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miércoles, 12 de julio de 2017

"El marino del bosque", relato de Antón Castro

© Rubén Pellejero


EL MARINO DEL BOSQUE



     Toda su historia anterior se ignora. Nadie recuerda que tuviese ascendencia en el pueblo, ni siquiera que hubiese venido en el estío a tomarse las aguas, ni haberle visto en aquellos mulos cargados de veraneantes ni en el interior de la hilera de Packards negros que dejaban una polvareda inmensa ondulando en el cielo raso de las callejas. Alguien sugirió alguna vez que su familia pertenecía a la nobleza levantina, que poseía propiedades con barracas y vastos arrozales, pero aquello tenía, ante todo, el sabor de una conjetura o de una invención para buscarle un origen. Se sabe, en cambio, que su vida estaba gobernada por la afición al mar, por las odiseas al Gran Sol y por alguna jornada aciaga de contrabando. Poseía en plena mocedad, el rostro duro, luengas y espesas patillas, y cabello hirsuto. La mirada fiera y un perpetuo ademán torvo. Pese a ello, era un hombre pacífico, de incómoda dulzura y muy aficionado al sosiego. Sin embargo, no sabía vivir sin el balanceo de los barcos, sin el olor acre a mareas y a pescado, y sin la dureza de la faena en alta mar en un crepúsculo abritado. Su existencia estaba entretejida con el misterio: se había casado en un país extranjero con una soprano esbelta que conocía todos los himnos marineros del mundo y solía asombrar en los puertos de Gran Bretaña con su voz lírica, su virtuosismo de políglota impecable y su exquisito sentido de la musicalidad. Ella, que era refinada y pulcra hasta lo indecible, jamás soportó el olor natural del marino, la presencia de un guacamayo suyo llamado Bernardo y se sintió muy contrariada al ver que su esposo, lejos de ser un osado e intrépido mareante, apenas era algo más que un ser lánguido y silencioso, inclinado al reposo y a la melancolía. Le abandonó en un insoportable atardecer de borrasca cuando él escrutaba el encrespado océano desde una hamaca oscilante.
    Más tarde, el marino se prendó de una joven irlandesa, llamada Placidia, que conocía el secreto del tarot, la magia negra y había anticipado en más de una ocasión las desgracias y huracanes por medio de sus poderes oníricos. Era sonámbula y tenía pesadillas tan grotescas que su relato alarmaba a cualquier humano: veía, en sueños, espectros que aparecían en las habitaciones de los niños y que crecían y crecían hacia el cielo sin romper el techo; veía muñecos de trapo con un ojo de cíclope que vaciaban un saco de sierpes en las cocinas labriegas e incluso soñaba con doncellas irresistibles que blandían por los campos una guadaña aguzada. Era una suerte de bruja grácil que no lo parecía: sus rasgos eran tan afables como perfectos. La boca cándida y encarnada como una cereza, el rostro encendido y terso, la mejilla siempre bien encajada en una sonrisa inolvidable: sólo en una mirada gélida a destiempo podrían revelársele sus poderes ocultos, su dominio del trasmundo. En una ocasión, le dijo:

    -Sebastián: aléjate del mar. He soñado que perecías en una noche de aguacero.

   Ni lo dudó. El marinero la creyó a pies juntillas y decidió construirse una casa en el monte: en un gesto tan sorprendente como inesperado, al cabo de un par de meses lo abandonó todo, los negocios, las embarcaciones; se despidió de sus contactos con navieras, patrones y navegantes; se instaló en una quinta muy bella en cuyo centro levantó una reducida casita que tenía el aspecto de una nave. Estaba en la falda del Javalambre, como una edificación insólita e intempestiva, poblada de ventanas, banderolas a proa y a popa, escotillones inmensos y una chimenea altiva a modo de mástil. El marino no la abandonaba ni a sol ni a sombra: sus salidas apenas se prolongaban, de pascua en viernes, más allá del olmo centenario para aplacar una molesta nostalgia de la niñez. Se decía entonces que en las noches cerradas o en los días de tormenta, la casa tremolaba como un barco sobre el mar, con persistente traqueteo y acusada oscilación. El marinero -que había construido estancias a modo de camarotes, salones que parecían grandes cubiertas- no lo desmintió jamás. Y fue su propia esposa la que anunció una tarde como si tal cosa ante el rostro desencajado de su marido y el cuerpo morado de muerte:

    -Sebastián falleció la pasada noche, en medio de la tormenta. Nadie se escapa, ni siquiera en tierra, de su destino aciago.

    No la creyeron. Pese a todo, al pie del monte sigue la nave (quiero decir la casa) y, tal vez sin haberlo deseado nadie, se ha convertido en uno de los grandes misterios del pueblo. Nadie ha tenido la osadía de forzar sus ventanas ni desvencijar sus puertas.

     -Está embrujada. Aquella casa no puede atesorar nada bueno. Lo mejor es olvidarla.

    Con esta frase, el alguacil Miguel Mínguez zanjó el caso y selló para siempre el enigma.


                 De Los pasajeros del estío, Olifante, 1990


Antón Castro (Antonio Rodríguez Castro) es escritor, periodista cultural y traductor español que escribe tanto en castellano como en gallego. Nacido en Arteixo (A Coruña) en 1959, ha vivido en varias localidades de la provincia de Teruel (entre ellas, Camarena de la Sierra, donde se sitúan los relatos de Los pasajeros del estío) y desde 1978 reside en Zaragoza. Está casado con Carmen Gascón y es padre de cinco hijos, dos de ellos -Aloma Rodríguez y Daniel Gascón- escritores también. 
   Coordina desde 2002 el suplemento cultural 'Artes y Letras', de Heraldo de Aragón, y colabora en Por amor al arte, de Aragón Televisión. Ha dirigido la editorial Olifante durante siete años. Dirigió y presentó el programa cultural Borradores (2000-2012), en Aragón Televisión, y coordinó los Encuentros Literarios de Albarracín (2000-2006). Ha traducido al castellano a autores gallegos y portugueses, como Saramago, Miguel Torga, Manuel Rivas, José Agostinho Baptista o Miguel Ángel Riera
  Su labor como periodista ha sido reconocida con el Premio Álvaro Cunqueiro de Periodismo, 1987; el Premio de la Asociación de la Prensa de Aragón, y el de Periodismo Ciudad de Zaragoza, ambos en 1990, y el Premio Nacional de Periodismo Cultural, 2013.
   Es autor de libros de relatos -Mitologías (1987), Los pasajeros del estío (1990), El testamento de amor de Patricio Julve (1995, 2000, 2011), Vida e morte das baleas (1997), Los seres imposibles (1998), Golpes de mar (2006), Fotografías veladas (2008) y El dibujante de relatos (2013), ilustrado por Juan Tudela- y de dos novelas: El álbum del solitario (1999) y Cariñena (2012).
Ha publicado, además, poemarios -Vivir del aire (2010), El paseo en bicicleta (2011), Versión original (2012) y   Seducción (2014)-, biografías, libros de entrevistas y literatura infantil.

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