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lunes, 22 de julio de 2013

Javier Reverte: "Viaje al mar de la literatura"


VIAJE AL MAR DE LA LITERATURA
Javier Reverte
    El viaje del Mediterráneo es, por fuerza, un recorrido literario. No puede uno navegar sus aguas ni recorrer sus litorales sin cargarse el alma de literatura. O por lo menos, sin manifestar una cierta voluntad de abrir los oídos a los cantos de la sirenas en Capri; o al rumor de los pasos que Justine deja en las calles de Alejandría; o al eco de los versos de Virgilio sobre los campos romanos. El Mediterráneo tiene alma mitológica y mística. Pero sobre todo, posee un alma poética. Muchos de los grandes caminos del mar de la literatura salen desde sus puertos o van a morir en sus orillas. Y cada ola escoge una canción.
     Podemos zarpar de cualquiera de sus dársenas. Y a mi se me ocurre que la primera de todas sea Sidón, hoy un pedazo de tierra de las costas libanesas y, hace treinta siglos, más o menos, el lugar en donde se alzaba la fastuosa ciudad de Tiro. Desde allí, los marinos fenicios iniciaron los grandes viajes mediterráneos desde el Este hacia el Oeste y, en el curso de sus arriesgadas navegaciones, sin duda sufrieron no pocas penalidades y vivieron al tiempo imponentes aventuras que fueron corriendo de boca en oreja. Y aquellos relatos de la mar, unidos a los que los micénicos habían acuñado en navegaciones anteriores, llegaron a los oídos de los cantores ciegos. Y los cantores los convirtieron en mitos. Y los mitos, en fin, se tradujeron en palabras cuando el alfabeto fenicio formó con el verbo griego la diabólica fusión que provocó la más honda de las revoluciones humanas: la aparición de la lengua escrita. De los viajes, pues, de los cuentos marineros del Mediterráneo, del genio fenicio unido al talento griego, brotó la voz enorme de la literatura. Y lo hizo sobre las olas y en las orillas del mar que de nuevo surcamos.

     Seguimos viaje, pues, de la mano de un primer mito del que se guarda memoria: el de Jasón y los Argonautas, que navegaron desde las costas continentales griegas, en Tessalia, hasta la Cólquide, en las riberas del Mar Negro, en busca del Vellocino de Oro. La aventura que dio pie a la epopeya pudo suceder en el siglo XII antes de Cristo. Y aunque los versos que recitaron los cantores ciegos de los días anteriores a Homero se hayan perdido en su mayoría, algunos de los personajes de la historia sobrevivieron en la literatura clásica, como la infeliz Medea y el propio Jasón. La épica de aquel viaje la cantó siglos después Apolonio de Rodas. Y hace unas pocas décadas la repitió, incluso con más talento, un poeta británico al que se le antojó rebautizarse mediterráneo en las soledades de Mallorca: Robert Graves.

La entrada del Bósforo
     En un viaje posterior, un griego llamado Bizas (Bizancio le debe su nombre) levantó un fortín en la entrada del Bósforo, que con el paso de los siglos pasaría a convertirse en Constantinopla, primero, y más tarde Estambul. Y Estambul, pese a la "indolencia de Oriente" que se mece en su atmósfera, como escribía Pierre Loti, es esencialmente una ciudad mediterránea. Victor Hugo, Lady Montagu, Gérard de Nerval, Theóphile Gautier, Edmundo de Amicis, Juan Perucho, Hemingway y otros cuantos arrancaron literatura de sus calles, sus puertos y sus bazares. Y por los pasillos del fastuoso hotel Pera Palace deambuló varias noches Agatha Christie buscando un asesino.
    Pero regresa Jasón a Tessalia y es la hora de que Ulises (Odiseo en griego) se eche a la mar. Escribe Joseph Conrad: "¡Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo". El poderoso Agamenón reune a los príncipes micénicos y organiza la mayor expedición militar de su tiempo para rendir la ciudad de Troya y limpiar los cuernos de su hermano Menelao. Ulises se embarca en la aventura. Vencen los griegos a los troyanos tras diez años de lucha, los héroes supervivientes regresan, Agamenón muere asesinado y Ulises se pierde en el mar. Y la literatura se llena de los mitos, de los nombres y las voces que darán contenido a los cantos épicos homéricos (siglo VIII a.C.) que, tres siglos después, poblarán los escenarios de la tragedia en Atenas. Arde el mar de la poesía en la nave de Ulises, cuyo viaje de regreso a la patria, a la pequeña isla de Ítaca, le ocupa diez años. Y en el camino, nuestro héroe, tan sabio como cínico, tan astuto como truquista, lanza en la cara del gigante Polifemo, el hijo de Poseidón, el primer grito rebelde y desesperado de la literatura, aunque lo haga con ánimo de burla: "¡Mi nombre es Nadie!". ¿No estaremos percibiendo ya los lamentos de Hamlet en el eco de ese grito?
     Las llamas de Troya se extienden a la lírica y a la comedia. Se alumbran los géneros literarios. Safo teje en Lesbos los mejores poemas de amor de la Historia y Píndaro tersa las cuerdas de su lira para cantar en elegías a los atletas vencedores en los juegos. Junto a la montaña de la épica alzada por los versos de Homero, crece una nueva cima literaria: la tragedia. Los héroes de Esquilo, Sófocles y Eurípides son los mismos desafortunados guerreros de Troya, como Ajax; crueles criminales como Egisto; desafortunados vengadores como Orestes, y sufrientes doncellas como Medea. El armazón teatral creado por los tres atenienses y por autores de comedias como Aristófanes sienta, además, las bases del teatro del Siglo de Oro y, si me apuran, de la técnica del guión de Hollywood: eso que hoy nos parece tan sencillo como la estructura del planteamiento, el nudo y el desenlace.
     Descartes y Hume lo escribieron siglos después: "La filosofía nace del viaje". Y así sucedía sobre las ondas de aquel mar de ida y vuelta, donde los héroes navegaban en la leyenda y en la literatura, donde los Diez Mil de Jenofonte gritaban "¡el mar, el mar!" al divisar las aguas del Mediterráneo, su verdadera patria. Quizás lo vieron así los primeros hombres que rescataron el pensamiento de las manos de los dioses, que desdeñaron la magia a favor de la razón. En las costas del Egeo, en el Asia Menor, la civilización jónica dio a luz la filosofía. Y en la ciudad de Mileto, hoy un campo en ruinas de las costas del Egeo turco, nacieron y crecieron los tres primeros rebeldes que, dando la espalda a los dioses, quisieron explicarse el mundo: Tales, Anaximandro y Anaximenes. Tras ellos, otros dos hombres buscaron definir lo que era el ser: Heráclito, en Efeso, también territorio de Asia Menor, y Parménides, en Elea, la Magna Grecia de entonces y hoy Sicilia. En fin, ya en el esplendoroso siglo V, el siglo de Pericles, la filosofía dio el salto definitivo para instalarse en Atenas. Y tres nombres se clavaron para siempre en el firmamento literario: Sócrates, Platón y Aristóteles.

La fundación de Roma
     La nave vuelve a navegar, sigue el viaje por las aguas mediterráneas, esta vez camino de Occidente. El príncipe troyano Eneas, escapado del incendio de su ciudad, arriba a las costas de la entonces inculta Italia. Y funda Roma. Un poeta llamado Virgilio se ocupa de cantar la gesta. Grecia desfallece y el nuevo imperio toma el timón de la nave mediterránea. Los dioses se mudan del Egeo al Tirreno; cambian su nombre, pero no sus aficiones, sus poderes y sus vicios. Los nuevos poetas cantan y escriben teatro. Oímos la lírica de Ovidio y Horacio, escuchamos la oratoria de Cicerón, seguimos los caminos de la ciencia de la historia de la mano de Julio César, Tácito y Tito Livio, las crónicas de Pausanias y de los dos Plinios, las enseñanzas morales de Séneca, los epigramas de Marcial, las fábulas de Fedro, las narraciones de Petronio... ¿Para qué seguir? Entretanto, en Alejandría, los descendientes Ptolomeos del Gran Alejandro han dejado encendida una lámpara de sabiduría y allí se recogen, se ordenan, se codifican y se almacenan los conocimientos del mundo antiguo. Crecen la geografía y las ciencias que estudian el cielo, la mar y la tierra. Hay viajeros que recorren el interior oscuro de África y una mujer, Hypatia, la primera filósofa de la Historia, inventa el astrolabio, el instrumento que determina la distancia entre las estrellas y el horizonte. Sin ello, los europeos no hubieran alcanzado América tan pronto.
     Entonces los bárbaros atacan, Roma muere de asfixia y la literatura navega a la deriva en los siglos oscuros. Pero es el turno de la otra orilla. Con paciencia, tenacidad y sin descanso, hombres de ciencia y pensamiento surgidos de las hasta entonces silenciosas gargantas del Islam cruzan la mar y reconstruyen en Córdoba, Murcia, Sevilla y Toledo, sin alharacas y sin miedo, el tejido del saber. Salvan lo que pueden del desastre. Y lo entregan con generosidad a los hombres que van a abrir las puertas del Renacimiento.
Las campanas debieron de haber repicado en todos los campos de la Toscana, aunque no lo hicieron, aquel día de primavera en que Florencia vio nacer al Dante. De la mano del poeta Virgilio y de su amada Beatriz, el poeta paseó la literatura por los Infiernos y la elevó después al Purgatorio y el Paraíso. Y con generosidad, volvió a echarla a la mar, a bordo de un velero remozado, para que siguiera navegando durante los siglos siguientes. "El día terminaba -comienza el Canto II-. El aire oscuro de la noche a los seres de la tierra al reposo invitaba. Yo, inseguro y solo, me aprestaba a hacer la guerra del viaje y de la angustia, guerra mía que evocará la muerte que no yerra".

El rostro delgado del caballero
     Nadie detiene ya la derrota del navío. De costa a costa, de sur a norte, de oriente a occidente, lucen las luminarias de un fuego ya inextinguible. Estamos a salvo, no importan las guerras y ni siquiera los muertos. Hacia Levante, una escuadra de estados cristianos aliados le cierra la mar a una gran flota turca. Y en una galera española, La Marquesa, un soldado es herido en un brazo. Pero le queda el otro sano para escribir. Y quizás allí mismo en Lepanto, en lo que el soldado herido llamaría "la más alta ocasión que vieron los siglos", comienza su imaginación a entrever el rostro delgado del caballero que recorrerá las tierras manchegas para inventar por fin la novela, el género que ha salvado desde entonces los estragos y desánimos de quienes lo dan una y otra vez por muerto. Skakespeare, contemporáneo de Cervantes, se asoma también a las orillas mediterráneas y sitúa en Venecia la historia de un mercader y, más al sur, en la otra ribera, los desdichados últimos amores de Cleopatra con Marco Antonio. Nadie está inmune en literatura a la fuerza de ese mar que hierve.
     Baja del norte inglés una tríada de poetas que llevan en sus sienes el laurel de los clásicos. Pronto, el más frágil de ellos, John Keats, muere de tuberculosis en Roma; pero deja escrito un verso que define a todo el romanticismo: "La belleza es verdad y la verdad belleza; nada más es preciso saber en la tierra". Percy B. Shelley se ahoga en una playa toscana, con un libro de Keats en el bolsillo: "Desafiar al poder absoluto; amar y soportar", proclamaba en uno de sus versos. Y Lord Byron, el más bello, el más vigoroso, el más ardiente, fallecía devorado por la malaria en Missolonghi, no muy lejos de Lepanto. Luchaba, cuando murió, por la causa de la independencia de Grecia: "Busca la tumba de un soldado -pedía-; para ti, la mejor. Luego, mira a tu alrededor y elige el sitio, y entrégate al descanso (...), haciendo de la muerte una victoria".
    En España, Espronceda arría las velas de su barco y llega hasta Estambul: "Navega velero mío sin temor...". Chateaubriand viaja de París a Jerusalén y otros poetas franceses como Lamartine se arriman a las orillas de su mar. Unas décadas antes, en Alemania, el gigantesco Goethe ha enseñado el camino a los centroeuropeos con su fastuoso Viaje a Italia y ha cantado al clasicismo en sus Poemas Romanos. Se asombra a la vista de Venecia, y no siempre en un sentido positivo. Stendhal no tardará en seguirle unos cuantos años más tarde y, en su libro Roma, Nápoles, Florencia, traza una vigorosa pintura de la capital toscana.
     Bien entrado el XIX, Charles Dickens se embarca hacia el Sur para escribir su libro Imágenes de Italia. Queda prendado de Venecia, cuya realidad, en su opinión, "excede el sueño más extravagante". Y sobre la ciudad cae la riada de la literatura iniciada por Goethe. Llegan Ruskin, Twain, Henry James, Proust, George Sand, Gauthier, Morris, Hemingway, d'Annunzio, Carpentier..., la lista es interminable. "Es el Shakespeare de las ciudades -se le ocurre decir a John Addington Symonds-: incomparable, irrebatible, y por encima de la envidia". Thomas Mann pervierte a su personaje, el escritor Aschenbach, mientras persigue la belleza destructora, encarnada en la figura de Tadzio. El ruso Joseph Brodsky escribe: "Al rozar el agua, esta ciudad mejora la imagen del tiempo, embellece el futuro. Ése es el papel de esta ciudad en el universo". No muy lejos de allí, en un castillo sobre el Adriático, a las afueras de Trieste, Rainer María Rilke canta en sus Elegías del Duino: "Pues lo bello no es más que ese grado de lo terrible que aún podemos soportar. Todo ángel es terrible". Y Joyce se larga de Zurich para vivir enseñando inglés y seguir tejiendo su monumental Ulises entre prostíbulos y tabernas.
     Hechizado, Henry Miller recorre los mares griegos. Su amigo Lawrence Durrell reflexiona en Sicilia: "Qué afortunado soy de haber vivido en el Mediterráneo y contemplado tan a menudo el sol y la luna juntos en el cielo". Más al Este, en Bosnia, Ivo Andric adelanta una crónica de la ira, la venganza y la sangre. Kazanzakis, Elites y Seferis hacen renacer el clasicismo allá en las islas egeas. No lejos, Amin Maalof nos relata historias del Levante mediterráneo, Naguib Mahfuz nos lleva a oler El Cairo y Albert Camus desciende a Orán para mostrarnos los límites del alma. El Chukri nos cuenta las penas de la gente del Rif y, dando un poco la vuelta, asoman en el litoral español el aroma a naranjos en las páginas de Vicent, las ramblas y las flores de la Barcelona brava de Marsé, el campo ampurdanés de Josep Plá. De nuevo en Italia oímos tambores de guerra en el Nápoles de Malaparte y Norman Lewis. Y más abajo, otra vez en Sicilia, Lampedusa nos retrata el fin de toda una era... No es posible continuar, el papel se acaba y el barco de la literatura navega todavía.
      Por cierto, ¿hemos dicho algo sobre un libro de viajes llamado la Biblia?

                                                                    (Publicado en El País, domingo 27 de noviembre de 2005*)
*En el original, sin las imágenes.

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1 comentario:

  1. Pero yo creo que se han olvidado del verdadero origen...porque, aunque a las orillas del Nilo -un afluente del Mediterráneo- y relativamente cerca de éste según los mapas florecían las capitales egipcias. Y allí también se contaban historias hace 40 siglos en un lenguaje escrito...¿que no eran de viajes por el Mediterráneo...? bueno, pues yo creo que también, porque fueron invadidos por "los pueblos del mar" que, si no me equivoco demasiado, eran indoeuropeos que llegaron desde las costas griegas ¿no? ¿no eran los hicsos aquéllos? tendría que refrescar mis pocos conocimientos, pero por ahí va la cosa...
    Carlos San Miguel

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