—"Los odiados, odiados naranjos... Las odiadas palmeras... El maravilloso mar..."
—¿Qué decía usted?
A su lado estaba un soldadillo. Un muchachito pálido. Parecía bien educado. Se parecía a su hijo. A un hijo suyo que había muerto. No al que vivía; al que vivía, no, de ninguna manera.
—No sé si será usted capaz de entenderme —dijo, con cierta altivez—. Estaba recordando unos versos míos. Pero si usted quiere, no tengo inconveniente en recitar...
El muchacho estaba asombrado. Veía a una mujer ya mayor, flaca, con profundas ojeras. El cabello oxigenado, el traje de color verde, muy viejo. Los pies calzados con unas viejas zapatillas de baile..., sí, unas asombrosas zapatillas de baile, color de plata, y en el pelo una cinta plateada también, atada con un lacito... Hacía mucho que él la observaba.
—¿Qué decide usted? —preguntó Rosamunda, impaciente—. ¿Le gusta o no oír recitar?
—Sí, a mí...
El muchacho no se reía porque le daba pena mirarla. Quizá más tarde se reiría. Además, él tenía interés porque era joven, curioso. Había visto pocas cosas en su vida y deseaba conocer más. Aquello era una aventura. Miró a Rosamunda y la vio soñadora. Entornaba los ojos azules. Miraba al mar.
—¡Qué difícil es la vida!
Aquella mujer era asombrosa. Ahora había dicho esto con los ojos llenos de lágrimas.
—Si usted supiera, joven... Si usted supiera lo que este amanecer significa para mí, me disculparía. Este correr hacia el Sur. Otra vez hacia el Sur... Otra vez a mi casa. Otra vez a sentir el ahogo de mi patio cerrado, de la incomprensión de mi esposo... No se sonría usted, hijo mío; usted no sabe nada de lo que puede ser la vida de una mujer como yo. Este tormento infinito... Usted dirá que por qué le cuento todo esto, por qué tengo ganas de hacer confidencias, yo, que soy de naturaleza reservada... Pues, porque ahora mismo, al hablarle, me he dado cuenta de que tiene usted corazón y sentimiento y porque esto es mi confesión. Porque, después de usted, me espera, como quien dice, la tumba... El no poder hablar ya a ningún ser humano..., a ningún ser humano que me entienda.
Se calló, cansada, quizá, por un momento. El tren corría, corría... El aire se iba haciendo cálido, dorado. Amenazaba un día terrible de calor.
—Voy a empezar a usted mi historia, pues creo que le interesa... sí. Figúrese usted una joven rubia, de grandes ojos azules, una joven apasionada por el arte... De nombre, Rosamunda... Rosamunda, ¿ha oído?... Digo que si ha oído mi nombre y qué le parece.
El soldado se ruborizó ante el tono imperioso.
—Me parece bien... bien.
—Rosamunda... —continuó ella, un poco vacilante.
Su verdadero nombre era Felisa; pero, no se sabe por qué, lo aborrecía. En su interior siempre había sido Rosamunda, desde los tiempos de su adolescencia. Aquel Rosamunda se había convertido en la fórmula mágica que la salvaba de la estrechez de su casa, de la monotonía de sus horas; aquel Rosamunda convirtió al novio zafio y colorado en un príncipe de leyenda. Rosamunda era para ella un nombre amado, de calidades exquisitas... Pero ¿para qué explicar al joven tantas cosas?
—Rosamunda tenía un gran talento dramático. Llegó a actuar con éxito brillante. Además, era poetisa. Tuvo ya cierta fama desde su juventud... Imagínese, casi una niña, halagada, mimada por la vida y, de pronto, una catástrofe... El amor... ¿Le he dicho a usted que era ella famosa? Tenía dieciséis años apenas, pero la rodeaban por todas partes admiradores. En uno de los recitales de poesía, vio al hombre que causó su ruina. A... A mi marido, pues Rosamunda, como usted comprenderá, soy yo. Me casé sin saber lo que hacía, con un hombre brutal, sórdido y celoso. Me tuvo encerrada años y años. ¡Yo!... Aquella mariposa de oro que era yo... ¿Entiende?
(Sí, se había casado, si no a los dieciséis años, a los veintitrés; pero ¡al fin y al cabo!... Y era verdad que le había conocido un día que recitó versos suyos en casa de una amiga. Él era carnicero. Pero, a este muchacho, ¿se le podían contar las cosas así? Lo cierto era aquel sufrimiento suyo, de tantos años. No había podido ni recitar un solo verso, ni aludir a sus pasados éxitos —éxitos quizá inventados, ya que no se acordaba bien; pero...—. Su mismo hijo solía decirle que se volvería loca de pensar y llorar tanto. Era peor esto que las palizas y los gritos de él cuando llegaba borracho. No tuvo a nadie más que al hijo aquél, porque las hijas fueron descaradas y necias, y se reían de ella, y el otro hijo, igual que su marido, había intentado hasta encerrarla.)
—Tuve un hijo único. Un solo hijo. ¿Se da cuenta? Le puse Florisel... Crecía delgadito, pálido, así como usted. Por eso quizá le cuento a usted estas cosas. Yo le contaba mi magnífica vida anterior. Sólo él sabía que conservaba un traje de gasa, todos mis collares... Y él me escuchaba, me escuchaba... como usted ahora, embobado.
Rosamunda sonrió. Sí, el joven la escuchaba absorto.
—Este hijo se me murió. Yo no lo pude resistir... Él era lo único que me ataba a aquella casa. Tuve un arranque, cogí mis maletas y me volví a la gran ciudad de mi juventud y de mis éxitos... ¡Ay! He pasado unos días maravillosos y amargos. Fui acogida con entusiasmo, aclamada de nuevo por el público, de nuevo adorada... ¿Comprende mi tragedia? Porque mi marido, al enterarse de esto, empezó a escribirme cartas tristes y desgarradoras: no podía vivir sin mí. No puede, el pobre. Además es el padre de Florisel, y el recuerdo del hijo perdido estaba en el fondo de todos mis triunfos, amargándome.
El muchacho veía animarse por momentos a aquella figura flaca y estrafalaria que era la mujer. Habló mucho. Evocó un hotel fantástico, el lujo derrochado en el teatro el día de su "reaparición"; evocó ovaciones delirantes y su propia figura, una figura de "sílfide cansada", recibiéndolas.
—Y, sin embargo, ahora vuelvo a mi deber... Repartí mi fortuna entre los pobres y vuelvo al lado de mi marido como quien va a un sepulcro.
Rosamunda volvió a quedarse triste. Sus pendientes eran largos, baratos; la brisa los hacía ondular... Se sintió desdichada, muy "gran dama"... Había olvidado aquellos terribles días sin pan en la ciudad grande. Las burlas de sus amistades ante su traje de gasa, sus abalorios y sus proyectos fantásticos. Había olvidado aquel largo comedor con mesas de pino cepillado, donde había comido el pan de los pobres entre mendigos de broncas toses. Sus llantos, su terror en el absoluto desamparo de tantas horas en que hasta los insultos de su marido había echado de menos. Sus besos a aquella carta del marido en que, en su estilo tosco y autoritario a la vez, recordando al hijo muerto, le pedía perdón y la perdonaba.
El soldado se quedó mirándola. ¡Qué tipo más raro, Dios mío! No cabía duda de que estaba loca la pobre... Ahora le sonreía... Le faltaban dos dientes.
El tren se iba deteniendo en una estación del camino. Era la hora del desayuno, de la fonda de la estación venía un olor apetitoso... Rosamunda miraba hacia los vendedores de rosquillas.
—¿Me permite usted convidarla, señora?
En la mente del soldadito empezaba a insinuarse una divertida historia. ¿Y si contara a sus amigos que había encontrado en el tren una mujer estupenda y que...?
—¿Convidarme? Muy bien, joven... Quizá sea la última persona que me convide... Y no me trate con tanto respeto, por favor. Puede usted llamarme Rosamunda... no he de enfadarme por eso.
De La niña y otros relatos (1970). En Cuentos de este siglo: 30 narradoras españolas contemporáneas. Encinar, Ángeles (ed.). Barcelona: Lumen, 1995, págs. 71-78.
Carmen Laforet (La vanguardia) |
Carmen Laforet fue una escritora española, ganadora de la primera edición del Premio Nadal, en 1944. Hija de un arquitecto barcelonés, profesor de la Escuela de Peritaje Industrial, y de una toledana de familia humilde que obtuvo una beca para estudiar Magisterio, nació en Barcelona el 6 de septiembre de 1921. Cuando estaba a punto de cumplir dos años, su familia se trasladó a la isla de Gran Canaria por motivos laborales de su padre. Allí nacieron sus dos hermanos, falleció su madre en 1934, a la edad de treinta y tres años, y pronto fue sustituida por una madrastra con la que la autora tuvo una difícil relación. En septiembre de 1939, poco después de acabar la Guerra Civil, se marchó a Barcelona siguiendo a un amor juvenil y huyendo de la conflictiva situación familiar. Allí se alojó en casa de sus abuelos paternos, en la calle Aribau, donde había nacido dieciocho años antes y donde se sitúa su novela Nada. Inició los estudios de Filosofía y Letras, que abandonó tres años después, pero en 1940 consiguió publicar sus primeros cuentos en el semanario 'Mujer'. En 1942 se trasladó a Madrid, donde se alojó en casa de su tía materna Carmen Díaz y empezó la carrera de Derecho, que tampoco terminó.
En Madrid acabó su primera novela, Nada, que redactó en dos años, a pesar de que ella declaró haberla escrito en unos meses, quizá con la intención de que se disculpasen sus posibles defectos. La aparición en 1945 de esta novela, en la que resume su experiencia en Barcelona, fue un acontecimiento literario que revolucionó el panorama de la narrativa española de posguerra pues, por primera vez, se muestra el ambiente real y la problemática de una situación degenerada por la miseria de la posguerra. Con una técnica tradicional, esta novela existencial narra la decepción de una joven que, llena de ilusiones, va a estudiar a Barcelona y se encuentra en la familia que la acoge con el ambiente de miseria moral y económica propio de la pequeña burguesía de posguerra. La historia, narrada por la protagonista, abarca un año y se desarrolla en la ruinosa y sucia casa familiar donde es testigo de violencia física y enfrentamientos entre sus desquiciados y hambrientos habitantes. Al final, Andrea se marcha a Madrid siguiendo a su amiga Ena -trasunto de Linka Babecka- y "sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle Aribau no me llevo nada". Se trata de una novela de aprendizaje, con un estilo desnudo pero cargado de lirismo y un tono desencantado. La pobreza y la degradación moral de la familia adquieren gran importancia por su carácter testimonial de la España de posguerra, pues Laforet dio forma "al desaliento moral que podía sentirse en 1940 sin las estridencias de un Pascual Duarte" (Caballé).
Fue su amiga Linka quien le propuso ofrecer su novela al joven editor y periodista Manuel Cerezales. Este quedó prendado de la historia y le propuso a la autora presentarla a la primera edición del Premio Nadal, convocado por Destino. Nada, ampliamente elogiada por la crítica y considerada la mejor novela española de la época junto con La familia de Pascual Duarte, fue el libro más leído del momento, alcanzado tres ediciones en su primer año. Pero también un libro que marcó la carrera de la autora, galardonada a los veintitrés años con el primer premio Nadal y, en 1948, con el premio Fastenrath, de la Real Academia Española. La novela desató las iras de quien se consideraba seguro ganador del premio, provocó la animadversión de los miembros de su familia, que se sintieron identificados en el retrato familiar de la novela, e impidió a la autora sobreponerse a la fama y a la presión para estar a la altura de su brillante debut. A partir de entonces, cada nuevo libro se convierte en un suplicio para la autora, que tardará siete años en publicar su siguiente novela, La isla y los demonios (1952), en la que retrocede a sus años de infancia y adolescencia en Gran Canaria, con la lógica decepción de los lectores, que esperaban una continuación de Nada.
Carmen Laforet, con sus hijos. (Rtve.es) |
Carmen Laforet y Ramón J. Sender, en una imagen del libro Puedo contar contigo. (El País) |
[Imagen inicial: pinterest.com]
¿Y se ha celebrado el centenario? Yo es que no veo las noticias...espero que sí. Me ha dolido ese continuado descenso hasta el infierno del Alzheimer pero me ha alegrado esa amistad con nuestro don Ramón. Leí Nada hace muchos años, cuando iba al Insti y no recuerdo..."nada"; sólo que me dejó desazonado. Debería volver a leerlo ahora que sabría interpretarlo mejor.
ResponderEliminarCarlos San Miguel
Me ha gustado mucho el relato. Triste desde luego, pero en la locura de ella incluso se puede encontrar un consuelo, una forma de escapar de la vida sin sustancia. Y su personaje me ha caído fenomenal; si yo hubiera sido el soldado ni se me habría pasado por la cabeza el que la situación podría ser divertida, para presumir, y me habría enamorado de ella, y nos habríamos fugado juntos. Quizá sí que vivan una bonita historia de amor; sin mucho futuro, pero intensa.
ResponderEliminarMuy buena muestra del genio de Laforet, con quien vuelvo a encontrarme después de tantos años.
Carlos San Miguel