo la habitación del hospital en sus mínimos detalles. Mi padre atado al gotero, la piel amarillenta. Cada una a un lado de la cama, sujetábamos sus manos. Las dos aterrorizadas por su respiración afanosa, por los borbotones roncos, por las burbujas de saliva que tal vez eran agónicas palabras. Nos inclinábamos sobre él, papá, no te esfuerces, tranquilo, estamos a tu lado. De repente cesó el ronquido, el cuerpo se aligeró de un peso, pareció expandirse, descansó. Laura pulsó el timbre. Empezó un veloz desfile de enfermeras y, por último, llegó el oncólogo. ¿Ya está?, pregunté yo. El médico sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Cuántas veces he rezado, he suplicado, he pedido con todas mis fuerzas que esas no fueran las últimas palabras mías que él oyera. Pero no hay remedio, nadie puede concederme ese deseo. En mi memoria, el instante de su muerte está teñido por el remordimiento. Cuando nos dejaron a solas con el cuerpo, acaricié sus manos y su pelo. Al besar su frente, recogí la última humedad de su sudor. Las horas finales habían sido duras, una violenta lucha inmóvil.

Cuatro meses. Ha sido mi primer pensamiento al despertarme, ha dicho Laura por teléfono.

La conversación ha tenido que ser breve. Unos amigos les prestaban su apartamento, se iban a pasar el fin de semana en el mar. Los he encontrado haciendo el equipaje, tenían el tiempo justo.

No te entretengo, Laura. Rápidamente: nos quedan dos meses para acabar el papeleo. Cuando puedas, dime qué día puedes venir para la aceptación de la herencia, hay que pedir cita en el notario. Pensaba hacerte una propuesta sobre el piso, pero no es buen momento. Ya hablaremos con más calma.

Llámame la semana que viene y dale un abrazo muy fuerte a Miguel. Si se deja.

Miguel estaba sentado en el sofá con el portátil sobre las rodillas. ¿Por qué no hacéis un Skype?, ha dicho, compadeciéndome por mis limitaciones informáticas. Le he contestado que me parecía buena idea. ¿Me enseñarás a usarlo? Claro, es muy fácil.

Es curioso, el humor de Miguel pesa sobre toda la casa. Lo normal es que durante horas solo preste atención a la pantalla del ordenador. Me he acostumbrado a escucharlo murmurar mientras teclea. Joder, dice a veces, saboreando el placer de decir palabrotas en voz alta. O se ríe solo. Si le pregunto cuál es el chiste, la voz se le endurece. Nada, da igual.

Pero hoy se ha mostrado más cariñoso. No recibía mis palabras con su habitual expresión de cansancio, con su ostentosa indiferencia. Creo que él también está triste por su abuelo y, a su manera, intenta consolarme. A media tarde, ha cerrado la tapa del ordenador, ha bostezado y se ha quedado observando mi trajín en las ventanas.

¿Qué haces?

Asegurar las jardineras para que el viento no las tire a la calle.

¿Qué pasa si le caen a alguien en la cabeza? ¿Lo matarían?

Zas, lo dejarían seco.

¡Joder! ¿Quieres que te ayude?

Gracias. Sujeta aquí. Agárralo fuerte.

Esta tarde he recordado esa recia prudencia campesina de papá que tanto me hacía reír. Intentaba encajar las tapas del alcantarillado o las baldosas rotas en la calle para que la gente no tropezase, se preocupaba por la solidez de los andamios, recogía del suelo peladuras de plátano, ese tipo de cosas. Laura y yo lo convertimos en una de esas bromas familiares entre cariñosas e irónicas. ¿A cuánta gente has salvado hoy, papá?, preguntábamos. Él se encogía de hombros. Reíros, reíros. Con las desgracias, todo el mundo llora, pero el bien es invisible.

Papá tenía una idea pequeña, humilde del bien. Evitar percances, ahuyentar la tristeza. De ahora en adelante, en los días de viento, me aseguraré de anclar las jardineras.

7

Necesito pensar con claridad. Superar el terror, la cobardía, las flaquezas, las necesidades. Cada vez resisto mejor el hambre, el vértigo en el estómago y en la cabeza. Los primeros días no era capaz de vencerme y me lanzaba como un animal sobre cualquier clase de comida: latas, paquetes, pizzas descongeladas a toda prisa en el microondas. Después de esos atracones sentía una tristeza y un asco insoportables, me avergonzaba de mí mismo. Ahora, aunque me siento débil, sé que estoy fortaleciendo mi voluntad. Quiero llegar a ser limpio y frío como una hoja de metal. La soledad es una forma de iniciación.

Lo he apuntado en mi cuaderno verde, junto a los demás indicios. Ayer, hacia las 17:30 horas, sorprendí al chico y a la mujer vigilándome desde la ventana de enfrente. A mi alrededor se está cerrando el cerco. Las últimas dudas se esfuman al repasar, uno por uno, todos los hechos desnudos, anotados por orden en las páginas cuadriculadas.

El viento sopla. Me hace pensar en un país del norte, en largas heladas y en la angustia de noches alcohólicas en soledad. He oído hablar sobre vientos que desquician a las personas normales y las empujan a crímenes  sangrientos o al suicidio. Pero todo eso son pretextos, leyendas, literatura. La verdad es que, en noches como esta, la mayoría de la gente, que es cobarde, necesita tomar pastillas o emborracharse para soportar el peso de las horas.

Sopla el viento, empujando nubes de color rojo oscuro. Cerca del parque, un gato negro sale de un rincón oscuro y se sumerge en un sótano. Anochece. También desde las farolas, que empiezan a encenderse por control remoto, nos acechan cámaras de vídeo y micrófonos ocultos.

El frío me hace caminar más deprisa. Dejo atrás el parque, sigo camino a casa y, en la segunda bocacalle, la veo por sorpresa. Al instante, siento las piernas débiles. ¿Silvia? Camina delante de mí, acompañada de dos chicas. He reconocido su nuca, su espalda, la forma de llevar al hombro la funda oscura de la guitarra. ¿Por qué en esta ciudad, adonde vine para alejarme de ella?

Detrás, más cerca cada vez. No intentaré hablar con ella, no voy a decirle ninguna de esas frases vengativas que he perfeccionado palabra por palabra en las largas conversaciones de la imaginación. Tampoco necesito una ración más de sus mentiras. Pero no daré media vuelta ni escaparé como si la quisiera todavía. Echo mano a la navaja en el bolsillo del pantalón y la acaricio. Es suave y fría, me recuerda que ya no soy alguien a quien se pueda apartar de un manotazo.

Las chicas cruzan la calle antes de que las alcance. El semáforo cambia a rojo. Las observo mientras doblan la esquina siguiente. Espero hasta estar seguro de que no volverán la vista y me lanzo entre los coches. Desde la distancia, al otro lado de la calle, la veo separarse de sus amigas. Se dicen adiós. Me acerco por la espalda, casi corriendo. Lo que siento se parece al miedo.

No es ella. La cara acribillada de acné, su perfil de nariz larga y labios finos. Es una desconocida.

Dejo pasar a la chica de la guitarra. Respiro hondo para calmar esta agitación, el sudor de las manos, la rabia.

8

Viernes 10 de octubre. 4 de la madrugada

Son las cuatro de la madrugada y, en mi cabeza, los pensamientos giran deprisa, como hélices furiosas. No he podido dormir ni un solo minuto desde que me acosté. El despertador sonará a las siete menos diez. Entonces me arrastraré fuera de la cama haciendo un esfuerzo y, al enfrentarme con mi cara en el espejo, me veré vieja y angustiada, un fantasma de párpados hinchados.

La sirena de una ambulancia se acerca y luego se aleja por las calles oscuras, inundando de angustia la madrugada. Qué larga es la noche.

No es la primera vez que Laura y yo nos enfrentamos, todos los hermanos discuten. Pero nunca antes la había oído hablar así, remontándose a la infancia para esgrimir un historial de conflictos, humillaciones e incomprensión.

Su voz sonaba ya cansada cuando contestó al teléfono. Ha sido un día agotador en el trabajo, explicó.

Laura, le dije, me gustaría comprar tu parte del piso de papá y quedarme a vivir aquí. Venderé mi casa para pagarte.

Un carraspeo incómodo al otro lado.

Lo siento, pero no me gusta la idea. Alberto y yo hemos hablado ya de eso. Será más fácil y rápido si lo ponemos en manos de una agencia. Los tratos dentro de la familia nunca terminan bien.

Le he dicho que le iba a hacer una oferta justa, la mitad del precio de tasación. Por otro lado, a papá no le gustaría que vendiéramos el piso a unos extraños. Esta casa significaba mucho para él.

Laura lo sabe tan bien como yo. Fue la posesión que más enorgullecía a nuestro padre, pagada con el trabajo de sus manos. En los últimos tiempos, cuando ya esperaba la muerte, solía decir: qué buenos ratos hemos pasado aquí.

La he escuchado suspirar. Lo siento, pero esta vez no te dejaré salirte con la tuya. Siempre fuiste la favorita de papá, hacías lo que querías con él. He pasado muchos años a tu sombra.

Me ha impresionado el tono de su voz, la expresión solemne, las acusaciones calladas, los juicios de valor pacientemente contenidos.

¿Existieron siempre celos y agravios sin que yo lo sospechase? Los buenos recuerdos, las viejas historias, la imagen de una infancia bulliciosa y bromista, ¿son solo mi versión del pasado?

Supongo que esta conversación ha sido cruel para las dos. Cuando ha colgado, Laura también lloraba.

En ningún momento, a lo largo de los años me he sentido la preferida. ¿Cómo se pueden comparar dos vidas? Dos vidas son como dos países diferentes, con distintos relieves y accidentes. Me casé joven, tuve un hijo, me divorcié. Durante la época que yo recuerdo más dura, más decisiva y también más intensa, Laura vivía fuera, se dedicaba a su profesión, viajaba. Ella esperó hasta los cuarenta años para casarse y no quiso hijos. nadie nos obligó a tomar nuestras decisiones, cada una tuvo sus desengaños.

Qué frágil está, decía Laura cuando venía a ver a papá en fines de semana y vacaciones. Siento no poder ayudarte más. Compréndelo, desde que Alberto está en paro, mi trabajo es muy importante, nos sostiene a los dos.

Yo he permanecido seis años al lado de un enfermo, día tras día. Me despertaba al primer susurro de su voz por la noche. Cambiaba sus sábanas, lo vestía, cosía y descosía la ropa para adaptarla a su vientre hinchado y a su pecho encogido. Lavaba su piel acartonada y amarilla. No había un solo fluido suyo que no me resultara familiar. Cuando hubo que ponerle pañales, yo lavaba a diario su culo y su sexo marchito y ajado. No he olvidado el olor de los últimos meses, un olor a orina suave pero persistente, a ropa gruesa, a sudor rancio, a humedad que no se seca y piel sin respirar.

La muerte es inevitable, pero creía que al menos nuestro pasado feliz estaba a salvo. Qué buenos ratos hemos pasado aquí.

La luz pálida del amanecer empieza a aclarar las cortinas.

9

Tres de la mañana. No necesito dormir, para qué dormir, dedico las horas de la noche a fortalecer mi cuerpo, flexiones y abdominales, debajo de la piel mis músculos empiezan a endurecerse. En la calle ha dejado de silbar el viento, pero ha caído la niebla como una mortaja sobre la ciudad. Me gusta este cielo rojo de la noche, su belleza contaminada y venenosa.

Me miro en el espejo, fijamente a los ojos, y ya no me avergüenzo porque soy una persona nueva en un cuerpo distinto. Apunto cada día en mi libreta verde el número de flexiones, me entreno para ser fuerte, soportar el dolor y la soledad. Mis manos, me muerdo las uñas, muerdo la piel junto a las uñas hasta atrapar con los dientes la punta de un pellejo y tiro, tiro para desprender la piel, sintiendo el dolor y el sabor salado de la sangre. Puedo hacerme cortes en los brazos con la navaja, sin pestañear, sonrío cuando empieza a correr mi sangre brillante.

Cuatro-cinco-seis-siete...

Qué claridad mental, por fin lo entiendo todo y soy libre. Cuando pienso en la gente enganchada a sus móviles incluso por la calle, son yonquis, ninguno lo aceptaría pero son yonquis, desesperados por su dosis diaria de droga electrónica. Acariciando con los dedos la pantalla de sus móviles, lo único que acarician ya, se han rendido, hipnotizados y sonámbulos, idiotas, sometidos. Y si algún día despiertan y quieren rebelarse, entonces los delatarán sus amados móviles, sus GPS, sus tarjetas de crédito. Los móviles son nuestras tobilleras de control penitenciario, nos hemos transformado en una sociedad de reclusos en semilibertad. Así, todos deslumbrados por la luz parpadeante de las pantallas, la mejor parte del mundo se está hundiendo en la sumisión y el aturdimiento.

Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno...

El miedo huele, los depredadores lo notan. Los perros empiezan a salivar cuando olfatean el miedo, el miedo les confirma que han dado con su presa. Los tiburones blancos miran con desprecio a esos pececillos que viven asustados, boquiabiertos y en fuga. Los depredadores lo tienen cada vez más fácil gracias a la incredulidad paralizante de sus víctimas. Para mí terminó la huida, es tiempo de furia.

Cincuenta y uno, cincuenta y dos...

¿Qué les dan los móviles, el griterío de las redes sociales, la conversación interminable de los chats? Ruido. Olvido. La gente no quiere aceptar la verdad, el desahucio de sus  esperanzas. Que nunca serán más de lo que son ahora, sino menos cada vez. Hipotecados, pobres, cada vez más lejos de sus sueños, ellos y sus hijos y sus nietos.

No soy un niño aterrorizado. Puedo restregarles las bota por la cara a mis perseguidores. Crece dentro de mí el calor, el temblor de la rabia. Miro fijamente el techo, las sombras, esa mancha de humedad en la pared como una ameba gris y mohosa.

Sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta...

La sirena de una ambulancia chilla en la calle. La muerte ha venido a buscar a alguien. Acaba otra vida estúpida, cobarde, drogada, inútil.

10

Lunes 20 de octubre. 11:30 de la noche.

He llevado los documentos al notario y he vuelto a casa en taxi. Cuando el conductor me llevaba por una calle bordeada de tilos, he comentado en voz alta: es una tarde preciosa. Lo era. El cielo limpio por fin, después de tantos días emborronado por la niebla. La luz dorada del otoño. Los árboles amarillos recortados contra el azul claro. Nubes blancas alisadas por el viento.

Pero el taxista ha ignorado mi comentario y ha seguido conduciendo en silencio. ¿Por qué me he sentido avergonzada, al borde de las lágrimas? ¿Tanto me afecta la antipatía de un desconocido? No sé qué me está pasando. Hay días en que me siento en carne viva y, en cambio, otras veces voy y vengo como si estuviera anestesiada.

Y siempre este cansancio que aumenta con el paso de los meses. Si no fuera por Miguel, me quedaría simplemente sentada en el sofá, indiferente al hambre y el frío. Cualquier obligación me acobarda. Los interminables trámites de la herencia. Lavar y guardar la ropa de verano para abrir espacio en los armarios a los abrigos y los jerseys. Ocuparme de la casa, tener a raya el polvo, fregar, escarbar en los rincones, limpiar el váter. Arrastrar el carro metálico por el supermercado, sin ideas, desganada, la mente en blanco, mientras veo a otras mujeres avanzar eficaces y seguras por los pasillos de comida, leyendo etiquetas, comparando precios. La necesidad de pensar y preparar la comida cada día, las sartenes, el aceite, la cebolla, los huevos, trocear, freír, vigilar, revolver. Y cuando todo el trabajo está terminado, los rastros borrados, el fregadero brillante como un espejo, vuelta a empezar.

Cuánto esfuerzo para sacar adelante a mi hijo y cuidar a mi padre, dividida, agotada, al galope de una tarea a otra, con horarios reducidos en la oficina, descartada para los ascensos, siempre los apuros de dinero, este lento venir a menos, la callada inquietud ante nuestro futuro.

Al notar que el taxi tomaba velocidad, he abierto la ventanilla. El ruido del tráfico entraba mezclado con un río de aire impetuoso que me acariciaba la cara.

Si el viento pudiera llevarse seis años de cansancio... Lo he pensado muchas veces. Los cuidadores somos seres a medias. Ni sanos ni enfermos, merodeamos por territorios fronterizos. Se dice que los muertos vuelven al mundo de los vivos bajo la forma de fantasmas. No lo creo, los fantasmas somos nosotros, los desgastados, los envejecidos acompañantes de los muertos.

No he vuelto a hablar con Laura sobre el piso de papá. Hacer cualquier mención es como pisar un campo de minas. En nuestras conversaciones telefónicas hemos sellado una paz provisional, triste, que evita problemas. Pero ya sé cómo acabará todo. Cederé, sin generosidad ni cariño, simplemente por no ahondar la herida. Decidiremos entre las dos qué agencia se encargará de vender la casa de nuestra infancia. A mí me espera el agotamiento de otro traslado después de seis años, el mal humor de Miguel por tener que marcharse a vivir lejos de sus amigos.

Podría contar mi biografía como una sucesión de mudanzas.

11

Mi mano en el bolsillo del pantalón. Hay que tener la navaja lista.

Sé lo que debo hacer, lo he hecho antes. El verano en el pueblo, yo tenía doce años, los campos polvorientos. Nos entreteníamos jugando durante las largas tardes sin rumbo, entre el zumbido de las moscas. Lanzábamos la navaja para clavarla en la tierra. Qué placer conseguir el impulso medido, el giro preciso de la muñeca, el ángulo perfecto. La hoja hincada en el suelo, perpendicular, limpiamente, sin esfuerzo. Todos admirábamos a los mejores lanzadores. Recuerdo envidiar el sabor de aquellos éxitos, en el corro de los chavales, en las vacaciones aburridas e infinitas de la infancia.

Hoy, huérfano de aquellos veranos, hundido en la tarde fría de noviembre, atravesando la zona más oscura del parque, camuflado entre las sombras, mi cara oculta por la gorra gris, la sigo. Es la mujer, la madre del chico, la fisgona. Te he visto tantas veces con la nariz pegada al cristal de la ventana, desgraciada soplona hija de puta. ¿Quién te ha encargado vigilarme?

La ocasión se ha presentado sin planearlo: un encuentro casual al atardecer en un lugar solitario, sin testigos. La gorra gris calada, el cuello de la cazadora levantado, nadie ha podido ver mi cara. Ahora es el momento de demostrar que no pertenezco al rebaño, que no soy una de esas estúpidas ovejas asustadas, carne de matadero. La pregunta, la única pregunta, es si tengo el valor necesario. Si soy capaz de sacrificar con mis propias manos al perro rabioso antes de que hunda los dientes en mi cuerpo.

Ha llegado la hora de la prueba. Tarde o temprano todos debemos demostrar, en un instante decisivo, de qué metal estamos hechos. Tengo miedo, miedo de no estar a la altura.

Saco la navaja. Aprieto el pulsador, suena el resorte, sube el acero.

En el cruel verano de mis doce años, vagabundeaba solo después de cenar, con el chirrido de los grillos en los oídos, la navaja en la mano. Me dedicaba a escarbar en la tierra con furia. Hería la corteza de los árboles con las letras de mi nombre. Atrapaba ranas junto al río, las abría en canal y me quedaba observando el latido de sus entrañas mientras morían lentamente.

En el parque nocturno, solitario, en sombras, vuelvo a ser el chico que descuartizaba animales con mirada indiferente. Regreso, como en un sueño, a un tiempo hecho de infancia y muerte. Es hermosa la sangre fresca, brillante, que brota de un cuerpo moribundo, entre las convulsiones y los jadeos de agonía.

De pronto, un fogonazo de luz hiere mis ojos, un meteoro en llamas chocando varias veces contra mi cabeza. Sin entender, deslumbrado, me cubro la cara con las manos. El centelleo y la claridad quedan impresos en mi mirada, me ciegan. Pienso: han venido a por mí, me han tendido una trampa. Escapar, escapar frío y astuto como una serpiente. Conozco cada rincón de esta arboleda oscura. Sobre todo, no debo dejar caer la navaja.

12

Domingo 16 de noviembre. 11 de la noche.

Mañana es el día del traslado. Me iré de esta casa donde el tiempo parecía detenido en nuestra  infancia, el hogar inalterable de la niñez y los recuerdos.

"Ahora no te das cuenta, pero es la mejor solución para todos, también para ti. No sabes cuántos problemas y disgustos nos evitaremos", dijo Laura por teléfono, al zanjar el asunto. Hice un esfuerzo para dominar la irritación. Mi hermanita pequeña, tan decidida, tan previsora, tan poco sentimental, siempre sabe perfectamente lo que se debe hacer.

Pero yo, la que siempre se toma todo a pecho, echaré de menos esto. Los muebles sólidos que mi padre fue comprando a medida que podía pagarlos, porque la gente de esa generación prefería ser pobre antes que endeudarse. El sofá que imitaba terciopelo verde, las vitrinas para vajilla, la mesa camilla y el brasero, la radio antigua de la que tanto me gustaba el dial iluminado con nombres de ciudades. Trípoli, Alejandría, Liubliana, Lisboa, Estocolmo, Argel, Breslau.

Para la mudanza, he tenido que vaciar el contenido de los cajones, los armarios, los muebles con puertecilla y llave. Tirar a la basura con dolor todos esos objetos huérfanos que él guardaba y para mí son mudos. Descubrir detalles desconocidos de su vida —fotografías antiguas de mi padre con pantalón corto y camiseta de atletismo— sobre los que ya no podré preguntarle. Asomarme a secretos que nunca nos contó, como las cartas que le escribía una mujer llamada Marina cuando mi madre ya había muerto y nosotras éramos niñas.

Miguel casi no me ha ayudado, ni siquiera con las cajas de sus cosas. Ha pasado el fin de semana haciendo lo que llama sus "fotografías de últimos momentos". El último sábado que sus amigos vinieron a buscarlo para salir. El último desayuno tranquilo de domingo. Sus últimos paseos por el barrio. La última comida en la mesa redonda del salón. Y por la tarde, mientras yo iba a comprar bocadillos para la cena, su despedida de esos árboles del parque que ha ido retratando mientras perdían las hojas.

La melancolía del otoño, la mirada que se vuelve distinta justo antes de marchar, las imágenes que serán futuros recuerdos. Me impresiona el instinto de Miguel para fotografiar lo invisible.

Antes de acostarse, cuando yo cerraba las cajas con cinta de embalar, se ha acercado sosteniendo el ordenador en las manos y me ha preguntado qué foto me gustaba más. Hemos dedicado más de media hora a mirarlas una por una. Como estoy de un humor melancólico, me han alegrado sus repentinas ganas de hablar.

¿Cuál te gusta más?, ha insistido.

Me gustan mucho las fotos de esta noche, las tres del parque.

¿Estas?, ha preguntado, decepcionado por mi elección. El flash daba a las imágenes un desagradable aire espectral. Además, había un hombre extraño entre los arbustos, ha dicho señalando en las fotografías una figura borrosa.

No me había dado cuenta.

Sí, aquí, parece una sombra. Lleva una gorra gris. ¿Lo ves?

Tienes razón. Aun así, me quedo con estas.

Me ha ilusionado que quisiera fotos mías para su colección de últimos momentos. He recordado tiempos mejores al verlo aparecer de repente disparando con su inseparable máquina. Esa expresión suya, casi olvidada, de alegría infantil al sorprenderme. Y ha sido una sorpresa, porque no lo había visto, ni siquiera sabía que estaba en el parque. Todo parecía solitario, tranquilo en medio de la calma de los árboles. Tal vez el único instante de paz en estos días caóticos.

Y he pensado: recordaré ese momento.

(En AA. VV., Hablarán de nosotras.13 - una escritoras aragonesas, Los libros del gato negro,  Zaragoza, 2016)


La escritora Irene Vallejo. / SANTIAGO BASALLO

Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es una filóloga y escritora española. Licenciada en Filología Clásica, es Doctora por las Universidades de Zaragoza y Florencia con una tesis sobre literatura antigua que consiguió la mención especial de Doctorado Europeo. Su labor se centra en la investigación y divulgación de los autores clásicos, impartiendo cursos y conferencias y a través de su colaboraciones con los periódicos Heraldo de Aragón y El País, en las que combina temas de actualidad con enseñanzas del mundo antiguo. Fruto de este trabajo son dos libros recopilatorios de sus columnas periodísticas, El pasado que te espera (2010) y Alguien habló de nosotros (2017). En el libro La mañana descalza (2018) recopila columnas publicadas en Heraldo de Aragón sobre la mujer en la mitología, combinadas con poemas de la escritora argentina Inés Ramón. En El futuro recordado (2020), las columnas recopiladas recrean un imaginario banquete con ilustres invitados como Safo, Tucídides, Séneca, Gracián, Montesquieu o Wilde. 

En 2011 apareció su primera novela, La luz sepultada, una historia cotidiana ambientada en la Zaragoza de 1936, en los días previos al inicio de la Guerra Civil, que recibió una Mención Especial del Jurado en el Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de  Zaragoza 2012. Su segunda novela, El silbido del arquero (2015), revive las aventuras del héroe Eneas en una apasionada recreación histórica y literaria ambientada en dos épocas: el universo legendario de la guerra de Troya y la Roma de Augusto. También ha cultivado la literatura infantil y juvenil con El inventor de viajes (2014), ilustrada por José Luis Cano, y La leyenda de las mareas mansas (2015), en colaboración con la pintora Lina Vila. Su relato "El mal invisible" fue incluido en la antología de escritoras aragonesas Hablarán de nosotras (2016). Su relato "La fisonomía del soldado", publicado por Alfaguara en 1997, fue premiado en el Quinto Certamen de Los Nuevos de Alfaguara.

Es especialista en el poeta latino Marco Valerio Marcial y en 2008 le dedicó el ensayo Terminología libraria y crítico-literaria en Marcial,  editado por la Institución Fernando el Católico, que recibió el Premio al Mejor Trabajo de Investigación de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Su ensayo El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019) fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2020. Se trata de un libro sobre la historia de los libros, de su fabricación y de todos los tipos ensayados a lo largo de más de treinta siglos. Pero es sobre todo, como se indica en la contraportada, "una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros". En 2020 publicó Manifiesto por la lectura (Premio Alibrate 2022, otorgado por la Fundación Leer Argentina), una declaración de amor a los libros que nace del encargo de la Federación del Gremio de Editores de España en apoyo de un 'Pacto de Estado por la lectura y el libro'. En 2023 ha aparecido la adaptación gráfica de El infinito en un junco, ilustrada por Tyto Alba.

Su labor ha sido reconocida con prestigiosos galardones, entre los que se cuentan, el Premio Aragón 2021, el Antonio Sancha 2022, el IX Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña (otorgado por la Academia Mexicana de la Lengua), el XI Premio al Líder Humanista 2022, el Wenjin Book Award, otorgado por la Biblioteca Nacional de China, en la categoría de ciencias sociales, y el Premio de Lectores de Francia 2023. Opta junto a otros cinco candidatos al Premio de Literatura al Entendimiento Cultural Global 2023 que organiza la Academia Británica.

Irene Vallejo cursó los estudios de bachillerato y COU en el IES Goya de Zaragoza.

(La información sobre la autora procede, casi en su totalidad, del libro 'Hablarán de nosotras'.) 

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