VIAJE
AL MAR DE LA LITERATURA
Javier
Reverte
El viaje del Mediterráneo es, por fuerza, un
recorrido literario. No puede uno navegar sus aguas ni recorrer sus litorales
sin cargarse el alma de literatura. O por lo menos, sin manifestar una cierta
voluntad de abrir los oídos a los cantos de la sirenas en Capri; o al rumor de
los pasos que Justine deja en las calles de Alejandría; o al eco de los versos
de Virgilio sobre los campos romanos. El Mediterráneo tiene alma mitológica y
mística. Pero sobre todo, posee un alma poética. Muchos de los grandes caminos
del mar de la literatura salen desde sus puertos o van a morir en sus orillas.
Y cada ola escoge una canción.
Podemos zarpar de cualquiera de sus
dársenas. Y a mi se me ocurre que la primera de todas sea Sidón, hoy un pedazo
de tierra de las costas libanesas y, hace treinta siglos, más o menos, el lugar
en donde se alzaba la fastuosa ciudad de Tiro. Desde allí, los marinos fenicios
iniciaron los grandes viajes mediterráneos desde el Este hacia el Oeste y, en
el curso de sus arriesgadas navegaciones, sin duda sufrieron no pocas
penalidades y vivieron al tiempo imponentes aventuras que fueron corriendo de
boca en oreja. Y aquellos relatos de la mar, unidos a los que los micénicos
habían acuñado en navegaciones anteriores, llegaron a los oídos de los cantores
ciegos. Y los cantores los convirtieron en mitos. Y los mitos, en fin, se
tradujeron en palabras cuando el alfabeto fenicio formó con el verbo griego la
diabólica fusión que provocó la más honda de las revoluciones humanas: la
aparición de la lengua escrita. De los viajes, pues, de los cuentos marineros
del Mediterráneo, del genio fenicio unido al talento griego, brotó la voz
enorme de la literatura. Y lo hizo sobre las olas y en las orillas del mar que
de nuevo surcamos.
Seguimos
viaje, pues, de la mano de un primer mito del que se guarda memoria: el de
Jasón y los Argonautas, que navegaron desde las costas continentales griegas,
en Tessalia, hasta la Cólquide, en las riberas del Mar Negro, en busca del
Vellocino de Oro. La aventura que dio pie a la epopeya pudo suceder en el siglo
XII antes de Cristo. Y aunque los versos que recitaron los cantores ciegos de
los días anteriores a Homero se hayan perdido en su mayoría, algunos de los
personajes de la historia sobrevivieron en la literatura clásica, como la
infeliz Medea y el propio Jasón. La épica de aquel viaje la cantó siglos
después Apolonio de Rodas. Y hace unas pocas décadas la repitió, incluso con
más talento, un poeta británico al que se le antojó rebautizarse mediterráneo
en las soledades de Mallorca: Robert Graves.
La entrada del Bósforo
En
un viaje posterior, un griego llamado Bizas (Bizancio le debe su nombre)
levantó un fortín en la entrada del Bósforo, que con el paso de los siglos
pasaría a convertirse en Constantinopla, primero, y más tarde Estambul. Y
Estambul, pese a la "indolencia de Oriente" que se mece en su atmósfera,
como escribía Pierre Loti, es esencialmente una ciudad mediterránea. Victor
Hugo, Lady Montagu, Gérard de Nerval, Theóphile Gautier, Edmundo de Amicis,
Juan Perucho, Hemingway y otros cuantos arrancaron literatura de sus calles,
sus puertos y sus bazares. Y por los pasillos del fastuoso hotel Pera Palace
deambuló varias noches Agatha Christie buscando un asesino.
Pero
regresa Jasón a Tessalia y es la hora de que Ulises (Odiseo en griego) se eche
a la mar. Escribe Joseph Conrad: "¡Dichoso aquel que, como Ulises, ha
hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo".
El poderoso Agamenón reune a los príncipes micénicos y organiza la mayor
expedición militar de su tiempo para rendir la ciudad de Troya y limpiar los
cuernos de su hermano Menelao. Ulises se embarca en la aventura. Vencen los
griegos a los troyanos tras diez años de lucha, los héroes supervivientes
regresan, Agamenón muere asesinado y Ulises se pierde en el mar. Y la
literatura se llena de los mitos, de los nombres y las voces que darán
contenido a los cantos épicos homéricos (siglo VIII a.C.) que, tres siglos
después, poblarán los escenarios de la tragedia en Atenas. Arde el mar de la
poesía en la nave de Ulises, cuyo viaje de regreso a la patria, a la pequeña
isla de Ítaca, le ocupa diez años. Y en el camino, nuestro héroe, tan sabio
como cínico, tan astuto como truquista, lanza en la cara del gigante Polifemo,
el hijo de Poseidón, el primer grito rebelde y desesperado de la literatura,
aunque lo haga con ánimo de burla: "¡Mi nombre es Nadie!". ¿No
estaremos percibiendo ya los lamentos de Hamlet en el eco de ese grito?
Las
llamas de Troya se extienden a la lírica y a la comedia. Se alumbran los
géneros literarios. Safo teje en Lesbos los mejores poemas de amor de la
Historia y Píndaro tersa las cuerdas de su lira para cantar en elegías a los
atletas vencedores en los juegos. Junto a la montaña de la épica alzada por los
versos de Homero, crece una nueva cima literaria: la tragedia. Los héroes de
Esquilo, Sófocles y Eurípides son los mismos desafortunados guerreros de Troya,
como Ajax; crueles criminales como Egisto; desafortunados vengadores como
Orestes, y sufrientes doncellas como Medea. El armazón teatral creado por los
tres atenienses y por autores de comedias como Aristófanes sienta, además, las
bases del teatro del Siglo de Oro y, si me apuran, de la técnica del guión de
Hollywood: eso que hoy nos parece tan sencillo como la estructura del
planteamiento, el nudo y el desenlace.
Descartes
y Hume lo escribieron siglos después: "La filosofía nace del viaje".
Y así sucedía sobre las ondas de aquel mar de ida y vuelta, donde los héroes
navegaban en la leyenda y en la literatura, donde los Diez Mil de Jenofonte
gritaban "¡el mar, el mar!" al divisar las aguas del Mediterráneo, su
verdadera patria. Quizás lo vieron así los primeros hombres que rescataron el
pensamiento de las manos de los dioses, que desdeñaron la magia a favor de la
razón. En las costas del Egeo, en el Asia Menor, la civilización jónica dio a
luz la filosofía. Y en la ciudad de Mileto, hoy un campo en ruinas de las
costas del Egeo turco, nacieron y crecieron los tres primeros rebeldes que,
dando la espalda a los dioses, quisieron explicarse el mundo: Tales,
Anaximandro y Anaximenes. Tras ellos, otros dos hombres buscaron definir lo que
era el ser: Heráclito, en Efeso, también territorio de Asia Menor, y
Parménides, en Elea, la Magna Grecia de entonces y hoy Sicilia. En fin, ya en
el esplendoroso siglo V, el siglo de Pericles, la filosofía dio el salto
definitivo para instalarse en Atenas. Y tres nombres se clavaron para siempre
en el firmamento literario: Sócrates, Platón y Aristóteles.
La fundación de Roma
La
nave vuelve a navegar, sigue el viaje por las aguas mediterráneas, esta vez
camino de Occidente. El príncipe troyano Eneas, escapado del incendio de su
ciudad, arriba a las costas de la entonces inculta Italia. Y funda Roma. Un
poeta llamado Virgilio se ocupa de cantar la gesta. Grecia desfallece y el
nuevo imperio toma el timón de la nave mediterránea. Los dioses se mudan del
Egeo al Tirreno; cambian su nombre, pero no sus aficiones, sus poderes y sus
vicios. Los nuevos poetas cantan y escriben teatro. Oímos la lírica de Ovidio y
Horacio, escuchamos la oratoria de Cicerón, seguimos los caminos de la ciencia
de la historia de la mano de Julio César, Tácito y Tito Livio, las crónicas de
Pausanias y de los dos Plinios, las enseñanzas morales de Séneca, los epigramas
de Marcial, las fábulas de Fedro, las narraciones de Petronio... ¿Para qué
seguir? Entretanto, en Alejandría, los descendientes Ptolomeos del Gran
Alejandro han dejado encendida una lámpara de sabiduría y allí se recogen, se
ordenan, se codifican y se almacenan los conocimientos del mundo antiguo.
Crecen la geografía y las ciencias que estudian el cielo, la mar y la tierra.
Hay viajeros que recorren el interior oscuro de África y una mujer, Hypatia, la
primera filósofa de la Historia, inventa el astrolabio, el instrumento que
determina la distancia entre las estrellas y el horizonte. Sin ello, los
europeos no hubieran alcanzado América tan pronto.
Entonces
los bárbaros atacan, Roma muere de asfixia y la literatura navega a la deriva
en los siglos oscuros. Pero es el turno de la otra orilla. Con paciencia,
tenacidad y sin descanso, hombres de ciencia y pensamiento surgidos de las
hasta entonces silenciosas gargantas del Islam cruzan la mar y reconstruyen en
Córdoba, Murcia, Sevilla y Toledo, sin alharacas y sin miedo, el tejido del
saber. Salvan lo que pueden del desastre. Y lo entregan con generosidad a los
hombres que van a abrir las puertas del Renacimiento.
Las
campanas debieron de haber repicado en todos los campos de la Toscana, aunque
no lo hicieron, aquel día de primavera en que Florencia vio nacer al Dante. De
la mano del poeta Virgilio y de su amada Beatriz, el poeta paseó la literatura
por los Infiernos y la elevó después al Purgatorio y el Paraíso. Y con
generosidad, volvió a echarla a la mar, a bordo de un velero remozado, para que
siguiera navegando durante los siglos siguientes. "El día terminaba
-comienza el Canto II-. El aire oscuro de la noche a los seres de la tierra al
reposo invitaba. Yo, inseguro y solo, me aprestaba a hacer la guerra del viaje
y de la angustia, guerra mía que evocará la muerte que no yerra".
El rostro delgado del caballero
Nadie
detiene ya la derrota del navío. De costa a costa, de sur a norte, de oriente a
occidente, lucen las luminarias de un fuego ya inextinguible. Estamos a salvo,
no importan las guerras y ni siquiera los muertos. Hacia Levante, una escuadra
de estados cristianos aliados le cierra la mar a una gran flota turca. Y en una
galera española, La Marquesa, un soldado es herido en un brazo. Pero le
queda el otro sano para escribir. Y quizás allí mismo en Lepanto, en lo que el
soldado herido llamaría "la más alta ocasión que vieron los siglos",
comienza su imaginación a entrever el rostro delgado del caballero que
recorrerá las tierras manchegas para inventar por fin la novela, el género que
ha salvado desde entonces los estragos y desánimos de quienes lo dan una y otra
vez por muerto. Skakespeare, contemporáneo de Cervantes, se asoma también a las
orillas mediterráneas y sitúa en Venecia la historia de un mercader y, más al
sur, en la otra ribera, los desdichados últimos amores de Cleopatra con Marco
Antonio. Nadie está inmune en literatura a la fuerza de ese mar que hierve.
Baja
del norte inglés una tríada de poetas que llevan en sus sienes el laurel de los
clásicos. Pronto, el más frágil de ellos, John Keats, muere de tuberculosis en
Roma; pero deja escrito un verso que define a todo el romanticismo: "La
belleza es verdad y la verdad belleza; nada más es preciso saber en la
tierra". Percy B. Shelley se ahoga en una playa toscana, con un libro de
Keats en el bolsillo: "Desafiar al poder absoluto; amar y soportar",
proclamaba en uno de sus versos. Y Lord Byron, el más bello, el más vigoroso,
el más ardiente, fallecía devorado por la malaria en Missolonghi, no muy lejos
de Lepanto. Luchaba, cuando murió, por la causa de la independencia de Grecia:
"Busca la tumba de un soldado -pedía-; para ti, la mejor. Luego, mira a tu
alrededor y elige el sitio, y entrégate al descanso (...), haciendo de la
muerte una victoria".
En
España, Espronceda arría las velas de su barco y llega hasta Estambul:
"Navega velero mío sin temor...". Chateaubriand viaja de París a
Jerusalén y otros poetas franceses como Lamartine se arriman a las orillas de
su mar. Unas décadas antes, en Alemania, el gigantesco Goethe ha enseñado el
camino a los centroeuropeos con su fastuoso Viaje a Italia y ha cantado
al clasicismo en sus Poemas Romanos. Se asombra a la vista de Venecia, y
no siempre en un sentido positivo. Stendhal no tardará en seguirle unos cuantos
años más tarde y, en su libro Roma, Nápoles, Florencia, traza una
vigorosa pintura de la capital toscana.
Bien
entrado el XIX, Charles Dickens se embarca hacia el Sur para escribir su libro Imágenes
de Italia. Queda prendado de Venecia, cuya realidad, en su opinión,
"excede el sueño más extravagante". Y sobre la ciudad cae la riada de
la literatura iniciada por Goethe. Llegan Ruskin, Twain, Henry James, Proust,
George Sand, Gauthier, Morris, Hemingway, d'Annunzio, Carpentier..., la lista
es interminable. "Es el Shakespeare
de las ciudades -se le ocurre decir a John Addington Symonds-: incomparable,
irrebatible, y por encima de la envidia". Thomas Mann pervierte a su personaje,
el escritor Aschenbach, mientras persigue la belleza destructora, encarnada en
la figura de Tadzio. El ruso Joseph Brodsky escribe: "Al rozar el agua,
esta ciudad mejora la imagen del tiempo, embellece el futuro. Ése es el papel
de esta ciudad en el universo". No muy lejos de allí, en un castillo sobre
el Adriático, a las afueras de Trieste, Rainer María Rilke canta en sus Elegías
del Duino: "Pues lo bello no es más que ese grado de lo terrible que
aún podemos soportar. Todo ángel es terrible". Y Joyce se larga de Zurich
para vivir enseñando inglés y seguir tejiendo su monumental Ulises entre
prostíbulos y tabernas.
Hechizado,
Henry Miller recorre los mares griegos. Su amigo Lawrence Durrell reflexiona en
Sicilia: "Qué afortunado soy de haber vivido en el Mediterráneo y
contemplado tan a menudo el sol y la luna juntos en el cielo". Más al
Este, en Bosnia, Ivo Andric adelanta una crónica de la ira, la venganza y la
sangre. Kazanzakis, Elites y Seferis hacen renacer el clasicismo allá en las
islas egeas. No lejos, Amin Maalof nos relata historias del Levante
mediterráneo, Naguib Mahfuz nos lleva a oler El Cairo y Albert Camus desciende
a Orán para mostrarnos los límites del alma. El Chukri nos cuenta las penas de
la gente del Rif y, dando un poco la vuelta, asoman en el litoral español el
aroma a naranjos en las páginas de Vicent, las ramblas y las flores de la
Barcelona brava de Marsé, el campo ampurdanés de Josep Plá. De nuevo en Italia
oímos tambores de guerra en el Nápoles de Malaparte y Norman Lewis. Y más
abajo, otra vez en Sicilia, Lampedusa nos retrata el fin de toda una era... No
es posible continuar, el papel se acaba y el barco de la literatura navega
todavía.
Por
cierto, ¿hemos dicho algo sobre un libro de viajes llamado la Biblia?
*En el original, sin las imágenes.
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Pero yo creo que se han olvidado del verdadero origen...porque, aunque a las orillas del Nilo -un afluente del Mediterráneo- y relativamente cerca de éste según los mapas florecían las capitales egipcias. Y allí también se contaban historias hace 40 siglos en un lenguaje escrito...¿que no eran de viajes por el Mediterráneo...? bueno, pues yo creo que también, porque fueron invadidos por "los pueblos del mar" que, si no me equivoco demasiado, eran indoeuropeos que llegaron desde las costas griegas ¿no? ¿no eran los hicsos aquéllos? tendría que refrescar mis pocos conocimientos, pero por ahí va la cosa...
ResponderEliminarCarlos San Miguel