©Eduardo Úrculo |
Años
De lo que yo era entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales de invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:
—¿Con qué finalidad? —Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
—Es bonito ser sinceros, como nosotros.
—¡Oh, Silvia! —susurré—, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
—Bobo —dijo—, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba impaciente.
—Tú eres como una prostituta —le dije— y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
—¿Estás mejor ahora que lo has dicho? —me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
—Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.
Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.
(Cesare Pavese, Los cuentos. Traducción de Esther Benítez Eiroa. Debolsillo, 2012)
En estos cuentos, reunidos y escritos entre 1936 y 1946, la época más fructífera de Cesare Pavese, se condensan los temas más queridos por el autor y que luego veremos repetidos en sus novelas y ensayos: la soledad de los campesinos y el desconcierto de los obreros, el rencor y la rebelión de unas amas de casa abandonadas por el amor y obligadas a buscar otras razones para vivir, los silencios que casi pueden palparse en una cena de familia, las caricias furtivas en los prados, unas copas de vino peleón con los amigos y el sexo cansado en ciertos hoteluchos de la periferia de Torino.
"Estamos predestinados, Pavese y todos nosotros, los de su generación, a no contentarnos nunca con los resultados conseguidos. Lo nuestros es empeñarnos en ciertos temas, y exprimir lo cotidiano, sacando jugo literario ahí donde otros solo vieron casas, campos, fábricas y humo de cigarrillos". Italo Calvino
Con esos retales de vida Cesare Pavese cosió gran literatura, una prosa capaz de cruzar fronteras para instalarse en el ánimo de quien lee y hacer preguntas incómodas, que obligan a revisar nuestra idea del mundo.
María Lebedev, que recuerda la conexión entre la obra de Pavese y su vida, destaca en Letras Libres (30 de junio de 2011), entre todos los temas, el de la mujer:
"Pavese no solo reproduce con acierto la voz femenina, sino que parece comprender la esencia de una identidad ajena, de un género diferente. Por momentos, caricaturiza al hombre y este se reduce a un cúmulo de violencia, engaños e ineptitud. La mujer, por su parte, o bien es sumisa o bien es libre y no debe nada a nadie. Disfruta sentirse mujer, mira a los ojos. En ocasiones habla del hombre, en otras se dirige a él. A veces, la mujer impide al niño ser hombre. El mérito de Pavese consiste en saber adueñarse de manera indiscriminada de las diversas voces que conforman ese coro".
Despiadada. Como una mantis hembra de ésas... Casi estremecen su frialdad y la aparente indiferencia sumisa del tipo.
ResponderEliminarCurioso relato.
Carlos San Miguel