Derek Walcott, Seascpes with Figures |
Los primeros
niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar,
se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no
llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando
quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos
de medusas y los restos de cardúmenes[1] y
naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado
con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando
alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres
que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los
muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había
estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los
huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande
que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal
vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la
naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía
suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora[2] y
de lodo.
No tuvieron que
limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas
unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en
el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres
andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los
pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los
acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en
siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los
unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no
salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba
alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le
quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los
abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados.
A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de
aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado
por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con
altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni
tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero
solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de
hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el
más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que
todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron
en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida
para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos,
ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor
plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres
decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja,
y una camisa de bramante[3] de
novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían
sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les
parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado
nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo
que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en
el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el
piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con
pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría
tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos
por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho
brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar
flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres,
pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz
de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus
corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban
extraviadas por esos dédalos[4] de
fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había
contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de
llamarse Esteban.
Era verdad. A la
mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro
nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la
ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera
llamarse Lautaro[5].
Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal
cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su
corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la medianoche se
adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El
silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían
vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y
raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando
tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando
comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal,
si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de
medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de
pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey
de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le
suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y el
recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien,
con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo
mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no
pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca
que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva
el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué
bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver
un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo
para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas
de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar.
Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y
mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les
iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el
hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre
Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado
no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre
las lágrimas.
—¡Bendito sea
Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres
creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.
Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era
quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo
de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de
trinquetes[6] y
botavaras[7], y
las amarraron con carlingas[8] de
altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que
fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y
los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran
a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras
más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el
tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los
arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios
del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de
orientación, y al cabo de tantos quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes,
mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al
hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta
ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y
calderetas[9]
que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían,
tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas,
así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante
alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda.
Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al
cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No
hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubiera dicho Sir Walter
Raleigh[10],
quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su
guacamaya[11]
en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía
ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo[12],
sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo
podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para
darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan
grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a
suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado
como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando
con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con
esa porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad
en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían
amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de
soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se
estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le
hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado
expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos
regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por
más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas
flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió
devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los
mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él
todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos
marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y
se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas
de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la
pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia
por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la
estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron
sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos
retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del
cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros
para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás.
Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban
a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes,
para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con
los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el
bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar
las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban
a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en
los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros
de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar,
y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas,
miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de
las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los
girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
(Gabriel García
Márquez, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada y otro relato, Relato
corto, Aguilar, 1994, págs. 71-79)
[2] rémora: Pequeño pez que se adhiere a otros mayores o a objetos flotantes para desplazarse y obtener su alimento.
[3] bramante: Tejido de hilo de cáñamo.
[4] dédalos: Laberintos.
[11] guacamaya: Papagayo.
[12] sábalo: Pez marino.
¡Este lo tengo yo! Tremendo don Gabriel... y qué títulos tan chulos ponía a sus obras.
ResponderEliminarCarlos San Miguel