EL JUEZ
La tarde de
domingo rezumaba su luz tristísima a través de los cristales. El silencio del
domingo era un silencio hostil. Como si a la ciudad le hubieran arrebatado su
ritmo habitual. Pocos coches, ningún camión; una ciudad abandonada, una ciudad de
desertores.
Metros de
moqueta blanca servían de pista al niño para sus juegos. Ensimismado, lanzaba
uno en pos de otro los coches de carreras. Al tiempo que los impulsaba emitía
sonidos agudos e hirientes.
El padre,
derrumbado en una butaca, trataba de leer el periódico.
—No hagas ruido,
por favor —dijo al niño.
—¿No te puedes
estar quieto? —dijo la madre.
El padre levantó
la cabeza de su lectura para advertir a la madre: los dos a la vez, no.
Ella se miraba
las uñas, perfectamente arregladas; daba vueltas al brillante en el dedo
larguísimo. Tenía las piernas dobladas en el sofá. Una mesa de cristal marcaba
la frontera con la butaca de él.
—Creo que es un
buen momento para puntualizar detalles, ¿no te parece?
Él no contestó,
y señaló hacia el niño con un gesto.
—No importa
—dijo ella—. Estoy hablando de detalles prácticos. Por ejemplo, ¿qué va a pasar
con el verano?
Él dobló su
periódico con un gesto de fastidio.
—No me hagas
pensar en el verano. Estamos en febrero.
—Dentro de una
semana es mi cumpleaños —dijo el niño.
Seguía moviendo
los cochecitos pero ya no hacía ruidos.
—Estamos en
febrero pero tú sabes muy bien que los planes cada vez hay que organizarlos con
más tiempo. Acuérdate el año pasado. Nos quedamos sin la villa que nos gustaba
por tu culpa, por haber dicho lo mismo: es pronto todavía…
—Tienes la
especialidad de machacar con los detalles prácticos como tú dices y olvidar el
fondo de la cuestión.
Ahora fue ella
la que señaló en dirección al niño arrodillado en el suelo.
—Creo que el
fondo de la cuestión quedó ya claro la semana pasada cuando fuimos a ver a Luis
a su despacho.
—Quedó claro,
desde luego, quedó clarísimo…
—Por eso yo
insisto que hoy es domingo, no está el servicio, estamos juntos con una tarde
por delante y es buen momento para decidir por ejemplo qué va a pasar con el
verano.
Él hizo un gesto
de hastío. Aparentemente se dio por vencido.
—Decide tú.
Elige tú —murmuró.
—Yo estoy
dispuesta a ir a Mallorca, ya lo sabes, pero necesito saber qué fechas, qué
hago con el servicio. Si te quedas aquí necesitarás a alguien y en cualquier
caso podemos repartírnoslo. Tú me dejas a Juani y te llevas a Elisa… El
mecánico puede tomarse vacaciones. Yo no lo necesito para nada.
—Quiero que
venga Eloy con nosotros —intervino el niño. Pero nadie le contestó.
—Comprenderás
que si tú vas a Mallorca me estás obligando a mí a quedarme. No vamos a ir los
dos, a montar números —dijo él.
—Pero tú podrías
quedarte en el barco todo el tiempo. ¿Por qué no? Y tienes el club como un pied a terre. O quédate en el hotel para
mayor comodidad, para cambiarte cuando estés en tierra y tengas una fiesta o
algo…
—Perdona; me
molesta hablar de todo esto. No estoy para fiestas.
—Pero tendrás
que estar —dijo ella.
—O no.
—No me lo creo
conociéndote.
—Perdona
—insistió él—te repito que no podemos estar los dos en el mismo sitio después
de la situación creada… —y volvió a hacer un gesto que implicaba preocupación
por la presencia del niño.
—¿Sabes la casa
que yo quería alquilar? Aquella de los pinos hasta el mar que está tan cerca de
Deia, pero no en el mismo Deia. La que tuvieron los Briviesca el verano pasado.
Él no contestó.
Volvió a coger el periódico. Volvió a sumirse, aparentemente, en la lectura. El
niño levantó la cabeza y los miró a los dos, primero a uno, después a la otra,
por separado. Y siguió empujando cochecitos hasta la meta: el radiador
empotrado, al otro extremo del salón.
—Tu táctica de
siempre: si no hablo de las cosas no existen. Si no hablo de las situaciones,
no existen —dijo ella.
El teléfono sonó
entre los dos y ella esperó unos instantes antes de alargar la mano hacia la
mesa.
—¿Sí? —preguntó.
Y en seguida le
alargó el auricular.
—¿Sí? —dijo él.
Y luego—: Mamá, ¿qué pasa? A mí nada. ¿Qué me va a pasar? Estamos en casa con
el niño. No teníamos ganas de hacer planes. Hace frío… Ahora se pone…
El niño había
suspendido su juego por un momento y miraba a su padre.
—Ponte —le dijo
él.
Y el niño fue
corriendo.
—Abuela… No, no
puedo… No me quieren llevar, seguro que no quieren… Juego con los coches… Sí,
abuela. Adiós, abuela —y colgó.
—¿Qué te decía
la abuela? —preguntó ella.
—Que por qué no
me llevabais a su casa.
—Estás muy bien
aquí ¿no?, con tus cochecitos y papá y mamá —dijo él.
—Tu madre muy
oportuna —comentó ella.
Y él no
contestó.
—La abuela me va
a regalar unos esquís nuevos para mi cumpleaños —advirtió el niño—, unos
Kestle.
—Ese es otro
asunto a tratar. ¿Qué pasa con la nieve? —dijo ella—. El niño, ¿va con el
colegio o va contigo? Tengo que contestar lo más tarde el miércoles. Se van
dentro de quince días…
—Este año no iré
a la nieve —dijo él sin dejar de mirar las páginas extendidas—. Así que decide
lo que te parezca.
—Si tú no vas
iré yo. Y el niño podría ir conmigo y con el colegio, ¿no te parece?
Él no contestó.
—¿Me quieres
decir para qué tenemos el apartamento de Baqueira si no vamos ninguno de los
dos?
Él siguió en
silencio. Ella se levantó y se dirigió al carrito de las botellas y los vasos.
El cubo estaba lleno de hielo. Cogió con la mano unos cuantos trozos y se
sirvió un buen chorro de Bombay.
—Amor mío —dijo
dirigiéndose al niño—, ¿te importaría traerme una tónica de la cocina?
El niño abandonó
el juego dócilmente y salió del salón. Entonces ella se volvió airada hacia él
y casi le gritó.
—Me tienes harta
de tus silencios y tus hermetismos. Contéstame cada vez que te digo algo. Dime qué
piensas hacer para que yo pueda empezar a organizar mi vida a mi manera. Quedamos
que estaríamos así hasta el curso que viene cuando el niño vaya a Suiza. Pero si
sigues en ese plan, precipitaré las soluciones…
El niño entraba
ya con su botella y la madre la tomó de sus manos con un: “gracias mi vida”,
cortés y lejano.
El padre dobló
el periódico en cuatro partes, como queriendo señalar que iba a dejar su
lectura definitivamente. Se cruzó de brazos y la miró desafiante, esperando sus
nuevas intervenciones.
—Estoy dispuesto
—dijo—. Empieza…
—Por última vez,
¿qué vas a hacer este verano? —preguntó ella.
—Me iré a
esquiar a Bariloche.
—Muy bien, de
acuerdo. Yo alquilaré la casa que quiero para dos meses. En julio me llevaré a
Juani y Elisa y… —señaló con una leve indicación al niño que jugaba de espaldas
a ellos.
—Pero, ¿qué
pasará en agosto? —continuó—. Porque supongo que en agosto querrás tú hacer
algo especial —y volvió a señalar, avanzando el mentón, a su hijo.
—No te preocupes
de agosto. Ya pensaré algo…
El niño se
levantó de pronto y dijo:
—Voy a merendar.
He visto que Elisa me dejó la merienda preparada en el frigorífico.
Su anuncio no
causó ningún efecto. Cuando volvió con el sándwich en una mano y el vaso de
leche en la otra, los padres seguían en silencio y en la misma postura que los
había dejado. Al verle entrar, los dos le miraron.
—Por favor, una
bandeja, un plato —dijo ella.
—Tiene siete
años —dijo él.
—No me
desautorices, por favor…
El teléfono
volvió a sonar. Ahora, ella no alargó la mano y esperó a que él lo cogiera.
—Dígame —ordenó
él. Y esperó unos segundos.
—Un momento
—dijo. Y le alargó el teléfono.
Mientras ella
hablaba, él se levantó y se dirigió al gran ventanal. Apartó un poco la cortina
de encaje y miró abajo, a la calle tranquila. Un breve jardín los separaba de
la acera. Del garaje salió un coche. El Porsche
de Juanjo Roca. En el teléfono, la conversación fluía en monosílabos lentos,
arrastrados.
—Mañana.
—…
—No.
—…
—… Figúrate.
—…
—Sí.
—…
—Adiós.
—Ese ruido era
del Porsche de Juanjo, un 959. Lo tengo
—dijo el niño.
Y buscó entre su
flota un Porsche diminuto, plateado y
brillante.
—Es éste —dijo.
El padre regresó
a la butaca. Se sentó con parsimonia y preguntó:
—¿Continuamos?
Ella se había
quedado pensativa y bebió de su copa antes de contestar.
—Queda la nieve,
¿qué hacemos con él?
—Que vaya con el
colegio y que no vaya contigo. No creo que le convenga perder tantos días —dijo
él.
—Bien.
—¿Algo más? ¿No
tenías tantas cosas que concretar, tantos detalles prácticos?
Ella seguía
abstraída, como pensando en otra cosa, en otro asunto, algo que la separaba del
niño y de él y de las decisiones que la urgía tomar.
De pronto se
dirigió al niño, le pidió que se acercara, le cogió de las manos y le hizo una
pregunta.
—Dime, amor mío,
si tú tuvieras que elegir entre irte a vivir con papá o con mamá, ¿a quién
preferirías?
El niño sonrió
inocentemente, distraído, miró hacia los cochecitos abandonados, como deseando
volver a su juego solitario. Luego los miró a los dos, primero a uno, luego a
la otra. Y volvió a sonreír.
—Con ninguno de los dos —fue su respuesta.
(En Cuentos de este siglo. Ángeles Encinar (ed.), Barcelona, Lumen, 1995)
Josefina Aldecoa en una imagen de 2005. CRISTÓBAL MANUEL. (El País) |
En 1944 se trasladó a Madrid, donde estudió Filosofía y Letras y se doctoró en Pedagogía con una tesis sobre la relación de la infancia con el arte, publicada después con el título El arte del niño (1960). En la facultad entró en contacto con un grupo de amigos que más tarde formarían parte de la Generación de los 50: Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Jesús Fernández Santos e Ignacio Aldecoa,con quien se casó en 1952 y con quien tuvo una hija, Susana.
En 1959 fundó el colegio Estilo, un centro educativo laico y mixto, en pleno franquismo, cuya línea educativa se basaba en el krausismo (base ideológica de la ILE), en las ideas recogidas en su tesis y en lo observado en colegios británicos y estadounidenses. Ubicado en un chalet de la madrileña colonia de El Viso, acogió durante años a los hijos de la intelectualidad madrileña, que recibieron una enseñanza basada en el razonamiento y en la tolerancia, con la que se pretendía, sobre todo, potenciar el pensamiento crítico.
En 1961 publicó la colección de cuentos A ninguna parte. En 1969 falleció Ignacio Aldecoa, y durante los diez años siguientes, Josefina se centró en la docencia y permaneció apartada de la literatura, hasta que en 1981 apareció su edición crítica de una selección de cuentos de Ignacio Aldecoa. A partir de ese momento, reanudó su actividad literaria, adoptando el apellido de su esposo. Ha publicado la memoria generacional Los niños de la guerra (1983), el libro infantil Cuento para Susana (1988); las novelas La enredadera (1984), Porque éramos jóvenes (1985), El vergel (1988), El enigma (2002), Hermanas (2008) y la trilogía de contenido autobiográfico formada por Historia de una maestra (1990), Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino (1997); el ensayo Confesiones de una abuela (1998); Fiebre (2000), antología de cuentos escritos entre 1950 y 1990. Madrid, otoño, sábado (2012) es una recopilación de todos sus cuentos que incluye los libros A ninguna parte y Fiebre, además de los cuentos sueltos Cuento para Susana y El mejor (1998).
[Imagen inicial: guiadelnino.com]
Conforme leía pensaba:"pobre niño, lo que va a ser de él y cómo va a salir..." Pero al final ha demostrado ser muy inteligente.
ResponderEliminarQué lástima que ese cole aldecoano sólo fuera para los niños de las élites.
Carlos San Miguel