EL LEGENDARIO PRESTIGIO DE LAS ISLAS
CARLOS GARCÍA GUAL
Ofertando
sucedáneos del paraíso, escenarios de maravilla y discreto exotismo, ámbitos
de raras aventuras o albergues selectos de plácida somnolencia, las islas
suelen rodearse de un prestigio especial, que ilumina bien una larga tradición
literaria. Pero es tan diversa su condición y tan plurales sus imágenes, que
resulta difícil trazar un catálogo de sus tipos y sus reflejos.
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La más renombrada de las islas griegas, Ítaca,
debe su claro prestigio a la antigua épica. Es la isla de Ulises, el héroe de
la Odisea. Entre las muchas islas helénicas no brilla por su imponente
paisaje ni por su grandeza, sino tan sólo por su valor como símbolo. Es una
isla pequeña, muy recortada, pedregosa y agreste. Un territorio para corderos
y cabras, pero no para caballos. (Telémaco debe rechazar los que le ofrece
Menelao, el rey de Esparta, pues en Ítaca no hay prados ni praderas para
galopar). Aunque angosta y pobre, su atractivo refulge desde el gran poema
homérico. No necesita más prodigios. Es la meta del retorno final, la patria
anhelada del viajero errabundo, el faro secreto de sus nostalgias, el hogar
fiel que aguarda sus relatos. El poema de Cavafis Ítaca dice que sólo
después de un largo viaje se sabe qué y cuánto significan las Ítacas. ¡Dichoso
aquel que guarda su Ítaca en el corazón, aunque su patria pequeña y pobre no
llegue a isla y tenga acaso otro nombre!
En los mares de Grecia abundan las islas, ya
sean reales o de invención literaria. En la misma Odisea hallamos la
isla mistérica de la hechicera Circe, la escondida ínsula de la seductora
Calipso, la cavernosa del cíclope Polifemo y la hospitalaria y festiva Feacia.
Algunas se han identificado más tarde con islas mediterráneas: la Trinacria de
Polifemo pudiera ser Sicilia, y Feacia tal vez Corfú, por ejemplo. Pero poco
importa si pertenecen a la geografía real o a la fantástica. En todo caso, ahí
están, alegre refugio de náufragos.
Del todo fabulosa es la mítica Atlántida, descrita
por Platón en el Critias, y convertida en un paradigma de la gran ínsula
utópica. La Utopía, de Tomás Moro, es una Nueva Atlántida refrescada
por brisas de América, reinventada a la sombra del renacimiento casi veinte siglos
más tarde. La isla feliz de los atlantes es también un símbolo: el de una
civilización orgullosa de sus progresos que destruyó una fatal catástrofe natural.
(Alguna isla del Egeo, como Tera o Santorini, sufrió un cataclismo parecido, y
se quedó sumergida a medias por el azul Egeo. Como eco de ese cataclismo pudo
surgir quizá el mito de la gran civilización tragada por las aguas).
Del todo real es, en cambio, la idílica isla de Lesbos
que una de las primeras novelas escogió como marco geográfico ideal del hermoso
relato pastoril de Dafnis y Cloe. ¡Espléndido prestigio el de
esta sinuosa isla! Contaba un mito que en ella estaba enterrada la cabeza
cantora de Orfeo, después de su maravillosa navegación fluvial y marina, y la
historia atestigua que allí compusieron sus poemas líricos la
inigualable Safo y el apasionado Alceo. Una isla de modestas dimensiones parece, desde entonces, el lugar perfecto para los amores bucólicos. La isla hermosa y cálida alberga a los ingenuos amantes lejos de la sociedad adulta, rutinaria y burguesa. (Valga para muestra otra novela famosa, la de Pablo y Virginia, de Bernardino de Saint-Pierre, de esquema romántico y final triste, que evoca otra isla muy distinta, de paisaje tropical y horizontes africanos. De nuevo aquí el decorado isleño resulta esencial al idilio erótico. No menos que en alguna película taquillera de nuestros días, donde la isla oceánica acoge a una bella pareja de náufragos adolescentes como refugio pintiparado para sus retozos amorosos).
inigualable Safo y el apasionado Alceo. Una isla de modestas dimensiones parece, desde entonces, el lugar perfecto para los amores bucólicos. La isla hermosa y cálida alberga a los ingenuos amantes lejos de la sociedad adulta, rutinaria y burguesa. (Valga para muestra otra novela famosa, la de Pablo y Virginia, de Bernardino de Saint-Pierre, de esquema romántico y final triste, que evoca otra isla muy distinta, de paisaje tropical y horizontes africanos. De nuevo aquí el decorado isleño resulta esencial al idilio erótico. No menos que en alguna película taquillera de nuestros días, donde la isla oceánica acoge a una bella pareja de náufragos adolescentes como refugio pintiparado para sus retozos amorosos).
También encontramos en la literatura
helenística otro tópico: el de la isla paradisíaca perdida en los Mares del
Sur. A ella arriba el viajero, como náufrago, harto de los vicios del mundo
civilizado, y allí descubre con inmenso deleite una población salvaje y feliz,
integrada en un paisaje de sorprendente belleza y con una sociedad
bienaventurada. Sin guerras, sin dinero, sin temores ni ambiciones, allí
florece una rara felicidad edénica. Tal era la isla Pancaya o Panquea que
visitó, internándose desde Arabia en el océano Indico, el viajero Yambulo. (La
describía en una autobiografía novelesca que se nos ha perdido). Allí vivió
maravillado y feliz unos años, y luego acabó siendo expulsado del paraíso
isleño. (Un paraíso terrenal modelado según las pautas de las utopías
cínicas). No sabemos muy bien por qué motivo, pero nos sabíamos ese final: un
ser civilizado está harto contaminado y pervertido para poder aclimatarse bien
en el Edén isleño. (Panquea, paraíso perdido, es un preludio de Tahití). Tal
es la moraleja. Yambulo, expulsado y obligado a volverse, a su pesar, es un
ejemplo opuesto al de Ulises.
Los griegos fabularon otras islas
más etéreas. Luciano visitó en raudo vuelo las de los bienaventurados, y la
Isla del Corcho, la del Queso, la de los Sueños, y la de las Lámparas, al
volver de su excursión a la Luna (según cuenta en sus Relatos verídicos). Esas islas tan fabulosas parodian
las de otros textos, casi todos perdidos, y preludian las invenciones de futuras ínsulas
novelescas.
No sólo los
jóvenes amantes disfrutan bien en el aislamiento. Por razones distintas,
también los piratas se refugian muy a gusto en las islas, muy razonablemente,
ya sea el Caribe o en el Pacífico. Allí
instalan sus guaridas, recalan a sus anchas, proclaman su desaforada libertad
ebrios de sol y de ron. Y en los islotes más escondidos entierran furtivos sus
sanguinolentos tesoros. (Y no olvidan nunca dibujar un plano oportuno para
buscarlos más tarde). La isla del tesoro, de Stevenson, combina con
magistral elegancia esos tópicos que repiten muchos relatos de piratas y
bucaneros. (En otro estilo surrealista la isla de los piratas resurgirá en el
país mágico de Peter Pan para deleite de lectores infantiles).
En Las afortunadas, Herman Melville rememora cómo en
unas islas tan remotas y adustas como las Galápagos, pobladas sobre todo de
tortugas, iguanas, pelícanos y albatros, se cruzaban los barcos de piratas y
los despojos de los náufragos. En el Pacífico se sitúan los mejores relatos de
náufragos, comenzando por el protagonizado por Robinsón Crusoe (según la famosa novela de Daniel Defoe,
quien también escribió una ilustrada Historia de los más famosos piratas). Larga ha sido la
descendencia de ese relato, y muchos los Robinsones que lo han emulado, en recreaciones
optimistas como las varias de Julio Verne, o en alguna robinsonada colectiva de signo contrario, tan amarga y
truculenta como El señor de las moscas, de William Golding.
En todo
caso, Robinsón es un confiado mito de la modernidad. La isla solitaria permite
al náufrago ingenioso, tenaz y muy hábil en el manejo de las técnicas manuales,
haciendo uso oportuno de las herramientas salvadas del naufragio,
reinstalar-se a su gusto, construirse una casa y cultivar un huerto, y dominar
la naturaleza, es decir, reinventar un entorno civilizado. Lejos de la
sociedad agobiante, lejos de los jueces, los curas y los acreedores, en ese nuevo mundo, el sagaz náufrago, que
hasta tiene unos pocos libros y un par de escopetas, podría ser feliz. Luego
aparece Viernes, un buen esclavo doméstico, para colmar las ansias de compañía
y coloquio, y parece que no hay más que pedir. O casi, porque conviene volver a
la civilización para contar la historia.
Pero para
equilibrar el número de las islas deshabitadas, la literatura de naufragios
fantásticos no cesa de inventar otras más, pobladas de seres raros e
inquietantes. Como son las que visita Gulliver en viajes diversos: islas
dislocadas o volantes, tales como Liliput, Laputa, etcétera. El ácido humor de
Jonathan Swift impulsa a su protagonista a toparse con sus habitantes, de
diversos tamaños, enormes o diminutos, o en forma de caballos, y sus
pintorescas sociedades, muy extrañas en apariencia, pero que reflejan en sus
crueles extravagancias nuestros propios hábitos. El humor se alía aquí bien a
la sátira. Podemos imaginar una reunión en la taberna del taimado John Silver
con Robinsón Crusoe y Gulliver, bien abastecidos de ron y cerveza, comentando
sus viajes. Coincidirían, desde luego, en un punto básico: las islas no sólo
son estupendas, sino necesarias. (Véase qué asombroso tropel de islas fabulosas
se recoge y describe en el libro de A. Manguel y G.
Guadalupi, Guía de lugares imginarios, Alianza, Madrid, 1992).
Desde que tienen todas su aeropuerto y las inunda el turismo, las islas
ya no son lo que fueron. Porque a una isla se debe llegar por mar,
contemplando de lejos su silueta, reconociendo a medida que se acerca sus
calas, sus muelles y sus edificios, apreciando sus singulares perspectivas
hasta que el barco queda amarrado y fijo. Quien ama las islas sabe que cada una
es un
mundo, un universo
propio y singular, con gentes peculiares y ritos y caracteres propios, un mundo
insular centrado sobre mismo y donde todo lo exterior se moldea según sus modos en una escala más o menos
reducida.
En nuestro
Mediterráneo hay islas de muy variado tamaño y de
muy diversa tradición y con una larga historia a sus espaldas. Algunas, como
Creta o Sicilia. son grandes y con un vasto pasado de historias y leyendas de
muchos siglos. Las islas mayores han dado origen a una literatura autóctona
espléndida y han sido centro de numerosos relatos. Por ejemplo, la milenaria
Creta, la isla del Laberinto minoico y del Minotauro, una isla montaraz en la
que se decía que estuvo la tumba del mismo Zeus, y cuya patética historia
moderna hasta su tardía independencia y
su aguerrido talante están bien reflejados en las novelas del prolífico Niko
Katsantsakis. O la volcánica y pródiga Sicilia, de tantas ilustres ciudades de origen griego y tantos
escritores, con su atmósfera peculiar tan bien evocada por Lampedusa, Verga,
Sciascia, Consoló y Camillieri.
Mallorca, por apuntar otro ejemplo, es
tierra de
mediano tamaño, curiosa y apaciguada historia, y discretas figuras literarias. Fue, en la Edad Media, un reino breve y la
cuna del gran sabio y muy fogoso Ramón Llull. Ha producido luego unos cuantos
poetas y
algunos novelistas, como los hermanos Miguel
y Lorenzo Villalonga (La
novela Bearn del segundo se considera el paralelo mallorquín de El gatopardo del
siciliano Lampedusa).
Paradójicamente, sin embargo,
es Un
invierno en Mallorca de la
romántica George Sand el texto más famoso sobre la isla. Un texto usado
a menudo incluso en la propaganda turística, a pesar de que mezcla sus elogios del paisaje con los
más duros reproches a sus gentes, intolerantes, avariciosos y ruines. Menos
difundido ahora, el libro de Santiago Rusiñol La isla de la calma ofrece el elogio más amable y estilizado con su mejor humor de las bellezas de
la isla y del carácter de sus moradores, displicentes, plácidos, lentos y discretos. A unos ochenta años de distancia, La isla de la
calma es una elegía en prosa de la
Mallorca desvanecida. Es muy
dudoso que quede algo, si dejamos a un lado las bellezas naturales, de ese
talante isleño retratado con tanto humor por el pintor catalán. El desarrollo
turístico acelerado parece haber cambiado hasta el modo de ser de las gentes.
Las islas, como decía antes, ya no son lo que eran.
Lawrence Durell, que tanto escribió de las islas
griegas, se confesaba “islómano”, en
uno de sus libros. Es decir, “amante furibundo
de las islas”. Así como hay amantes
de las cumbres y de los ríos, hay “amantes de las islas”, nesófilos irredentos,
a pesar del turismo. A ese secreto club
pertenecemos unos cuantos más.
Sin las imágenes en el original.
Entradas relacionadas:
( Publicado en Babelia. El País, 19 de agosto de 2000)
La negrita es nuestra.Sin las imágenes en el original.
Entradas relacionadas:
Me ha gustado lo de incluir a la Luna entre las islas literarias, brillando en el océano negro del cielo.
ResponderEliminar¡Y otra vez que han olvidado la de Moreau de Wells
Carlos San Miguel