EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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viernes, 28 de febrero de 2014

Libros que dejan huella

Dice la escritora Rosa Montero que "todos tenemos un libro que nos espera, de la misma manera que a todos nos aguarda  un amor en algún sitio" y que aquellos que no disfrutan con la lectura  es porque "no han encontrado aún esa obra que les atraparía y les dejaría temblorosos y exhaustos, como siempre dejan las grandes pasiones." Casi todos los lectores pueden hablar de un libro que les hizo amar para siempre la literatura, y en el caso de los escritores, de un libro que despertó su vocación o representó un cambio de rumbo en su escritura. Hace unos meses, el diario Heraldo de Aragón preguntó a algunos escritores aragoneses sobre ese libro decisivo en sus vidas, y nosotros hemos seleccionado algunas de las respuestas, desechando -por consejo de otro escritor- aquellas en que el libro elegido es el de un amigo o persona próxima al escritor. Estas son algunas de las respuestas:

Ramón ACÍN
20000 leguas de viaje submarino
Un niño de apenas siete años. La inocencia en un valle aherrojado entre montañas. Un viaje a la ciudad de Jaca. La calle Mayor. Un escaparate (hoy Librería La Unión). La atracción ante la belleza de una portada (peces coloreados por un acuoso azul y una extraña máquina). Un libro: '20000 leguas de viaje submarino' (Julio Verne). Un padre observador, complaciente y, por supuesto, lector. El hallazgo de otros mundos posibles. Descubrimiento de la aventura. Disfrute pleno de la imaginación con la jubilosa algarabía de las palabras (encanto de la lectura, placer de la escritura), quicio y forja de un lector, escritor y profesor de literatura.


Ana ALCOLEA
Hiperión 
En la universidad nadie nos explicó mejor el Romanticismo que el profesor Leonardo Romero Tobar. No solo nos hablaba de Larra, Bécquer y Zorrilla, sino que gracias a él paseamos por el Romanticismo inglés y por el alemán. Hablaba de Shelley, de Worsworth, de Novalis y de Hölderlin. Compré 'Hiperión' de Hölderlin por primera vez en 1987, cuando vivía en Teruel. Pasamos tardes comentándolo en una tertulia literaria que organizamos en la Residencia de Estudiantes  de la ciudad. Desde entonces lo he regalado muchas veces. Mi ejemplar está muy subrayado, muy vivido. Muy vivo. Es de papel, claro.


Carlos CASTÁN
Rayuela
Yo diría que son cientos los libros de mi vida, pero para que un libro marque verdaderamente tiene que llegar muy temprano, como una revelación, como un universo entero que no sabíamos que estaba allí ni que pudiera ser posible. Si tengo que citar el título que llegó y lo cambió todo no puede ser otro que 'Rayuela', de Cortázar. Aun así, el libro que más veces he regalado es 'Helena o el mar del verano', de Ayesta, pequeña joya que me sobresaltó al hacerme pensar en algo tan mágico y cortazariano como es la posibilidad de poder haber sido influido por esa prosa retrospectivamente, antes de haberla leído.


José Luis CORRAL
Poema del Cid
No recuerdo el día con exactitud, pero fue en diciembre de 1970 -yo tenía 13 años-, cuando leí, era obligado en el colegio, 'El Poema del Cid'. La vida y leyenda de aquel héroe extraordinario, incomprendido y tratado con injusticia me impactó sobremanera. Aprendí de memoria muchos versos de aquel cantar de gesta, algunos sobrecogedores ("De sus ojos, tan fuertemente llorando"), y años después sentí la necesidad de volver sobre El Cid. Aquella epopeya me cautivó de tal modo que escribí una novela y una docena de artículos sobre Rodrigo Díaz de Vivar, un hombre real cuya leyenda venció a su historia. Literatura plena.


Javier DELGADO
Alma Venus
En 1970 me hice fan de Pere Gimferrer y confieso que solo a este poeta  me fue imposible traer a Zaragoza para la revista 'Poesía en el Campus'. Sus últimos libros: 'Apariciones', 'El vendaval', 'La llum', 'Mascarada', 'L'agent provocador', me entusiasman. 'Alma Venus', en el que se lee nada más comenzar "no es la vida un poema paisajístico / es la cobra de fuego de la muerte" es a la poesía lo que fueron los últimos quintetos de Beethoven y los últimos cuartetos de Schubert. Si no le dan el Nobel no es culpa suya. ¡Larga vida a Pere Gimferrer!



Cristina GRANDE
                                 El libro del desasosiego
Siempre me han gustado los diarios. Leyendo el 'Manual de uso del lector de diarios' de mi amigo José Luis Melero, he recordado lo que me impactó la lectura de 'El libro del desasosiego'. Yo empezaba entonces, a mediados de los años 80, a escribir pequeños relatos, frases sueltas, impresiones, y algunos poemas. Tenía la edición de Seix Barral en cuya portada Fernando Pessoa aparece retratado  por el gran artista Almada Negreiros, un ejemplar que, por cierto, no encuentro en mi desordenada biblioteca. Con el 'Libro del desasosiego' me di cuenta de que mi vida, tan parecida a otras vidas, iba a ser mi material literario.




Eva HINOJOSA

La historia interminable
Bastian y yo teníamos once años cuando comenzamos a leer la mayor historia jamás contada. Ha habido muchos otros libros antes y después, pero aquella aventura en el reino de Fantasía además de interminable es inolvidable. Escapar entre libros era lo mejor del día. Leía incluso bajo las mantas con una pequeña linterna. Salvar Fantasía de la nada se convirtió también en mi objetivo. Si Atreyu conseguía salvar a la Emperatriz infantil todo sería mejor, en Fantasía y en mi pequeño mundo real. Bastian y yo lo conseguimos, pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.


Ángela LABORDETA
La casa en Mango Street
Un libro lo es por muchas cosas: porque te enseña una nueva forma de ver la vida, porque te retrotrae a un momento, a un instante que sin ese libro no tendría esa luz. Hay libros que te devuelven a personas, y en mi caso 'Una casa en mango Street' lo es porque me lo regaló Félix Romeo cuando yo debía tener 26 o 27 años. Félix siempre me regalaba libros, libros escritos por mujeres, libros desnudos de palabras pomposas, libros repletos de vida, libros colosales en su brevedad y brutales en su construcción. Félix sabía la literatura que yo sentía. Aquel día abracé ese libro; hoy me abrazo a su recuerdo.


Magdalena LASALA

Los clásicos
De aquella estantería que cubría la pared, mi padre me prohibió cuatro libros, puestos en lo más alto porque iban estuchados en piel: 'Las mil y una noches', 'Don Quijote', 'La Divina Comedia' y 'Sonetos y Tragedias ' de Shakespeare. Yo tenía 13 años y huía del mundo en aquella habitación, leyendo a solas, desde los siete. No obedecí. Los devoré uno tras otro antes de los 15, descubriendo con ellos las sensaciones que han guiado las búsquedas de mi vida: lo secreto, la belleza, el placer, las otras realidades, la pasión cotidiana y el pecado sin culpa. Mi padre murió sin desvelarme por qué me dijo que no los leyera.


Miguel MENA
Martín Romaña
Tenía veintiún años cuando leí 'La vida exagerada de Martín Romaña', de Alfredo Bryce Echenique. Debió de ser su mezcla de humor y melancolía lo que me impactó tanto, lo cierto es que ese libro me marcó durante un tiempo y llegué a adoptar como frases recurrentes algunas de sus expresiones más repetidas, que aún hoy no he olvidado. Aguardé expectante una segunda parte, que llegó años después, 'El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz', y por supuesto me decepcionó. También me entristecieron algunos episodios vitales del autor, pero mantengo intacta la emoción de aquellos días con Martín Romaña.


José Javier RUEDA

Ficciones
Con Jorge Luis Borges comencé a amamantarme de letras. Fui, pues, lector tardío. En una España yerta y yerma, desperté al mundo a través del argentino y la singularidad de sus ficciones. Hubo muchos más, desde Delibes a Juan Marsé pasando por Camus, Machado, Vargas Llosa, Hesse, García Márquez, Böll, Sartre... Pero la huella borgiana en mi memoria quedó imborrable. En las acampadas por el Pirineo, les leía a mis amigos 'El jardín de los senderos que se bifurcan' y otros relatos. Siempre me sorprendió que, en vez de rechazarlas por su erudición apabullante, cada noche me exigieran un cuento antes de dormir.

Fernando SANMARTÍN

Los miserables
De adolescente hay quienes le dan al botellón, al sexo, a las meriendas de avestruz o a vestirse de vampiro. Yo lo recuerdo bien, me di a la lectura de novelas grandes. Y la mejor fue una obra de Victor Hugo, 'Los miserables', donde el fugitivo Jean Valjean escapa de un policía terrible. Leí aquel libro en verano, junto a una piscina, y sus páginas fueron mi protección solar y la arquitectura del alma. La buena literatura nos sorprende más que un disparo de caza, más que los efectos de tres copas de coñac. Lo aprendí con Victor Hugo. Y lo anoté.


Félix TEIRA
La Regenta
Un cierzo áspero, con rachas de lluvia, golpea los ventanales del Goya. El profesor comenta con displicencia: "Disponen de un fin de semana propicio  para encerrarse en casa con un coñac aromático, buen tabaco y leer 'La Regenta'; pero ustedes no lo harán". Lo hice y me aficioné a los tres. A los dieciséis me fascinó la novela. ¿Cómo podía una catedral de palabras reproducir el mundo con esa fuerza? Después leí '1984', que sembró de dudas la toma de conciencia política. Cuando, estudiando Historia, comprobé que el mejor tratado sobre el siglo XVI era 'El Lazarillo' tomé la decisión: la literatura era un sendero para adentrarse en la vida.


             (Publicado en Heraldo de Aragón, suplemento Artes&Letras, nº 421, 23 de abril de 2013)

domingo, 23 de febrero de 2014

"Hablando en castellano", de Gabriel Celaya

Hablando en castellano,
mordiendo erre con erre por lo sano,
la materia verbal, con rabia y rayo,
lo pone todo en claro.
Y al nombrar doy a luz de ira mis actos.
Hablando en castellano,
con la zeta y la jota en seco zanjo
sonidos resbalados por lo blando,
zahondo el espesor de un viejo fango,
cojo y fijo su flujo. Basta un tajo.

Hablando en castellano,
el "poblo, puoblo, puablo", que andaba desvariando,
se dice por fin pueblo, liso y llano,
con su nombre y conciencia bien clavados
para siempre, y sin más puestos en alto.

Hablando en castellano,
choco, che, te, ¡zas!, ¿ca? Canto claro
los silbidos y susurros de un murmullo que a lo largo
del lirismo galaico siempre andaba vagando
sin unidad hecha estado.

Hablando en castellano,
tan sólo con hablar, construyo y salvo,
mascando con cal seca y fuego blanco,
dando diente de muerte en lo inmediato,
el estricto sentido de lo amargo.

Hablando en castellano,
las sílabas cuadradas de perfil recortado,
los sonidos exactos, los acentos airados
de nuestras consonantes, como en armas, en alto,
atacan sin perdones, con un orgullo sano.

Hablando en castellano,
las vocales redondas como el agua son pasmos
de estilo y sencillez. Son lo rústico y sabio.
Son los cinco peldaños justos y necesarios
y de puro elementales, parecen cinco milagros.

Hablando en castellano,
mal o bien, pues que soy vasco, lo barajo y desentraño,
recuerdo cómo Unamuno descubrió su abecedario
y extrajo del hueso estricto su meollo necesario,
ricamente substanciando.

Hablando en castellano,
ya sé qué es poesía. Leyendo el Diccionario
reconozco cómo todo quedó bien dicho y nombrado.
Las palabras más simples son sabrosas, son algo
sabiamente sentido y calculado...

Hablando en castellano,
decir tinaja, ceniza, carro, pozo, junco, llanto,
es decir algo tremendo, ya sin adornos, logrado,
es decir algo sencillo y es mascar como un regalo
frutos de un largo trabajo.

Hablando en castellano,
no hay poeta que no sienta que pronuncia de prestado.
Digo mortaja o querencia, digo al azar pena o jarro.
Y parece que tan sólo con decirlo, regustando
sus sonidos, los sustancio.

Hablando en castellano,
en ese castellano vulgar y aquilatado
que hablamos cada día, sin pensar cuánto y cuánto
de lírico sentido, popular y encarnado
presupone, entrañamos.

Hablando en castellano,
recojo con la zarpa de mi vulgar desgarro
las cosas como son y son sonando.
Mallarmé estaba inventado
el día que nuestro pueblo llamó raso a lo que es raso.

Hablando en castellano,
los nombres donde duele, bien clavados,
más encarnan que aluden en abstracto.
Hay algo en las palabras, no mentante, captado,
que quisiera, por poeta, rezar en buen castellano.

                                         (Gabriel Celaya, de Cantos Íberos)

[Selección de María Teresa García de Paso]


Gabriel Celaya es seudónimo del poeta español Rafael Múgica (Hernani, Guipúzcoa, 1911-Madrid, 1991), uno de los más destacados representantes de la poesía social de los cincuenta. 
    Tras cursar el bachillerato en San Sebastián, en 1929 ingresó en la Escuela de Ingeniería Industrial de Madrid. Se alojó en la Residencia de Estudiantes, donde trabó amistad con los poetas del 27 y con Pablo Neruda, experiencia que sin duda contribuyó a que abandonara su destino familiar de empresario para dedicarse a la poesía. En 1935 acabó Ingeniería y publicó su primer libro de poemas, Marea del silencio. Durante la Guerra Civil fue capitán de "gudaris"* del ejército republicano en Euskadi. Al acabar la contienda, alternó su trabajo en el negocio familiar con la dedicación a la poesía. Providencial fue su encuentro en 1946 con la que después sería su esposa, la también escritora Amparo Gastón, que lo salvó de una profunda crisis personal. Juntos llevaron a cabo numerosos proyectos culturales, entre ellos la fundación de la colección de poesía "Norte". Otro hecho decisivo en su vida fue su relación con Jorge Semprún**, a través del cual ingresó en el Partido Comunista, militancia que mantuvo a lo largo de su vida. En 1956 se traslada a Madrid para dedicarse exclusivamente a su quehacer literario.
     En su producción poética se pueden distinguir tres etapas. Sus primeros libros, publicados con su verdadero nombre  (Marea del silencio, 1935; La soledad cerrada, 1947; Movimientos elementales, 1947) o con el seudónimo Juan de Leceta (Tranquilamente hablando, 1947, y Las cosas como son, 1947) presentan rasgos neorrománticos y surrealistas. Su segunda etapa (en la que adopta el seudónimo de Gabriel Celaya, formado con su segundo nombre y su segundo apellido), es la de la poesía comprometida y de denuncia social, a la que pertenecen Las cartas boca arriba, 1951; Cantos íberos, 1955; De claro en claro, 1956 ( Premio de la Crítica), y Episodios nacionales, 1962, entre otras obras. En el último periodo intenta una renovación expresiva con obras como El derecho y el revés (1973), Buenos días, buenas noches (1976) o Penúltimos poemas (1982).
    En 1986 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas, galardón que concede el Ministerio de Cultura por el conjunto de la obra. En sus últimos años, las penurias económicas le obligaron a vender su biblioteca (formada por 1200 volúmenes) a la Diputación Provincial de Guipúzcoa. Tras su muerte, sus cenizas fueron esparcidas en su ciudad natal.

*gudari, soldado vasco perteneciente al Euzko Gudarostea (Ejército Vasco), pequeño ejército formado por el Gobierno de Euskadi durante la Guerra Civil.

**Jorge Semprún (1923-2001) fue escritor, guionista cinematográfico, intelectual y político español. En Francia formó parte de la Resistencia contra los nazis, por lo que fue deportado al campo de concentración de Buchenwald. Fue miembro del Partido Comunista de España entre 1942 y 1964. Ministro de Cultura desde 1988 hasta 1991.

El cantante Paco Ibáñez popularizó algunos poemas de Gabriel Celaya. Uno de los más conocidos es "La poesía es un arma cargada de futuro", que puedes escuchar interpretado por Joan Manuel Serrat.


viernes, 21 de febrero de 2014

Leer Juntos "Muerte en Estambul" de Petros Márkaris



Grupo de lectura del IES Goya. Zaragoza
Reunión del día 17 de febrero de 2014.
Obra comentada:  Muerte en Estambul (Παλι, πολύ παλιά) . Novela. Fecha de publicación 2008
Autor: Petros Márkaris (Estambul, 1 de enero de 1937),  traductor, dramaturgo, guionista y novelista griego, conocido ante todo por sus novelas policíacas protagonizadas por el comisario Kostas Jaritos.



En esta sesión contamos con la presencia de algunos miembros de la Asociación Heleno-Aragonesa Pansélinos, para que nos aportaran detalles sobre el autor y la historia de la presencia griega en Estambul.
El presidente de la Asociación y profesor de Griego Moderno del Centro de Lenguas Modernas de la Universidad de Zaragoza, Emanouil Giatsidis Ignatiadis, nos hizo un resumen de los acontecimientos más destacados del conflicto greco-turco y de su repercusión en la vida de los griegos que vivían en Estambul, así como de la situación actual de la comunidad griega en esta ciudad.
     Teresa Serra Bosquet, de la Filmoteca de Zaragoza, nos informó de la faceta cinematográfica de Petros Márkaris, autor de numerosos guiones del cineasta griego Theo  Angelópoulos y nos habló también  de la película griega Un toque de canela (Πολίτικη κουζίνα/polítiki kuzína), del director Tassos Boulmetis, que tiene como escenario la Estambul de 1955, de la  que debe partir desterrada una familia griega.


     Siguiendo la tradición griega de los Nóstoi (Νόστοι), poemas épicos en los que se narraba el regreso a sus patrias de los héroes griegos después de la Guerra de Troya, Petros Márkaris  pone en esta novela al inspector Kostas Jaritos tras los pasos de una griega del Ponto (Mar Negro), que en su regreso a la patria perdida ejerce una suerte de Justicia Divina,  a fin de que expíen sus crímenes aquellos que se aprovecharon de los griegos víctimas de las limpiezas étnicas que realizó el Estado turco a lo largo del siglo XX.

     Kostas Jaritos marcha de vacaciones con su esposa, Adrianí, a Estambul (Constantinopla para los griegos), para olvidar las tensiones sufridas en la familia por el matrimonio civil de su hija Katerina. Allí deberá trabajar codo con codo con Murat, policía de nacionalidad turca aunque nacido y criado en Alemania, para encontrar a una anciana griega, que va sembrando  su  periplo por la ciudad donde vivió su juventud de víctimas de sus tirópitas (empanadas de queso) envenenadas.
      La relación con Murat, que comienza con las habituales suspicacias entre griegos y turcos, termina en una sincera amistad con intercambio de regalos y teléfonos incluido, reflejando la típica hospitalidad (ξενία/xenía) de los pueblos mediterráneos:
"Nermín abraza primero a Adrianí y luego se me acerca. Recuerdo que, la noche en que fuimos a cenar a su casa, Murat me advirtió que no le diera la mano y me limito a hacer una pequeña reverencia. Nermín me la devuelve y Murat me da un paquete que llevaba en la mano.
– What is this? -pregunto extrañado.
– Es para su hija -explica Nermín-. Un regalo de boda. A wedding gift.
– Es una alfombra hecha a mano -añade Murat-. La puede colgar en la pared o ponerla en el suelo.
– Para que su hija tenga algo de Estambul en su nueva casa -concluye Nermín-. Y para que, cada vez que ustedes vean la alfombra, recuerden su primer viaje a Estambul, asociado para siempre al feliz acontecimiento de la boda".
    En esta novela Petros Márkaris nos hace conocer la serie de persecuciones que sufrió la comunidad griega que vivía en la actual Turquía, en concreto en Estambul y en la zona del Ponto, durante la primera mitad del siglo XX, mostrándonos  una serie de personajes representativos de esta comunidad. Por otra parte plantea las dificultades con las que tienen que convivir las minorías étnicas en cualquier país, ejemplarizándolo no sólo con las historias de los griegos de Estambul, sino con la historia de Murat y su esposa, turcos que marchan de Alemania a causa de las presiones sociales.
   Todo ello aderezado con unas descripciones magistrales de la bella ciudad de Estambul, ciudad que mantiene una relación simbiótica con los personajes, como lo hace Atenas en las demás novelas de la serie, y de las costumbres turcas, en especial de su cocina, tan igual y diferente a la vez de la griega:
"Pido un ekmek con dos capas de ekmek y una de nata, como lo toman aquí, y no con una capa de ekmek y una de helado, como lo tomamos en Grecia, mientras que Vasiliadis limita su apetito a un airani. Espera discretamente que disfrute de mi dulce, pero yo he decidido prolongar el placer al máximo. De manera que separo las dos capas, coloco la nata en medio, la vuelvo a cubrir con la segunda capa de ekmek y convierto el dulce en un sándwich."
     Aunque esté ambientada en Estambul, no obstante no pierde la oportunidad el autor para hacer una crítica de la sociedad griega actual,  con su habitual tono sarcástico:
"Así que terminamos en Prínkipos y, en calesas, dimos la «vuelta pequeña» a la isla, según nos explicó la señora Murátoglu, que conocía la historia de cada mansión de madera, de todos los viejos propietarios griegos y de algunos armenios y judíos. Nosotros nos comimos montones de fondos de la Unión Europea y no fuimos capaces de crear un mísero registro de la propiedad, mientras que la señora Murátoglu se sabe de memoria a quién pertenecen las fincas de los griegos de aquí."
  Por último me gustaría hacer dos citas de la novela que me han impresionado en especial:
 "A Murat le gusta mucho la cocina alemana. Porque nació y creció en Alemania. Yo fui allí cuando tenía siete años. -Hace una pausa antes de añadir con cierta amargura-: Yo aprendí de los alemanes hasta su cocina. Los alemanes no aprendieron nada de mí.– Por eso digo que las minorías están siempre bajo sospecha y siempre tienen la culpa -interpone Murat-. Por eso te dije que comprendo mejor a los griegos. Porque he pasado por esto".
"Porque en Alemania la soledad es más llevadera. En Turquía, las familias son grandes y viven juntas. A tu alrededor siempre oyes ruido, gente que habla, niños que lloran, madres que les regañan, y eso hace la soledad todavía más insoportable. En Alemania, en cambio, son muchos los que viven solos, los ves a tu alrededor continuamente, y eso te consuela, porque sientes que no eres el único."
 Se terminó la sesión degustando una tirópita como las que prepara María Jambu en la novela, eso sí sin veneno.
Receta utilizada:

Ingredientes:
500 gramos de pasta filo
150-200 gramos de queso feta
150-200 gramos de queso curado de oveja
150-200 gramos de queso gouda
150-200 gramos de queso semicurado
4 huevos
1/2 litro de leche
Pimienta
Aceite de oliva

Preparación:
Troceamos el queso, mezclamos todos los tipos de queso y le echamos un poco de pimienta. 
Cogemos una bandeja de horno y la untamos de aceite de oliva. Cogemos tres o cuatro capas de filo y las extendemos en la bandeja, untadas de aceite. Ponemos encima la mezcla de quesos. Cogemos tres o cuatro capas de filo, las cortamos con las manos y las ponemos entre la mezcla de quesos. Con los trozos que sobresalen de las capas de filo tapamos la mezcla. Ponemos el resto de filo encima untándolo de aceite. Batimos los huevos junto con la leche y lo echamos encima. Lo metemos al horno a 170 grados durante una hora.
 Kαλή όρεξη/ kalí órexi (buen provecho).

                                                                     Mercedes Ortiz


La deliciosa tirópita elaborada por Mercedes  Ortiz


miércoles, 19 de febrero de 2014

Relatos para pasarlo de miedo 5

Cuaderno de biblioteca nº 12: "Relatos para pasarlo de miedo 5"


El número 12 de los Cuadernos de biblioteca reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO y de 1º de bachillerato, como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 28 al 31 de octubre de 2013.



domingo, 16 de febrero de 2014

"Ternura de tus ojos cuando el otoño iba...", de Miguel d'Ors

                                     1967

Ternura de tus ojos cuando el otoño iba
derramando en mi pecho lenta melancolía
y un sonido de flautas azules lejanísimas
convocaba en mis sueños  personajes de infancia.
    Estas cosas no puedo decirlas sin tristeza:
son tantos los momentos que se olvidó el olvido,
son tantos los papeles en que escribí tu nombre
con la caligrafía del pájaro en la playa
que pienso que estos versos no dicen lo que dicen,
que la mejor palabra que tengo es el silencio.
    Ternura de tus ojos, ternura de tus ojos:
yo descansaba en ellos como en una pradera.
Sencillamente porque tenía veinte años.
    Ignoraba que un siempre se termina tan pronto,
ignoraba que un nunca se comienza en seguida...

                                                                      (Miguel d'Ors)

Miguel d'Ors (Santiago de Compostela, 1946) es poeta, profesor y ensayista  español, nieto del escritor Eugenio d'Ors. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Navarra, donde fue profesor desde 1969 a 1979,  cuando se trasladó a Granada, en cuya universidad ejerció  la docencia  hasta su jubilación en 2009. Es autor de una obra poética muy personal pero arraigada en la tradición, cuya temática gira en torno a las preocupaciones fundamentales del ser humano, y que ha ejercido una notable influencia en escritores jóvenes. Su obra comprende los siguientes títulos: Del amor, del olvido, 1972; Ciego en Granada, 1975; Códex 3,  1981; Chronica, 1982; Es cielo y es azul, 1984; Curso superior de ignorancia, 1987, Premio de la Crítica; Poemas, 1988; La música extremada, 1991; Cosas que no soporto en un poema, 1991; Punto y aparte 1966-1990, 1992; La imagen de su cara, 1994; Variación sobre una variación de Juan Garzón, 1996; Hacia una luz más pura, 1999;   2001 (Poesías escogidas), 2001; Sol de noviembre, 2005; El misterio de la felicidad (Antología poética), 2009, y Átomos y galaxias, 2013.

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miércoles, 12 de febrero de 2014

Carlos García Gual: de las islas en la literatura



 EL LEGENDARIO PRESTIGIO DE LAS ISLAS

CARLOS GARCÍA GUAL


Ofertando sucedáneos del paraíso, es­cenarios de maravilla y discreto exo­tismo, ámbitos de raras aventuras o albergues selectos de plácida som­nolencia, las islas suelen rodearse de un prestigio especial, que ilumina bien una larga tradición literaria. Pero es tan diversa su condición y tan plurales sus imágenes, que resulta difícil trazar un catá­logo de sus tipos y sus reflejos.
    La más renombrada de las islas grie­gas, Ítaca, debe su claro prestigio a la anti­gua épica. Es la isla de Ulises, el héroe de la Odisea. Entre las mu­chas islas helénicas no bri­lla por su imponente paisa­je ni por su grandeza, sino tan sólo por su valor como símbolo. Es una isla peque­ña, muy recortada, pedregosa y agreste. Un territorio para corderos y cabras, pero no para caballos. (Telémaco debe rechazar los que le ofrece Menelao, el rey de Espar­ta, pues en Ítaca no hay prados ni prade­ras para galopar). Aunque angosta y po­bre, su atractivo refulge desde el gran poe­ma homérico. No necesita más prodigios. Es la meta del retorno final, la patria anhe­lada del viajero errabundo, el faro secreto de sus nostalgias, el hogar fiel que aguarda sus relatos. El poema de Cavafis Ítaca dice que sólo después de un largo viaje se sabe qué y cuánto significan las Ítacas. ¡Dichoso aquel que guarda su Ítaca en el cora­zón, aunque su patria pequeña y pobre no llegue a isla y tenga acaso otro nombre!
   En los mares de Grecia abundan las islas, ya sean reales o de invención litera­ria. En la misma Odisea hallamos la isla mistérica de la hechicera Circe, la escondi­da ínsula de la seductora Calipso, la caver­nosa del cíclope Polifemo y la hospitalaria y festiva Feacia. Algunas se han identifica­do más tarde con islas mediterráneas: la Trinacria de Polifemo pudiera ser Sicilia, y Feacia tal vez Corfú, por ejemplo. Pero poco importa si pertenecen a la geografía real o a la fantástica. En todo caso, ahí están, alegre refugio de náufragos.
Del todo fabulosa es la mítica Atlánti­da, descrita por Platón en el Critias, y convertida en un paradigma de la gran ínsula utópica. La Utopía, de Tomás Mo­ro, es una Nueva Atlántida refrescada por brisas de América, reinventada a la sombra del renacimiento casi veinte si­glos más tarde. La isla feliz de los atlan­tes es también un símbolo: el de una civilización orgullosa de sus progresos que destruyó una fatal catástrofe natu­ral. (Alguna isla del Egeo, como Tera o Santorini, sufrió un cataclismo parecido, y se quedó sumergida a medias por el azul Egeo. Como eco de ese cataclismo pudo surgir quizá el mito de la gran civili­zación tragada por las aguas).
Del todo real es, en cambio, la idílica isla de Lesbos que una de las primeras novelas escogió como marco geográfico ideal del hermoso relato pastoril de Dafnis y Cloe. ¡Espléndido prestigio el de esta sinuosa isla! Contaba un mito que en ella estaba enterrada la cabeza cantora de Or­feo, después de su maravillosa navegación fluvial y marina, y la historia atestigua que allí compusieron sus poemas líricos la
inigualable Safo y el apasionado Alceo. Una isla de modestas dimensiones parece, desde entonces, el lugar perfec­to para los amores bucólicos. La isla hermosa y cálida alberga a los ingenuos amantes lejos de la sociedad adulta, rutinaria y burguesa. (Valga para muestra otra novela famosa, la de Pablo y Virginia, de Bernardino de Saint-Pierre, de esquema romántico y final triste, que evoca otra isla muy distinta, de paisaje tropical y horizontes africanos. De nuevo aquí el decorado isleño resulta esencial al idilio erótico. No menos que en alguna película taquillera de nuestros días, donde la isla oceánica acoge a una bella pareja de náufragos adolescentes como refugio pinti­parado para sus retozos amorosos).
También encontramos en la literatura he­lenística otro tópico: el de la isla paradisíaca perdida en los Mares del Sur. A ella arriba el viajero, como náufrago, harto de los vi­cios del mundo civilizado, y allí descubre con inmenso deleite una población salvaje y feliz, integrada en un paisaje de sorprenden­te belleza y con una sociedad bienaventura­da. Sin guerras, sin dinero, sin temores ni ambiciones, allí florece una rara felicidad edénica. Tal era la isla Pancaya o Panquea que visitó, internándose desde Arabia en el océano Indico, el viajero Yambulo. (La des­cribía en una autobiografía novelesca que se nos ha perdido). Allí vivió maravillado y feliz unos años, y luego acabó siendo expul­sado del paraíso isleño. (Un paraíso terre­nal modelado según las pautas de las utopías cínicas). No sabe­mos muy bien por qué motivo, pero nos sabíamos ese final: un ser civilizado está harto conta­minado y pervertido para poder aclimatarse bien en el Edén isle­ño. (Panquea, paraíso perdido, es un preludio de Tahití). Tal es la moraleja. Yambulo, expulsa­do y obligado a volverse, a su pesar, es un ejemplo opuesto al de Ulises.
Los griegos fabularon otras is­las más etéreas. Luciano visitó en raudo vuelo las de los bienaventu­rados, y la Isla del Corcho, la del Queso, la de los Sueños, y la de las Lámparas, al volver de su ex­cursión a la Luna (según cuenta en sus Relatos verídicos). Esas is­las tan fabulosas parodian las de otros textos, casi todos perdidos, y preludian las invenciones de fu­turas ínsulas novelescas.

No sólo los jóvenes amantes disfrutan bien en el aislamiento. Por razones distintas, también los piratas se refugian muy a gusto en las islas, muy razonablemente, ya sea  el Caribe o en el Pacífi­co. Allí instalan sus guaridas, re­calan a sus anchas, proclaman su desaforada libertad ebrios de sol y de ron. Y en los islotes más escondidos entierran furtivos sus sanguinolentos tesoros. (Y no ol­vidan nunca dibujar un plano oportuno para buscarlos más tar­de). La isla del tesoro, de Steven­son, combina con magistral ele­gancia esos tópicos que repiten muchos relatos de pira­tas y bucaneros. (En otro estilo surrealista la isla de los piratas resur­girá en el país mágico de Peter Pan para deleite de lectores infantiles).

En Las afortunadas, Herman Melville rememora cómo en unas is­las tan remotas y adus­tas como las Galápagos, pobladas sobre todo de tortugas, iguanas, pelíca­nos y albatros, se cruza­ban los barcos de pira­tas y los despojos de los náufragos. En el Pacífi­co se sitúan los mejores relatos de náufragos, co­menzando por el prota­gonizado por Robinsón Crusoe (según la famo­sa novela de Daniel De­foe, quien también escri­bió una ilustrada Histo­ria de los más famosos piratas). Larga ha sido la descendencia de ese relato, y muchos los Robinsones que lo han emulado, en recreacio­nes optimistas como las varias de Julio Verne, o en alguna robinsonada colectiva de signo contrario, tan amarga y truculenta como El señor de las moscas, de William Golding.
En todo caso, Robinsón es un confiado mito de la modernidad. La isla solitaria permite al náufrago ingenioso, tenaz y muy hábil en el manejo de las técnicas manua­les, haciendo uso oportuno de las herra­mientas salvadas del naufragio, reinstalar-se a su gusto, construirse una casa y culti­var un huerto, y dominar la naturaleza, es decir, reinventar un entorno civilizado. Le­jos de la sociedad agobiante, lejos de los jueces, los curas y los acreedores, en ese nuevo mundo, el sagaz náufrago, que hasta tiene unos pocos libros y un par de escope­tas, podría ser feliz. Luego aparece Viernes, un buen esclavo doméstico, para colmar las ansias de compañía y coloquio, y parece que no hay más que pedir. O casi, porque conviene volver a la civilización para con­tar la historia.
Pero para equilibrar el número de las is­las deshabitadas, la literatura de naufragios fantásticos no cesa de inventar otras más, pobladas de seres raros e inquietantes. Como ­son las que visita Gulliver en viajes diversos: ­islas dislocadas o volantes, tales como Liliput, Laputa, etcétera. El ácido humor de Jonathan Swift impulsa a su protagonista a toparse con sus habitantes, de diversos tamaños, enormes o diminutos, o en forma de caballos, y sus pintorescas sociedades, muy extrañas en apariencia, pero que reflejan en sus crueles extravagancias nuestros propios hábitos. El humor se alía aquí bien a la sátira. Podemos imaginar una reunión en la taberna del taimado John Silver con Robin­són Crusoe y Gulliver, bien abastecidos de ron y cerveza, comentando sus viajes. Coinci­dirían, desde luego, en un punto básico: las islas no sólo son estupendas, sino necesarias. (Véase qué asombroso tropel de islas fabulosas se recoge y describe en el libro de A. Manguel y G. Guadalupi, Guía de lugares imginarios, Alianza, Madrid, 1992).
Desde que tienen todas  su aeropuerto y las inunda el turismo, las islas ya no son lo que fueron. Porque a una isla se debe llegar ­por mar, contemplando de lejos su silue­ta, reconociendo a medida que se acerca sus calas, sus muelles y sus edificios, apreciando sus singulares perspectivas hasta que el barco queda amarrado y fijo. Quien ama las islas sabe que cada una es un mundo, un universo propio y singular, con gentes peculiares y ritos y caracteres propios, un mundo insular centrado sobre mismo y donde todo lo exterior se moldea  según sus modos en una escala más o menos reducida.

En nuestro Mediterráneo hay islas de muy variado tamaño y de muy diversa tradición y con una larga historia a sus espaldas. Al­gunas, como Creta o Sicilia. son grandes y con un vasto pasado de historias y leyendas de muchos siglos. Las islas mayores han da­do origen a una literatura autóc­tona espléndida y han sido centro de numerosos relatos. Por ejem­plo, la milenaria Creta, la isla del Laberinto minoico y del Minotau­ro, una isla montaraz en la que se decía que estuvo la tumba del mis­mo Zeus, y cuya patética historia moderna hasta su tardía indepen­dencia y su aguerrido talante están bien reflejados en las novelas del prolífico Niko Katsantsakis. O la volcánica y pródiga Sicilia, de tantas ilustres ciudades de origen griego y tantos escritores, con su atmósfera peculiar tan bien evocada por Lampedusa, Verga, Sciascia, Consoló y Camillieri.


    Mallorca, por apuntar otro ejemplo, es tierra de mediano tamaño, curiosa ­y apaciguada histo­ria, y  discretas figuras literarias. Fue, en la Edad  Media,  un reino breve y la cuna del gran sabio y muy fogoso Ramón Llull. Ha pro­ducido luego unos cuantos poetas y algunos novelistas, como los her­manos Miguel  y Lorenzo Villalon­ga (La  novela Bearn del segundo se considera el paralelo mallorquín de­ El gatopardo del siciliano Lampedusa).  Paradójicamente,  sin embargo, es  Un  invierno en Mallorca  de la romántica George Sand el texto más famoso sobre la isla. ­Un texto usado a me­nudo incluso en la propaganda turística, a pesar  de que mezcla sus elogios del paisaje con los más duros reproches a sus gentes, intoleran­tes, avariciosos y ruines. Menos difundido aho­ra, el libro de Santiago Rusiñol La isla de la cal­ma ofrece el elogio más amable y estilizado con su mejor humor de las bellezas de la isla y del carácter de sus morado­res, displicentes, plácidos, lentos y discretos. A unos ochenta años de distancia, La isla de la calma es una elegía    en prosa de la Mallor­ca desvanecida. Es   muy dudoso que quede algo, si dejamos a un lado las bellezas naturales, de ese talante isleño retratado con tanto humor por el pintor catalán. El desarrollo turístico acelerado parece haber cambiado hasta el modo de ser de las gentes. Las islas, como decía antes, ya no son lo que eran.

     Lawrence Durell, que tanto escribió de las islas griegas, se confesaba “islómano”,  en uno de sus libros. Es decir, “amante  furibundo de las islas”. Así como hay  amantes de las cumbres y de los ríos, hay “amantes de las islas”, nesófilos irredentos,  a pesar del turismo. A ese secreto club per­tenecemos unos cuantos más.

                                                 ( Publicado en Babelia. El País, 19 de agosto de 2000)
La negrita es nuestra.
Sin las imágenes en el original.




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domingo, 9 de febrero de 2014

"Medidas", de Juan Gelman

El poeta Juan Gelman


MEDIDAS

El abuelo me mira desde
la foto de siempre, me mira
desde el fondo de Rusia y otras desgracias.
Desde el ghetto me mira. Dicen que
escribió una carta a Dios para
que inundara las casas de trigo,
de vino y de pan ázimo en Pascua,
y ató la carta a la pata de un pájaro
que voló de país en país buscando el cielo.
Me mira con las ojeras lentas
de quien veló el espanto. Nunca
me levantó en sus brazos. Nunca
lo tuve, nunca
me tuvo, nunca
es la palabra entre los dos. Quiso
que la verdad paseara por la calle
y la cubrió con una máscara
para que la quisieran.
Esa máscara es su rostro en la foto.
Le habrá pedido a Dios que no
borre ni escriba nada porque
todo podía ser peor. La foto
está enferma, levanta
una humareda de brazos que no se encontrarán.
Empoza su linaje y
me sigue como un perro.

                         Juan Gelman, de Valer la pena, 2001

El poeta, traductor y periodista argentino Juan Gelman Burichson nació en Buenos Aires el 3 de mayo de 1930. Hijo de inmigrantes judíos ucranianos, ha contado  que  se enamoró de la poesía a muy temprana edad por los versos del escritor ruso Pushkin (1799-1837) que recitaba su hermano y que él no comprendía. Con quince años ingresó en la Federación Juvenil Comunista y en 1948, en la Universidad de Buenos Aires, inició los estudios de Química que abandonó para dedicarse al periodismo, la política y la poesía. Formó parte  del grupo de poetas "El pan duro", integrado por jóvenes comunistas que proponían una poesía comprometida. En 1963 fue encarcelado por pertenecer al Partido Comunista, del que más tarde se apartaría. Fundó el grupo 'Nueva Expresión' , además de la editorial 'La rosa blindada' y ejerció el periodismo en la revista 'Panorama', en el suplemento cultural de 'La Opinión', en la revista 'Crisis' y en el diario 'Noticias'. En 1967 se integró en la organización guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC) y, tras la fusión con Montoneros (movimiento guerrillero de izquierda peronista)  en 1973, ejerció como secretario de prensa para Europa de esta organización hasta su alejamiento en 1979. La dictadura argentina del general Videla (1976-1983) marcó dolorosamente su vida y su obra pues lo obligó al exilio (en Roma, París, Managua, Nueva York y México, trabajando como traductor de la UNESCO) y le arrebató a su hijo Marcelo y a su nuera Claudia, embarazada en el momento de su detención, que pasaron a engrosar las listas de "desaparecidos". No pudo regresar a su país hasta 1988, después de que una protesta liderada por varios escritores (García Márquez y Vargas Llosa, entre otros) consiguiera el indulto de las cuentas pendientes con la justicia de su país tras la llegada de la democracia. No obstante, fijó su residencia en México. En el año 2000, cuando la joven contaba ya con 23 años, el poeta pudo encontrar en Uruguay a su nieta Macarena, nacida durante la detención de Claudia. Juan Gelman falleció  en Ciudad de México, donde residía desde 1988, el 14 de enero de 2014.

La lucha por la recuperación de la memoria, la presencia de lo cotidiano y la denuncia de la injusticia  son  constantes en la obra de Gelman (adscrita al realismo crítico), en la que el sentimiento de pérdida se impone sobre el odio y el deseo de venganza. De él se ha escrito que transformó en belleza la tragedia de su vida, con una poesía brillante,  irónica e innovadora, en la  que mezcla muy variados registros y  cuyos temas recurrentes son la memoria, el dolor, el amor y la muerte. De su abundante producción poética, destacan Violín y otras cuestiones (1956),  El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961),  Gotán (1962),  Cólera  buey (1968), Los poemas de Sidney West (1969), Fábulas (1971) y Si  tan dulcemente (1980). Ha recibido galardones tan prestigiosos como el Premio Nacional de Poesía (1997),  el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2005) y el Premio Cervantes (2007).

En 1995, cuando habían pasado diecinueve años del robo de su nieta,  Juan Gelman escribió esta conmovedora carta dirigida al nieto o nieta que no había conocido y que  estaba buscando:

Carta abierta a mi nieto

Dentro de seis meses cumplirás 19 años. Habrás nacido algún día de octubre de 1976 en un campo de concentración. Poco antes o poco después de tu nacimiento, el mismo mes y año, asesinaron a tu padre de un tiro en la nuca disparado a menos de medio metro de distancia. Él estaba inerme y lo asesinó un comando militar, tal vez el mismo que lo secuestró con tu madre el 24 de agosto en Buenos Aires y los llevó al campo de concentración Automotores Orletti que funcionaba en pleno Floresta y los militares habían bautizado “el Jardín”. Tu padre se llamaba Marcelo. Tu madre, Claudia. Los dos tenían 20 años y vos, siete meses en el vientre materno cuando eso ocurrió. A ella la trasladaron -y a vos con ella- cuando estuvo a punto de parir. Debe haber dado a luz solita, bajo la mirada de algún médico cómplice de la dictadura militar. Te sacaron entonces de su lado y fuiste a parar -así era casi siempre- a manos de una pareja estéril de marido militar o policía, o juez, o periodista amigo de policía o militar. Había entonces una lista de espera siniestra para cada campo de concentración: Los anotados esperaban quedarse con el hijo robado a las prisioneras que parían y, con alguna excepción, eran asesinadas inmediatamente después. Han pasado 12 años desde que los militares dejaron el gobierno y nada se sabe de tu madre. En cambio, en un tambor de grasa de 200 litros que los militares rellenaron con cemento y arena y arrojaron al río San Fernando, se encontraron los restos de tu padre 13 años después. Está enterrado en La Tablada. Al menos hay con él esa certeza.
Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste. Me lo aseguró el padre Fiorello Cavalli, de la Secretaría de Estado del Vaticano, en febrero de 1978. Desde entonces me pregunto cuál ha sido tu destino. Me asaltan ideas contrarias. Por un lado, siempre me repugna la posibilidad de que llamaras “papá” a un militar o policía ladrón de vos, o a un amigo de los asesinos de tus padres. Por otro lado, siempre quise que, cualquiera hubiese sido el hogar al que fuiste a parar, te criaran y educaran bien y te quisieran mucho. Sin embargo, nunca dejé de pensar que, aun así, algún agujero o falla tenía que haber en el amor que te tuvieran, no tanto porque tus padres de hoy no son los biológicos -como se dice-, sino por el hecho de que alguna conciencia tendrán ellos de tu historia y de cómo se apoderaron de tu historia y la falsificaron. Imagino que te han mentido mucho.
También pensé todos estos años en qué hacer si te encontraba: si arrancarte del hogar que tenías o hablar con tus padres adoptivos para establecer un acuerdo que me permitiera verte y acompañarte, siempre sobre la base de que supieras vos quién eras y de dónde venías. El dilema se reiteraba cada vez -y fueron varias- que asomaba la posibilidad de que las Abuelas de Plaza de Mayo te hubieran encontrado. Se reiteraba de manera diferente, según tu edad en cada momento. Me preocupaba que fueras demasiado chico o chica -por ser suficientemente chico o chica- para entender lo que había pasado. Para entender lo que había pasado. Para entender por qué no eran tus padres los que creías tus padres y a lo mejor querías como a padres. Me preocupaba que padecieras así una doble herida, una suerte de hachazo en el tejido de tu subjetividad en formación. Pero ahora sos grande. Podés enterarte de quién sos y decidir después qué hacer con lo que fuiste. Ahí están las Abuelas y su banco de datos sanguíneos que permiten determinar con precisión científica el origen de hijos de desaparecidos. Tu origen.
Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor que ellos. Ellos se quedaron en los 20 años para siempre. Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar. Para darte tu historia, no para apartarte de lo que no te quieras apartar. Ya sos grande, dije.
 Los sueños de Marcelo y Claudia no se han cumplido todavía. Menos vos, que naciste y estás quién sabe dónde ni con quién. Tal vez tengas los ojos verdegrises de mi hijo o los ojos color castaño de su mujer, que poseían un brillo especial y tierno y pícaro. Quién sabe cómo  serás si sos varón. Quién sabe cómo serás si sos mujer. A lo mejor podés salir de ese misterio para entrar en otro: el del encuentro con un abuelo que te espera.”
                                                                                                       12 de abril de 1995  
                                              Publicada en el semanario Brecha, Montevideo, el 23 de diciembre de 1998

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