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jueves, 19 de diciembre de 2019

"Vanka", un cuento de Navidad de Anton Chejov

Elizabeth Forbes, The chrismas tree

Vanka


Vanka Yúkov, un chico de nueve años enviado tres meses antes como aprendiz del zapatero Aliajin, no se acostó la noche de Navidad. Esperó a que los amos y los oficiales se fueran a la misa del gallo, entonces sacó del armario del patrón un frasco de tinta y una pluma con la plumilla enmohecida, puso delante una hoja arrugada y comenzó a escribir.
   Antes de dibujar la primera letra, miró atemorizado a la puerta y a las ventanas en varias ocasiones, observó el oscuro icono flanqueado por estantes con hormas, y suspiró. El papel estaba en un banco y se arrodilló frente a él.
   "Querido abuelo Konstantín Makárich —escribió—: Te escribo una carta. Te deseo feliz Navidad y que Dios nuestro Señor te dé todo lo mejor. No tengo padre ni madre, sólo me quedas tú".
   Vanka dirigió sus ojos hacia la ventana oscura en la que se reflejaba la sombra oscilante de su vela y se imaginó vivamente a su abuelo Konstantín Makárich, empleado como guarda de noche en casa de los señores Yiraviov. Era un viejo de unos sesenta y cinco años, pequeño y enjuto, pero extraordinariamente ágil y vivaz, con cara siempre sonriente y ojos de borracho. De día dormía en la cocina del servicio o bromeaba con las cocineras, y de noche, envuelto en una pelliza ancha, recorría la hacienda y daba golpes con su chuzo. Tras él, con la cabeza gacha, iban la vieja perra Kashtanka y el joven perro Viún, al que llamaron así por su color negro y su cuerpo alargado, como el de una comadreja. Ese Viún  era muy cariñoso e infundía mucho respeto, miraba con igual ternura a propios y extraños, pero no inspiraba confianza. Bajo su aspecto respetable y pacífico se escondía la malicia más jesuítica. Nadie sabía mejor que él acechar y morder la pierna, entrar en la alacena o robar una gallina a un mujik. Le habían lastimado las patas traseras varias veces, casi le ahorcan en dos ocasiones, cada semana le apaleaban hasta dejarlo medio muerto, pero siempre sobrevivía.
   Seguro que el abuelo está ahora junto al portón, y con los ojos entornados mira las luces brillantes y rojas de la iglesia de la aldea y sacude el suelo con sus botas de fieltro. Lleva el chuzo atado al cinturón. Mueve las manos, se encoge de frío y con su risa de viejo, pellizca ya a la doncella ya a la cocinera.
   —¿Queréis oler tabaco?  —dice, ofreciendo su tabaquera a las mujeres.
   Las mujeres aspiran y estornudan. El abuelo se entusiasma, ríe a carcajadas y grita:
   —¡Quítatelo, que se te ha pegado!
   Dan a oler el tabaco a los perros. Kashtanka estornuda, mueve el hocico y, humillada, se aparta a un lado. Viún, por respeto, no estornuda y mueve el rabo. El tiempo es magnífico. El aire es suave, transparente y fresco. Hace una noche oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y las columnas de humo que salen de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha y los montones de nieve. Todo el cielo está sembrado de estrellas que centellean alegremente y la Vía Láctea se dibuja con tanta claridad como si para las fiestas la hubieran lavado y frotado con nieve...
   Vanka suspiró, mojó la pluma y siguió escribiendo:
   "Ayer me dieron una paliza. El amo me cogió de los pelos y me arrastró hasta el patio y me zurró con la correa porque meciendo la cuna de su bebé me quedé dormido en un descuido. La semana pasada la dueña me ordenó limpiar un arenque, yo empecé por la cola y ella lo cogió y se puso a darme en el morro con la cabeza del arenque. Los oficiales se ríen de mí, me mandan a la taberna a por vodka y me obligan a robar pepinos a los amos. El amo me pega con lo primero que encuentra. Y de comida, no hay nada. Por la mañana me dan pan, al almuerzo, gachas y para la cena, también pan. El té y la sopa lo toman los amos. Me mandan a dormir en el zaguán, pero cuando el bebé llora yo no duermo y mezco la cuna. Querido abuelo, ten misericordia, llévame a casa, a la aldea, ya no puedo más... Me pongo a tus pies y rogaré por ti eternamente, sácame de aquí o me moriré..."
   Vanka torció la boca, se secó los ojos con su puño negro y sollozó.
   "Te picaré el tabaco —continuó—, rezaré a Dios, y si pasa algo, azótame con todas tus fuerzas. Y si piensas que no puedo ocuparme de nada, por Cristo que le pediré al mayoral que me tome como limpiabotas, o iré de zagal en lugar de Fedka. Querido abuelo, aquí nada es posible, sólo la muerte. Quisiera ir andando a la aldea, pero no tengo botas y me dan miedo las heladas. Cuando sea mayor te daré de comer y no dejaré que nadie te haga daño y cuando mueras, rezaré por el descanso de tu alma, igual que por la de mi madre Pelagueya.
   Moscú es una ciudad grande. Las casas son todas de señores y hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no son malos. Los niños no cantan villancicos y no dejan cantar a nadie en el coro. Una vez vi en el escaparate de una tienda que vendían anzuelos con sedal para todos los peces, muy caros, hasta hay un anzuelo que valdría para un pez de más de un pud. Y he visto tiendas donde hay escopetas como las que llevan los señores, que cuestan más de cien rublos cada una... Y en las carnicerías hay urogallos, ortegas y liebres, pero los tenderos no te dicen dónde las cazan.
   Querido abuelo: cuando los señores pongan el árbol de Navidad con dulces y golosinas, cógeme una nuez dorada y guárdala en el baúl verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka".
   Vanka suspiró profundamente y de nuevo fijó su mirada en la ventana. Recordó que el abuelo iba siempre al bosque para cortar el árbol de Navidad y se llevaba al nieto. ¡Qué tiempos tan felices! El abuelo carraspeaba, el hielo crujía y Vanka, les miraba y carraspeaba. Antes de cortar el abeto, el abuelo solía encender su pipa, y olía el tabaco un buen rato y se reía de Vanka, que tiritaba... Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se elevan inmóviles y esperan a cuál de ellos le tocará morir. De repente, una liebre cruza como una flecha los montones de nieve... Y el abuelo no puede dejar de gritar:
   —¡Cógela, cógela... cógela! ¡Maldita liebre!
   El abuelo llevaba el abeto cortado a la casa de los señores y allí se ponían a adornarlo... Quien más empeño ponía era la señorita Olga Ignátievna, la preferida de Vanka. Cuando aún vivía Pelagueya, la madre de Vanka, y trabajaba como sirvienta en casa de los señores, Olga Ignátievna le daba caramelos a Vanka y, como no tenía nada que hacer, le enseñó a leer, a escribir, a contar hasta cien e incluso a bailar la cuadrilla. Cuando Pelagueya murió, llevaron al huérfano de Vanka a la cocina del servicio, con el abuelo, y de la cocina a Moscú a casa del zapatero Aliajin...
   "Querido abuelo: ven —prosiguió Vanka—, te lo suplico por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan, paso mucha hambre, ni te cuento cuánto me aburro, no paro de llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe en la cabeza con una horma, tan fuerte que me caí y me costó mucho levantarme. Mi vida es un asco, es peor que la de un perro... También saludo a Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y no des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Iván Yúkov. Querido abuelo, ven".
   Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado la víspera por un kópek... Tras pensar un poco, mojó la pluma y escribió la dirección:
    A la aldea de mi abuelo.
   Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió: "Para Kontantín Makárich". Contento de que no le hubieran molestado mientras escribía, se puso el gorro y, sin echarse por encima la pelliza, salió a la calle en mangas de camisa.
   Los dependientes de la carnicería, a los que había preguntado el día anterior, le dijeron que las cartas se echan en los buzones de correos, y que desde esos buzones las reparten por todo el mundo en troikas de correos con cocheros borrachos y cascabeles que suenan. Vanka corrió hasta el primer buzón de correos y metió la valiosa carta por la ranura...
   Mecido por dulces esperanzas, se durmió profundamente al cabo de una hora... Soñó con una estufa. Sobre la estufa estaba sentado el abuelo, descalzo, con las piernas colgando, y leía la carta a las cocineras... Junto a la estufa andaba Viún y movía el rabo...

(Antón Chéjov, Siete cuentos. Traducción de Jesús García Gabaldón. Cátedra, Letras Universales, pp. 53-61)


Antón Chéjov
Anton Pavlovich Chejov, autor teatral y narrador, es uno de los autores más destacados de la literatura rusa del siglo XIX. Nació en 1860 en Taganrog (Rusia) en el seno de una familia humilde, lo que le obligó  desde niño a ayudar en la pequeña tienda familiar. Su padre era hijo de un siervo que había comprado su libertad, y su madre era una excelente narradora de cuentos. A los trece años descubrió el teatro, y la pasión que despertó en él lo acompañaría durante toda su vida. El negocio familiar quebró y en 1876 su familia se refugió en Moscú huyendo de los acreedores, mientras el joven Chejov permanecía en su ciudad para acabar la enseñanza secundaria.  En 1879 pudo reunirse con sus familiares y comenzó los estudios de medicina, profesión que ejerció esporádicamente.  Aunque era el tercero de seis hermanos siempre se sintió responsable del bienestar de su familia. Para colaborar en la economía familiar, comenzó, con veinte años, sus colaboraciones literarias en algunas revistas, donde publicó relatos humorísticos que, hasta 1882, firmó  con el seudónimo de Antosha Chejonte. En 1886 recibió el prestigioso Premio Pushkin por su libro de relatos Al anochecer.

Fue una persona con hondas preocupaciones sociales y científicas. En 1890 emprendió un viaje a Siberia para conocer  la isla-presidio de Sajalín, fruto del cual es el libro La isla de Sajalín, que fue censurado y no se publicó íntegro hasta 1895. En esta obra, considerada el primer reportaje sobre un presidio realizado con criterios modernos de objetividad, denunció el horror de esta colonia penitenciaria, obligando al gobierno a nombrar una comisión de investigación. Entre 1891 y 1892, durante la hambruna que azotó algunas provincias  de Rusia, se sumó a la campaña de recogida de fondos. Trabajó intensamente, como voluntario y sin ninguna retribución, para combatir la epidemia de cólera de 1893, visitando a los enfermos y dando charlas. Además, costeó la construcción de tres escuelas rurales y organizó una biblioteca pública en su ciudad natal.

Enfermo de tuberculosis desde 1880, pasó largas temporadas en Niza (Francia) y varios años en una pequeña finca de su propiedad situada en Yalta (Crimea), donde promovió una suscripción para construir un ambulatorio gratuito para enfermos de tuberculosis. Tuvo una gran amistad con Lev Tolstói y con  Gorki. Fracasado como autor teatral al estrenar La Gaviota en 1896, logró un éxito clamoroso con la misma obra al ser representada por el Teatro del Arte de Moscú. En 1901 contrajo matrimonio con la actriz Olga Knipper, que había trabajado en tres de sus obras. El 3 junio de 1904, debido al agravamiento de su enfermedad, se trasladó con su esposa al balneario alemán de Badenweiler, en la Selva Negra. Allí falleció el 15 de julio. Su cuerpo fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se usaba habitualmente para transportar ostras, como contó Maxim Gorki (citado por García Gabaldón):
El ataúd del escritor, al que Moscú "quería con tanto cariño", llegó en un vagón verde con la siguiente inscripción en sus puerta: "Ostras". Parte de la reducida muchedumbre que se reunió en la estación para recibir al escritor marchó tras el féretro del general Keller, traído de Manchuria, y no salía de su asombro al ver que a Chéjov lo enterraban con orquesta de música militar. Cuando se aclaró el error, alguna gente alegre se puso a reír, a hacer risitas.
Y concluye: "Todo esto, y muchas cosas más, era algo cruelmente mezquino e incomprensible con la memoria de un artista tan grande y sutil".
Chejov con Tolstói

Su obra literaria, que se aparta de la literatura moralista,  refleja la incertidumbre de la etapa histórica de transición que le tocó vivir, y aborda los problemas del ser humano moderno: el tedio, el escepticismo y el desencanto. Está considerado un maestro de la novela corta y del cuento, cuyas narraciones se caracterizan por su estilo lacónico y la ausencia de tramas complejas, que se supeditan a las atmósferas líricas creadas  diluyendo la visión del autor en la mirada de un personaje. Entre sus cuentos sobresalen: La dama del perrito (1898), Felicidad, Sueños, Cazadores, Tres años, La novia y El maestro de literatura. Y entre sus novelas: Historia melancólica, La hechicera, La estepa (1888) y El pabellón número seis (1892).

En sus obras de teatro presenta con singular maestría la decadente aristocracia rural rusa, atrapada en una vida vacía e inactiva. Chejov aportó importantes novedades al teatro de su tiempo, como explica Jesús García Gabaldón:
Introdujo un cambio radical en las formas de la dramaturgia y le dio a la acción dramática una estructura nueva capaz de abarcar cualquier manifestación de la vida. La pintura sutil, la fluidez del diálogo y lo candente de los temas se ganaron al público, y su teatro adquirió una enorme popularidad, con obras tan conocidas y representadas desde entonces como La Gaviota, El tío Vania, Las tres hermanas o El jardín de los cerezos.
Respecto a la inmensa galería de personajes, mediocres e incluso crueles, que desfilan por su narrativa y su teatro,  observa García Gabaldón que el autor, con frecuencia, echa mano del humor en su presentación:
Chéjov recurre con frecuencia al humor y a la ironía para presentárnoslos, atenuando así la repulsa y el pesimismo y provocando en el lector una sonrisa que a veces puede volverse dolorosa. Chéjov es un maestro en el arte de hacer reír entre lágrimas, de evidenciar las lacras y al mismo tiempo exculparlas blandamente.

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