EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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domingo, 30 de julio de 2023

"Pequeño testamento", de Miguel d'Ors

Edelweiss


Pequeño testamento

Os dejo el río Almofrey, dormido entre zarzas con mirlos,
las hayas de Zuriza, el azul guaraní de las orquídeas,
los rinocerontes, que son como carros de combate,
los flamencos como claves de sol de la corriente,
las avispas, esos tigres condensados,
las fresas vagabundas, los farallones de Maine, el Annapurna,
las cataratas del Niágara con su pose de rubia platino,
los edelweiss prohibidos de Ordesa, las hormigas minuciosas,
la Vía Láctea y los ruyseñores conplidos.

Os dejo las autopistas
que exhalan el verano en la hora despoblada de la siesta,
el Cántico espiritual, los goles de Pelé,
la catedral de Chartres y los trigos ojivales,
los aleluya de oro de los Uffizi,
el Taj Mahal temblando en un estanque,
los autobuses que se bambolean en Sao Paulo y en Mombasa
con racimos de negros y animales felices.

Todo para vosotros, hijos míos.
Suerte de haber tenido un padre rico.

(De Curso superior de ignorancia, 1987)

 Puedes leer otros poemas del autor en este blog:

-"Ternura de tus ojos cuando el otoño iba...": AQUÍ.

-"Cerca del fuego": AQUÍ.

[Imagen: cimanorte.com]

jueves, 27 de julio de 2023

"La tortura de la esperanza", un cuento de Auguste Villiers de L'Isle-Adam




 La tortura de la esperanza


Oh! una voix, une voix, pour crier!...

"Le puits et le pendule"

Edgar A. POE


Bajo las bóvedas del Tribunal de Zaragoza, en un atardecer de aquel entonces,  el venerable Pedro Arbués de Espila, sexto prior de los dominicos de Segovia y Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor —ejecutor de torturas y precedido por dos familiares del Santo Oficio, que llevaban faroles,  descendió a un calabozo perdido en la oscuridad. Chirrió la cerradura de una pesada puerta, entraron en un in pace en donde la luz que que llegaba desde lo alto de un vano enrejado, dejaba entrever, entre dos anillas empotradas en el muro, un caballete ennegrecido por la sangre, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto con grilletes, la argolla de hierro al cuello, estaba sentado un hombre huraño, vestido de  harapos, de edad imprecisa.

No era otro este prisionero que el rabí Aser Abarbanel, judío aragonés que, acusado de usura e inhumano desprecio por los pobres,  había sido sometido a tortura, día a día,  desde hacía más de un año. Sin embargo, como su "ceguera era más dura que su piel", se había había negado a abjurar.

Orgulloso de una filiación más que milenaria, envanecido de sus rancios antepasados, pues todo judío que se precie de serlo  es celoso de su sangre, descendía, según el Talmud, de Otoniel y, por consiguiente, de Ipsiboe, mujer de este último juez de Israel, circunstancia que había sostenido su valor en lo más duro de los ininterrumpidos suplicios.

Fue entonces cuando el venerable Pedro Arbués de Espila, con los ojos llenos de lágrimas, pensando que esta empedernida alma se cerraba a la salvación, se acercó al tembloroso rabino y le dijo estas palabras:

—Hijo mío, regocijaos porque vuestros sufrimientos en este mundo van a llegar a su término. Si ante tanta obstinación tuve que permitir, a mi pesar, que usaran de extremada severidad, mi deber de corrección fraterna tiene sus límites. Sois la higuera recalcitrante que hallada tantas veces sin fruto se expone a secarse... pero sólo a Dios corresponde decidir sobre vuestra alma. ¡Quizá la infinita misericordia de Dios brille para vos en el instante supremo! ¡Debemos esperarlo! Existen ejemplos... ¡Así sea! Descansad, pues, tranquilo esta noche. Mañana formaréis parte del auto de fe; es decir, seréis expuesto en el quemadero, hoguera precursora de la Llama eterna. Bien sabéis, hijo mío, que no quema sino al cabo de cierto tiempo y la Muerte tarda en llegar al menos dos horas —frecuentemente tres— debido a los paños mojados y helados con los que procuramos proteger la frente y el corazón de los holocaustos. seréis solamente cuarenta y tres. Pensad que, situado en la última fila, tendréis el tiempo necesario para invocar a Dios y ofrecerle este bautismo de fuego que es el del Espíritu Santo. Así pues esperad en la Luz y dormíos.

Terminado este discurso don Arbués hizo un signo para que desencadenaran al desgraciado y lo besó con ternura. Después le llegó el turno al fraile redentor que, en voz muy baja, pidió al judío perdón por lo que le había hecho sufrir para redimirle; luego le abrazaron los dos familiares, cuyo beso fue silenciado por las cogullas. Acabada la ceremonia, el cautivo quedó solo y desconcertado en medio de las tinieblas.

El rabí Aser Abarbanel, seca la boca y enervado el rostro por el sufrimiento, se fijó vagamente en la puerta cerrada. "¿Cerrada?" Esta palabra despertó en lo más recóndito de su ser, entre sus pensamientos confusos, una ilusión. Había vislumbrado un instante la débil luz de los faroles por la rendija entre el muro y la puerta. Una leve esperanza nació en su cerebro debilitado, conmocionando todo su ser. Se arrastró hacia la insólita visión y, muy suavemente, deslizando con grandes precauciones un dedo en el resquicio de la puerta, tiró de ella hacia sí. ¡Oh, profundo asombro! Por una casualidad extraordinaria, el familiar que la había cerrado giró la pesada llave antes que la puerta llegase al tope en el marco de piedra, por lo que, al no entrar el enmohecido pasador en su orificio de engaste, la puerta pudo volver a abrirse. El rabino se arriesgó a mirar hacia afuera. Gracias a una especie de lívida oscuridad distinguió primeramente un semicírculo de muros terrosos en los que habían tallado unos escalones en espiral y frente a él, en lo alto, tras cinco o seis gradas de piedra, algo semejante a un pórtico negro daba acceso a un espacioso corredor, del cual solamente podían vislumbrarse desde abajo los primeros arcos.

Luego, arrastrándose, llegó a la altura de ese umbral. Sí, era verdaderamente un corredor, pero de una longitud desmesurada. Una pálida claridad, un resplandor de ensueño lo iluminaba. Lamparillas colgadas de las bóvedas teñían de azul, a intervalos, el aire enrarecido; el fondo lejano era sólo una sombra.  En tan gran espacio, ni una puerta lateral! Por un solo costado, a su izquierda, tragaluces enrejados, en los huecos del muro, dejaban pasar un crepúsculo, que debía de ser el de la tarde por las rayas rojas que, de trecho en trecho, cortaban el enlosado. ¡Y qué pavoroso silencio! Sin embargo, allá abajo, en lo profundo de estas brumas una salida podía ofrecer la libertad. La incierta esperanza del judío era tenaz por ser la última.

Así pues, sin vacilar, se arriesgó sobre el enlosado, bordeando el muro de los tragaluces e intentando confundirse con las sombras tenebrosas de los largos muros. Avanzaba lentamente, arrastrándose sobre el pecho y ahogando los gritos cuando una llaga en carne viva le laceraba.

De pronto, en el eco de esta galería de piedra, oyó un ruido de sandalias que se acercaban. Le sacudió un temblor, le ahogó la ansiedad, se le oscureció la vista. ¡Vamos! ¿Acaso era este el fin? Se acurrucó en un hueco y esperó medio muerto.

Era un familiar que caminaba deprisa. Pasó rápidamente con unas tenazas en la mano. Echada la cogulla, terrorífico el aspecto, y desapareció. La sobrecogedora impresión que el rabino acababa de padecer le oprimió dejándole como privado de sus funciones vitales, por lo que permaneció durante casi una hora sin poder realizar movimiento alguno. Ante el temor de que aumentaran sus tormentos si volvían a cogerle, le vino la idea de volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le susurraba en el alma ese divino "quizá" que consuela en los momentos más angustiosos. ¡Se había producido un milagro! ¡No cabía duda! Continuó, pues, arrastrándose hacia la posible evasión. ¡Agotado por el dolor y el hambre seguía adelante! ¡Y este corredor sepulcral parecía alargarse misteriosamente! Y él, sin dejar de avanzar, miraba constantemente hacia la sombra, a lo lejos, donde tenía que haber una salida hacia la salvación. 

¡Oh oh! He aquí que de pronto sonaron unos pasos, pero esta vez más lentos e inquietantes. Surgiendo del aire, se le aparecieron las figuras blancas y negras de los inquisidores, con largos sombreros de bordes redondeados. Hablaban en voz baja y parecía discutir sobre algo importante por la forma en que movían las manos. 

Ante esto, el rabí Aser Abarbanel cerró los ojos: el corazón le latía hasta ahogarle, sus harapos se empaparon de un frío sudor de agonía. Permaneció con la boca abierta, inmóvil, echado a lo largo del muro, bajo la luz de una lamparilla; inmóvil, implorando al Dios de David.

Al llegar delante de él, los inquisidores se pararon bajo el resplandor de la lámpara, indudablemente por casualidad, en medio de su discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor se quedó mirando al rabino. Y bajo esta mirada cuya expresión distraída no logró comprender el desventurado, creyó sentir aún las candentes tenazas mordiendo su lacerada carne. ¡Iba a convertirse de nuevo en un lamento y una llaga! Desfalleciente, sin poder respirar, los ojos parpadeantes, se estremecía bajo el roce de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural, los ojos del inquisidor, que eran, sin duda, los de un hombre intensamente preocupado, por lo que iba a contestar, absorto en lo que estaba escuchando, se fijaban en el judío y parecían mirarle sin verle. Efectivamente, después de unos minutos, los dos siniestros discutidores, hablando constantemente en voz baja, siguieron su camino, a paso lento, hacia el cruce de donde había salido el cautivo: ¡No le habían visto!... De suerte que en medio del terrible desconcierto de sus sensaciones, pasó por su cerebro esta idea: "¿Estaré muerto, puesto que no me ven?".

Una impresión espantosa le sacó de su letargo: fijándose en el muro, pegado a su rostro, muy cerca de los suyos, creyó ver dos ojos crueles que le observaban... Echó la cabeza hacia atrás con un movimiento agitado y brusco, los cabellos erizados. ¡Pero, no! No, su mano, palpando las piedras, descubrió que aquello era el reflejo de los ojos del inquisidor que tenía aún impresos en sus pupilas y que él había proyectado sobre dos manchas del muro. ¡Adelante! Era preciso apresurarse hacia esa meta que él, de modo enfermizo sin duda, imaginaba ser la liberación; hacia esas sombras de las que sólo le separaban una treintena de pasos, más o menos. Así pues, reanudó más rápidamente su vía dolorosa, arrastrándose sobre las rodillas, las manos y el vientre.

Poco después, entró en la parte tenebrosa de este pavoroso corredor.

De pronto, el miserable sintió un frío en las manos que apoyaba sobre las losas: procedía de una fuerte corriente de aire que se colaba por debajo de la puerta en que desembocaban los dos muros. ¡Oh, Dios mío! ¡Si esta puerta se abriese al exterior! El triste evadido sintió que una loca esperanza llenaba todo su ser. Examinó la puerta de arriba abajo sin poder distinguirla bien por las tinieblas que le envolvían. Palpó: no había cerrojos ni cerradura. ¡Un picaporte! Se irguió: el picaporte obedeció a sus dedos y la puerta giró, silenciosa, ante él. "¡Aleluya!" musitó en voz baja, con un hondo suspiro de acción de gracias, el rabino que se hallaba ahora de pie bajo el umbral, contemplado lo que aparecía ante sus ojos. ¡La puerta se había abierto a unos jardines bajo una noche estrellada! ¡A la primavera, a la libertad y a la vida! El jardín daba a un campo cercano, extendiéndose hacia las sierras cuyas onduladas líneas azules se perdían en el horizonte. ¡Allí estaba la salvación! ¡Oh! ¡Huir! Correría toda la noche entre esos  bosques de limoneros cuyos perfumes le alcanzaban. ¡Cuando llegase a las montañas estaría a salvo! Respiraba aquel aire bendito; el viento le reanimaba y sus pulmones recobraban vida. Escuchaba en su corazón regocijado el veni foras de Lázaro y para bendecir todavía más a Dios que le concedió esta misericordia, abrió los brazos elevando los ojos al cielo. Fue un éxtasis.

Creyó ver entonces la sombra de sus brazos volviendo sobre él mismo: le pareció sentir que estos brazos de sombra le rodeaban, le enlazaban, que le oprimían tiernamente sobre un pecho. Efectivamente, una alta figura se hallaba junto a la suya. Confiado, dirigió su mirada hacia ella, y se quedó sin aliento, espantado, los ojos aterrados, vacilantes, tumefactas las mejillas, babeando de espanto.

¡Horror! ¡Se hallaba en brazos del mismísimo Gran Inquisidor, del venerable Pedro Arbués de Espila, quien tenía los ojos cuajados de lágrimas y el aire del buen pastor que encuentra a la oveja descarriada...! 

El siniestro sacerdote apretaba contra su corazón al desdichado judío, con tal ímpetu de ardiente caridad, que las puntas del cilicio monacal que el dominico llevaba bajo el hábito, se le hincaron en el pecho. ¡Y entre tanto el rabí Aser Abarbanel, con los ojos en blanco, jadeando angustiosamente entre los brazos del ascético dom Arbués, comprendía confusamente que cada etapa de la noche funesta no fue más que un previsto tormento de esperanza! El Gran Inquisidor, con un tono de dolorido reproche a la mirada desolada, le susurraba al oído con aliento abrasador, viciado por el ayuno:

—¿Cómo, hijo mío? ¡Queríais dejarnos la víspera, quizá, de vuestra salvación!

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NOTAS
-familiar [de la Inquisición]: Miembro de menor nivel de la Inquisición española, cuya función era la de servir de informante.
-in pace: En latín, 'en paz', aquí celda inquisitorial.
-cogulla: Capucha del hábito del monje.
-veni foras: En latín, 'sal fuera', palabras pronunciadas por Jesucristo al resucitar a Lázaro.

("La torture par l'esperance", Gil Blas, 13 de agosto de 1888. De Nouveaux contes cruels, 1888. Tomado de: https://narrativabreve.com/2013/12/cuento-breve-villiers-tortura-esperanza.html. Traducción de Agustina Castrillo Canda)

Auguste Villiers de L'Isle-Adam. (wikipedia)
Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint-Brieuc, Bretaña, 1838-París, 1889) fue un escritor francés venerado por sus contemporáneos: para Paul Verlaine, que lo incluyó en su libro de ensayos Los poetas malditos (1884), era uno de los mayores poetas y un narrador genial;  Rubén Darío lo incluyó en su antología Los raros (1896), y Mallarmé elogió con entusiasmo sus cuentos.

Descendía de una de las familias aristocráticas de más abolengo de su país. Uno de sus antepasados había sido Mariscal de Francia durante el reinado de Juan sin Miedo (1371-1419), y otro, Gran Maestre de la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, había defendido Rodas del asedio de los turcos en 1521. En el siglo XIX gran parte de la fortuna familiar se había evaporado, y su padre, un excéntrico marqués, dilapidó parte de la que les quedaba  excavando en el castillo familiar en busca de un fabuloso tesoro supuestamente escondido durante la Revolución Francesa. Pese a las dificultades económicas,  recibió una esmerada educación, mostrando desde muy temprano su afición por las letras, la música y la naturaleza. A los siete años vivió una experiencia inolvidable: se perdió mientras paseaba por los alrededores de Saint-Brieuc con su nurse. Fue recogido por unos saltimbanquis que inicialmente pensaron pedir un rescate, pero lo trataron con afecto y unos días más tarde fueron localizados en el puerto de Brest. Cuando la economía familiar quebró, la madrina del autor pagó las deudas del marqués y los mantuvo durante veinticinco años. La familia se trasladó a París en 1858, donde el futuro escritor pudo frecuentar los ambientes literarios. Cuando tenía veinte años conoció a Baudelaire, quien lo animó a leer la obra de Poe, que él mismo había traducido al francés, y le presentó a Richard Wagner. En 1863 fue víctima de una broma cruel probablemente urdida por Gautier, quien anteriormente le había negado la mano de su hija: habiendo quedado vacante el trono de Grecia, le hicieron creer que él era uno de los candidatos a ocuparlo. En 1864 conoció a Mallarmé, y con su apoyo fue nombrado redactor jefe de la Revue des  Lettres y des Arts. En ella y en Le Parnasse  Contemporain publicó sus primeros "cuentos crueles". Permaneció en París durante la Comuna (marzo-mayo de 1871), y presumía de haber luchado en las barricadas, aunque no existe constancia de ello. Ese mismo año murió su madrina, su soporte económico, con lo que empezó para él una etapa de verdadera penuria, en la que tuvo que recurrir a los comedores de caridad para subsistir. En 1879, cuando tenía cuarenta años, Wagner lo invitó a visitar Bayreuth y a conocer a Luis II de Baviera. Allí tuvo ocasión de leer uno de sus cuentos ante un selecto auditorio, y en casa de Wagner conoció a Nietzsche.  Ese mismo año empezó a convivir con la madre de su único hijo en una habitación alquilada. Murió en la miseria: se dice que mezclaba agua con carbón porque no disponía de tinta para escribir. El director de Le Figaro, medio en el que había colaborado, donó los fondos para sufragar su funeral y su tumba en el cementerio Père Lachaise.

Autor de poesía (Primeras poesías 1856-1858, 1859), novela (Isis,1862; La Eva futura, 1886, novela fundacional de la ciencia ficción), drama (Ellen, 1865; Morgana, 1866; La rebelión, 1870, y el póstumo poema dramático Axel, 1890, anunciador del teatro simbolista), destacó sobre todo como cuentista con Cuentos crueles (1883) y Nuevos cuentos crueles (1888), de gran calidad técnica y temática fantástica y terrorífica, que pretenden ser una contestación al positivismo del momento, pues él, como ferviente seguidor del idealismo hegeliano e interesado en el ocultismo, creía en la superioridad del espíritu sobre la materia.

Publicado en la revista Gil Blas e incluido en Nuevos cuentos crueles, "La tortura por la esperanza" es uno de los cuentos más notables de Villiers de L'Isle-Adam.  Se relaciona directamente con el cuento de Poe "El pozo y el péndulo" mediante el epígrafe que reproduce un fragmento del cuento de este, autor por el que Villiers sentía una gran predilección. Se conjetura que el relato pudo estar motivado por la santificación  en 1867 de Pedro Arbués, convertido aquí en  personaje de ficción,  artífice  del más cruel de los tormentos: hacerle concebir al prisionero la falsa esperanza de la libertad.

El martirio de San Pedro Arbués, Francesco Cechini,
fin. del s. XVII, archivo de la Seo de Zaragoza

Pedro Arbués, el personaje histórico, era un clérigo agustino de prestigio nacido en Épila (Zaragoza) en 1441. Tras estudiar filosofía en Zaragoza o en Huesca, en 1469 ingresó en el Colegio Mayor de San Clemente, en Bolonia. Fue catedrático de filosofía moral en la universidad de esa ciudad italiana (1471-1474), donde adquirió el grado de doctor en 1473. En 1474 fue ordenado sacerdote y poco después pasó a ocupar el cargo de canónigo de la Seo de Zaragoza. El 4 de mayo 1484 fue nombrado inquisidor de Aragón, junto con fray Pedro Gaspar Juglar. Pedro Arbués tomó posesión como único inquisidor de Aragón en enero de 1485, tras la muerte de Gaspar Juglar,  convirtiéndose así en el primer Inquisidor General del Tribunal del Santo Oficio en Aragón, creado para perseguir a los falsos conversos. El 10 de mayo de 1484, pocos días después de los nombramientos,  se celebró un auto de fe en el que fueron quemados cuatro conversos. La inquisición fue recibida con oposición en Aragón, no solo por parte de los judíos conversos, para quienes representaba una seria amenaza,  sino también por los nobles que veían en el tribunal un peligro para sus libertades. Dado que la resistencia no estaba dando resultados, las principales familias de conversos decidieron pasar a la acción y se conjuraron para dar muerte a los inquisidores. Gaspar Juglar murió en enero de 1485, y se sospecha que pudo ser envenenado. Arbués sufrió dos atentados de los que logró salir indemne, pero la noche del 14 al 15 de septiembre de de 1485 fue herido de muerte ante el altar mayor  de la catedral de la Seo cuando asistía al rezo de maitines. Falleció dos días después, el 17 de septiembre.  Los ejecutores  eran maleantes pagados, supuestamente, por judíos conversos. Este hecho  fue utilizado para justificar la existencia de la inquisición y la persecución de los falsos cristianos.   Arbués fue beatificado en 1662 por el papa Alejando VII y santificado en 1867 por Pío IX. Su sepulcro, labrado por Gil Morlanes, se encuentra en la capilla de san Pedro Arbués de la Seo de Zaragoza.

[Imagen inicial: visitarsevilla.com]

domingo, 23 de julio de 2023

"Aza(ha)r" de Martha Asunción Alonso




AZA(HA)R



Pude haberme nacido tantas veces.

Cerca del río Vjosa, por ejemplo, en una kulla albanesa
de otro siglo: vivir tras celosías, siempre pisando alfombras;
rezándole a los cielos
un varón.

Sin embargo mis padres quisieron parir hijas.

Mis padres eran hijos de una mina y un cuartel en Melilla, una tinaja para aceite
con comunista dentro y un obrador
de pan.

Y me logré en Madriz*, antes del SIDA, cerca de los gitanos y los trenes.

Escribo me logré, aunque es plural. Quiero pedir disculpas.

No sé cómo lo hicimos,
pero encontré
tu mano.

(En Del alma a la boca. 13 poetas madrileñas, Huerga & Fierro, 2018)

*Madriz en lugar de Madrid,  reproduciendo así la pronunciación popular.

Kulla albanesa,  Bujan (Albania). wikipedia

            Uno de los meandros del río Vjosa, en Albania. Roland Dorozhani. (elDiario.es)


Entrada relacionada:

domingo, 16 de julio de 2023

"Los que volvieron" y otros tres poemas de José Luis Sampedro

Mino Duarte con bueyes tirando del arado. Foto cedida por
Ana Rodríguez para Quintes.blogspot.com


[Los que volvieron]

Los que volvieron
traían solamente unas manos vacías
curvadas todavía, asiendo el viento
y unas alegres caras cansadas
y ojos cuya mirada nadie explicará nunca.
Nadie, ni los poetas,
porque en ellas vivían las últimas palabras
de los que no volvieron.

Volvían todos juntos, en apretadas filas.
Hombro con hombro, resplandecientes, iban por los caminos,
por los anchos caminos.
Pero en cada sendero, separándose,
marchaba un hombre solo hacia el valle lejano.
Hasta el último pueblo y la última cabaña
donde habitaron los que no volvieron.

Los hombres y mujeres salían a las puertas.
A las pequeñas ventanas.
Esperaban a muchos y volvía uno solo, trayendo solamente
una manos vacías, una mirada mágica.
Y los niños jugando, vieron también su rostro
su alegre cara cansada.
Y él los miró y los acarició
como jamás lo hizo con sus manos vacías.
Y los niños siguieron jugando, sosegados,
como si hubieran vuelto todos los que faltaban.

Y saben desde entonces,
para nunca olvidarlos, porque se han hecho suyos,
los nombres y los hechos de los que no volvieron.

Y el que volvía tuvo asiento al fuego,
y durmió bajo techo.
Y a la mañana, desechó las botas,
y volvieron sus pies a calzar las albarcas.
Unció los mansos bueyes, que le reconocieron,
y se volvió a los campos.

Araba solo.
Solo en la tierra parda, y sin embargo,
al tiempo que su ijada, centenares de ijadas
azuzaban innumerables yuntas.

Al tiempo que su voz, centenares de voces
bajo el cielo de nubes, redondas nubes blancas.
Y sentía en sus hombros y en sus manos
el vigor de otras manos y otros hombros.

Pues parecía, sí, le parecía
como si hubiesen vuelto,
y estuviesen con él en la nueva tarea
los que nunca volvieron.


[¿Nunca oíste]

¿Nunca oíste
la grave voz del viento
cuando ulula sobre la paramera?
Es un gigante búho que llega de muy lejos.
¡Qué buen tubo de orégano es el llano
con su desolación bajo la noche!
¡Qué resonancias braman en la cúpula
de tinieblas, el cuajarón oscuro,
negra alondra suspensa en alto abismo!
Nace el viento sin voz: un remolino,
como de espíritu. Se decide de pronto,
y sopla sobre el llano. Mil lengüetas
le esperan: los chaparros, los canchales,
el filo de la roca, el de la hierba,
la alta cota de un tero...
¿Y qué me dice
esa voz?
No pronuncia palabras: las pequeñas,
vagas, trémulas, pobres palabras que los hombres
inventan para huir de la soledad horrible
del individuo.
No pronuncian palabras. Nos vuelve solamente
a ese nuestro tamaño verdadero:
el tamaño del cardo, el tamaño del trigo
obstinado en erguirse, bajo la hoz incluso.
No habitamos la tierra: la tierra nos habita,
su arcilla nos da la forma, sus torrentes
los copian nuestras venas
y su aire compone nuestro aliento.
Motel llaman ahora a la posada 
del rico peregrino.

[Motel El Cisne, Zaragoza, 31-VIII-63 = 1-9-63]

[Un perrito en tus brazos, un abrigo]

Un perrito en tus brazos, un abrigo
amparando tus hombros, un madero
ardiendo para ti en la chimenea,
muriendo en llama viva para ti.

Esas cosas te dije que quería
ser junto a ti, viviendo de tu vida,
la otra noche, ¿te acuerdas?, en el puente
de George.
                    ¡Pero hay tantas,
hay tantas cosas a tu lado,
que no te dejan y por eso envidio!
Ese chal mejicano, por ejemplo.
Yo sería ese chal y, con mi lana
de carne, abrazaría ese prodigio
de línea que es tu codo hasta tu cuello,
y jugaría a descubrir la seda
de tu piel, y a cubrirla volvería,
como unas olas mansas, en la playa
sabrosa de tu hombro, en esa cuna
para las sienes dulces del amante
que tu cuerpo salva llevando al sueño,
meciéndolo en el fuego de tu ritmo,
hasta volverlo niño, en la inocencia,
de después del amor.
                    Y yo sería
también ese pendiente, que en tu oreja,
escucha los secretos y recibe
del beso que la busca, parte
del mordisco amoroso que provoca
un estremecimiento por tu cuerpo.
Y sería el collar, desesperado
por no abrazar el valle de tu pecho,
pero feliz sintiendo en tu garganta
el latir de tu voz antes que nadie.

Y sería tu anillo y en tu mano
tocaría las cosas que tocases,
alerta en tu frontera con el mundo.
Y sería tu traje y tus zapatos
y tu ropa interior y tu perfume
y tu jabón, para gastarme entero
en hacerte Afrodita cada día,
naciendo de la espuma.

Y en todo eso, interminablemente,
cubriéndote, adornándote, gastándome,
mi vida, atomizada en tus objetos,
tendría su unidad y su sentido:
respirar a tu lado, acompañarte,
acompasar el mundo.

Letrilla

Si ya nos traen aprobados
los documentos pendientes
pues los vieron otras gentes,
¡ay, señores delegados!,
                      ¿queréis decirme qué hacéis
                      en la sala dieciséis?

Con gestos sofisticados
van y vienen señoritas
con papeles y notitas.
Mas, señores delegados,
                        ¿queréis decirme qué hacéis
                        en la sala dieciséis?

Ya sé que acabáis cansados 
oyendo tanto discurso,
mas si no cabe recurso,
¡ay, señores delegados!,
                      ¿queréis decirme qué hacéis
                      en la sala dieciséis?

Como no estamos sobrados
ni de tiempo ni de oro
os gritaremos a coro
¡Eh, señores delegados!,
                      ¿mejor es que os marchéis
                      en la sala dieciséis?

[Sociedad de Naciones, Ginebra, 1960]

(En Días en blanco: Poesía completa 1936-1990,
edición y estudio de José Manuel Lucía Megías,
Plaza & Janés, 2020)

José Luis Sampedro. / RRSS. (mundiario.com)

El escritor José Luis Sampedro nació en Barcelona en 1917 y falleció en Madrid en 2013. Residió desde el año de su nacimiento hasta 1930 en Tánger, y posteriormente en Aranjuez, Santander y Madrid. Fue catedrático de Estructura Económica en diversas universidades españolas y extranjeras. Alcanzó gran prestigio internacional en su especialidad con su ensayo Las fuerzas económicas de nuestro tiempo (1967). Fue, asimismo, subdirector y asesor del Banco Exterior de España, senador por designación real tras la muerte de Franco y, desde 1990, miembro de Real Academia Española. Narrador realista, paulatinamente fue introduciendo en sus obras componentes culturalistas y referentes históricos cargados a menudo de ironía y de una honda melancolía. Además de La estatua de Adolfo Espejo y La sombra de los días -que, aunque escritas respectivamente en 1946 y 1947, no se publicaron hasta 1993-, deben destacarse sus grandes obras, no solo por las dimensiones de algunas de ellas, sino por el éxito de crítica y público: Congreso en Estocolmo (1952), El río que nos lleva (1961), llevada al cine a comienzos de los noventa, Octubre, octubre (1981), La sonrisa etrusca (1985), La vieja sirena (1990), cuya trama se desarrolla en la Alejandría del siglo III,  Real Sitio (1993), sobre la ciudad de Aranjuez, Monte Sinaí (1997) y El amante lesbiano (2000). Es autor, además, de las obras teatrales La paloma de cartón (1952), galardonada con el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca,  Un sitio para vivir (1958) y El nudo (1982). Aparte del ensayo económico ya mencionado, hay que recordar: Principios prácticos de la localización industrial (1957), Realidad económica y análisis estructural (1959), Conciencia del subdesarrollo (1972), que se vería ampliada con Conciencia del subdesarrollo veinticinco años después (1997), La inflación (1985) y El mercado y la globalización (2002).

SU POESÍA

Tras el fallecimiento de José Luis Sampedro, su viuda, Olga Lucas, encontró una caja con centenares de poemas escritos desde 1936 hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX. La mayoría de ellos, inéditos, porque el autor consideraba que su poesía era de muy inferior calidad a su narrativa.  Siete años después de su muerte, su poesía, ordenada por José Manuel Lucía Megías, se reunió en Días en blanco, volumen que recoge cincuenta años de creación. Presentadas en orden cronológico, el volumen agrupa sus poesías en varios bloques temáticos.

El ciclo de la Guerra Civil

El primero de ellos reúne los poemas escritos durante la Guerra Civil (1936-1939), una poesía en la que, aun estando presente la guerra y la muerte, prima en ella  el descubrimiento de la naturaleza, su visión de los pueblos y gentes que conoce, sus experiencias personales.

Sampedro escribió su primer poema el 24 de julio de 1936, pocos días después de estallar la Guerra Civil. En esos momentos, el escritor se encontraba en Santander, donde el 25 de junio de 1935 había tomado posesión de su plaza de oficial de tercera clase de Aduanas, que había conseguido por oposición cuando tenía dieciséis años. Santander se mantuvo fiel a la República y, tras ser nombrado alcaide de la Aduana, el 16 de abril de 1937 fue movilizado y entró a formar parte como cabo del Batallón 109 del ejército republicano. Todas estas experiencias son anotadas en  cuadernos. El 26 de agosto de 1937 entran las tropas franquistas en Santander y Sampedro vuelve a su puesto de técnico de Aduanas. A finales de año puede viajar a Melilla y reunirse con su padre, médico militar, pero los meses pasados en el Batallón 109, le permitieron convivir con una realidad social muy alejada de los ambientes burgueses y católicos en los que se había movido. De esa nueva realidad dejará constancia en sus primeros versos, reunidos en su "Primer cuaderno de poesía", titulado "Ímpetu", con influencias de Juan Ramón Jiménez en sus inicios, pero que evoluciona hasta alcanzar tonos épicos propios del momento y las circunstancias en que fue escrito. El mismo tono épico se aprecia en su "Segundo cuaderno de poesía", compuesto en Melilla desde abril a octubre de 1938, mientras trabajaba en la sección de censura de Melilla. La guerra ha entrado de lleno en su poesía. En 1938, harto de su trabajo como censor, decide regresar a la Península y es destinado a una compañía de Intendencia de Montaña en el Pirineo. Del viaje desde Melilla a la localidad leridana de Tremp nace su "Cuaderno de viaje", en el que descubre las tierras castellanas, que constituyen uno de los elementos esenciales de su "Tercer cuaderno de poesía", escrito en el campo de batalla, desde Tremp a la localidad conquense de Huete, adonde fue destinada su unidad en marzo de 1939. Los últimos meses de 1939 los dedica a escribir el "Cuarto libro de poesía", del que se conservan solo las notas en prosa y el poema quinto. Este ciclo termina con el poema "Victoria".  La poesía escrita en este tiempo es, según José Manuel Lucía, una poesía de aprendizaje, de la mano de Juan Ramón Jiménez y Gerardo Diego, que poco a poco encontrará su propio camino.

Al tercer libro de poesía del ciclo de la Guerra Civil pertenece el primer poema seleccionado. Poesía también de la derrota que recuerda a los que no volvieron, entre los que se encontraban algunos de sus compañeros y amigos, como Germán Sanginés, muerto en 1938. (Lucía Megías)

Poemas existencialistas y amorosos

Este segundo grupo, al que pertenecen los poemas segundo y tercero,  recoge poemas llenos de imágenes urbanas y reflexiones intimistas y personales sobre el ser humano, su destino y la soledad, temas que trata también en sus novelas de esa etapa.

Poesías cómico-satíricas

En ellas brilla el Sampedro "más juguetón". Obedecen al deseo de hacer más divertido el mundo de la economía y de la política, con coplas contra la OTAN, ripios escritos durante las  sesiones de Naciones Unidas en Ginebra o villancicos de actualidad con los que felicitaba las navidades a sus allegados. Un ejemplo de las mismas es el poema cuarto.

-Encontrarás información sobre la relación de José Luis Sampedro con Aragón: AQUÍ.

[La información sobre su poesía está tomada del estudio de J. M. Lucía Megías]

jueves, 13 de julio de 2023

"La casa encantada", un cuento de Virginia Woolf



La casa encantada


A cualquier hora que te despertaras siempre había una puerta cerrándose. Iban de habitación en habitación, cogidos de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose: una pareja de duendes.

"Lo dejamos aquí", decía ella. Y él añadía: "¡Sí, pero también ahí!". "Está arriba", susurraba ella. "Y también en el jardín", musitaba él. "No hagamos ruidos —decían—, o los despertaremos".

Pero no nos despertabais. Oh, no. "Lo están buscando; están corriendo la cortina", podíamos decir, y seguir leyendo una o dos páginas más. "Ya lo han encontrado", podíamos asegurar, con el lápiz suspendido en el margen de la página. Y luego, cansados de leer, acaso nos levantaríamos e iríamos a comprobarlo en persona: la casa toda ella vacía, las puertas abiertas, tan solo las palomas torcaces con su alborozado arrullo y el zumbido lejano de la trilladora allá en la granja. "¿Por qué he venido aquí? ¿Qué pretendía encontrar?" Tenía las manos vacías. "¿Estará, acaso, arriba?" Había manzanas en el desván. Y de nuevo abajo, el jardín silencioso como de costumbre; tan solo el libro había caído sobre el césped.

Por fin lo encontraron en la sala de estar, aun cuando no se los pudiera ver. Los vidrios de las ventanas reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el cristal. Si se movían por la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su lado amarillo. Sin embargo, instantes más tarde, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiendo del techo..., ¿qué? Mis manos estaban vacías. La sombra de un zorzal cruzaba la alfombra; desde las más hondas simas del silencio llegaba el arrullo de la paloma torcaz. "A salvo, a salvo, a salvo...", latía suavemente el pulso de la casa. "El tesoro enterrado; la habitación..." El pulso se detenía bruscamente. ¡Oh! ¿Sería eso el tesoro enterrado?

Un momento después, la luz se había desvanecido. ¿Fuera, en el jardín, acaso? Pero los árboles tejían tinieblas para un rayo de sol errante. Tan tenue, tan fugaz, serenamente hundido bajo la superficie, el rayo que yo buscaba ardía siempre detrás del cristal. La muerte era ese cristal; la muerte nos separaba; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias habían quedado sumidas en las sombras. Él había abandonado la casa, la había dejado a ella, había ido al norte, había ido al este, había visto despuntar las estrellas en el cielo austral; había buscado la casa, la había encontrado hundida bajo los Downs. "A salvo, a salvo, a salvo...", latía suavemente el pulso de la casa. "El tesoro es tuyo."

El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan a uno y otro lado. Rayos de luna salpican y chapotean furiosamente bajo la lluvia. Erguida y serena arde la vela. Deambulando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su regocijo.

"Aquí dormíamos", dice ella. Y él añade: "¡Cuántos besos!". "Al despertar por la mañana..." "Plata entre los árboles..." "Arriba..." "En el jardín..." "Cuando llegaba el verano..." "En la nieve invernal..." Las puertas siguen cerrándose en la distancia, batiendo dulcemente como el latido de un corazón.

Se acercan más; se detienen en la puerta. Cesa el viento, resbala, plateada, la lluvia en el cristal. Nuestros ojos se ensombrecen; no oímos pasos a nuestras espaldas; no vemos a dama alguna extender su manto espectral. Con sus manos, el caballero protege el farolillo. "Míralos —susurra—, ahí los tienes, profundamente dormidos, con el amor aflorando en sus labios."

Inclinados, sosteniendo su lamparilla de plata sobre nuestras cabezas, nos contemplan larga e intensamente. Sopla una ráfaga de viento; la llama tiembla levemente. Enfurecidos rayos de luna surcan el techo y las paredes, tiñendo a su paso los rostros inclinados; los rostros meditativos; los rostros que tratan de escrutar la dicha oculta de los durmientes.

"A salvo, a salvo, a salvo", late con orgullo el corazón de la casa. "Tantos años —suspira él—. Por fin me has vuelto a encontrar. " "Aquí —murmura ella—, dormida; leyendo en el jardín; riendo, acumulando manzanas en el desván. Aquí dejamos nuestro tesoro..." Al inclinarse, la luz me abre los párpados. "¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!", late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: "La luz en el corazón, ¿es este vuestro tesoro enterrado?".

(En Cuentos de Virginia Woolf, trad. de Juan Bravo, Planeta, Barcelona, 2022)

La escritora Virginia Woolf


Virginia Woolf (Londres, 1882-Lewes, Sussex Oriental, 1941) formó parte del insigne grupo de Bloomsbury y fundó con su marido la  editorial Hogarth, en la que publicó, entre otros escritores importantes, a sus amigos  T. S. Eliot  y Katherine Mansfield. 

Virginia Woolf padecía un trastorno mental que hoy conocemos como trastorno bipolar. Tras acabar su última novela, Entre actos, sufrió una nueva depresión, que se vio agudizada por el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la destrucción de su casa de Londres, entre otras causas. El 28 de marzo de 1941 se suicidó arrojándose al río Ouse con los bolsillos del abrigo llenos de piedras. Su cadáver no fue encontrado hasta el 18 de abril.

Además de valiosos cuentos y del célebre ensayo Una habitación propia (1929), escribió novelas tan famosas como La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931), en las que experimentó con la estructura temporal y espacial de la narración mediante un poderoso lenguaje narrativo en el que se equilibran perfectamente el mundo racional e irracional de los sueños y los delirios. Pionera en la reflexión sobre la identidad femenina, la condición de la mujer y su relación con la literatura y el arte, plasmó su pensamiento en sus ensayos y en la inclasificable Orlando (1928), novela en la que reflexiona acerca de las diferencias entre hombres y mujeres a través de las experiencias de su protagonista, un joven aristócrata que de manera involuntaria se transforma en mujer. La obra de la autora está considerada una de las cotas más altas de la prosa inglesa y a menudo sus cuentos constituían experimentos y ejercicios que desarrolló en sus novelas y que más tarde la encumbrarían, junto con Joyce, Proust y Faulkner, al exclusivo panteón de los mejores escritores del siglo XX. Su técnica del monólogo interior y estilo poético se considera una de las contribuciones más importantes a la novela moderna.

El cuento seleccionado trata sobre dos parejas que comparten la misma casa, una de las cuales está formada por dos espectros. La película A Ghost Story (2017), de David Lowewry, está basada en este cuento de Virginia Woolf.

[Imagen inicial: istockphoto]

domingo, 9 de julio de 2023

"Tú me quieres blanca", de Alfonsina Storni

  

Azucenas


TÚ ME QUIERES BLANCA

Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada.

Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía 
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques;
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.

                  (De El dulce daño, 1918)

El dulce daño es el segundo poemario de Alfonsina Storni (1892-1938). Pertenece, por tanto, a su primera etapa, en la que los estudiosos de su obra perciben influencias de los románticos y los modernistas.  Con veintiséis años, Alfonsina había publicado ya dos libros de poemas y se había convertido en una escritora de éxito, que agotaba las ediciones de su libros, enormemente populares, sobre todo entre las mujeres jóvenes de diversos sectores sociales. Pero también había sufrido un doloroso desengaño amoroso y la censura social cuando en 1912, a los veinte años, dio a luz a su hijo Alejandro, fruto de su relación con un hombre casado, y se convirtió en madre soltera, lo que la llevó a abandonar la ciudad de Rosario para trasladarse a Buenos Aires. 

De forma que, como ha explicado María Vicens*, la figura de Alfonsina va asociada en sus inicios tanto al éxito como al escándalo:

"y ambas dimensiones se entrecruzarán en dos aspectos centrales de sus primeros libros: la temática erótico-amatoria y la superposición del yo poético y la historia de su vida, lectura que propone ella misma desde sus dedicatorias y prefacios".

Sus vivencias personales, además de proporcionarle materia para su poesía, le hicieron tomar conciencia muy tempranamente de la desigual relación entre los sexos, algo contra lo que se rebela y denuncia en poemas como el seleccionado. "Tú me quieres blanca" alcanzará pronto notoriedad y será relacionado con otro poema muy conocido: "Hombres necios que acusáis...", de Sor Juana Inés de la Cruz, ambos compuestos desde una perspectiva feminista, si bien el de Storni se caracteriza por un tono  más personal. En él, un yo lírico femenino se dirige a un tú masculino ("buen hombre") para reprocharle sus exigencias de castidad y pureza en la mujer mientras él se entrega a todos los placeres sin ningún tipo de censura. Solo cuando el hombre se haya purificado y redimido, cuando su conducta sea irreprochable,  puede exigir lo mismo en la mujer.

-Puedes leer un comentario del poema: Aquí

*María Vicens, "Poesía, público y mercado: Alfonsina Storni en la Cooperativa Editorial de Buenos Aires". Telar 22 (enero-junio/2019)

[Imagen: Interflora]

domingo, 2 de julio de 2023

"Anáfora" (Anaphora), de Elizabeth Bishop



Foto: Eugenio Cortecero

ANÁFORA

                      En memoria de Marjorie Carr Stevens

Con mucha ceremonia,
cada día comienza con pájaros, campanas,
con las sirenas de una fábrica:
son tan blancos de oro los cielos y nuestros ojos
ven, al abrirse, tan brillantes los muros,
que, por un momento, nos preguntamos:
¿Desde dónde vienen la música, la energía?
¿A qué inefable criatura, que debemos haber perdido,
estaba destinado el día? Oh, enseguida
surge y adquiere su carácter terrenal
    en un instante, en un instante cae
    víctima de una larga intriga,
    asumiendo la memoria y la mortal,
    mortal fatiga.

Más lento surge a la vista
rociando las salpicadas caras,
oscureciéndose, condensando toda su luz:
a pesar de todos los sueños que malgastamos en él, con
    esta mirada,
sufre nuestros usos y abusos,
se hunde en la corriente de los cuerpos,
se hunde en la corriente de las clases
cuando anochece para el mendigo que, en el parque,
fatigado, sin lámpara ni libro,
    prepara magníficos estudios:
    el acontecimiento apasionante
    de cada día en un interminable
    interminable asentimiento.

(Elizabeth Bishop, El arte de perder. Poesía Portátil,
Literatura Random House, 2019. Trad.: D. Sam Adans
y Joan Margarit)


ANAPHORA

Each day with so much ceremony
begins, with birds, with bells,
with whistles from a factory;
such white-gold skies our eyes
first open on, such brilliant walls
that for a moment we wonder
'Where is the music coming from, the energy?
The day was meant for what ineffable creature
we must have missed?' Oh promptly he
appears and takes his earthly nature
   instantly, instantly falls
   victim of long intrigue,
   assuming memory and mortal
   mortal fatigue.

More slowly falling into sight
and showering into stippled faces,
darkening, condensing all his light;
in spite of all the dreaming
squandered upon him with that look,
suffers our uses and abuses,
sinks through the drift of bodies,
sinks through the drift of classes
to evening to the beggar in the park
who, weary, without lamp or book
   prepares stupendous studies:
   the fiery event
   of every day in endless
   endless assent.

(The Complete Poems: 1927-1979)

 "Anaphora" es el último poema de North and South, primer poemario de Elizabeth Bishop, publicado en 1946. En él describe la salida y puesta del sol en dos estrofas formalmente idénticas. 

"Anáfora" es el nombre de una figura retórica que consiste en la repetición de una o más palabras al principio de un verso o enunciado. El poema trata sobre la anáfora en nuestras vidas, la importancia que tiene la repetición en la vida cotidiana, algo de lo que tal vez no somos conscientes.