EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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domingo, 26 de agosto de 2012

"Ah, del castillo", de Antonio Hernández





Ah, del castillo

Se ahogó la princesa,
y el príncipe.
Se hundieron las mesnadas,
sucumbieron
pendones y caballos
cuando la ola se llevó el castillo
que construí en la arena
de Cádiz, siendo niño.

Pero quedó el juglar.

(Antonio Hernández, de Indumentaria, 1986)



Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1943) es  poeta, narrador, periodista y ensayista. El profesor Francisco Morales Lomas lo adscribe a la Promoción de los 60, un grupo de escritores — en el que se suele incluir a  Félix Grande*, Ángel García López, Rafael Ballesteros, Diego Jesús Jiménez, Hilario Tundidor, Francisca Aguirre*, José Miguel Ullán, etc.— que constituye una especie de paréntesis entre la Generación del medio siglo y los Novísimos, y que imprime nuevos rumbos a la lírica española sustituyendo la poesía social por otra de carácter crítico y moral. Antonio Hernández “hace del paisaje y de la infancia, del tiempo y el recuerdo, del amor y la muerte algunos de los ejes fundamentales” de una poesía que aspira a  trazar una historia personal y a sondear su identidad conflictiva, pero que también es muestra del compromiso cívico con los más débiles y con la historia del pueblo andaluz.
Su abundante producción poética incluye El mar es una tarde con campanas (1964, premio Adonáis), Oveja negra (1969), Donde da la luz (1978, premio Rafael Morales), Metaory (1979, cuyo título pretende ser un homenaje a Carlos Edmundo de Ory), Compás errante (1979, sobre el éxodo del pueblo gitano), Homo loquens (1981), Diezmo de madrugada (1982, premio Leonor de la Diputación de Soria), Con tres heridas yo (1983), Indumentaria (1986), Campo lunario (1988), Lente de agua (1990), Sagrada forma (1994, premio de la Crítica), Habitación en Arcos (1997) y A palo seco (2007, dura obra de madurez, fruto de una profunda depresión).  Insurgencias (Poesía 1965-2007), publicada en 2010, recoge  su obra poética completa.

* En este blog:


jueves, 23 de agosto de 2012

"Séptimus" de Angie Sage


FICHA BIBLIOGRÁFICA: 
Título: Séptimus
Autora: Angie Sage
Editorial: Montena
Lugar de edición: Barcelona
Fecha: 2005

PRESENTACIÓN: 
Novela juvenil de fantasía

BREVE INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA:
Angie Sage nació en 1952 en Londres, donde estudió ilustración y diseño gráfico. Trabajó en su juventud ilustrando cuentos infantiles, y poco después se decidió escribirlos. Su primera gran novela fue Séptimus, el comienzo de una saga que aún no ha terminado de escribir.

ARGUMENTO:
La historia comienza con la muerte de la reina de la ciudad donde viven grandes magos con vastos poderes mágicos. La hija de la reina, de apenas unos meses desaparece sin dejar rastro.
Al mismo tiempo que ocurre el desafortunado incidente, Silas Heap, séptimo hijo de una familia de magos, encuentra un fardo en la nieve mientras se dirige a su casa para visitar a su recién nacido séptimo hijo. Recoge el fardo y lo desenvuelve. Una niña de apenas unos meses con unos ojos de precioso color morado. Lleva a la pequeña a su casa y al llegar recibe las terribles noticias: su hijo, el séptimo hijo de un séptimo hijo, destinado a tener poderes mágicos increíbles, ha muerto en el parto. Superan la pérdida y acogen a la niña como una hija más 
Años más tarde, la mayor maga del reino, Marcia Overstad, acude a casa de Silas Heap, antiguo conocido suyo, y le explica a este lo que ha descubierto: La niña que habían rescatado de la nieve aquel día, era en realidad la hija de la reina. Pero el hombre que había provocado la muerte de la gobernadora sabía que la niña había sobrevivido, y no iba a descansar hasta darle caza. Ayudada por sus hermanos, sus padres y la maga Marcia, la joven princesa deberá escapar de las  sombras para salvarse, pero lo que no sabe es que, además de sus actuales familiares, hay una persona que también será de vital importancia para su supervivencia, una persona que no conoce su propio pasado, y que tiene algo en común con la princesa...

PERSONAJES: 
Jenna: la joven princesa. Es bastante lanzada y tenaz, pero también precavida y previsora.
Nico: el quinto hermano de la familia Heap. Maestro en navegación y orientación náutica, ayudará valientemente a Jenna en su largo viaje.
Silas: el padre de la familia Heap, antes un gran mago de grandes aspiraciones, ahora un hombre triste y algo desesperanzado, pero no se rendirá ante una amenaza contra su familia
Marcia: la maga extraordinaria de la región. Maestra en artes mágicas y conocedora de la tumultuosa historia que incumbe a Jenna, se verá obligada a luchar contra más de una amenaza mortal.
Muchacho de la armada: un joven perteneciente a un grupo de escolta del reino mágico, de la misma edad que Jenna. Sin saber muy bien como, se ve de repente dentro de los problemas de la princesa, debiendo dejar de lado el ejército y acompañándola en su viaje.
Don Daniel: antiguo mago extraordinario, ahora necrófago y responsable del asesinato de la reina 

VALORACIÓN PERSONAL:
Un libro que, si lo lees con imaginación y la mente abierta, puedes disfrutarlo como ningún otro. 

RECOMENDACIONES:
Le gustará a un lector que aprecie las novelas de fantasía y otras historias mágicas

RELACIÓN CON OTRAS OBRAS:
Aunque todavía no está preparada, en poco tiempo se ha previsto una película que narre esta obra. Además, hay otros títulos de Séptimus que continúan con la historia, la cual todavía no ha llegado a su fin. Seguramente sería interesante para aquellos que disfrutasen leyendo novelas del estilo de Harry Potter y otras obras de fantasía.

                                            Pablo Trébol, 2º ESO A

domingo, 19 de agosto de 2012

"Los trabajos de Katsushika Hokusai", de Washington Benavides

Katsushika Hokusai: "Ola rompiendo frente a Kanagawa"



Los trabajos de Katsushika Hokusai



No había pintado aún su
                                          “Ola rompiendo frente a Kanagawa”
acechaba en sus frascos
                                         el hondo azul de Prusia
que daría
                 profundidad de arterias
                                                           a sus trazos
móvil ladera de ola
                                 la que estallaba arriba
en una planta fantasmal y blanca
                                                          en raíces
aéreas e instantáneas
                                      en bandos de avecillas
que planean
                      pajaritas de agua
                                                     y que regresan
a la madre profunda
                                    Entonces Hokusai escribió
(en levísima variante
                                     dejó a un lado tintas planchas
plumas)
               este resumen
                                       de su vida:
“Desde los seis
                           conservo la manía
de dibujar las cosas
                                  (la forma de las cosas)
a los 50
              tenía publicados infinitos dibujos
aunque sé muy bien que antes de los 70
lo hecho nada vale
                                (una burbuja vale)
a los 73 aprendí algo
sobre la verdadera estructura de los seres:
cuadrúpedos o peces
                                    plantas árboles
pájaros e insectos
                               En consecuencia
a los 80 aumentaré el progreso
                                                       y a los 90
penetraré el misterio de las cosas
y cuando llegue
(porque llegaré) a los 110 años
todo lo que haga
                              ya sea un punto o una línea
será la vida
Pido
       a quien me sobreviva
                                              que compruebe
si cumplo mi palabra”
A los 89 murió renegando
                                             “solo un poquito
solo un poquito más y seré
                                               de veras un pintor”.

                                                   (Washington Benavides, de Hukusai, 1975)


Washington Benavides, poeta y músico uruguayo, nació  en Tacuarembó, Uruguay, en 1930. Fue profesor de literatura primero en Educación Secundaria y más tarde en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación  de la Universidad de la República. Ha cultivado el ensayo, ejercido la crítica y traducido  a importantes poetas de lengua portuguesa. Durante los años de la dictadura impulsó la música popular como  forma de resistencia. Fue uno de los integrantes del llamado Grupo de Tacuarembó, del cual también formaron parte otros poetas y músicos de ese departamento. De su abundante producción poética, que  lo sitúa entre los poetas más importantes de su generación,  destacan  El poeta (1959),  Poesía (1963), Las milongas (1966), Poemas de la ciega (1968), Los sueños de la razón (1968), Fontefrida (1979), Fotos (1986), El molino del agua ­(Premio Nacional y Municipal­, 1993), La luna negra y el profesor (1994), Un viejo trovador (2004), Diarios del Iporá (2006). Sus poemas han sido versionados en canciones por artistas como Eduardo Darnauchans, Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Héctor Numa Moraes  o Abel García.

Actualización (septiembre de 2017):
Washington Benavides  falleció en Montevideo el 24 de septiembre de 2017, a los 87 años.

Katshushika Hokusai (1760-1849) es considerado  como el mejor artista de la historia de Japón y máxima expresión del Ukiyo-e, el género de estampa practicado en aquel país a partir del siglo XVII.  Se inició desde la niñez en la técnica de la pintura y el grabado, formándose con uno de los grandes maestros de la época: Katsukawa Shunsho. A partir de los 30 años, Hokusai inicia su fase de madurez desarrollando un estilo muy personal con el paisaje como gran protagonista. "La gran ola de Kanagawa" es su obra más conocida y la primera de Treinta y seis vistas del monte Fuji, serie con la que alcanzó la culminación de su carrera a la vez que ejercía una poderosa influencia no sólo sobre los artistas de su país sino también sobre los europeos.

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viernes, 17 de agosto de 2012

"Reyes de la Basura", de Andy Mulligan


FICHA BIBLIOGRÁFICA: 
-TÍTULO: Reyes de la Basura
-AUTOR: Andy Mulligan
-EDITORIAL: Salamandra
-FECHA DE EDICIÓN: 2011 

PRESENTACIÓN: 
Es una novela juvenil de misterio y aventuras.

DATOS SOBRE EL AUTOR:
Andy Mulligan nació y creció en el sur de Londres. Trabajó de director teatral durante diez años, hasta que se decantó por la literatura. En la actualidad reside entre Manila y Londres. Su primera novela fue Ribblestop, nominada al premio Roald Dahl. Reyes de la basura ha sido nominada al premio Red House de literatura juvenil y  traducida a trece idiomas. 

ARGUMENTO:
La historia se desarrolla en la ciudad de Manila, Islas Filipinas. Rafael, un niño de unos quince años. y sus amigos Jun-Jun y Gardo viven y se ganan la vida en un gigantesco vertedero. Trabajan removiendo basura y buscando entre ella cosas que vender. Rafael encuentra una cartera con dinero y notas en clave. Al día siguiente, la policía llega al vertedero buscando aquella cartera, pero los tres chicos se compinchan para no decir nada, aunque la sangre y el sufrimiento se entrometieran. Así comienza una intriga que  lleva a los tres chicos a las mansiones más lujosas de la ciudad, a la celda de un anciano preso político y a un impresionante cementerio, con el fin de desenmarañar un curioso caso de corrupción y codicia, mientras policías sin escrúpulos los persiguen sin éxito.

PERSONAJES: 
El protagonista, como ya he dicho antes, se llama Rafael y tiene 15 años. Siempre está pegado a Gardo, su mejor amigo, y junto con Jun-Jun (alias Rata). Es alto, de pelo marrón oscuro y graso. Suele llevar una camiseta roja y un rajado pantalón vaquero, ya que no tiene nada más. Es probablemente el más avispado y astuto de los tres. Es leal amable y decidido, pero a veces un poco testarudo.

VALORACIÓN PERSONAL:
A mí es una historia que me impresionó mucho. Ver cómo esos desdichados adolescentes llegan a burlar literalmente a un cuerpo de policía entero es algo impactante. Con esta lectura he aprendido principalmente que hay cientos de cosas más importantes que el dinero

                                                         Andrés Martín, 1º ESO D

martes, 14 de agosto de 2012

Juan Cruz: Infancias. José Manuel Blecua

El escritor y periodista Juan Cruz está publicando en el diario El País una  estupenda serie de artículos  sobre la infancia de algunas figuras relevantes del panorama español actual. En  la segunda entrega el elegido ha sido José Manuel Blecua  Perdices (Zaragoza,1939), actual director de la Real Academia de la Lengua, quien al evocar su infancia en Zaragoza recuerda también su paso por el Instituto "Goya", donde tanto él como su hermano Alberto fueron alumnos de su padre, el eminente filólogo de origen aragonés José Manuel Blecua Teijeira (1913-2003), que desempeñó la cátedra de Lengua y Literatura en este centro. Recuerdos personales  y opiniones que, sin duda, interesarán a los lectores. 

Infancias
José Manuel Blecua

José Manuel Blecua, director de la Real Academia de la Lengua, en su infancia

Por JUAN CRUZ

Conoció a la vez “la dureza de la vida” y “el encanto de vivir en libertad”, y eso supone para José Manuel Blecua, filólogo, catedrático, director de la Academia Española, la esencia de su infancia difícil, feliz e inolvidable.
Para ir al instituto, este zaragozano de 1939 tenía que cruzar la ciudad, caminando, de lado a lado; dos horas para ir, dos horas para volver, y así por la mañana, al mediodía, por la tarde, al atardecer. Su padre, José Manuel también, profesor, su maestro, los llevaba de la mano, paso a paso, cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El tranvía era el mundo”.
En ese espacio que él asocia con la libertad de los veranos y con la dureza de los inviernos conoció también el racionamiento. “Teníamos un tío escolapio que no fumaba y todos los hombres de la familia se repartían el tabaco que él acopiaba”.
Esa inclemencia que convirtió el periodo en una especie de noche del siglo tenía muy preocupados a los adultos, “así que nosotros hacíamos lo que nos daba la gana... La anatomía de ese instante por una parte es la dureza de la vida, y por otra, la del encanto de vivir en libertad... Se podía jugar al fútbol en la calle e ir en bicicleta”. Y ese era el paraíso, “al que uno podía llegar antes que ahora”.
Zaragoza era el curso; como entonces el padre y los chicos tenían las mismas vacaciones, los Blecua se iban a Ágreda, en Soria, y ahí, en cierto modo, se hizo el filólogo. “Trillábamos, qué niño trillaría ahora, y eso me sirvió luego para mis estudios de dialectología. Lo que oía decir”. Blecua aprendió en Ágreda a nombrar las cosas del campo. “Nosotros éramos niños que sabíamos trillar, pescar cangrejos, cocinar algunas cosas o poner la rueda de un tractor. Y los niños de ciudad no sabían eso”.
Nombrar y vivir. “Vivir al aire libre era algo maravilloso, o llevar las vacas al abrevadero... Esa doble vida, la de pescar, cazar, trabajar y disfrutar del campo por el día, y la libertad de caminar por las noches bajo el cielo del verano es lo que recuerdo de ese instante”. Y ese instante se parece, del todo, al recuerdo de la infancia. José Saramago decía que uno va con el niño que fue. En la mirada de este señor que ahora viste traje oscuro, lleva camisa blanca y utiliza corbata negra también, hay algo de aquel muchacho que él trae consigo, en la foto que aporta a este relato de su propia niñez. Ese niño recuerda a su padre, para hablar de sí mismo.
“Recuerdo mucho las actitudes de mi padre con nosotros, que además éramos sus alumnos en el instituto. Nos intentaba enseñar a todos que nos teníamos que limpiar los dientes, era imprescindible que lleváramos las manos limpias, las uñas recortadas, que estuviéramos bien peinados... Cuando nos dormíamos en clase, nos castigaba a lavarnos la cara en la fuente y nos pasaba revista a las manos”.
Ahora se lava, se mira las uñas, se las recorta, se peina: delante del espejo, cada día, Blecua es el niño que su padre ayudó a hacer. “Aquel era un tiempo como el que describe Rafael Azcona en sus guiones. Pobreza, no había nada, tristeza en la calle, melancolía en las casas. Comíamos boniatos, siempre comíamos boniatos. Cuando pudo, mi padre ya no volvió a comer boniato nunca más, pero a mí me parecía una cena estupenda. Él los odió para siempre”.
Sobre las cenas y los días sobrevolaba el miedo. El miedo que implantó la dictadura, la incertidumbre atroz de una posguerra en la que se bisbiseaba la política. “El miedo era muy triste... Pero había otras cosas que nos daban una extraordinaria felicidad. El fútbol, por ejemplo. Las retransmisiones de Matías Prats. La radio fue magnífica para nosotros”.
El instituto era la vida, o al menos la realidad. “Una mezcla muy poderosa de clases; había chicos que no tenían zapatos, aunque en algunos casos sus padres tuvieran dinero en sus casas, pero iban a la escuela así. Era un pequeño cosmos que permitía elevar la anécdota a categoría y aprender a vivir sobre la marcha. Por ejemplo, era frecuente que no tuviéramos pelota para jugar al fútbol y hacíamos una de trapo, así jugábamos, aprendiendo a hacer utilidades de las carencias”.
Aprendió el mundo, que diría Juan José Millás. Pero eso no era suficiente. La imaginación fue enseguida el sustento del niño Blecua. “Éramos lectores desde muy chicos. Mi abuelo Antonio nos compraba El Coyote todas las semanas, y en los veranos descubrí las bibliotecas. Había una municipal, que llevaba don Arsenio, el maestro”. Ahí descubrió Kim de la India, de Kipling... “En casa teníamos la colección Araluce... Mary Luz Morales adaptó clásicos como Los argonautas o La Ilíada y La Odisea, ese fue el camino del conocimiento literario”.
Los niños van viendo a los padres desde abajo, hasta que ya los miran a los ojos. “Cuando eran novios, mi padre era catedrático de un instituto de la República, en la comarca de Cuevas del Almanzora. El 18 de julio fue a ver a su novia a Zaragoza, ahí le sorprendió la guerra y no pudo volver a Cuevas del Almanzora. Se casaron en plena guerra, cuando mi madre tenía 21 años”. El padre era un modesto profesor de instituto, pero por su casa pasaba el mundo. Ramón J. Sender, paisano exiliado, les mandó a los chicos Blecua unos pantalones vaqueros “de los que estábamos orgullosísimos”, y la casa era un trasiego de maestros, entre los cuales fueron muy destacadas las amistades del profesor Ricardo Gullón y Francisco Ynduráin. “Teníamos un padre que viajaba mucho por el mundo, pero era un padre normal que nos llevaba al fútbol los domingos”. La madre, Irene, “era muy dulce, generosa; murió muy pronto, cuando tenía poco más de cincuenta años”.
El padre era, como el Blecua que ahora se mira en el espejo por si aquel lo fuera a revisar, un hombre trabajador y ordenado, “que iba todos los días del año a tomarse el café con los amigos del casino...”. Había boniatos, y a veces había morcillas que el padre e Ynduráin encontraban. En una de esas tiendas, el padre compró “una gabardina inmensa con la que iba a comprar el pan negro del estraperlo...”.
Hay un momento en el que ya el niño deja de serlo. Blecua tuvo ese momento. “Fue una semana en la que preparaba la reválida. Había unos temas que tenía que estudiar, entre los que se incluían algunas biografías. Ahí leí el primer artículo que recuerdo de Ildefonso Manuel Gil que no olvidaré nunca; era sobre Bécquer. Ahí me di cuenta de que el mundo del conocimiento era muy complejo, y obligaba a esforzarse mucho para tratar de dominarlo. En ese momento se terminó mi infancia. Tenía 17 años”.
Pero realmente aquel joven Blecua jamás dejó de ser un niño. Por lo menos durante la carrera. “Las oposiciones ya te obligan a ser adulto... Pero sí, es cierto, mi infancia duró mucho, porque uno en el fondo siempre es un niño, lo sabemos todos”. Trajo consigo su fotografía de niño Blecua, y ahí, si miras bien a los ojos, risueños y curiosos, rodeados de los rizos infantiles, hallas al Blecua de hoy, que acude muy pulcro y muy solemne a actividades a las que seguramente asiste con el niño que fue. Aquel niño, por cierto, comparte con él, aún, el disgusto por los horarios. Por eso es tan puntual.
En esa mirada hay una picardía que viene del abuelo paterno, Manolo, o Manolito, “era el perejil de todas las salsas, un nadador estupendo, nos enseñaba a preparar caracoles, que recogía en el cementerio de Alcolea, decía que esos eran los mejores; contaba chistes verdes divertidísimos y le gustaba ir a los cafés-cantante. Y a los treinta años decidió que ya no trabajaría nunca más”. El abuelo regentaba una pensión, y unos gritos le bastaban para ponerla en marcha. “Con el abuelo materno, Antonino, los chicos tomábamos el vermut, era el que nos compraba los tebeos”. Las abuelas vestían de negro. El otro color que también vistió aquella infancia.
                                                                            EL PAÍS DOMINGO 12.08.12

domingo, 12 de agosto de 2012

"Mar por la tarde", de Octavio Paz

                                            Foto: Josefina López



MAR POR LA TARDE


                                                             A Juan José Arreola


Altos muros del agua, torres altas, 
aguas de pronto negras contra nada, 
impenetrables, verdes, grises aguas, 
aguas de pronto blancas, deslumbradas.


Aguas como el principio de las aguas, 
como el principio mismo antes del agua, 
las aguas inundadas por el agua, 
aniquilando lo que finge el agua.


El resonante tigre de las aguas, 
las uñas resonantes de cien tigres, 
las cien manos del agua, los cien tigres 
con una sola mano contra nada.


Desnudo mar, sediento mar de mares, 
hondo de estrellas si de espumas alto, 
prófugo blanco de prisión marina 
que en estelares límites revienta,


¿qué memorias, qué rocas, yelos, islas, 
informe confusión de aguas y nada, 
qué mares, encendidos prisioneros, 
dentro de ti, bajo tu pecho, cantan?


¿Qué violencias recónditas, qué labios, 
conmueven a tu piel de verdes llamas?, 
¿qué desoladas aguas, costas solas, 
qué mares invisibles, mar, alías?,


¿dónde principias, mar, dónde te viertes?, 
¿dónde principias, tiempo, vida mía, 
ejército de humo y de mentira, 
adónde vas, latido, carne, sueño?


¿Dónde te viertes, avidez de nada? 
No soy la piedra que se precipita, 
soy su caída, y más, soy el abismo, 
el círculo de sombra en que se ahonda.


Tiempo que se congela, mar y témpano, 
vampiro de la luna —o se despeña: 
madre furiosa, inmensa res hendida, 
mar que te comes vivas las entrañas.


(Octavio Paz, de Calamidades y milagros [1937-1948])


Más sobre el autor en este blog:

miércoles, 8 de agosto de 2012

García Márquez: la peste del olvido

El escritor  colombiano Gabriel García Márquez

       A comienzos de julio saltó la noticia de que el premio Nobel colombiano, aquejado de demencia senil, estaba perdiendo la memoria, por lo que no cabía esperar que escribiera nada más, ni siquiera  la segunda parte de sus memorias. Según su hermano Jaime, existe una predisposición familiar que se ha visto acelerada por el tratamiento de quimioterapia al que se sometió para superar un cáncer linfático.   Algunos amigos del autor han desmentido la noticia; en su opinión, el escritor no padece demencia, sino pequeños despistes propios de la edad. 
       En fechas más recientes hemos conocido la existencia de una región colombiana, en las montañas al norte de Medellín, donde un elevado porcentaje de la población viene padeciendo desde el siglo XVIII lo que tradicionalmente se ha denominado la "bobera", una enfermedad que les roba la memoria a edades muy tempranas, y que  los lugareños creían ocasionada por árboles envenenados o maleficios. Los enfermos permanecían encerrados,  e incluso atados, para que no se perdieran. Hoy se sabe que se trata de una extraña y precoz variante del  alzheimer debida a una mutación genética que es resultado de sucesivos matrimonios consanguíneos  en una región  aislada. Inevitablemente, en todas estas informaciones se establece una similitud con uno de los más fascinantes episodios de la novela Cien años de soledad, el de la peste del insomnio, cuya consecuencia es el olvido. Por este motivo, hoy queremos traerlo a la memoria de nuestros lectores:

     Recordemos que un día la india Visitación descubre en Rebeca (la misteriosa niña, comedora de tierra,    que llega a casa de los Buendía cargada con un saquito con los huesos de sus padres) los síntomas de la peste del insomnio. La india, que muchos años antes había escapado de  su reino huyendo del insomnio, explicó a la familia que " lo más terrible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que, cuando el enfermo se acostumbra a sus estado de vigila, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado." 
    Al cabo de varias semanas, no solo  se habían contagiado todos los habitantes de la casa, sino que los animalitos de caramelo fabricados por Úrsula  Iguarán  propagaron la peste por todo Macondo, pues el insomnio se transmitía por vía oral. Para que la enfermedad no alcanzara a otras poblaciones de la ciénaga, Macondo fue sometido a cuarentena. Los forasteros debían hacer sonar una campanita para que se supiese que estaban sanos, y tenían prohibido comer y beber en Macondo. Llegó un momento en que los habitantes de Macondo se habían habituado a esa situación excepcional y ya a nadie le preocupaba el insomnio. Pero...

   Un día  [Aureliano] estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: "tas". Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita. 
     En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José  Arcadio Buendía.
     Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.
(Gabriel García Márquez, Cien años de soledad,  Alfaguara, Colección "Biblioteca" de Gabriel García Márquez, Madrid, 1982, pp. 49-51)

   Lamentablemente, ni García Márquez ni los habitantes de esa región colombiana cuentan con el poder de la magia del gitano Melquíades para recuperar sus recuerdos, pero la ciencia continúa en la lucha contra esta enfermedad que ya afecta a millones de personas en el mundo, y en otoño se van iniciar en estas poblaciones de Colombia los  ensayos clínicos  de una terapia preventiva destinada a personas sanas pero con predisposición genética a contraer la enfermedad.

                                          Josefina López Granada, profesora del IES Goya

domingo, 5 de agosto de 2012

"Los gatos lo sabrán", de Cesare Pavese


El escritor Cesare Pavese

Los gatos lo sabrán


Aún caerá la lluvia
sobre dulces empedrados,
una lluvia ligera
como un hálito o un paso.
Aún la brisa y el alba
florecerán ligeras
como bajo tu paso,
y tú regresarás.
Entre flores y alféizares,
los gatos lo sabrán.

Llegarán otros días,
llegarán otras voces.
Sonreirás sola.
Los gatos lo sabrán.
Oirás viejas palabras,
vanas y cansadas
como vestidos usados
de las fiestas pasadas.

Tú también harás gestos.
Responderás palabras;
rostro de primavera,
tú también harás gestos.

Los gatos lo sabrán,
rostro de primavera,
y la lluvia ligera,
el alba de jacinto,
que el corazón lacera
de quien no te espera,
son la triste sonrisa
que tú sonríes sola,
Llegarán otros días,
voces y despertares.
Sufriremos al alba,
rostro de primavera.
                                           10 de abril 1950

(Cesare Pavese, de "Verrà la morte e avrà i tuoi occhi",
en Poesie, Mondadori, 1969. Versión: Jorge Aulicino)


     Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, Cuneo, 1908-Turín, 1950) fue un poeta y narrador italiano. Pasó su infancia y juventud en Turín, donde su padre ejerció como  procurador del tribunal. La pérdida de su padre a la edad de cinco años, junto con el rigor y la falta de afecto con que lo educó su madre, lo marcaron profundamente y lo convirtieron en un ser inseguro, triste e inmaduro. En Turín  estudió filología inglesa, para dedicarse después a la traducción de autores británicos y estadounidenses, como Dickens, Melville, Dos Passos, Gertrude Stein, Steinbeck y Hemingway, así como a la crítica literaria. Fue codirector de la editorial Einaudi, fundada en 1933, en la que permaneció como editor hasta su muerte. En ella coincidió con intelectuales de la talla de Italo Calvino, Natalia Ginzburg, Elio Vittorini y Primo Levi. En 1934 lo nombraron director de la revista Cultura, de la que era colaborador.  

     En 1935 se enamoró locamente de Battistina Pizzardo, Tina, estudiante de matemáticas y activista del Partido Comunista (PCI), quien lo utilizó como receptor de las cartas que le remitía Altiero Spinelli, un dirigente del PCI encarcelado. La policía encontró las cartas, y Pavese fue condenado a tres años de cárcel, pena conmutada posteriormente por una especie de destierro en el sur de Italia. En esta época inicia su obra literaria con la redacción de un diario, publicado póstumamente con el título El oficio de vivir (1952), en el se encuentran algunas de las páginas más conmovedoras escritas por Pavese. También sufre severas depresiones que se agudizan cuando, al cabo de un año, es puesto en libertad debido a su asma y, al regresar a Turín, se entera de que Tina, "la mujer de la voz ronca", se ha casado con Spinelli  su novio, en realidad, que ha salido de la cárcel. 

    Durante la Segunda Guerra Mundial se libra de ser movilizado por sus problemas de salud, y se marcha de Turín huyendo de la guerra, mientras que muchos de sus amigos entran a formar parte de la Resistencia. Regresa a la ciudad en 1945, allí se entera de que sus amigos han muerto en acción o han sido fusilados, lo que provoca en él un sentimiento de angustia y remordimiento.  Se dedica a reorganizar la editorial y se afilia al PCI, partido con el que mantendrá una difícil relación.

    Mientras,  va sumando fracasos sentimentales. En 1947 conoce en Roma a la actriz estadounidense Constance Dowling, Connie, quien había mantenido una complicada relación amorosa con el director de cine Elia Kazan. Pavese se enamora perdidamente, ella se siente halagada por las atenciones del escritor, pero se produce la ruptura cuando este le propone matrimonio y ella le responde que se casará con otro. El 26 de agosto de 1950, Cesare Pavese se suicidó en la habitación de un hotel, antes de cumplir los 42 años. Pero, como él mismo había escrito antes, "Uno no se mata por el amor de una mujer. Se mata porque un amor, cualquier amor, le revela su desnudez, su miseria, su indefensión, su nada."

Sobre su muerte, la escritora Natalia Ginzburg escribió en "Retrato de un amigo" (recogido en Las pequeñas virtudes): "Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía quiso morir como un forastero".

     Pavese publicó en 1936 su primera colección de versos, Trabajar cansa, en la que su fascinación por los ambientes urbanos y el descubrimiento de la literatura norteamericana, ejercieron una notable influencia. Póstumamente se publicará el poemario Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (1951, dedicado a Constance, "rostro de primavera"), que incluye el hermoso y escalofriante poema que da nombre a la colección. Pero lo más interesante de su producción es su narrativa,  que, junto con Vitorini, lo convierten en el iniciador del neorrealismo italiano, y en la que trata sobre los conflictos de la sociedad contemporánea. El camarada (1947), La casa en la colina (1948, en parte autobiográfica, sobre la falta de compromiso político de un intelectual), El bello verano (1949) y  La luna y las fogatas (1950), considerada su mejor novela, son algunos de los títulos más representativos.
*

El poeta español Juan Luis Panero escribió este conmovedor  poema sobre la muerte de Cesare Pavese:


Constance Dowling y Cesare Pavese (1950)


A la mañana siguiente Cesare Pavese
no pidió el desayuno

Solo bajó del tren,
atravesó solo la ciudad desierta, 
solo entró en el hotel vacío,
abrió su solitaria habitación
y escuchó con asombro el silencio.
Dicen que descolgó el teléfono
para llamar a alguien,
pero es falso, completamente falso.
No había nadie a quien llamar,
nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo.
Bebió el vaso, las pequeñas pastillas,
y esperó la llegada del sueño.
Con cierto miedo a su valor
—por primera vez había afirmado su existencia—,
tal vez curioso, con cansado gesto,
sintió el peso de sus párpados caer.
Horas después —una extraña sonrisa dibujada en sus labios
se anunció a sí mismo, tercamente,
la única certidumbre que al fin había adquirido:
jamás volvería a dormir solo en un cuarto de hotel.

(Juan Luis Panero, Los trucos de la muerte, 1975)

Puedes leer "Años", un cuento de Pavese: AQUÍ.
También puedes escuchar el poema "Los gatos lo sabrán" cantado por Loquillo: