Laberinto está dividido en seis secciones, cada una dedicada a una mujer distinta. El poema elegido es el sexto de "Tesoro", sección dedicada a Graciella, hermana de una mujer puertorriqueña a la que conoció el poeta cuando estudiaba en la universidad de Sevilla. "Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima" es el poema más conocido, debido quizá al motivo que lo originó, pues en su génesis se borran los límites entre la realidad y la ficción.
En 1903 Juan Ramón había publicado Arias tristes, que, acogido con entusiasmo por la crítica, divulgó la fama del poeta por todo el mundo de habla española. Los poemas de este libro fueron apareciendo en Blanco y Negro, donde los leyeron los jóvenes peruanos Carlos Rodríguez Hübner y José Gálvez. Deseosos, según explicaron más tarde, de hacerse con un ejemplar del poemario, se sirvieron de una joven imaginaria que en cartas dirigidas al autor le revela la profunda impresión que le habían causado sus versos y termina pidiéndole un ejemplar del mismo. Georgina era el nombre atribuido a la joven y también el de una prima de Carlos Rodríguez Hübner, que colaboró en el engaño, según Howard T. Young, si bien no está claro si la autora de las cartas fue la propia Georgina u otra persona (probablemente, el poeta Gálvez, capaz de encontrar el tono adecuado para mantener el interés de Juan Ramón).
El poeta de Moguer, que se enamoraba con facilidad, cayó en la trampa y pronto mostró su deseo de viajar a Lima para conocer a su admiradora. La alarma causada por el anunciado viaje, llevó a Georgina a pedir a los jóvenes que pusieran fin al engaño. Estos, después de tres cartas en las que se informaba de que Georgina, enferma de tisis, se había refugiado en un lugar de veraneo llamado La Punta, y un silencio de varios meses, decidieron poner fin a la existencia de Georgina. Efectivamente, cuando el cónsul de Perú en Sevilla decidió hacer averiguaciones, a petición de Juan Ramón, recibió un telegrama notificándole la muerte de Georgina. La noticia causó profunda impresión en el poeta y le inspiró este poema. Tres frases de la última carta son, precisamente, las que sirven de epígrafe al poema.
Cuando más tarde Juan Ramón descubrió el engaño, decidió olvidarse del asunto. Posteriormente, ya en el exilio y con la perspectiva que da el tiempo, escribió en La Prensa: "En suma, yo tuve una gran ilusión y escribí un poema que se hizo famoso y que Neruda aprovechó bastante en sus versos de aquella época y en otros de después. Nada me pesa el engaño, ya lo saben Georgina Hübner, los que participaron en la farsa y la exquisita escritora de las epístolas, que tengo a su disposición." Y en Vida (2014), su autobiografía, reconoce: "Sea como sea yo he amado a Georgina Hübner, ella llenó una época de vacío y para mí ha existido tanto como si hubiera existido. Gracias, pues, a quien la inventara".
El escritor santanderino Juan Gómez Bárcena parte de este episodio de la vida de Juan Ramón Jiménez para crear un fresco de la sociedad limeña de principios del siglo xx en su novela El cielo de Lima, cuyo comienzo reproducimos a continuación:
Al principio es sólo una carta ensayada muchas veces, queridísimo amigo, estimado poeta, muy señor mío; un comienzo diferente para cada pliego que acaba rasgado bajo el escritorio, lustre de las letras españolas, distinguido Ramón Jiménez, admirado maestro, compañero. Al día siguiente la sirvienta mulata barrerá las pelotas de papel esparcidas por el suelo y las confundirá con poemas del señorito Carlos Rodríguez. Pero esta noche el señorito no escribe poemas. Fuma un cigarro tras otro con su amigo José Gálvez y juntos sopesan las palabras precisas con que dirigirse al Maestro. Antes han buscado su último título por las librerías de toda Lima y sólo han encontrado una edición resobada de Almas de violeta, que ya han leído muchas veces y cuyos versos son capaces de recitar de memoria. Y ahora garabatean tantas palabras que un instante después sonarán ridículas, noble amigo, insigne pluma, nuestro más audaz renovador de las letras, acaso usted, en su infinita bondad, no tendría un gesto para con nosotros sus amigos del otro lado del Atlántico, sus fervorosos lectores del Perú —pues ha de saber, don Juan Ramón, que acá seguimos sus versos con una admiración de la que acaso no tenga noticia—; no sería muy inoportuno por nuestra parte rogarle nos hiciera llegar un ejemplar de su último libro, de esas arias tristes suyas imposibles de hallar en Lima; no sería, ah, un abuso esperar esa pequeña atención de usted sin remitirle las tres pesetas de su precio.
Cuando se cansan beben pisco. Abren las ventanas para asomarse a las calles desiertas. Es una noche sin luna, corre el año 1904; apenas son unos niños de veinte años, con la juventud suficiente para sobrevivir dos guerras mundiales y celebrar el trofeo de Perú en la Copa de América, casi treinta y cinco años más tarde. Pero por supuesto ahora no saben nada de eso. Sólo rasgan un papel tras otro, en busca de unas palabras que saben imposibles. Porque con la última carta arrojada al suelo comprenden por fin que no conseguirán su ejemplar firmado de Arias tristes por mucho que lo llamen admirado prócer de las letras y honra de España y las Américas; ni una sola línea a vuelta de correo si le confiesan que son sólo dos señoritos jugando a ser pobres en una buhardilla de Lima. Hay que adornar la realidad, porque al fin y al cabo eso es lo que hacen los poetas, y ellos lo son, o al menos sueñan con serlo a lo largo de muchas noches en vela como ésta. Eso es exactamente lo que están a punto de hacer ahora, el poema más difícil, uno que no tenga versos pero sepa conmover el corazón de un verdadero artista.
La primera vez parece una broma pero luego resulta que no es una broma, uno de los dos dice casi sin pensarlo: sería más fácil si fuéramos una mujer bonita, verías cómo entonces a don Juan Ramón se le iba el alma en contestarnos, esa alma suya de violeta, y entonces se interrumpe de pronto, los dos jóvenes se miran un momento y casi sin quererlo la travesura ya está urdida, ríen, se felicitan por la ocurrencia, intercambian palmadas y vasos de pisco, y a la mañana siguiente se reúnen en la buhardilla con un pliego de papel perfumado, que Carlos se ha acordado de robar del escritorio de su hermana. Es también el propio Carlos quien escribe; tantas veces se burlaron en el liceo de su caligrafía de mujer, de letras redondas y suaves como una caricia, y por fin ha llegado la hora de sacarle algún partido. Cuando usted quiera, señor Gálvez, dice conteniendo la risa, y juntos comienzan a recitar esas palabras largamente maduradas para las que sólo necesitan papel verjurado y un escribiente con letra de mujer; ese poema sin versos que no recogerá ningún libro pero que está a punto de hacer lo que sólo sabe la mejor poesía: nombrar lo que nunca antes ha existido y darle vida.
De esas palabras nacerá Georgina, tímidamente al principio, porque así es como escogen que sea, una jovencita miraflorina que suspira con los versos de Juan Ramón y cuya candidez les hace reír en las pausas. Una muchacha que de tan ingenua sólo puede ser bonita. Es ella la que pide un ejemplar de Arias tristes; ella la que está tan avergonzada por su atrevimiento; ella la que ruega al poeta que la disculpe y la comprenda. Falta la firma y con ella un apellido sonoro y poético, que acuerdan tras un largo debate en el que agotan las bebidas y las pastas: Georgina Hübner.
(Juan Gómez Bárcena, El cielo de Lima, Salto de página, 2014, pp. 11-13)
Adorável! Gracias!
ResponderEliminarMuchas gracias, Simone.
ResponderEliminargracias a usted.
Eliminar¡Sin habla me dejas...! menos mal que puedo escribir...el poema me ha entusiasmado porque he sentido su patetismo sincero y emocionante que le lleva a la blasfemia final...¡y todo por un engaño! ¡semejante obra de arte para una mujer falsa! ¡menuda ironía! Parece una burla del Romanticismo...
ResponderEliminar¡Asombroso de verdad
Carlos San Miguel
Que me llevó sin tu permiso el poema y la foto...eso sí, perfectamente acreditada la fuente. ¡Gracias
ResponderEliminarCarlos