Carl Holsoe, Little girl at a window |
LA RAMA SECA
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave y le decían:
—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría la ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
—¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
—Juego con "Pipa" —decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
—¿Con quién hablas, tú?
—Con "Pipa".
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurriera. La mujer Mediavilla se lo pidió:
—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...
—Sí, mujer; nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
—Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar —se decía.
Un día, por fin, se enteró de quién era Pipa.
—La muñeca —explicó la niña.
—Enséñamela...
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
—No la veo, hija. Échamela...
La niña vaciló.
—Pero luego, ¿me la devolverá?
—Claro está...
La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
—¿Me la echa, doña Clementina...?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".
—"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar: el lobo está ahora escondido en la montaña...
La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
—Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...
Doña Clementina la oía en silencio: la escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer de Mediavilla:
—¿Y la pequeña?
—Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
—No sabía nada...
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir..., ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín se iba a la calle o se iba a robar fruta al huerto del vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió pisando con cuidado los escalones apolillados, que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
—¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Cómo estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su su carita amarillenta entre sus trenzas negras.
—Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
—Pascualín —dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
—¡Anda! ¡La muñeca, dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa".
—Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
Cortó sus exclamaciones.
—Venía a ver a la pequeña: le traigo un juguete...
Muda de asombro, la Mediavilla la hizo pasar.
—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
—Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
—No es "Pipa" —dijo—. No es "Pipa".
La madre empezó a chillar:
—¡Habráse visto, la tonta! ¡Habráse visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer muy tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión.)
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habráse visto, la tonta ésta...!
Al día siguiente doña Clementina cogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
—Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
—No es "Pipa".
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir de todos modos...
—¿Se va a morir?
—Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.
Fue en la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en un pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
—Verdaderamente —se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!
Ana María Matute Ausejo fue una escritora española que formó parte de la generación del medio siglo, llamada también de "los niños de la guerra" o de los "jóvenes asombrados", término acuñado por la autora para denominar a los escritores que reflejan la Guerra Civil en su infancia.
Nació en Barcelona el 26 de julio de 1925, hija de una familia de la pequeña burguesía catalana, de madre castellana y padre catalán. Su infancia estuvo marcada por la enfermedad —que la obligó a pasar un tiempo en casa de sus abuelos en Mansilla de la Sierra (La Rioja), donde conoció a los niños sin infancia— y la Guerra Civil española. Con diecisiete años escribió su primera novela, Pequeño teatro, publicada once años después y galardonada con el Premio Planeta en 1954. Se casó en 1952 con el escritor Eugenio de Goicoechea, padre de Juan Pablo, su único hijo, al que dedicó gran parte de su narrativa infantil. Cuando ella decidió separarse en 1963, las leyes de la época concedieron la custodia al padre y apenas pudo ver a su hijo durante años, lo que le provocó problemas emocionales. Cuando lo superó, marchó a Estados Unidos, donde ejerció de lectora en las universidades de Bloomington (Indiana) y Norman (Oklahoma), y comenzó su relación con Julio Brocard, su segundo marido, que falleció en 1990. A su regreso de Estados Unidos, fijaron su residencia en Sitges. En la década de los setenta padeció una fuerte depresión que la mantuvo alejada de la escritura durante quince años. En 1996 fue elegida miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "K", en sustitución de Carmen Conde. En 2010 le fue concedido el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispánicas, y se convirtió en la tercera mujer en obtenerlo. Falleció en Barcelona el 25 junio de 2014, días antes de cumplir los ochenta y nueve años.
Considerada una de las voces más personales de la narrativa española del siglo XX, es autora de
novelas realistas y de intención social pero caracterizadas por el tono poético en la descripción de ambientes y personajes, de ahí que se haya utilizado para estas obras la etiqueta de "realismo lírico". Manuel Rico explica que la inclusión de la autora en la generación del medio siglo (discutida por algunos estudiosos) se debe al peso de la historia, sobre todo de la traumática experiencia de la Guerra Civil, en sus primeras novelas, pero que posteriormente ha incorporado a su narrativa otros temas como la indagación en los conflictos de la relación amorosa, la recuperación del pasado medieval, y un mundo urbano condicionado y relacionado con el mundo rural. Néstor Bórquez ("Memoria, infancia y guerra civil: El mundo narrativo de Ana María Matute", en Olivar Nº 16, 2011) recuerda, por su parte, algo que comparte la crítica respecto a la narrativa de la autora: la creación de un hermético universo narrativo:
En 1948 publicó Los Abel, novela a la que siguieron Fiesta al Noroeste (1952); Pequeño teatro (1954); En esta tierra (1955, reeditada como Las luciérnagas en 1993); Los hijos muertos (1958); Primera memoria (Premio Nadal 1959), primera entrega de la trilogía Los mercaderes, a la que pertenecen también Los soldados lloran de noche (1963, Premio Fastenrath de la RAE) y La trampa (1969); Algunos muchachos (1964); La torre vigía (1971), que compone junto a Olvidado Rey Gudú (1996, Premio Ojo Crítico Especial) y Aranmanoth (2000) su trilogía medieval; El río (1975); Paraíso inhabitado (2009), y su novela póstuma Demonios familiares (2014).
Es autora, además, de más de veinte libros de cuentos, tanto infantiles como para adultos. El país de la pizarra (1957), El polizón de Ulises (1965, Premio Lazarillo), Sólo un pie descalzo (1984, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil), De ninguna manera (1993), La oveja negra (1994) y La puerta de la luna (2010) son algunos de los títulos más significativos. "La rama seca" forma parte del libro Historias de la Artámila (1961), en el que recoge recuerdos de sus estancias en Mansilla de la Sierra. El libro reúne veintidós relatos en que los protagonistas son niños o adolescentes que se resisten a entrar en el mundo de los adultos.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió pisando con cuidado los escalones apolillados, que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
—¡Pascualín! ¡Pascualín!
—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Cómo estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su su carita amarillenta entre sus trenzas negras.
—Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
—Pascualín —dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
—¡Anda! ¡La muñeca, dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa".
—Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
Cortó sus exclamaciones.
—Venía a ver a la pequeña: le traigo un juguete...
Muda de asombro, la Mediavilla la hizo pasar.
—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
—Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
—No es "Pipa" —dijo—. No es "Pipa".
La madre empezó a chillar:
—¡Habráse visto, la tonta! ¡Habráse visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer muy tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión.)
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habráse visto, la tonta ésta...!
Al día siguiente doña Clementina cogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
—Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
—No es "Pipa".
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir de todos modos...
—¿Se va a morir?
—Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.
Fue en la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en un pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
—Verdaderamente —se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!
(En Siete narradores de hoy, Jesús Fernández Santos (sel.), Temas de España, Taurus, Madrid, 1982)
La escritora Ana María Matute. (elcultural.com) |
Nació en Barcelona el 26 de julio de 1925, hija de una familia de la pequeña burguesía catalana, de madre castellana y padre catalán. Su infancia estuvo marcada por la enfermedad —que la obligó a pasar un tiempo en casa de sus abuelos en Mansilla de la Sierra (La Rioja), donde conoció a los niños sin infancia— y la Guerra Civil española. Con diecisiete años escribió su primera novela, Pequeño teatro, publicada once años después y galardonada con el Premio Planeta en 1954. Se casó en 1952 con el escritor Eugenio de Goicoechea, padre de Juan Pablo, su único hijo, al que dedicó gran parte de su narrativa infantil. Cuando ella decidió separarse en 1963, las leyes de la época concedieron la custodia al padre y apenas pudo ver a su hijo durante años, lo que le provocó problemas emocionales. Cuando lo superó, marchó a Estados Unidos, donde ejerció de lectora en las universidades de Bloomington (Indiana) y Norman (Oklahoma), y comenzó su relación con Julio Brocard, su segundo marido, que falleció en 1990. A su regreso de Estados Unidos, fijaron su residencia en Sitges. En la década de los setenta padeció una fuerte depresión que la mantuvo alejada de la escritura durante quince años. En 1996 fue elegida miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "K", en sustitución de Carmen Conde. En 2010 le fue concedido el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispánicas, y se convirtió en la tercera mujer en obtenerlo. Falleció en Barcelona el 25 junio de 2014, días antes de cumplir los ochenta y nueve años.
Considerada una de las voces más personales de la narrativa española del siglo XX, es autora de
Una jovencísima Ana María Matute juega con su hijo en una imagen de archivo |
Ha creado un cerrado mundo narrativo que mezcla ficción y realidad con un estilo particular, pleno de poesía pero cargado de crueldad. Parte de ese mundo se forja por la convivencia de la mirada inocente de los niños con la desencantada de los adultos.Los puntos centrales que dan consistencia a ese mundo son, según Bórquez, la infancia, los cuentos de hadas, la crueldad, la fantasía, la Guerra Civil, los enfrentamientos cainitas y los datos autobiográficos dispersos por sus obras.
En 1948 publicó Los Abel, novela a la que siguieron Fiesta al Noroeste (1952); Pequeño teatro (1954); En esta tierra (1955, reeditada como Las luciérnagas en 1993); Los hijos muertos (1958); Primera memoria (Premio Nadal 1959), primera entrega de la trilogía Los mercaderes, a la que pertenecen también Los soldados lloran de noche (1963, Premio Fastenrath de la RAE) y La trampa (1969); Algunos muchachos (1964); La torre vigía (1971), que compone junto a Olvidado Rey Gudú (1996, Premio Ojo Crítico Especial) y Aranmanoth (2000) su trilogía medieval; El río (1975); Paraíso inhabitado (2009), y su novela póstuma Demonios familiares (2014).
Es autora, además, de más de veinte libros de cuentos, tanto infantiles como para adultos. El país de la pizarra (1957), El polizón de Ulises (1965, Premio Lazarillo), Sólo un pie descalzo (1984, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil), De ninguna manera (1993), La oveja negra (1994) y La puerta de la luna (2010) son algunos de los títulos más significativos. "La rama seca" forma parte del libro Historias de la Artámila (1961), en el que recoge recuerdos de sus estancias en Mansilla de la Sierra. El libro reúne veintidós relatos en que los protagonistas son niños o adolescentes que se resisten a entrar en el mundo de los adultos.
La escritora Ana María Matute, durante la gala de entrega del Premio Nadal, el 8 de enero de 1960. CARLOS PÉREZ DE ROZA (EFE) |
Ana María Matute (vestida de blanco) baila con un mozo
en Mansilla de la Sierra durante las fiestas de la Cruz de septiembre,
posiblemente a mediados de los años 40. (larioja.com)
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¡¡Ostras qué tierno y qué conmovedor!! Me ha gustado mucho. Mi generación ya perdió esa capacidad para imaginar y crearse los juguetes por culpa del consumismo...¡Así nos va, que no tenemos iniciativa para nada!
ResponderEliminarPor ejemplo, esos diecisiete años con los que ganó el premio Ana María Matute...¡increíble!
Carlos San Miguel
La rama seca, el cuento que jamás he olvidado desde pequeña.
ResponderEliminarEspero que nunca se la olvide.