Y, sin embargo, no
es así. Sabemos que no es así. Para los que amamos la literatura, como Dayhanne
Ureña Peralta, excelente compañero y profesor con el que tuvimos la enorme
fortuna de compartir docencia y conversaciones el curso pasado en nuestro
instituto, la literatura es una piel invisible adherida al alma que forma parte
de nuestra esencia más íntima y a través de la cual nos relacionamos con la
realidad. Así al menos lo atestigua en
su primer libro Hamartía, título bastante enigmático de resonancias
míticas que procede de la tragedia griega y cuya traducción es algo similar a
“error trágico” o “falta que conduce a la caída”. La hamartía es, pues, ese error fatal e
inadvertido que comete el héroe y por el cual cae como juguete del destino y de
la caprichosa voluntad de los dioses sin que haya posibilidad de reparación,
vuelta atrás o redención- al menos, inmediata. Eso lo supo muy bien Edipo y lo
sabemos bien quienes ya tenemos una cierta experiencia vital y unas cuantas
lecturas de las de verdad a nuestras espaldas.
La referencia no es
producto del capricho o de un intelectualismo mal entendido sino está buscada
muy a propósito porque el libro del profesor Ureña quiere conectar y dar
testimonio personal de una serie de pensamientos recurrentes sobre la condición
trágica del ser humano que todos compartimos y que forman quizás el núcleo -o
mejor dicho- el problema principal de nuestra ahora denostada cultura
occidental desde al menos hace doscientos años. En este sentido el libro enlaza
nuestro actual mundo, al que miramos constantemente como un mundo en crisis a
punto para el apocalipsis definitivo, con el mundo clásico y con esa gran
revolución del arte y del pensamiento que fue el Romanticismo que dio carta de
naturaleza al individuo y que lo imaginó como un ser inocente que busca
continuamente el sentido a la existencia sin encontrarlo, un individuo que, al
final se ve arrastrado por ciegas y tiránicas fuerzas que lo condenan a la
destrucción o a la inanidad. Lo que viene a definir nuestra existencia como
absurda dado que no parece que haya nadie en el Universo a quien le importemos,
como seguramente intuyó Gregor Samsa segundos antes de yacer patas arriba y ser
sacado su cuarto para ser arrojado a la basura por su padre. De ahí que en las
páginas del libro de Dayhanne Ureña compuesto de capítulos breves, 58 en total,
de gran densidad conceptual y sensibilidad, sean recurrentes figuras mitológicas
como las de Prometeo, Sísifo o filósofos como Schopenhauer, Nietzsche o Cioran
a los que conoce y comprende extraordinariamente bien.
Las figuras
míticas, como puede sospecharse, son espejos o metáforas que Ureña utiliza para
que nos veamos reflejados de forma mítica, y por lo tanto heroica y nostálgica.
Nos muestran a la manera helénica que nuestras luchas están de antemano
destinadas al fracaso, al sin sentido y que el tiempo de nuestra –a veces dolorosa-
existencia no tiene mayor duración que la caída de una hoja. Sísifo no deja de
ser alguien que pone el despertador a las 6 y pico de la mañana, se va a
trabajar o a estudiar, come, mira durante horas Instagram, cena, se echa a
dormir y al día siguiente vuelve a hacer lo mismo. Y sin embargo, en esa lucha
estéril y titánica destinada a la mortalidad está la grandeza, como bien sabe
nuestro escritor. Aunque, quizás en mirar Instagram no haya tanta grandeza.
Los pensadores, por
su parte, vienen a certificar lo mismo que los héroes pero sin el adorno
simulador de las metáforas. De manera cruda Schopennhauer y su discípulo Nietzsche
nos caracterizan como voluntades condenadas perpetuamente al deseo y a la
frustración sin que haya ningún reposo. El autor de El mundo como voluntad y representación nos exhorta para superar ese estado a la
contemplación estética o a elegir el ascetismo muy similar al que preconizan
los budistas; su discípulo, tras proclamar que “Dios ha muerto”, gritarlo por las calles de Europa y abrazar a un
caballo maltratado por un cochero poco antes de morir, nos propone la
superación del nihilismo para dar a luz al Superhombre. Aún andamos en ello.
Cioran-el filósofo favorito de Dayhanne Ureña y por el que se halla muy
influido- plantea aceptar la Nada. Y si no nos convencen aún podemos abrazar el
pensamiento de los estoicos. Eso es lo
que en algunos momentos parece decirnos Ureña, aunque es el lector el que debe
verse en el espejo que nos propone el creador de Hamartía.
En cualquier caso,
la creación de Dayhanne Ureña va más allá de la parte que da alma intelectual a
sus cincuenta y ocho capítulos, el libro también es una especie de diario
íntimo descarnado con aforismos brillantes donde podemos entrever que Dayhanne
Ureña es uno de esos héroes no solo por su condición humana sino también porque
no ha tenido una existencia fácil. En sus páginas da cuenta de un modo muy
sutil y apenas sugerido de la dureza de una vida dedicada al trabajo, a la
búsqueda de la verdad, a la literatura, a la superación de experiencias. En los
trazos negros de la escritura que pacientemente ha ido bosquejando el escritor
se vislumbran las noches de insomnio, los amores pasajeros que parecieron
eternos, las caídas morales y físicas, sus reflexiones sobre el lenguaje y la
literatura, su pasión por Dostoievski, , su lucha con las limitaciones de la
lengua para expresar lo inefable.
Habrá quien piense que el libro es una invitación al desánimo pero no es así. Hamartía evidentemente no es un libro complaciente al modo que lo pueden ser los libros de autoayuda- es una invitación al autoconocimiento del lector, una invitación a considerar la literatura –aunque no sea del todo suficiente-como una forma de conocimiento del mundo y una propuesta vital que busca antes que la felicidad el ser. Como dice un gran hallazgo de Ureña: Las palabras nunca alcanzan lo que nombran pero son la única manera de decir lo indecible.
José Luis Garrido, profesor de Lengua y Literatura
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