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martes, 25 de enero de 2011

"Sadako y las mil grullas de papel", de Eleanor Coerr


Eleanor Coerr, Sadako y las mil grullas de papel, Ed. Everest, León, 2003, 82 páginas.

      Recomendado para lectores a partir de diez años, este libro —que, no obstante, tiene interés para personas de todas las edades— ha gozado del favor del público juvenil desde su aparición en 2003, como demuestra el hecho de que ha alcanzado ya su séptima edición.

      Sadako y las mil grullas de papel está basado en una historia real, la vida de una niña que vivió en Japón entre 1943 y 1955. En el prólogo del libro se cuenta que Sadako vivía en Hiroshima cuando la Fuerza Aérea de Estados Unidos dejó caer en aquella ciudad una bomba atómica, con el propósito de acelerar el final de la Segunda Guerra Mundial. Diez años más tarde, Sadako falleció a consecuencia de la radiación producida por esa bomba. Tras su muerte, sus compañeros de colegio publicaron un libro con sus cartas. Sadako se convirtió en una heroína para los niños y niñas de su país, quienes recaudaron fondos para erigir un monumento a Sadako y a todos los niños muertos a consecuencia de la bomba atómica. En 1956 se inauguró una estatua en el parque de la Paz de Hiroshima. En la base está grabado el siguiente mensaje: “Este es nuestro grito, / es nuestra plegaria: / que haya paz en el mundo”.

    El libro muestra, con delicadeza no exenta de realismo, los efectos de la guerra en las personas, que van más allá de las víctimas mortales producidas durante las contiendas, y despierta la ternura de los lectores porque, en este caso, las víctimas de esos daños que los políticos han dado en llamar “colaterales” son los más inocentes, los niños. Niños como Sadako, alegre, vitalista, con toda la vida por delante, que a una edad muy temprana se hacen conscientes de la proximidad de su propia muerte. Sadako resulta admirable por la serenidad con que se enfrenta a su final y por el coraje con que lucha por la vida, simbolizado en esas grullas de papel a que hace referencia el título. Todo ello, narrado en un tono contenido, sin caer nunca en la sensiblería. Sadako y las mil grullas de papel nos acerca también a una cultura distinta a la nuestra: las relaciones familiares, las creencias religiosas, los ritos. En definitiva, un buen punto de partida para la reflexión en el Día Escolar por la Paz y la No Violencia.

                                                Grupo de biblioteca del IES Goya

      A la entrada del Parque de la Paz, la gente desfilaba en silencio ante el monumento. En las paredes se podían ver fotografías de personas muertas, o moribundas, en una ciudad en ruinas. La bomba atómica —la bola de fuego— había convertido Hiroshima en un desierto.
    Sadako no quería contemplar tan horrendas fotografías. Tiró de la mano de su amiga Chizuko y recorrieron el edificio apresuradamente.
    —Yo me acuerdo de la bola de fuego —susurró Sadako—. Era como los rayos de un millón de soles. Y luego un calor que me pinchaba los ojos como si fuesen cientos de agujas…
     — ¿Cómo puedes acordarte? —replicó Chizuko— Eras solo un bebé.
     — ¡Pues me acuerdo! —reafirmó Sadako, tajante.
   Una vez concluidos los discursos de los sacerdotes budistas y del alcalde, cientos de palomas blancas fueron puestas en libertad. Estas sobrevolaron la Cúpula Atómica y Sadako pensó que se asemejaban a los espíritus de los muertos que volaban hacia el cielo en busca de libertad.
[…]
    El día transcurría demasiado rápido. Lo mejor, pensó Sadako, era ver tantas cosas a la venta, junto con el rico olor de la comida. […] Lo peor, sin duda, era ver aquellos rostros con aquellas horribles cicatrices. La bomba atómica los había desfigurado de tal manera que no parecían seres humanos. Si alguna de aquellas personas se le aproximaba, ella se alejaba rápidamente.
    El entusiasmo aumentó con la puesta del sol. Y una vez que los últimos fuegos artificiales desaparecieron del cielo, la multitud se encaminó, con linternas de papel, hasta la orilla del río Otha.
    El señor Sasaki encendió, con sumo cuidado, seis velas, una por cada miembro de la familia. Las linternas estaban marcadas con los nombres de los familiares que habían perecido a causa de la bola de fuego. Sadako había escrito el nombre de “Oba chan” en su linterna. Tan pronto como las velas adquirían una llama viva, las linternas eran depositadas en el río Otha y se iban flotando hacia el mar como un enjambre de luciérnagas en la inmensa oscuridad del agua.
    Sadako no quería contemplar tan horrendas fotografías. Tiró de la mano de su amiga Chizuko y recorrieron el edificio apresuradamente.   
—Yo me acuerdo de la bola de fuego —susurró Sadako—. Era como los rayos de un millón de soles. Y luego un calor que me pinchaba los ojos como si fuesen cientos de agujas…     
—¿Cómo puedes acordarte? —replicó Chizuko— Eras solo un bebé.      
— ¡Pues me acuerdo! —reafirmó Sadako, tajante.    
Una vez concluidos los discursos de los sacerdotes budistas y del alcalde, cientos de palomas blancas fueron puestas en libertad. Estas sobrevolaron la Cúpula Atómica y Sadako pensó que se asemejaban a los espíritus de los muertos que volaban hacia el cielo en busca de libertad.[…]    El día transcurría demasiado rápido. Lo mejor, pensó Sadako, era ver tantas cosas a la venta, junto con el rico olor de la comida. […] Lo peor, sin duda, era ver aquellos rostros con aquellas horribles cicatrices. La bomba atómica los había desfigurado de tal manera que no parecían seres humanos. Si alguna de aquellas personas se le aproximaba, ella se alejaba rápidamente.    El entusiasmo aumentó con la puesta del sol. Y una vez que los últimos fuegos artificiales desaparecieron del cielo, la multitud se encaminó, con linternas de papel, hasta la orilla del río Otha.    El señor Sasaki encendió, con sumo cuidado, seis velas, una por cada miembro de la familia. Las linternas estaban marcadas con los nombres de los familiares que habían perecido a causa de la bola de fuego. Sadako había escrito el nombre de “Oba chan” en su linterna. Tan pronto como las velas adquirían una llama viva, las linternas eran depositadas en el río Otha y se iban flotando hacia el mar como un enjambre de luciérnagas en la inmensa oscuridad del agua.                                            
                                      (Sadako y las mil grullas de papel, pp. 20-23)


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