Gabriel García Márquez (1927-2014) /Getty Images |
Muere Gabriel García Márquez: Un encantador de serpientes
FELIPE BENÍTEZ REYES
En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad
Hay escritores que
tienen la facultad insólita de ganarse el favor de esa abstracción surtida que
englobamos bajo el concepto de “gran público” y de ganarse a la vez la
admiración respetuosa y asombrada de sus colegas, al menos de los que no hayan
perdido la capacidad de admirar a sus contemporáneos, pues de todo puede haber.
Uno de esos escritores fue Charles Dickens, por ejemplo, adorado en su día por
el gran público y admirado por los literatos, aunque es verdad que menos por
los de su tiempo que por los posteriores, ya que a veces las cosas van lentas.
El del colombiano Gabriel García Márquez es un caso similar al del británico, y
las coincidencias se extienden hasta la dedicación de ambos al periodismo -que
fue su campo de batalla contra la realidad cuando la realidad decidía ponerse
intolerable-, en paralelo a sus respectivos ámbitos imaginarios, donde la
realidad es menos un punto de partida que un punto de llegada: una construcción.
Al igual que Dickens,
García Márquez fue un novelista en estado puro: un prodigioso encantador de
serpientes. Desde las primeras líneas de una novela suya, ya te había
arrastrado a su territorio. Ya estabas “allí”, adonde había querido llevarte. A
Macondo mismo, que viene a ser una miniatura exótica no sólo del mundo, sino de
todos los mundos literarios posibles: desde los cuentos de hadas hasta el
folletín, desde la epopeya a las historias de fantasmas.
En gran medida,
García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente,
hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos,
aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad: el gran cuentista que te
encandilaba con su timbre de voz, con sus argucias de embaucador infalible.
Pocos escritores han tenido una prosa más melodiosa que él, más ornamental y a
la vez menos ornamentada, pues era la suya recia y concisa, mágicamente
certera, ondulante, con su barroquismo jamás espeso, sino liviano y luminoso.
De joven tuvo aspecto
de rumbero tarambana. De mayor, ascendió de rango y se le puso pinta de
cantante de boleros. Y algo de bolero tienen sus novelas: entran por el oído
para descender desde allí al corazón.
En sus últimos años
andaba a malas con su memoria. Dicen sus próximos que ni siquiera recordaba que
era el dueño de un mundo. El mundo que nos regaló. Ese mundo que seguirá
girando sobre sí, aunque su dios haya muerto
(Publicado en ABC,
18/04/2014)
Muere Gabriel García Márquez: Un encantador de serpientes
FELIPE BENÍTEZ REYESEn gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad
Hay escritores que tienen la facultad insólita de ganarse el favor de esa abstracción surtida que englobamos bajo el concepto de “gran público” y de ganarse a la vez la admiración respetuosa y asombrada de sus colegas, al menos de los que no hayan perdido la capacidad de admirar a sus contemporáneos, pues de todo puede haber. Uno de esos escritores fue Charles Dickens, por ejemplo, adorado en su día por el gran público y admirado por los literatos, aunque es verdad que menos por los de su tiempo que por los posteriores, ya que a veces las cosas van lentas. El del colombiano Gabriel García Márquez es un caso similar al del británico, y las coincidencias se extienden hasta la dedicación de ambos al periodismo -que fue su campo de batalla contra la realidad cuando la realidad decidía ponerse intolerable-, en paralelo a sus respectivos ámbitos imaginarios, donde la realidad es menos un punto de partida que un punto de llegada: una construcción.
García Márquez y Borges, nuestro
Dioniso y nuestro Apolo
No podrían parecer más distantes, pero los une
la misma convicción: han sido en el siglo XX los dos escritores más influyentes
y poderosos de la región y de la lengua
Por Jorge Volpi | El País
Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se
adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren
las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones
estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado
desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de
Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad
del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más
influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego
de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y nuestro Aristóteles. O,
mejor, nuestro Apolo y nuestro
Dioniso.
Sin duda fueron acompañados por
una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a
Vargas Llosa, de Donoso a Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a
Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales -si
entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del
pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos- fueron las del poeta y
cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos
los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge Isaacs a
Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han
seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros
libros.
A la distancia no podrían parecer
más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan
acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un
sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano -a su pesar- a la derecha,
el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el
escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis
como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas
las familias -esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo-, el hombre
cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que
recibió el Nobel más joven que ningún otro en América latina.
Sí: en lontananza encarnan vías
antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada
arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada
adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto
anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a
puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el
criminal. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la
Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón.
García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de
genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de
palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra circular cadena
de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia -y en especial la
sórdida trama colombiana- en mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces
como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a
seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los
tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no
seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se -y
nos- impone.
Apolo y Dioniso. Y sin embargo
estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino
complementarias. Las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. Para empezar,
García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges,
su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que
este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a
usarlos en su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima
escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su
ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes
como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas.
Los dos han sido
justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que
cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no
querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar -Vargas Llosa
dixit- su deicidio.
En la redacción de El Espectador |
El
inventor del hielo
JUAN VILLORO
Desde sus primeras crónicas, García Márquez decidió que la
realidad es una rama de la mitología.
Gabriel García Márquez solía recordar que llegó a
México el día de la muerte de Hemingway. Ciertos momentos se definen por lo que
perdemos: el 17 de abril del 2014 falleció la única persona que hubiera escrito
bien esa noticia.Desde sus primeras crónicas, publicadas en
Cartagena de Indias y Barranquilla, García Márquez decidió que la realidad es
una rama de la mitología, llena de cosas tan difíciles de probar y tan
inolvidables como estas: no hay nada más dramático que una negra engreída,
suicidarse es una forma de ser chino y el azúcar murmura cuando sube a las
naranjas.
Después del asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán, la
prensa colombiana pasó por una fuerte censura. Imposibilitado para cubrir
acontecimientos, el joven García Márquez narró la vida íntima de un bandoneón,
los problemas de tráfico causados por los muertos y el desconcierto producido
por una vaca que se creyó urbana.
Como su maestro Daniel Defoe, renovó el periodismo
para renovar la literatura. El autor de Robinson Crusoe tuvo que llegar a los
sesenta años para describir el desconcierto que produce una huella en la arena
de una isla desierta. Nacido en Piscis –signo aliado de la fortuna–, García
Márquez encontró más pronto a su náufrago. José Salgar, encargado de la cocina de El
Espectador, bajó la escalera en espiral del diario y pidió al joven periodista
de Aracataca (al que apodaban ‘Trapo Loco’ por su fantasiosa mezcla de ropas)
que escribiera El relato de un náufrago. Todo el mundo conocía la noticia.
García Márquez encendió un cigarrillo pensando en pretextos para negarse, pero
el diálogo lo llevó a una revelación: podía escribir en primera persona, como
Crusoe en su isla. Los lectores conocían la información, pero nadie, ni
siquiera el náufrago, conocía la vida interior de la información.
García Márquez entendió el periodismo en clave
cervantina. Los datos que el mundo pone frente al Quijote son arbitrarios,
abigarrados, caóticos; se trata de “noticias”. Desde su perspectiva, la época
ha enloquecido; desde la perspectiva de la época, él ha enloquecido. Gracias a
este desfase, todo se comprende dos veces: con la mirada alucinada del Quijote
y con la sensatez del entorno. El resultado es la literatura moderna. A los 53
años, Alonso Quijano concluye su aventura de lector absoluto, transformando la
realidad en libro. A los 19 años, García Márquez inicia su aventura narrando la
realidad como fábula.
En un buen reportaje, los detalles son inobjetables
y la trama tiene la desmesura de lo que solo es lógico porque así sucedió y puede
ser probado. Con esa estrategia, García Márquez escribió dos obras maestras de
la novela breve: El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte
anunciada. El narrador actúa como reportero de investigación de sus propias
creaciones. Los datos son tan exactos que no dudamos del resto.
En sus clases en la Fundación de Nuevo Periodismo,
Gabo recordaba que “la ética debe acompañar al periodismo como el zumbido al
moscardón”. Para el novelista, la apariencia de realidad es el zumbido del
moscardón. El episodio de Cien años de soledad en que Remedios la Bella sube al
cielo no es un triunfo de la exageración sino de la exactitud. La chica, de por
sí etérea, sale a un patio donde las sábanas se secan como velas de navío. La
escena va por buen camino pero le falta “realidad”. Un reportero que ha
cubierto homicidios sabe que si la víctima lleva calcetines de distintos
colores es porque se vistió en la oscuridad. Con el mismo sentido de la
precisión, García Márquez buscó un dato para apuntalar su fantasía. Acercó a
Remedios a una taza de chocolate; un líquido espumoso, ascendente. Buen
combustible. Cuando ella lo bebió, no hubo Dios que la parara.
El cronista de la fabulación ofrecía informes
únicos: el gasto militar del planeta podría usarse para perfumar de sándalo las
cataratas del Niágara… la conquista de la Luna no dejó otro saldo que una
bandera en una tierra sin vientos…
Hay cosas cuyo valor depende del deseo. En el
primer capítulo de Cien años de soledad, García Márquez brindó una exclusiva
del trópico: el hielo es el gran invento de nuestro tiempo.
Descubrir el agua tibia no tiene chiste; reinventar
el hielo fue un golpe de genio, la noticia que solo podía dar el mayor
reportero de la imaginación latinoamericana.
(el Periódico // cuaderno del domingo/ 20 de abril de 2014)
Con una de las primeras ediciones de Cien años de soledad/ COLITA |
En Aracataca empezó todo
Tras las huellas del escritor en su pueblo natal, donde se ubica el territorio mítico de Macondo
JESÚS RUIZ MANTILLA
Todo queda a mano en Aracataca. Todo a un paso.
Aunque en mitad del trayecto que lleva del Instituto Picardía a la estación,
uno pueda caer víctima del soponcio por ese calor húmedo que aprieta y
reblandece hasta convertir en gelatina interna, el improbable calcio de los
huesos.
Por eso extraña más. Por eso no deja de llamar la
atención que la inmensa e inabarcable dimensión de Macondo saliera un día de
aquel olvidado trozo de terruño al que llegaron aquellos gitanos guiados por
Melquiades y portadores de todas las claves de la sabiduría, así como de las
orillas donde defecaran los cocodrilos, se confundieran sin parar todas las
costumbres y el niño Gabo, Gabito, recorriera agolpando en el radar de sus
sentidos cada olor, cada vestigio de vida, cada sonido animal y vegetal, hasta
ensancharlo para dejar boquiabierto al mundo como su vasto territorio
imaginario.
Dicen que Aracataca
desembocó en el disfraz de otro nombre porque al niño Gabo le atraía cada vez
que pasaban por delante el cartel de una finca bananera. Lo relata en sus
memorias, Vivir para contarla.
“El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente
a la única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal:
Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes
con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia
poética”.
Lo de menos era enterarse de qué se trataba: “Nunca
se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba… Lo había usado
ya en tres libros, como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una
enciclopedia casual, que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no
produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y
esculpir trastos de cocina. Más tarde, descubrí en la Enciclopedia Británica
que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel
podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues
muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal
vez no existió nunca”.
Sin embargo ya nadie en el planeta saca a colación
los demás significados de dicha palabra encomendada al solar de su magia.
Macondo ya para siempre es el territorio inventado por García
Márquez. Y ese territorio está inspirado en la ciudad donde nació el Nobel en 1927. Allí, junto a su casa, uno
puede imaginar sus diarios recorridos. Allí sigue en pie la iglesia donde fue
bautizado en la Plaza Bolívar. Un espacio —no la iglesia, la plaza— cuyos
jardines fueron construidos gracias a la financiación de las putas que lo
frecuentaban.
Con una de tantas crisis, escasearon los clientes y
las peleas fueron habituales. Por cada riña, el alcalde las conminó a aportar
una cantidad que serviría para plantar árboles o acotar jardineras, como cuenta
Rubiela Reyes, guía local. Seguido está la calle de los turcos, que más que
turcos eran libaneses o sirios católicos despistados. Habían cambiado el calor
seco del desierto por el húmedo borbotón de la selva a miles de kilómetros de
distancia de sus orígenes.
Allí estaba el teatro
Olimpia, por allí sigue viviendo Magdalena Bolaño, la niñera del escritor,
quien aún lo recuerda como muy tremendo, y un poco más alejado, a la derecha,
la ruta que lleva al colegio María de Montessori, donde Gabo cuenta que le
costó mucho aprender a leer. Una prueba que logró pasar cuando se adentró en un
volumen polvoriento que andaba por la casa y que mucho tiempo después
descubriría que se trataba de Las mil y
una noches.
Al otro lado de la calle, al parecer, don Nicolás Márquez,
coronel retirado que insufló para siempre en él cierta fascinación por el poder
y otros enigmas desde que le regalara su primer diccionario, nada más soltar al
crío en manos de sus maestras, se dejaba querer por una de sus amantes en la
casa de enfrente. Fue un secreto que el nieto jamás reveló a nadie. Quizás por
lealtad, quizás por no ver sufrir a su abuela Tranquilina.
Vicios menores y negocios mayores dejaban
constancia de la inclinación hacia las mujeres de este personaje que fue el primer
héroe de Gabito. Un hombre cercano, curioso y avispado para desenvolverse entre
las filas del liberal Rafael Uribe, caudillo que dio mucho juego posterior al
autor de Cien años de soledad.
El abuelo Nicolás, aparte de sus aficiones por la gramática en un país donde al
menos cuatro presidentes de la república habían publicado compendios sobre la
materia en sus años de juventud, parece ser que regentó un burdel dedicado a
prestar servicios a los extranjeros en las afueras del pueblo. No muy alejado
de la estación, aquel antro se dio en llamar con un guiño de elegancia La Academia de Baile.
Por allí se dejaban caer los mandamases de la United Fruit Company antes
y después de la matanza bananera que asoló el lugar en diciembre de 1928.
Silenciada entonces para no alentar la rabia de todos los sindicalistas del
país que hubieran podido levantarse en armas, pasó de puertas para afuera como
una anécdota y quedó grabada en el lugar como una supurante sombra de silencio.
Sólo años después, certificado por el Departamento de Estado en Estados Unidos,
se supo que por aquellos altercados se había llevado a cabo una matanza
indiscriminada con más de mil víctimas bajo orden del presidente Miguel Abadía
Méndez.
A partir de entonces nada volvió a ser lo mismo.
Aracataca fue fundiéndose en la ciénaga terrenal de una irremediable
decadencia. Hasta que aquel niño, testigo inquieto de las epopeyas calladas que
protagonizaron los suyos, elevó aquel lugar a los cielos inmortales de la
literatura con otro nombre. El que resuena hoy en todos los oídos con un eco de
luto conocido como Macondo.
(EL PAÍS, 18 de abril de 2014)
Crecimos en un mundo dividido entre los partidarios de Gabriel García Márquez y los de Mario Vargas Llosa. Uno era el exotismo y la revolución, el otro el realismo y la democracia de partidos
Por SANTIAGO RONCAGLIOLO
En
1976, durante el estreno de una película en México, Mario
Vargas Llosa tumbó de un puñetazo en la cara a Gabriel García
Márquez. Hasta entonces, los dos habían sido grandes amigos, incluso
vecinos en el barrio barcelonés de Sarriá, y a su alrededor se
había formado el movimiento literario del 'boom'. Ese día se rompió su amistad.
Nunca explicarían las razones del puñetazo. Tampoco volverían a verse.
Los
latinoamericanos que nacimos por esos años crecimos en mundo dividido entre los
partidarios de uno y otro, como si se tratase de dos equipos de fútbol. García
Márquez defendía la Revolución Cubana. Vargas Llosa,
la democracia de partidos. García Márquez encarnaba el exotismo latinoamericano
y el pensamiento mágico. Vargas Llosa era un novelista realista, frecuentemente
urbano, y un intelectual racionalista. García Márquez usaba guayabera. Vargas
Llosa, traje y corbata.
Pero
los dos equipos nunca estuvieron parejos. Más bien, como el Madrid galáctico y
el Barcelona de Guardiola, vivieron su gloria en momentos diferentes.
Durante
mi infancia, escuché millones de veces a mis tíos intelectuales de izquierda
odiando a Vargas Llosa. En cambio, de García Márquez lo adoraban todo. Para
estos señores con gafas de carey y barbita estilo Che Guevara, García Márquez
era mucho más que un escritor: era un modelo de vivir y de pensar, incluso de
hablar. Y en un país sin 'best sellers' ni clase media, ellos eran los únicos
lectores.
En
consecuencia, todo latinoamericano quería escribir como García Márquez. Las
novelas se poblaron de personajes voladores, espíritus y sabor tropical. Aún
hoy, la única latinoamericana leída en todo el planeta, Isabel Allende, es una
heredera de esa forma de escribir.
Hasta
que ocurrió lo que nadie esperaba. Lo irreal. Lo mágico: cayó el muro
de Berlín. De un día para otro, se volvió mentira todo lo que los
intelectuales latinoamericanos habían defendido por décadas. El sistema
soviético desapareció. Cuba entró en el terrible periodo especial, y dejó de
ser una utopía y una esperanza para convertirse en una vulgar dictadura. Mis
tíos se afeitaron y se pusieron corbatas. Abandonaron sus ONG y montaron
empresas. La mayoría se divorció. La democracia que hasta entonces habían
llamado 'burguesa' y 'decadente' era ahora la única que quedaba. Y su principal
gurú era el outsider de cinco minutos antes: Mario Vargas Llosa.
La
literatura, por supuesto, no fue ajena a estos cambios. A mediados de los años
noventa, apareció una antología de nuevos narradores latinoamericanos editada
por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez.
La crítica la recibió con escándalo: estos recién llegados contradecían todo lo
que había sido la narrativa hasta entonces. Eran capitalinos, urbanos,
realistas y bebían de la cultura pop, incluso de Hollywood. El título de la
antología era una provocación: 'McOndo', como McDonalds. El
tsunami alcanzó también el extremo Norte de la región. En México, autores como Jorge
Volpi e Ignacio Padilla formaron el 'crack', un
movimiento que escribía novelas ambientadas en las guerras mundiales, la Unión
Soviética o el Himalaya. Los latinoamericanos se negaban de plano a ser
exóticos, mágicos, incluso políticos.
Han pasado veinte
años desde entonces, y el mundo está irreconocible. En toda América Latina
-menos Cuba- rigen democracias de partidos. Los antiguos guerrilleros
participan en elecciones, y hasta las ganan. La industria editorial sufre
crisis en España y crece del otro lado del océano. Los escritores de la región
son masivamente realistas.
Pero
algo no ha cambiado: los dos viejos enemigos mantienen trayectorias opuestas.
El fin de Gabriel García Márquez coincide con el máximo esplendor de Mario
Vargas Llosa: la recepción del Nobel y la inauguración del premio literario
bienal que lleva su nombre.
Algunos
han querido ver en este azar un triunfo final cuarenta años después de la
pelea. Para mí, más bien, es momento de recordar lo que ocurrió antes, cuando
los dos juntos lo cambiaron todo, hasta convertirse en símbolos de momentos
históricos sucesivos.
Gabriel García Márquez encarnó como nadie el sueño latinoamericano de nuestros padres, y de hecho, inspiró a muchos de los presidentes que hoy gobiernan nuestros países. Incluso para oponernos a él, los autores posteriores lo hemos tomado como referencia. Gracias a él sabemos quiénes somos. Y sólo con él se puede entender todo lo que significó el siglo XX para América Latina.
Gabriel García Márquez encarnó como nadie el sueño latinoamericano de nuestros padres, y de hecho, inspiró a muchos de los presidentes que hoy gobiernan nuestros países. Incluso para oponernos a él, los autores posteriores lo hemos tomado como referencia. Gracias a él sabemos quiénes somos. Y sólo con él se puede entender todo lo que significó el siglo XX para América Latina.
(el Periódico // cuaderno del domingo /20 de abril de 2014)
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Puedes leer "La soledad de América Latina", el discurso de aceptación del Nobel de Literatura 1982:
Me han encantado las comparaciones, que no son odiosas, entre Borges y García Márquez. Y la génesis de MAcondo y sus personajes.
ResponderEliminarCarlos San Miguel