LOS OJOS DE LA PANTERA
I
NO SIEMPRE SE CASA UNO CUANDO ESTÁ LOCO
Un hombre y una mujer (este agrupamiento era obra de la naturaleza) estaban sentados en un banco rústico, a últimas horas de la tarde. El hombre era de mediana edad, delgado, moreno, con la expresión de un poeta y la complexión de un pirata... era un hombre al que uno tenía que mirar por segunda vez. La mujer era joven, rubia, grácil, con algo en su aspecto y sus movimientos que sugería la palabra "flexible". Llevaba un vestido gris con curiosos signos marrones tejidos en él. Puede que fuera hermosa; no era fácil asegurarlo, porque sus ojos desviaban la atención de cualquier otra cosa. Eran de color verde-pardo, rasgados y estrechos, con una expresión que desafiaba el análisis. Uno sólo podía darse cuenta de que eran inquietantes. Cleopatra pudo haber tenido unos ojos así.
El hombre y la mujer conversaban.
—Sí —dijo la mujer—, te quiero, ¡Dios lo sabe! Pero casarme contigo, no. No puedo, no lo haré.
—Irene, has dicho esto muchas veces, y siempre te has negado a darme una explicación. Tengo derecho a saber, a comprender, a sentir y a poner a prueba mi fortaleza, si la tengo. Dame una razón.
—¿Por quererte?
La mujer sonreía entre sus lágrimas y su palidez. Aquello no alentó en absoluto el sentido del humor del hombre.
—No; para eso no hay razón. Dame una razón para no casarte conmigo. Tengo derecho a saber. Debo saber. ¡He de saber!
El hombre se había puesto en pie y estaba frente a ella, con los puños cerrados, ceñudo... podría decirse iracundo. Parecía como si pudiera tratar de saber estrangulándola. Ella ya no sonreía... Se limitaba a tener alzada la mirada hacia la cara del hombre, con una expresión fija y tensa completamente desprovista de emoción o sentimiento. Pero había algo en esa mirada que dominó la cólera del hombre y le hizo estremecer.
—¿Estás decidido a conocer mi razón? —preguntó la mujer, en un tono enteramente mecánico... un tono que podía haber sido la versión audible de su mirada.
—Si tú quieres..., si no estoy pidiendo demasiado.
Aparentemente, aquel amo de la creación estaba cediendo parte de su dominio a su congénere.
—Muy bien, vas a saber: estoy loca.
El hombre tuvo un sobresalto, luego adoptó un aire incrédulo y tuvo conciencia de que debería sentirse divertido. Pero de nuevo le falló su sentido del humor en aquel momento de necesidad, y, a pesar de su incredulidad, estaba profundamente turbado por aquello que no creía. Nuestras convicciones y nuestros sentimientos no se entienden bien.
—Esto es lo que dirían los médicos —prosiguió la mujer—, si supieran la cosa. Yo quizá preferiría llamarlo un caso de "posesión". Siéntate y escucha lo que tengo que decir.
El hombre volvió a sentarse silenciosamente a su lado, en el banco rústico, junto al camino. Frente a ellos, en el lado oriental del valle, las colinas tenían ya el rubor del sol poniente, y el silencio, alrededor, tenía esa cualidad peculiar que anuncia el crepúsculo. Algo de su solemnidad misteriosa y llena de significado se había comunicado al estado de ánimo del hombre. En el mundo espiritual, como en el material, hay signos y presagios de la noche. Jenner Brading, buscando raras veces la mirada de la mujer, y consciente, cuando lo hacía, del miedo indefinible con que aquellos ojos, pese a su belleza felina, le impresionaban, escuchó en silencio la historia que narró Irene Marlowe. En consideración al posible prejuicio del lector contra la pobreza de métodos de una historiadora sin práctica, el autor se permite sustituir la versión de la mujer por la suya propia.
II
UNA HABITACIÓN PUEDE SER PEQUEÑA PARA TRES, AUNQUE UNO DE ELLOS ESTÉ FUERA
En una casita de troncos en la que había una sola habitación sobria y toscamente amueblada, acurrucada en el suelo contra una de las paredes, había una mujer, apretando a una niña contra su pecho. Fuera, un espeso bosque se extendía, sin interrupción, varias millas en todas direcciones. Era de noche, y la habitación estaba en una profunda oscuridad: ninguna mirada humana hubiera podido percibir a la mujer con la niña. Sin embargo, eran observadas estrecha y vigilantemente, sin ni un momento de relajamiento en la atención; y éste es el hecho central en torno al cual gira esta narración.
Charles Marlowe pertenecía a la categoría, ahora extinguida en el país, de los pioneros del bosque, hombres que hallaban su más aceptable entorno en las soledades selváticas que se extendían a lo largo de la vertiente oriental del valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México. Durante más de cien años, aquellos hombres se abrieron paso cada vez más al oeste, generación tras generación, con el rifle y el hacha, exigiendo de la Naturaleza y sus salvajes criaturas, aquí y allí, una aislada superficie para el arado, cedida, apenas después de conseguida, a sus sucesores, menos aventureros pero más prósperos. Finalmente emergieron de la linde del bosque en terreno abierto, y se desvanecieron como si hubieran caído en un abismo. El pionero del bosque ya no existe; el pionero de las llanuras, cuya fácil tarea consistió en subyugar, para su ocupación, dos terceras partes del país en una sola generación, es un producto distinto e inferior. Acompañando a Charles Marlowe en la extensión selvática, compartiendo los peligros, las penalidades y las privaciones de aquella vida extraña y poco provechosa, estaban su mujer y su hija, por las cuales, del modo que es propio en su categoría, en la que las virtudes domésticas eran una religión, sentía un cariño apasionado. La mujer era todavía lo bastante joven para ser bonita, y lo bastante poco veterana en aquel espantoso aislamiento para ser alegre. Aun reteniéndole la amplia capacidad para la felicidad que las sencillas satisfacciones de la vida en el bosque no podían colmar, el Cielo se había portado bien con ella. En sus leves tareas domésticas, su hija, su marido y sus pocos libros dispares, la mujer hallaba una abundante provisión para sus necesidades.
Cierta mañana, a mediados de verano, Marlowe descolgó su rifle de los ganchos de madera de la pared, y manifestó su intención de ir de caza.
—Tenemos suficiente carne —dijo la mujer—; por favor, no te vayas hoy. La pasada noche soñé... ¡Oh, qué cosa tan espantosa! No puedo recordarla, pero estoy casi convencida de que ocurrirá si te vas.
Lamentamos admitir que Marlowe recibió aquella solemne declaración con menos gravedad de la que merecía la misteriosa naturaleza de la calamidad pronosticada. A decir verdad, se rió.
—Intenta recordar —dijo—. A lo mejor soñaste que la niña había perdido el don del habla.
Esta conjetura estaba obviamente sugerida por el hecho de que la niña, asida del faldón de su chaqueta de caza con sus diez regordetes dedos, manifestaba en aquellos momentos su opinión acerca de la situación por medio de una serie de "gugús" entusiastas inspirados por el gorro de piel de mapache de su padre.
La mujer cedió: carecía del don del humor, y era incapaz de ofrecer resistencia a las amables bromas de su marido; así que éste, con un beso para la madre y otros para la niña, dejó la casa y cerró la puerta a su felicidad, para siempre.
No había vuelto al anochecer. La mujer preparó la cena y esperó. Luego puso a la niña en la cama, y le cantó suavemente hasta que se durmió. Por entonces el fuego de la chimenea, con el que había cocinado la cena, se había extinguido, y la habitación estaba iluminada por una sola vela. La puso en la ventana abierta como señal y bienvenida para el cazador, si venía por aquel lado. Había cerrado y atrancado concienzudamente la puerta, como protección contra los animales salvajes que pudieran preferir la puerta a la ventana... No estaba al corriente de las costumbres de los animales depredadores cuando entraban en una casa sin ser invitados, aunque, con previsión auténticamente femenina, hubiera podido tomar en consideración la posibilidad de que entraran por la chimenea. A medida que avanzaba la noche no le disminuyó la ansiedad, pero le entró sueño, y por fin apoyó los brazos en la cama, junto a la niña, y la cabeza en los brazos. La vela, en la ventana, ardió hasta el candelero, chisporroteó y fulguró un instante, y se apagó sin que nadie se fijara en ella; ya que la mujer dormía y soñaba.
En su sueño, estaba sentada junto a la cuna de una segunda hija. La primera había muerto. El padre había muerto. Había desaparecido la casa en el bosque, y la nueva morada no le era familiar. Había macizas puertas de roble, permanentemente cerradas, y en la parte exterior de las ventanas, encajados en los gruesos muros de piedra, había barrotes de hierro, obviamente (pensó) como precaución contra los indios. Observó todo aquello con una infinita lástima por sí misma, pero sin sorpresa... emoción ésta desconocida en los sueños. La criatura en la cuna estaba oculta a la mirada por la colcha, y sintió que algo la impulsaba a apartarla. Lo hizo, dejando al descubierto la cara de... ¡un animal salvaje! Con la impresión de aquella revelación espantosa, la durmiente despertó, temblando en las tinieblas de su cabaña en el bosque.
Le volvió lentamente la conciencia de dónde estaba realmente, encontró a tientas a la hija que no era un sueño, y se aseguró, por su respiración, de que estaba perfectamente; pero no pudo contenerse de pasarle levemente la mano por la cara. Luego, movida por un impulso que probablemente no hubiera sabido explicar, se puso en pie y tomó en sus brazos a la niña dormida, sujetándola fuertemente contra su pecho. La cabecera del catre de la niña estaba contra la pared a la que la mujer volvió la espalda cuando estuvo en pie. Alzó la mirada, y vio dos objetos brillantes que centelleaban en las tinieblas con un fulgor verde-rojizo. Los tomó por dos brasas de la chimenea, pero junto con el sentido de la orientación que iba recobrando le llegó la inquietante certidumbre de que no estaban en aquella parte de la habitación; además, estaban demasiado altos, casi al nivel de los ojos... de sus propios ojos. Porque aquéllos eran los ojos de una pantera.
La bestia estaba en la ventana abierta, directamente en frente, a menos de cinco pasos. No se veía nada más que aquellos ojos terribles, pero, entre el espantoso tumulto de sus sensaciones cuando la situación se reveló a su entendimiento, la mujer supo de algún modo que la bestia estaba erguida sobre sus patas traseras, apoyando las garras delanteras en el borde de la ventana. Aquello expresaba un interés maligno... no simplemente la satisfacción de una curiosidad gratuita. El carácter consciente de aquella actitud era un horror adicional que acentuaba la amenaza de aquellos ojos espantosos, en cuyo fuego inmutable se consumían la fuerza y el valor de la mujer. Se estremeció y sintió vértigo ante la silenciosa interrogación de aquellos ojos. Le flaquearon las rodillas, y gradualmente, esforzándose instintivamente por evitar cualquier movimiento súbito que pudiera lanzar a la bestia contra ella, se dejó caer al suelo, se acurrucó contra la pared, y trató de proteger a la niña con su propio cuerpo tembloroso, sin desviar la mirada de aquellas órbitas luminosas que la estaban matando. En su angustia, no pensó en su marido... no tenía ni esperanzas ni ideas de rescate o huida. Su capacidad de pensar y sentir se había empequeñecido hasta las dimensiones de una sola emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su cuerpo, al golpe de sus patazas, a la sensación de sus dientes en la garganta, al despedazamiento de su niña. Inmóvil, en absoluto silencio, esperaba su fin, y los instantes se convertían en horas, en años, en siglos; y aquellos ojos diabólicos mantenían su vigilancia.
Al volver a su cabaña, ya muy entrada la noche, con un venado sobre los hombros, Charles Marlowe tanteó la puerta. No se abrió. Llamó; no hubo respuesta. Soltó su venado y dio la vuelta hasta la ventana. Al volver el ángulo de la casa, le pareció oír un sonido como de pisadas sigilosas y leves crujidos entre los matorrales, pero el sonido era demasiado débil para estar seguro, aun con su experimentado oído. Se acercó a la ventana, y, para sorpresa suya, se la encontró abierta; pasó una pierna por encima del borde y entró. Todo era oscuridad y silencio. Caminó a tientas hasta la chimenea, frotó una cerilla y encendió una vela. Luego miró a su alrededor. Acurrucada en el suelo, contra una pared, estaba su mujer, asiendo fuertemente a la niña. Cuando dio un salto hacia ella, la mujer se puso en pie y rompió en una carcajada,larga, fuerte y mecánica, carente de alegría y carente de sentido... una carcajada a la que no le faltaba cierto parecido con un rechinar de cadenas. Sin saber apenas lo que hacía, el hombre extendió los brazos. Ella le puso a la niña en ellos. Estaba muerta... asfixiada hasta morir en el abrazo de su madre.
III
LA TEORÍA DE LA DEFENSA
Esto fue lo que ocurrió cierta noche en un bosque, pero no es todo lo que Irene Marlowe contó a Jenner Brading; ni tampoco todo lo que ella sabía. Cuando acabó, el sol estaba por debajo del horizonte, y el largo crepúsculo estival había empezado a oscurecerse en las hondonadas. Brading permaneció en silencio unos momentos, a la espera de que la narración prosiguiera hasta tener una relación definida con la conversación de la que había partido; pero la narradora estaba tan callada como él; había desviado la mirada, y enlazaba y desenlazaba las manos en su regazo dando la singular impresión de una acción independiente de su voluntad.
—Es una historia triste, terrible —dijo finalmente Brading—, pero no comprendo. Charles Marlowe es tu padre, eso lo sé. Que envejeció antes de tiempo, abrumado por alguna gran pena, es cosa que vi, o creí ver. Pero, perdóname, dijiste que estás... que estás...
—Que estoy loca —dijo la muchacha, sin ningún movimiento de cabeza o cuerpo.
—Pero, Irene, has dicho... Por favor, querida, no apartes de mí la mirada... Has dicho que la criatura estaba muerta, no enloquecida.
—Sí, aquella criatura... Yo soy la segunda. Yo nací tres meses después de aquella noche, y mi madre conoció la bendición de morir al darme a luz.
Brading calló de nuevo; estaba un tanto aturdido, y no se le ocurría, de momento, qué era lo que convenía decir. La muchacha apartaba todavía la cara. Él, perplejo, hizo ademán, impulsivamente, de tomar aquellas manos que se enlazaban y desenlazaban en el regazo de la muchacha, pero algo... no podría haber explicado qué... le retuvo. Luego recordó, vagamente, que nunca se había sentido demasiado inclinado a tomarle las manos.
—¿Es posible —prosiguió ella— que una persona nacida en esas circunstancias sea como las demás...? ¿Que esté lo que se dice cuerda?
Brading no contestó; le preocupaba una nueva idea que iba tomando forma en su mente... un científico la hubiera llamado hipótesis; un detective, teoría. Podía arrojar una luz adicional, aunque escalofriante, en las dudas acerca de su cordura que su afirmación no había disipado.
El territorio era todavía nuevo, y, fuera de los pueblos, estaba muy dispersamente poblado. El cazador profesional seguía siendo un personaje familiar, y entre sus trofeos figuraban cabezas y pieles de las bestias de caza de mayor tamaño. Historias de variable credibilidad acerca de encuentros nocturnos con animales salvajes en caminos solitarios circulaban de vez en cuando, pasaban por las habituales etapas de crecimiento y decadencia, y luego eran olvidadas. Un reciente añadido a aquellos apócrifos populares, originado, en apariencia, por generación espontánea en distintas casas, consistía en que una pantera había asustado a varios de sus miembros mirando de noche por la ventana. El cuento había provocado unas ondas de excitación... Incluso había logrado la distinción de verse mencionado en el periódico local; pero Brading no le había prestado ninguna atención. Ahora, su parecido con la historia que acababa de escuchar le pareció ser quizá algo más que accidental. ¿No era posible que una historia hubiese sugerido la otra..., que, encontrando condiciones congeniales en una mente enfermiza y una imaginación fértil, se hubiera transformado en la trágica narración que acababa de oír?
Brading recordó ciertas circunstancias de la historia de la muchacha y de su carácter a las que, con la falta de curiosidad de un enamorado, no había prestado hasta entonces atención... como lo solitario de su vida con su padre, en cuya casa nadie, aparentemente, era tolerado como visitante; o como el extraño miedo de la muchacha a la noche, miedo que, según los que mejor la conocían, explicaba el hecho de que jamás se la viera después de anochecer. Sin duda, en una mente como aquella la imaginación, una vez inflamada, podía arder con una llama incontrolada, penetrando y envolviendo la estructura entera. De que estaba loca, aunque esa convicción le causara un agudísimo dolor, Brading no podía ya dudar; la muchacha, simplemente, había confundido un efecto de su enfermedad mental con la causa de ésta, y había establecido una imaginaria relación entre su propia personalidad y los desvaríos de los inventores de mitos locales. Con la vaga intención de poner a prueba su nueva "teoría", y sin ideas demasiado claras acerca de cómo llevar la cosa a cabo, dijo gravemente, pero sin titubeo:
—Irene, querida, dime... Te ruego que no te ofendas, pero dime...
—Ya te he dicho —interrumpió la muchacha, hablando con una apasionada vehemencia que él no había conocido antes en ella—, ya te he dicho que no podemos casarnos; ¿merece la pena decir algo más?
Antes de que él pudiera detenerla, la muchacha había saltado de su asiento, y, sin añadir palabra, se alejó, deslizándose entre los árboles, en dirección a la casa de su padre. Brading se había puesto en pie en el momento de intentar detenerla; permaneció contemplándola en silencio hasta que se hubo desvanecido en la oscuridad. De repente, tuvo un sobresalto, como si hubiera recibido un balazo; su rostro adquirió una expresión de asombro y alarma: en una de las negras sombras en las que la joven había desaparecido, ¡entrevió por un instante unos ojos brillantes! Por unos momentos estuvo desconcertado e indeciso; luego se abalanzó hacia el bosque, siguiéndola y gritando: "¡Irene! ¡Cuidado, Irene! ¡La pantera! ¡La pantera!".
Al poco rato había cruzado la franja de bosque, emergiendo en terreno abierto, y vio el vestido gris de la muchacha desvaneciéndose por la puerta de la casa de su padre. No se veía ninguna pantera.
IV
LLAMAMIENTO A LA CONCIENCIA DE DIOS
Jenner Brading, abogado, vivía en una casita en los límites de la ciudad. Directamente detrás del edificio estaba el bosque. Como era soltero, y, en consecuencia, de acuerdo con el draconiano código moral del tiempo y del sitio, le estaban prohibidos los servicios de la única clase de sirviente doméstico conocida por allí, la "muchacha por horas", comía en el hotel del pueblo, donde tenía también su despacho. La casita junto al bosque era simplemente una vivienda que mantenía (sin grandes gastos, desde luego) como prueba de prosperidad y respetabilidad. No hubiera estado en consonancia con una persona definida con orgullo, por el periódico local, como "el más eminente jurista de su tiempo" el no tener un hogar, aunque él, a veces, había sospechado que las palabras "hogar" y "casa" no eran estrictamente sinónimas. A decir verdad, su conciencia de esta disparidad, y su deseo de armonizar ambos términos, eran temas de inferencia lógica, pues todo el mundo decía que, poco después de que la casita quedara construida, su propietario había dado ciertos pasos infructuosos en dirección al matrimonio... En realidad, había llegado hasta el punto de verse rechazado por la hermosa y excéntrica hija del viejo Marlowe, el recluso. Esto era públicamente admitido, ya que él mismo lo había contado, aunque ella no... inversión ésta del orden usual de las cosas que difícilmente podía dejar de convencer.
El dormitorio de Brading estaba en la parte trasera de la casa, y tenía una sola ventana, que daba al bosque. Cierta noche le despertó un ruido en la ventana; le hubiera costado definir a qué se parecía. Con un leve estremecimiento nervioso, se incorporó en la cama y asió el revólver que, con una previsión muy recomendable para alguien que duerme en la planta baja con la ventana abierta, tenía debajo de la almohada. La habitación estaba en la más absoluta oscuridad, pero, al no sentirse aterrorizado, supo hacia dónde dirigir la mirada, y en esa dirección la mantuvo fijamente, esperando en silencio lo que pudiera ocurrir. Ahora podía distinguir difusamente la abertura... un cuadrado de negrura menos intensa. Al poco rato aparecieron, en su borde inferior, ¡dos ojos refulgentes que ardían con un fulgor maligno, inexpresablemente terrible! El corazón le dio un vuelco, y luego pareció parársele. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal y el cuero cabelludo; sintió que la sangre abandonaba sus mejillas. No podría haber gritado... ni siquiera para salvar la vida; pero era un hombre valiente, y no hubiera gritado, para salvar la vida, aunque hubiese podido hacerlo. Su cuerpo cobarde podía sentir cierta trepidación, pero su ánimo era de material más duro. Lentamente, los ojos brillantes se elevaron, con un movimiento uniforme que parecía de aproximación; la mano derecha de Brading se alzó lentamente, sosteniendo el revólver. ¡Disparó!
Cegado por el fogonazo y aturdido por el estampido, Brading oyó, pese a todo, o creyó oír, el grito salvaje y agudo de la pantera, humano en su tono, demoníaco en su sugestión. Brading saltó de la cama, se vistió rápidamente, y, revólver en mano, cruzó la puerta de un salto, encontrándose con dos o tres hombres que subían corriendo por el camino. Una breve explicación se vio seguida por un cauteloso registro de la casa. La hierba estaba húmeda de rocío; debajo de la ventana había sido pisada, y parcialmente aplastada, en un ancho espacio, a partir del cual unas huellas, visibles a la luz de una linterna, se dirigían hacia la maleza. Uno de los hombres tropezó y cayó sobre sus manos, y, al frotárselas cuando se puso en pie, las notó viscosas. Le fueron examinadas: estaban rojas de sangre.
El enfrentamiento, sin armas, con una pantera herida no les apetecía en absoluto; todos, salvo Brading, volvieron sobre sus pasos. Él, con la linterna y el revólver, siguió valientemente bosque adentro. Tras atravesar dificultosamente una densa maleza, llegó a un pequeño claro, y allí su valor obtuvo su recompensa, ya que allí estaba el cadáver de su víctima. Pero no era una pantera. Lo que todavía hoy puede leerse en una lápida del cementerio del pueblo fue diariamente atestiguado, durante muchos años, junto a la tumba, por la figura encorvada y el rostro surcado de arrugas de dolor del viejo Marlowe. Paz a su alma, y paz al alma de su extraña y desdichada hija. Paz y reparación.
(Ambrose Bierce, Los ojos de la pantera y otros relatos de terror. Trad. de Emilio Olcina Aya, Col. Rutas, Ed. Fontamara, Barcelona, 1984, págs. 47-55)
Ambrose Bierce. (revistadeletras.net) |
De formación autodidacta, publicó su primer cuento, "The Haunted Valley" (El valle hechizado) en 1871 en la revista Overland Monthly. Ese mismo año contrajo matrimonio con Mary Ellen (Molly) Day, con quien tuvo tres hijos. De 1872 a 1875 vivieron en Londres. Se separaron en 1888. En 1877 inauguró su famosa columna "Prattle" en el semanario Argonaut. Diez años después empezó a trabajar para los periódicos del magnate de la prensa William Randolph Hearst (inmortalizado por Orson Welles en Ciudadano Kane), una fructífera relación que duró más de veinte años, durante los cuales Bierce se convirtió en el azote de la sociedad estadounidense. Se sabe que a finales de 1913, cuando tenía 71 años, marchó a México, en plena Revolución, y se unió al ejército de Pancho Villa como observador. En su última carta manifiesta su intención de trasladarse a Ojinaga, ciudad donde unos días después se libró una sangrienta batalla. Nunca más se volvió a saber nada de él, desapareció sin dejar rastro. Por algunos documentos que se refieren a un "gringo viejo", se cree que pudo morir en el sitio de Ojinaga (enero de 1914) o fusilado en Sierra Mojada. Quizá este era el final que él deseaba, ya que había escrito: "Debe de ser horrible morir entre sábanas; si Dios quiere, a mí no me ocurrirá".
La prosa de Bierce se caracteriza por la lucidez y el cinismo y cierta fascinación por el horror y la muerte. Sus relatos de terror lo señalaron como heredero de Poe, Hawthorne o Maupassant y le granjearon la admiración de Lovecraft, que incorporó en su mitología elementos tomados de Bierce. Junto a Cuentos de soldados y civiles, sobresalen obras como El monje y la hija del verdugo (1892), ¿Pueden existir cosas semejantes? (1893) y El diccionario del diablo (1906), recopilación de cerca de un millar de definiciones corrosivas escritas entre 1881 y 1906. Su preocupación por la técnica literaria se refleja en Write It Right ( Escriba bien) (1909).
[Imagen inicial: elfaroluzyciencia.com]
Genial Bierce. Me encanta esa mezcla de horror y Lejano Oeste.
ResponderEliminarYo descubrí a Bierce en un volumen que tengo sobre las influencias en Lovecraft: "El horror según Lovecraft", en donde aparece el cuento "Alpin Frayser", o algo así, también ambientado en la Guerra de Secesión.
Y en el programa radiofónico "Historias" dramatizaron uno genial sobre la experiencia de alguien que apuesta que es capaz de velar un cadáver desconocido, en solitario, durante una larga noche... También en ese programa, dedicaron un capítulo a este cuento.
Carlos San Miguel
Muy interesante lo que cuentas, Carlos, incansable lector y oyente de programas radiofónicos.
EliminarUn rara avis este Ambrose Bierce; excéntrico y muy lúcido. No conocía estos cuentos, pero se percibe su sello. En mi caso lo conocí por el "Diccionario del diablo", a través de cuyas definiciones se puede ir viendo lo crítico, irónico y mordaz que era este gran periodista y escritor.
ResponderEliminarMe iba a despedir con un aplauso para Josefina y Bierce, pero, tras leer la definición de «aplauso» de Bierce, lo he pensado mejor; así que simplemente me despido con un abrazo.
«Aplauso. El eco de una tontería. Monedas con que el populacho recompensa a quienes lo hacen reír y lo devoran».
¡Saludos de Sesé!
Muy bueno, Sesé. Me encanta tu agudo y simpático comentario, y me alegra tener noticias tuyas. Un abrazo.
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