Días de lluvia
¡Cuánto se aprendía de la lluvia y del paso de sus días, de la calma que imponía y de su silencio, sólo interrumpido por el goteo del agua sobre los tejados, los charcos y los árboles!
Llovía durante muchos días, mansamente y sin cesar. La humedad formaba una cortina de vapor que se espesaba a lo lejos hasta nublar el horizonte de los campos y las colinas, oscureciéndolo y envolviéndolo todo en su neblinoso velo gris.
Dentro de la casa, al abrigo del fuego, alguien desgranaba las doradas espigas del maíz y con los granos iban cayendo las palabras hasta formar historias que yo recogía con fruición y también, alguna vez, con espanto.
Historias de mujeres que lucharon con hombres y vencieron, de amantes sorprendidos en la pasión culminante, de huidas y saltos por la ventana con la ropa en la mano, de burlas en los Antroidos, esfollas y fías; relatos de escarceos juveniles en los pajares y en los caminos, de agravios, de venganzas, de amor y de desamor, de galanteos, de mozas orgullosas y bien plantadas, de galanes valientes y de bonita voz; historias de emigrantes, de su fortuna y de su fracaso, relatos de visiones, difuntos y aparecidos, de jóvenes suicidas y mujeres poseídas por un espíritu extraño; relatos que hablaban de la vida y de la muerte, entremezcladas.
Cuando me cansaba de palabras subía al fayado a explorar lo ignoto: muebles y ropas caídas en desuso, arcas repletas de trigo que escondían en su morena superficie la invitación de las nueces y manzanas allí guardadas, la persecución de los ratones, las casas y caminos vecinos vistos desde lo alto y tamizados por la llovizna y los libros, sobre todo los libros.
Había varios de Historia y de Gramática, unos con ilustraciones en blanco y negro y otros en color, pero el más dotado de magia era un libro de viajes redactado en forma epistolar. Cada carta ofrecía un modelo distinto de letra -gótica, inglesa- y otras que no sabía diferenciar, ni siquiera descifrar. Se hablaba allí de los diferentes países y razas, en los dibujos aparecían las calles de Singapur o los minaretes de Tánger, a cada lugar le correspondía su estampa. Libros todos que me descubrían otros mundos lejanos y desconocidos, otras tierras, otras gentes, otras palabras.
Había también revistas de la época traídas por no sé quién. Allí, abandonadas entre viejos colchones de pluma de maíz, entre los bolillos para el encaje y los chalecos raídos, estaban las imágenes de Gary Cooper y su esposa en viaje a España; el Che fumando un puro descomunal cuando era ministro en Cuba y todavía no había sido ensalzado y devorado por el mito, años más tarde; Brigitte Bardot -la melena espesa y rubia, los pantalones blancos y ajustados-, y Mao rodeado de un montón de chinos idénticos e indiferenciables.
El desván estaba lleno de cosas misteriosas y tentadoras. Afuera la lluvia y la niebla eran también un misterio indescifrable.
Llovía morosamente y la humedad lo impregnaba todo: el cuerpo, las paredes, los objetos. Si salíamos las zuecas chapoteaban y se hundían en el suelo mojado, en los caminos embarrados.
Dentro de los hogares se desgranaban las espigas y, a su ritmo, seguían cayendo las palabras, pacientes, lentas, repetidas. Eran las mismas historias una y otra vez, como un cuento siempre nuevo e interminable.
No se salía al campo en esos días. Sólo Antonio da Farruca, encapuchado en un saco de esparto, recorría febrilmente su regadío con la azada en la mano y desatascaba regatos o abría nuevos senderos de agua, indiferente a la lluvia, a la semioscuridad del día, al letargo.
De él se decía que emigrado a Cuba muy mozo se enamoró allá de una mulata habanera y que ella no lo quiso. Y Antonio regresó, loco de amor, trastornado para siempre por el desdén de la cubana.
Desde hacía años pasaba por los caminos inaccesible y vestido de remiendos -no lo trataba bien la Farruca, su madre- o recogía colillas a la puerta de "La Maravilla" desconociendo a todos sus vecinos, portando en su caminar de mendigo atolondrado un enigma imposible.
Alto y pacífico, Antonio, el del triste Viaje Sin Suerte y el del Amor Sin Fortuna, el que todo lo hacía con prisa, ensimismado y movido por un secreto furor, mientras hablaba de Mercedes, la perdida al otro lado del mar y recobrada luego en la locura, su mulata hermosa y fatal, nuestra mulata de figura ignorada y por algunos maldecida.
(Pilar Cibreiro, El cinturón traído de Cuba y otros cuentos de invierno, Alfaguara, 1985, pp. 56-59)
Desgranando maíz. (peredainfantil.blogspot.com) |
Pilar Cibreiro. (pinterest) |
Me ha encantado porque tiene toda esa magia, misterio y nostalgia de la literatura de los gallegos (Rosalia, Valle, Wenceslao Fernández Flórez; el autor de "Parranda", que no recuerdo cómo se llama...)
ResponderEliminarCarlos San Miguel