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jueves, 31 de octubre de 2019

"La resucitada", de Emilia Pardo Bazán



LA RESUCITADA



ARDÍAN los cuatro blandones[1] soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo[2].
            Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía, como se percibe entre sueños, lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla[3]. Escuchó los gemidos de su esposo, sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas[4]. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla sino realidad. Allí el féretro[5], allí los cirios[6]…, y ella misma envuelta en el blanco sudario[7], al pecho el escapulario[8] de la Merced.
            Incorporada[9] ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados, a la cripta[10], volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo[11] regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope[12]. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar al amanecer, en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave[13] creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena[14]… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.
            Era suya: pertenecía a su familia en patronato[15]. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo[16] y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona[17] el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada[18] entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
            Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón[19], trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. “¿Esta casa es mi casa, en efecto?”, pensó, al secundar al aladabonazo[20] firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta[21] de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
—¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?
—Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!... ¡Abre presto!...
—Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!...
—Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?
Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito[22]
Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea, ya vestida de acuchillado[23] terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix, de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.
Desde su vuelta al palacio, disimuladamente todos la huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa[24], el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo en que se huye de una maldita aparición…
Por su parte, el esposo, guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol[25] sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares[26] y vertía sobre su corpiño[27] pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.
—De donde tú has vuelto no se vuelve…
Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio[28] a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla del Cristo, y al retirarse el sacristán[29]cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

(Emilia Pardo Bazán, El corazón perdido y otros relatos*, El País, Maestros del terror, Madrid, 2009, págs. 53-60)

*Las notas son nuestras.




[1] blandón: vela de cera cilíndrica, grande y gruesa de un solo pabilo.
[2] túmulo: armazón de madera, vestida de paños fúnebres, que se erige para la celebración de las honras de un difunto.
[3] amortajar: poner a un difunto la mortaja (vestidura, sábana u otra cosa con que se envuelve el cadáver para el sepulcro).
[4] yerta: tiesa o rígida, especialmente a causa del frío o de la muerte.
[5] féretro: caja o andas en que se lleva a enterrar a los difuntos.
[6] cirio: vela de cera, larga y gruesa.
[7] sudario: lienzo que se pone sobre el rostro de los difuntos o en que se envuelve el cadáver.
[8] escapulario: objeto devoto formado por dos pedazos pequeños de tela unidos con dos cintas largas para echarlo al cuello.
[9] incorporar: sentar o reclinar el cuerpo que estaba echado o tendido.
[10] cripta: lugar subterráneo en que se acostumbraba enterrar a los muertos.
[11] clamoreo: clamor repetido o continuado.
[12] síncope: pérdida repentina del conocimiento y de la sensibilidad, debida a la suspensión súbita y momentánea de la acción del corazón.
[13] nave: cada uno de los espacios que entre muros o filas de arcadas se extiende a lo largo de los templos u otros edificios importantes.
[14] ánima en pena o alma en pena: alma errante, sin reposo definitivo.
[15] patronato: consejo formado por varias personas que ejercen funciones rectoras, asesoras o de vigilancia en una institución.
[16] retablo: estructura de piedra, madera u otros materiales que cubre el muro situado detrás del altar, compuesta de obras escultóricas o pictóricas con motivos religiosos.
[17] La casa pertenecía a una familia de infanzones, hidalgos que en sus heredamientos tenían potestad y señorío limitados. Las fachadas de dichas casas  estaban decoradas con  escudos de armas.
[18] excusada: reservada
[19] aldabón o aldaba: pieza de hierro o bronce que se pone a las puertas para llamar golpeando con ellas.
[20] aldabonazo: golpe dado en la puerta con la aldaba o aldabón
[21] faldamenta: falda larga.
[22] de hito en hito: fijamente.
[23] acuchillado: adornado con aberturas semejantes a cuchilladas, particularmente en las mangas.
[24] huesa: hoyo para enterrar un cadáver.
[25] arrebol: colorete; cosmético, por lo general de tonos rojizos, que  se aplica en las mejillas para darles color.
[26] aljófar: perla  de forma irregular y, comúnmente, pequeña.
[27] corpiño: vestidura sin mangas que cubría desde los hombros hasta la cintura, ceñida y ajustada al cuerpo.
[28] tercio: regimiento de infantería española de los siglos XVI y XVII.
[29] sacristán: persona que en las iglesias tiene a su cargo ayudar al sacerdote en el servicio del altar y cuidar de los ornamentos y de la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía.



Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1852-Madrid, 1921) fue novelista, poeta, periodista, ensayista, crítica literaria y una de las figuras más relevantes del siglo XIX español. Su prestigio no se debe solo a su producción literaria, sino también a su activa participación en movimientos sociales y culturales y a su defensa de la promoción de la mujer, lo que la convirtió en blanco de las sátiras de muchos de sus contemporáneos.

Hija única de familia noble y desahogada posición económica, recibió una esmerada educación, a
Emilia Pardo Bazán retratada por
Joaquín Vaamonde
pesar de que no pudo asistir a la universidad, vetada entonces a las mujeres.  Después de contraer matrimonio a los dieciséis años  con un joven de diecinueve,  se trasladó a Madrid con su marido y viajó por varios países europeos. Buena conocedora de las corrientes narrativas europeas de su tiempo, inició su labor literaria en el periodismo de ensayo y crítica. Su primer libro fue el premiado Estudio crítico de las obras del padre Feijoo (1876).

Fue una de las principales impulsoras en España del naturalismo, que Zola había puesto de moda en Francia. Ya en el prólogo de su novela Un viaje de novios (1881) hizo explícita su adhesión al mismo, pero fue su colección de artículos recogidos en el polémico libro La cuestión palpitante (1883) la que la convirtió en activa promotora del naturalismo de Zola. Sin embargo, el naturalismo presente en algunas de sus novelas como La tribuna (1882), Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887) es puramente formal (temas sórdidos y escabrosos, técnicas objetivas, detallada descripción de personajes y ambientes, influencia de los factores ambientales y biológicos en la formación del carácter), pues excluye el determinismo social y está matizado por sus creencias religiosas y su visión optimista de la sociedad. Posteriormente, Pardo Bazán evolucionó hacia el espiritualismo ruso y, al final de su producción, hacia la estética modernista.

A raíz de la polémica suscitada por la publicación de La cuestión palpitante, considerada un alegato a favor de una literatura atea y pornográfica, el marido de la autora -con quien había tenido tres hijos- le exigió que abandonara la literatura. Pardo Bazán eligió la literatura y se separó de él en 1884, si bien fue una ruptura amistosa. Poco después inició una relación amorosa con el escritor Benito Pérez Galdós, la cual se prolongará durante algunos años, a pesar de los desencuentros provocados por algunas aventuras esporádicas de la autora.

Su participación en la vida cultural y social del país fue muy activa. Colaboró en la revista La España Moderna de Lázaro Galdiano, y en 1992 fundó la Biblioteca de la Mujer, proyecto editorial cuyo fin era la difusión entre el público femenino de ideas progresistas relacionadas con los derechos de las mujeres. Publicó la revista Nuevo Teatro Crítico, presidió la sección literaria del Ateneo de Madrid desde 1906 y en 1916 fue nombrada profesora de la universidad.  Se enfrentó a la Real Academia Española  por negar el ingreso a las mujeres: propuso a Concepción Arenal, que fue rechazada, como le ocurriría a la propia Pardo Bazán en tres ocasiones. No obstante, la escritora fue la primera mujer en ocupar una cátedra en la Universidad Central de Madrid.

Se calcula  que publicó en prensa más de medio millar de cuentos (fantásticos, policíacos, humorísticos, realistas, históricos, intimistas o de misterio), muchos de los cuales, reunidos más tarde en diversos volúmenes, son magníficas muestras de su talento para la narrativa breve que han resistido el paso del tiempo mejor que sus novelas más célebres. Cuentos de MarinedaCuentos de NavidadCuentos de amorCuentos sacroprofanos y Cuentos de la tierra son algunos de  sus títulos. En ellos trata una gran variedad de temas y utiliza las más diversas técnicas narrativas.

"La resucitada" apareció en el diario El Imparcial el 29 de junio de 1908. Fue incluido en el volumen Cuentos trágicos, integrado por veintisiete relatos, en el que "La aparecida" ocupa la décima posición. Este libro fue publicado en 1912, año de la muerte de quien había sido su marido, José Quiroga, por quien la autora guardó un año de luto riguroso.

En opinión de Isabel Clúa Ginés ("Los secretos de las damas muertas: dos reelaboraciones de lo fantástico", en C. I. F, XXVI, 2000, págs. 125-135), "La resucitada" puede ser leído como "una revisión paródica de las narraciones fantásticas y del modelo femenino que difunden", que reúne dos motivos muy popularizados por Poe: la mujer que regresa de la muerte junto al amado y el entierro prematuro:
"La resucitada" es, como "Ligeia", la historia de una muerta que se levanta de la tumba para regresar al lado de los que ama; sin embargo, no estamos ante una historia sobrenatural ni ante una difunta letalmente bella y amenazadora; por el contrario, desde el inicio del cuento contamos con la explicación racional de esa resurrección (el entierro prematuro), narrada, justamente, desde la conciencia de esa difunta, cuya angustia ante la situación es totalmente opuesta a la misteriosa —por desconocida— actitud de Ligeia.
Emilia Pardo Bazán, en una lectura en el Ateneo. (El Mundo)

[Imagen principal: Flickr]

1 comentario:

  1. Tremenda por la variedad de sus publicaciones, su estilo y ese humor que se gastaba, doña Emilia. Tengo una pequeña colección de sus cuentos de terror en el que aparece este pero algo que me ha sorprendido estos días en un capítulo de radio teatro de los que hacía Juan José Plans para RNE ha sido su novela corta "Una gota de sangre" porque adelántandose a Ágatha Christie unos diez años o más crea su propio detective protagonista de alguna otra novela (ahora no recuerdo el nombre del personaje). No destaca por su intriga, desde luego, pero me encanta su forma de narrar y ese humor del que hablaba al comienzo. Ah, y por ser pionera en tantas cosas.
    Carlos San Miguel

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