Los hijos del soldado
Mi padre era maestro. Yo tenía siete años. Y un día recibió, como todos, la carta. Había sido aceptado en el partido (aunque él jamás habría solicitado el ingreso). Le enviaron un escudo con la esvástica. Unos meses después marchaba rumbo a Rusia. Mi madre estaba enferma aquel invierno, los tres niños debíamos hacerlo todo en casa. Y a veces venían cartas desde el frente oriental. La guerra era una ausencia, un silencio, un temor que crecía. Después las cartas se acabaron, y se acabó la guerra. Y los hombres volvieron, pero él seguía en el frente. Qué larga fue la infancia; qué triste está Alemania en la memoria. Los tres íbamos juntos cada sábado a esperar aquel tren. Sin hablar lo esperábamos. Y mi madre creía que estábamos jugando en los campos vecinos.
Año tras año, sin faltar, cada sábado, sin decírselo a nadie, esa estación nos vio crecer callando. Cuando caía la noche, regresábamos.
En Poesía 28 Ospina. Col. Un libro por centavos. Universidad Externado de Colombia. Facultad de Comunicación Social-Periodismo, 2007 |
Si no fuera por lo terrible que es, no deja de ser cómico ese "ascenso" político forzado de cada ciudadano para justificar la asunción de deberes tan peliagudos como marchar a la guerra. Aquí, para ser reclutado en el ejército bastaba con un supuesto valor (aquello del "Valor: se le supone") pero es que allá en la Alemania nacionalsocialista -y no sé si en la Unión Soviética- te hacían miembro del partido único, para mayor sometimiento, si cabe. Pasabas a ser camarada de aquellos gerifaltes que jugaban al ajedrez con tu vida...
ResponderEliminarEl cuadro, quizá poco oportuno esta vez, me parece impresionante.
Carlos San Miguel