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jueves, 27 de julio de 2023

"La tortura de la esperanza", un cuento de Auguste Villiers de L'Isle-Adam




 La tortura de la esperanza


Oh! una voix, une voix, pour crier!...

"Le puits et le pendule"

Edgar A. POE


Bajo las bóvedas del Tribunal de Zaragoza, en un atardecer de aquel entonces,  el venerable Pedro Arbués de Espila, sexto prior de los dominicos de Segovia y Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor —ejecutor de torturas y precedido por dos familiares del Santo Oficio, que llevaban faroles,  descendió a un calabozo perdido en la oscuridad. Chirrió la cerradura de una pesada puerta, entraron en un in pace en donde la luz que que llegaba desde lo alto de un vano enrejado, dejaba entrever, entre dos anillas empotradas en el muro, un caballete ennegrecido por la sangre, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto con grilletes, la argolla de hierro al cuello, estaba sentado un hombre huraño, vestido de  harapos, de edad imprecisa.

No era otro este prisionero que el rabí Aser Abarbanel, judío aragonés que, acusado de usura e inhumano desprecio por los pobres,  había sido sometido a tortura, día a día,  desde hacía más de un año. Sin embargo, como su "ceguera era más dura que su piel", se había había negado a abjurar.

Orgulloso de una filiación más que milenaria, envanecido de sus rancios antepasados, pues todo judío que se precie de serlo  es celoso de su sangre, descendía, según el Talmud, de Otoniel y, por consiguiente, de Ipsiboe, mujer de este último juez de Israel, circunstancia que había sostenido su valor en lo más duro de los ininterrumpidos suplicios.

Fue entonces cuando el venerable Pedro Arbués de Espila, con los ojos llenos de lágrimas, pensando que esta empedernida alma se cerraba a la salvación, se acercó al tembloroso rabino y le dijo estas palabras:

—Hijo mío, regocijaos porque vuestros sufrimientos en este mundo van a llegar a su término. Si ante tanta obstinación tuve que permitir, a mi pesar, que usaran de extremada severidad, mi deber de corrección fraterna tiene sus límites. Sois la higuera recalcitrante que hallada tantas veces sin fruto se expone a secarse... pero sólo a Dios corresponde decidir sobre vuestra alma. ¡Quizá la infinita misericordia de Dios brille para vos en el instante supremo! ¡Debemos esperarlo! Existen ejemplos... ¡Así sea! Descansad, pues, tranquilo esta noche. Mañana formaréis parte del auto de fe; es decir, seréis expuesto en el quemadero, hoguera precursora de la Llama eterna. Bien sabéis, hijo mío, que no quema sino al cabo de cierto tiempo y la Muerte tarda en llegar al menos dos horas —frecuentemente tres— debido a los paños mojados y helados con los que procuramos proteger la frente y el corazón de los holocaustos. seréis solamente cuarenta y tres. Pensad que, situado en la última fila, tendréis el tiempo necesario para invocar a Dios y ofrecerle este bautismo de fuego que es el del Espíritu Santo. Así pues esperad en la Luz y dormíos.

Terminado este discurso don Arbués hizo un signo para que desencadenaran al desgraciado y lo besó con ternura. Después le llegó el turno al fraile redentor que, en voz muy baja, pidió al judío perdón por lo que le había hecho sufrir para redimirle; luego le abrazaron los dos familiares, cuyo beso fue silenciado por las cogullas. Acabada la ceremonia, el cautivo quedó solo y desconcertado en medio de las tinieblas.

El rabí Aser Abarbanel, seca la boca y enervado el rostro por el sufrimiento, se fijó vagamente en la puerta cerrada. "¿Cerrada?" Esta palabra despertó en lo más recóndito de su ser, entre sus pensamientos confusos, una ilusión. Había vislumbrado un instante la débil luz de los faroles por la rendija entre el muro y la puerta. Una leve esperanza nació en su cerebro debilitado, conmocionando todo su ser. Se arrastró hacia la insólita visión y, muy suavemente, deslizando con grandes precauciones un dedo en el resquicio de la puerta, tiró de ella hacia sí. ¡Oh, profundo asombro! Por una casualidad extraordinaria, el familiar que la había cerrado giró la pesada llave antes que la puerta llegase al tope en el marco de piedra, por lo que, al no entrar el enmohecido pasador en su orificio de engaste, la puerta pudo volver a abrirse. El rabino se arriesgó a mirar hacia afuera. Gracias a una especie de lívida oscuridad distinguió primeramente un semicírculo de muros terrosos en los que habían tallado unos escalones en espiral y frente a él, en lo alto, tras cinco o seis gradas de piedra, algo semejante a un pórtico negro daba acceso a un espacioso corredor, del cual solamente podían vislumbrarse desde abajo los primeros arcos.

Luego, arrastrándose, llegó a la altura de ese umbral. Sí, era verdaderamente un corredor, pero de una longitud desmesurada. Una pálida claridad, un resplandor de ensueño lo iluminaba. Lamparillas colgadas de las bóvedas teñían de azul, a intervalos, el aire enrarecido; el fondo lejano era sólo una sombra.  En tan gran espacio, ni una puerta lateral! Por un solo costado, a su izquierda, tragaluces enrejados, en los huecos del muro, dejaban pasar un crepúsculo, que debía de ser el de la tarde por las rayas rojas que, de trecho en trecho, cortaban el enlosado. ¡Y qué pavoroso silencio! Sin embargo, allá abajo, en lo profundo de estas brumas una salida podía ofrecer la libertad. La incierta esperanza del judío era tenaz por ser la última.

Así pues, sin vacilar, se arriesgó sobre el enlosado, bordeando el muro de los tragaluces e intentando confundirse con las sombras tenebrosas de los largos muros. Avanzaba lentamente, arrastrándose sobre el pecho y ahogando los gritos cuando una llaga en carne viva le laceraba.

De pronto, en el eco de esta galería de piedra, oyó un ruido de sandalias que se acercaban. Le sacudió un temblor, le ahogó la ansiedad, se le oscureció la vista. ¡Vamos! ¿Acaso era este el fin? Se acurrucó en un hueco y esperó medio muerto.

Era un familiar que caminaba deprisa. Pasó rápidamente con unas tenazas en la mano. Echada la cogulla, terrorífico el aspecto, y desapareció. La sobrecogedora impresión que el rabino acababa de padecer le oprimió dejándole como privado de sus funciones vitales, por lo que permaneció durante casi una hora sin poder realizar movimiento alguno. Ante el temor de que aumentaran sus tormentos si volvían a cogerle, le vino la idea de volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le susurraba en el alma ese divino "quizá" que consuela en los momentos más angustiosos. ¡Se había producido un milagro! ¡No cabía duda! Continuó, pues, arrastrándose hacia la posible evasión. ¡Agotado por el dolor y el hambre seguía adelante! ¡Y este corredor sepulcral parecía alargarse misteriosamente! Y él, sin dejar de avanzar, miraba constantemente hacia la sombra, a lo lejos, donde tenía que haber una salida hacia la salvación. 

¡Oh oh! He aquí que de pronto sonaron unos pasos, pero esta vez más lentos e inquietantes. Surgiendo del aire, se le aparecieron las figuras blancas y negras de los inquisidores, con largos sombreros de bordes redondeados. Hablaban en voz baja y parecía discutir sobre algo importante por la forma en que movían las manos. 

Ante esto, el rabí Aser Abarbanel cerró los ojos: el corazón le latía hasta ahogarle, sus harapos se empaparon de un frío sudor de agonía. Permaneció con la boca abierta, inmóvil, echado a lo largo del muro, bajo la luz de una lamparilla; inmóvil, implorando al Dios de David.

Al llegar delante de él, los inquisidores se pararon bajo el resplandor de la lámpara, indudablemente por casualidad, en medio de su discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor se quedó mirando al rabino. Y bajo esta mirada cuya expresión distraída no logró comprender el desventurado, creyó sentir aún las candentes tenazas mordiendo su lacerada carne. ¡Iba a convertirse de nuevo en un lamento y una llaga! Desfalleciente, sin poder respirar, los ojos parpadeantes, se estremecía bajo el roce de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural, los ojos del inquisidor, que eran, sin duda, los de un hombre intensamente preocupado, por lo que iba a contestar, absorto en lo que estaba escuchando, se fijaban en el judío y parecían mirarle sin verle. Efectivamente, después de unos minutos, los dos siniestros discutidores, hablando constantemente en voz baja, siguieron su camino, a paso lento, hacia el cruce de donde había salido el cautivo: ¡No le habían visto!... De suerte que en medio del terrible desconcierto de sus sensaciones, pasó por su cerebro esta idea: "¿Estaré muerto, puesto que no me ven?".

Una impresión espantosa le sacó de su letargo: fijándose en el muro, pegado a su rostro, muy cerca de los suyos, creyó ver dos ojos crueles que le observaban... Echó la cabeza hacia atrás con un movimiento agitado y brusco, los cabellos erizados. ¡Pero, no! No, su mano, palpando las piedras, descubrió que aquello era el reflejo de los ojos del inquisidor que tenía aún impresos en sus pupilas y que él había proyectado sobre dos manchas del muro. ¡Adelante! Era preciso apresurarse hacia esa meta que él, de modo enfermizo sin duda, imaginaba ser la liberación; hacia esas sombras de las que sólo le separaban una treintena de pasos, más o menos. Así pues, reanudó más rápidamente su vía dolorosa, arrastrándose sobre las rodillas, las manos y el vientre.

Poco después, entró en la parte tenebrosa de este pavoroso corredor.

De pronto, el miserable sintió un frío en las manos que apoyaba sobre las losas: procedía de una fuerte corriente de aire que se colaba por debajo de la puerta en que desembocaban los dos muros. ¡Oh, Dios mío! ¡Si esta puerta se abriese al exterior! El triste evadido sintió que una loca esperanza llenaba todo su ser. Examinó la puerta de arriba abajo sin poder distinguirla bien por las tinieblas que le envolvían. Palpó: no había cerrojos ni cerradura. ¡Un picaporte! Se irguió: el picaporte obedeció a sus dedos y la puerta giró, silenciosa, ante él. "¡Aleluya!" musitó en voz baja, con un hondo suspiro de acción de gracias, el rabino que se hallaba ahora de pie bajo el umbral, contemplado lo que aparecía ante sus ojos. ¡La puerta se había abierto a unos jardines bajo una noche estrellada! ¡A la primavera, a la libertad y a la vida! El jardín daba a un campo cercano, extendiéndose hacia las sierras cuyas onduladas líneas azules se perdían en el horizonte. ¡Allí estaba la salvación! ¡Oh! ¡Huir! Correría toda la noche entre esos  bosques de limoneros cuyos perfumes le alcanzaban. ¡Cuando llegase a las montañas estaría a salvo! Respiraba aquel aire bendito; el viento le reanimaba y sus pulmones recobraban vida. Escuchaba en su corazón regocijado el veni foras de Lázaro y para bendecir todavía más a Dios que le concedió esta misericordia, abrió los brazos elevando los ojos al cielo. Fue un éxtasis.

Creyó ver entonces la sombra de sus brazos volviendo sobre él mismo: le pareció sentir que estos brazos de sombra le rodeaban, le enlazaban, que le oprimían tiernamente sobre un pecho. Efectivamente, una alta figura se hallaba junto a la suya. Confiado, dirigió su mirada hacia ella, y se quedó sin aliento, espantado, los ojos aterrados, vacilantes, tumefactas las mejillas, babeando de espanto.

¡Horror! ¡Se hallaba en brazos del mismísimo Gran Inquisidor, del venerable Pedro Arbués de Espila, quien tenía los ojos cuajados de lágrimas y el aire del buen pastor que encuentra a la oveja descarriada...! 

El siniestro sacerdote apretaba contra su corazón al desdichado judío, con tal ímpetu de ardiente caridad, que las puntas del cilicio monacal que el dominico llevaba bajo el hábito, se le hincaron en el pecho. ¡Y entre tanto el rabí Aser Abarbanel, con los ojos en blanco, jadeando angustiosamente entre los brazos del ascético dom Arbués, comprendía confusamente que cada etapa de la noche funesta no fue más que un previsto tormento de esperanza! El Gran Inquisidor, con un tono de dolorido reproche a la mirada desolada, le susurraba al oído con aliento abrasador, viciado por el ayuno:

—¿Cómo, hijo mío? ¡Queríais dejarnos la víspera, quizá, de vuestra salvación!

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NOTAS
-familiar [de la Inquisición]: Miembro de menor nivel de la Inquisición española, cuya función era la de servir de informante.
-in pace: En latín, 'en paz', aquí celda inquisitorial.
-cogulla: Capucha del hábito del monje.
-veni foras: En latín, 'sal fuera', palabras pronunciadas por Jesucristo al resucitar a Lázaro.

("La torture par l'esperance", Gil Blas, 13 de agosto de 1888. De Nouveaux contes cruels, 1888. Tomado de: https://narrativabreve.com/2013/12/cuento-breve-villiers-tortura-esperanza.html. Traducción de Agustina Castrillo Canda)

Auguste Villiers de L'Isle-Adam. (wikipedia)
Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint-Brieuc, Bretaña, 1838-París, 1889) fue un escritor francés venerado por sus contemporáneos: para Paul Verlaine, que lo incluyó en su libro de ensayos Los poetas malditos (1884), era uno de los mayores poetas y un narrador genial;  Rubén Darío lo incluyó en su antología Los raros (1896), y Mallarmé elogió con entusiasmo sus cuentos.

Descendía de una de las familias aristocráticas de más abolengo de su país. Uno de sus antepasados había sido Mariscal de Francia durante el reinado de Juan sin Miedo (1371-1419), y otro, Gran Maestre de la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, había defendido Rodas del asedio de los turcos en 1521. En el siglo XIX gran parte de la fortuna familiar se había evaporado, y su padre, un excéntrico marqués, dilapidó parte de la que les quedaba  excavando en el castillo familiar en busca de un fabuloso tesoro supuestamente escondido durante la Revolución Francesa. Pese a las dificultades económicas,  recibió una esmerada educación, mostrando desde muy temprano su afición por las letras, la música y la naturaleza. A los siete años vivió una experiencia inolvidable: se perdió mientras paseaba por los alrededores de Saint-Brieuc con su nurse. Fue recogido por unos saltimbanquis que inicialmente pensaron pedir un rescate, pero lo trataron con afecto y unos días más tarde fueron localizados en el puerto de Brest. Cuando la economía familiar quebró, la madrina del autor pagó las deudas del marqués y los mantuvo durante veinticinco años. La familia se trasladó a París en 1858, donde el futuro escritor pudo frecuentar los ambientes literarios. Cuando tenía veinte años conoció a Baudelaire, quien lo animó a leer la obra de Poe, que él mismo había traducido al francés, y le presentó a Richard Wagner. En 1863 fue víctima de una broma cruel probablemente urdida por Gautier, quien anteriormente le había negado la mano de su hija: habiendo quedado vacante el trono de Grecia, le hicieron creer que él era uno de los candidatos a ocuparlo. En 1864 conoció a Mallarmé, y con su apoyo fue nombrado redactor jefe de la Revue des  Lettres y des Arts. En ella y en Le Parnasse  Contemporain publicó sus primeros "cuentos crueles". Permaneció en París durante la Comuna (marzo-mayo de 1871), y presumía de haber luchado en las barricadas, aunque no existe constancia de ello. Ese mismo año murió su madrina, su soporte económico, con lo que empezó para él una etapa de verdadera penuria, en la que tuvo que recurrir a los comedores de caridad para subsistir. En 1879, cuando tenía cuarenta años, Wagner lo invitó a visitar Bayreuth y a conocer a Luis II de Baviera. Allí tuvo ocasión de leer uno de sus cuentos ante un selecto auditorio, y en casa de Wagner conoció a Nietzsche.  Ese mismo año empezó a convivir con la madre de su único hijo en una habitación alquilada. Murió en la miseria: se dice que mezclaba agua con carbón porque no disponía de tinta para escribir. El director de Le Figaro, medio en el que había colaborado, donó los fondos para sufragar su funeral y su tumba en el cementerio Père Lachaise.

Autor de poesía (Primeras poesías 1856-1858, 1859), novela (Isis,1862; La Eva futura, 1886, novela fundacional de la ciencia ficción), drama (Ellen, 1865; Morgana, 1866; La rebelión, 1870, y el póstumo poema dramático Axel, 1890, anunciador del teatro simbolista), destacó sobre todo como cuentista con Cuentos crueles (1883) y Nuevos cuentos crueles (1888), de gran calidad técnica y temática fantástica y terrorífica, que pretenden ser una contestación al positivismo del momento, pues él, como ferviente seguidor del idealismo hegeliano e interesado en el ocultismo, creía en la superioridad del espíritu sobre la materia.

Publicado en la revista Gil Blas e incluido en Nuevos cuentos crueles, "La tortura por la esperanza" es uno de los cuentos más notables de Villiers de L'Isle-Adam.  Se relaciona directamente con el cuento de Poe "El pozo y el péndulo" mediante el epígrafe que reproduce un fragmento del cuento de este, autor por el que Villiers sentía una gran predilección. Se conjetura que el relato pudo estar motivado por la santificación  en 1867 de Pedro Arbués, convertido aquí en  personaje de ficción,  artífice  del más cruel de los tormentos: hacerle concebir al prisionero la falsa esperanza de la libertad.

El martirio de San Pedro Arbués, Francesco Cechini,
fin. del s. XVII, archivo de la Seo de Zaragoza

Pedro Arbués, el personaje histórico, era un clérigo agustino de prestigio nacido en Épila (Zaragoza) en 1441. Tras estudiar filosofía en Zaragoza o en Huesca, en 1469 ingresó en el Colegio Mayor de San Clemente, en Bolonia. Fue catedrático de filosofía moral en la universidad de esa ciudad italiana (1471-1474), donde adquirió el grado de doctor en 1473. En 1474 fue ordenado sacerdote y poco después pasó a ocupar el cargo de canónigo de la Seo de Zaragoza. El 4 de mayo 1484 fue nombrado inquisidor de Aragón, junto con fray Pedro Gaspar Juglar. Pedro Arbués tomó posesión como único inquisidor de Aragón en enero de 1485, tras la muerte de Gaspar Juglar,  convirtiéndose así en el primer Inquisidor General del Tribunal del Santo Oficio en Aragón, creado para perseguir a los falsos conversos. El 10 de mayo de 1484, pocos días después de los nombramientos,  se celebró un auto de fe en el que fueron quemados cuatro conversos. La inquisición fue recibida con oposición en Aragón, no solo por parte de los judíos conversos, para quienes representaba una seria amenaza,  sino también por los nobles que veían en el tribunal un peligro para sus libertades. Dado que la resistencia no estaba dando resultados, las principales familias de conversos decidieron pasar a la acción y se conjuraron para dar muerte a los inquisidores. Gaspar Juglar murió en enero de 1485, y se sospecha que pudo ser envenenado. Arbués sufrió dos atentados de los que logró salir indemne, pero la noche del 14 al 15 de septiembre de de 1485 fue herido de muerte ante el altar mayor  de la catedral de la Seo cuando asistía al rezo de maitines. Falleció dos días después, el 17 de septiembre.  Los ejecutores  eran maleantes pagados, supuestamente, por judíos conversos. Este hecho  fue utilizado para justificar la existencia de la inquisición y la persecución de los falsos cristianos.   Arbués fue beatificado en 1662 por el papa Alejando VII y santificado en 1867 por Pío IX. Su sepulcro, labrado por Gil Morlanes, se encuentra en la capilla de san Pedro Arbués de la Seo de Zaragoza.

[Imagen inicial: visitarsevilla.com]

4 comentarios:

  1. ¡Fabulosa esta entrega! Me ha gustado mucho el cuento, y las bios del autor y de Arbués.
    Lo mejor del cuento es el retrato del cínico inquisidor - ¿O creería de verdad lo que decía con tanto "amor" por su víctima. Desde luego, dando al Arbués real el beneficio de la duda puesto que con toda seguridad el autor escribe influenciado por la leyenda negra, leyenda que no deja ver a los críticos extranjeros los pecados de sus naciones.
    El caso es que yo tengo un relato de este señor cuyo título y temática no recuerdo... forma parte de una colección que El País dedicó a la literatura de terror hará cosa de 15 años, en la que figuraban nombres como doña Emilia Pardo Bazán.
    Carlos San Miguel

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    1. ¡El mismo! aunque recuerdo que me defraudó algo... porque ese de "Vera" empezaba de manera aterradora, sobrenatural, pero me parece que luego derivaba hacia lo policial o psicológico... Habrá que darle un repaso.
      Los que me gustaron mucho fueron los de doña Emilia, como ese ambientado en el renacimiento castellano: "La Resucitada" o algo así, una dama que es enterrada viva en la cripta de su noble familia, pero de donde logra escapar y, al regresar con los suyos, éstos ya no pueden aceptarla sin un escalofrío de terror después de darla por muerta, por lo que -dolorida- decide regresar a la tumba. Por cierto que, en este dedicado a Pardo Bazán había otro muy bueno sobre el amante pretendiente de una dama que, al morir ésta, queda destrozado y decidido a suicidarse; pero indagando en el correo de la amada, descubre que que las cartas de amor no eran destinadas a él sino a otro por lo que la bala con la que se iba a volar la cabeza termina alojada en la frente del retrato de ella. Por alguna razón, me parece que tenía algo en común con este de "Vera"...
      Carlos

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    2. "La resucitada" está publicado en nuestro blog.

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