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miércoles, 7 de septiembre de 2016

"Una isla", relato de Carlos Castán



UNA ISLA


Era una isla. Siempre la recuerdo así a doña Adela, como un pequeño paréntesis de delicadeza en medio de la tosquedad de un pueblo que braceaba sin demasiadas fuerzas buscándole la salida a una posguerra interminable. Allí la vida era una confusión de contiendas superpuestas, los niños levantábamos barricadas de adobe y erigíamos atalayas  en lo alto de las carrascas, perros muertos de hambre perseguían por las callejas a gatos erizados, las partidas de guiñote en el casino eran un puro aporrear la mesa con los puños, todo el mundo escupía de lado y con la manga se secaba el vino de la barbilla, los hombres discutían sobre lindes y mojones con los ojos inyectados en sangre y la escopeta cargada de postas, desde el púlpito  rugía la amenaza del fuego más voraz, y la carne colgaba en las bodegas de ganchos oxidados.
En medio de todo eso estaba ella, con su traje de chaqueta color verde botella, su falda larga, sus zapatones de monja y esa voz serena que hablaba como debían de hacerlo los libros olvidados. Probablemente, ni doña Adela era tan exquisita ni la vida en el lugar tan hostil y sobresaltada como a veces los presenta una memoria herida ya por el cansancio de  las sucesivas derrotas, pero lo cierto es que si no hubiera sido por ella no me costaría trabajo comparar mi infancia con el patio oscuro donde se amontonaban las guadañas.
Cuando por primera vez bajó las escalerillas del coche de línea un día de septiembre, un haz de miradas la fue espiando en su desorientada marcha hasta la puerta de la casa seguida de una nube nerviosa de mocosos, los visillos se iban descorriendo a su paso sin el menor disimulo y los perros se lanzaban ladrando contra las verjas. Las mujeres que a esa hora regresaban del huerto dejaban en el suelo los pozales llenos de cebollas y lechugas para poder mirarla mejor, con los brazos en jarras o poniendo la mano a modo de visera contra el sol de media tarde.
A partir de allí comenzó el juego doble de la fascinación y el recelo. La señorita de ciudad no sabía limpiar borrajas ni desplumar gallinas, ni siquiera tenía traza para coger una escoba como Dios manda, pero si alguien en el pueblo quería saber cómo era en realidad un cocodrilo o un volcán no tenía más remedio que recurrir a sus enciclopedias ilustradas, y lo mismo sucedía con los verdaderos nombres de las estrellas o las dudas sobre el interés que venían aplicando los usureros. Su poder era ése. Forró literalmente las paredes del aula con aquellas láminas de Bastinos donde pudimos contemplar por primera vez los dólmenes de Karnak o los colosos egipcios, esos dioses de arena con palmeras al fondo, y en general la existencia del mundo ahí fuera repleto de misterios y caminos. Doña Adela nos enseñó que al otro lado de aquellas cumbres que se nos antojaban los límites del universo, partían vías de tren hacia todos los confines de Europa. Aunque eso en el fondo lo sabíamos desde mucho antes, fue ella la que nos lo hizo sentir, cambió por verdadero lo que para nosotros no eran sino mapas de ficción descoloridos, nombres de capitales y ríos lejanos recitados a coro como tablas de multiplicar o nóminas de reyes o mandamientos de Dios, la letra absurda de una canción infame que atravesaba la infancia de cabo a rabo. Y nos enseñó también que en cualquiera de los tinteros abiertos sobre el pupitre vivían como dormidas todas las palabras del mundo.

Foto: Robert Doisneau

Cada vez que regresaba tras algunas vacaciones perseguíamos en su ropa el olor a carburante de la ciudad. De alguna manera debía de traerse algo del aire de aquellas calles repletas de automóviles y luces, la magia de un mundo en el que era posible sentarse en veladores a la sombra de grandes toldos y ver pasar todo el tiempo tranvías y muchachas.
Algunas tardes, al salir de permanencias, venía a coser a la cocina de mi tía Adoración, que era donde yo estudiaba porque en ningún lugar de mi casa había una luz como aquélla ni un rincón tan acogedor como el que me reservaban allí entre el aparente desorden de las telas y los montones de revistas con patrones y figurines. Muchas jóvenes acudían a diario allí para que mi tía les enseñara costura y les ayudase en la preparación de sus pliegas, y doña Adela no paraba de dar ideas sobre posibles motivos para los arabescos de las sábanas, dibujaba iniciales, opinaba sobre si los camisones tenían o no estilo y explicaba al detalle cómo eran las prendas que se exhibían en los escaparates zaragozanos de la calle Alfonso. A media tarde pasaban las más mayores a una salita a tomarse el café, decían que para evitar que alguna taza se derramase sobre las telas, pero en realidad era para hablar de sus cosas, todo ese mundo femenino a mitad de camino entre la saña del lavadero y las revistas de moda que llegaban de Francia llenas de señoritas con las rodillas doradas. Tenía que coger el gran reloj despertador que había sobre la mesa y metérmelo debajo de la ropa si quería ahogar algo de la ruidosa furia con que aquel aparato señalaba la huida del tiempo y tener la oportunidad de escuchar aunque fueran fragmentos, palabras sueltas que llegaban de la habitación de al lado. Así supe de la añoranza que doña Adela sentía por las noches, de lo incómoda que estaba en su casa de patrona, de ciertas cartas que no llegaban nunca, nombres de varón pronunciados como pecados, sueños dejados estar. Estas confesiones cazadas furtivamente tras el tabique supusieron el acercamiento a una mujer de carne y hueso con lágrimas dentro y sangre y nostalgias como todos, y me dieron cierta base real para -tal como me gustaba hacer- aventurar el hilo de sus pensamientos en tantos paseos solitarios como solía dar por las veredas cercanas. Y fue también en una de esas tardes de azulete y café de puchero cuando la escuché hablar de la guerra, borrosamente, de paredones y fugas y vidas mutiladas para siempre.
A decir verdad, desde el principio se comentaba en el pueblo que ella no tenía una camisa azul* para las grandes ocasiones como la maestra de antes y que los niños ya no aprendían con ella más himnos triunfales, sólo canciones de corro, el patio de mi casa y todas esas cosas, tonterías para saltar a la cuerda o poesías sobre las estaciones del año, versos de flores y pájaros. Siguió esparciendo gotas de decepción la tarde del Vía Crucis, cuando sólo muy bajito y para sus adentros cantaba aquello de perdona a tu pueblo, como si no conociera la canción o, peor aún, la cosa no fuera con ella, justo al revés que la maestra de antes, fundadora precisamente del coro de la iglesia, que lanzaba sin pudor su voz chillona contra el viento perfumado de incienso.
Dicen que el motivo de su marcha no fue que pretendiese llevarnos a los alumnos de excursión a ver el mar con cargo a las arcas municipales, ni aquel poema del rojo Machado sobre las moscas** que nos hizo aprendernos de memoria, ni los celos de las madres hartas de oír en boca de sus críos el nombre de doña Adela para arriba y para abajo, ni siquiera los informes que el secretario iba solicitando a hurtadillas  sobre su familia y su afección al Régimen y su conducta en anteriores destinos. Todo vino, más tarde lo supimos, por culpa de una petición formal que doña Adela hizo al cura párroco rogándole que los restos mortales del padre de mi tía Adoración, a la sazón mi abuelo, ametrallado años atrás contra la tapia del cementerio, fueran exhumados de la vergonzante fosa común y enterrados en sagrado junto a los de su esposa.
La nueva maestra enviada por el Ministerio para sustituirla se negó a estrecharle la mano en el relevo. Pero en su camino de regreso hacia la parada del coche de línea la acompañamos todos los niños de la escuela, y los mismos perros que le habían ladrado a su llegada, pugnaban ahora por lamerle las manos. Cuando el autobús rugió y comenzó a descender ruidosamente hacia la carretera con ella dentro, fue como cuando esos oleajes terribles provocados por los volcanes del Pacífico borran como si nada las ínsulas de los mapas. Nos quedamos sin la isla en el pueblo de la noche a la mañana, sin la mansedumbre de su imagen recitando versos o recogiendo por los alrededores minerales o flores. Sólo pura agua interminable y adusta, como el infinito lomo de un monstruo de piel helada y gris.


Cuando por primera vez se presentó ante mis ojos toda la majestuosidad de ese Mediterráneo luminoso que a ella le habían impedido mostrarme, no tuve más remedio que volver a pensar en doña Adela y en todas las cosas que aquel curso me enseñó, las coletillas latinas, los viejos libros que acabó por regalarme, las Lecturas agrícolas, de Dantín Cereceda, el Tratado de Aritmética, de don Juan Cortázar, y, por encima de eso, el mundo tras los montes, el sentido de la Historia, la sed de libertad; pero, sobre todo, cómo hay que tratar al miedo cuando aletea cerca si se quiere vivir con la cabeza alta.
Si hoy miro en el interior de un tintero, me veo reflejado sobre esa mínima superficie temblorosa y sé que, bajo mi perpleja imagen estampada en negro, aguardan como dormidas todas las palabras del mundo. La primera, su nombre. El nombre de una isla sumergida.

                                          Carlos Castán, Sólo de lo perdido, Destino, Barcelona, 2008, pp. 109-116

*Se refiere a la camisa azul mahón, con el yugo y las flechas bordados en rojo, que formaba parte del uniforme de Falange Española y de la Sección Femenina. El que la maestra no tuviese camisa azul indica que no era una persona afecta al Régimen franquista, lo mismo que el hecho de que no enseñara a los niños los himnos triunfales que se solían entonar en las escuelas de posguerra.

**Entrada relacionada:

Carlos Castán./ Foto: Lydia Solans

Carlos Castán Andolz (Barcelona, 1960) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad en la que ha transcurrido buena parte de su vida. Ha trabajado como  profesor de filosofía en varios institutos de enseñanza secundaria, entre ellos el IES Goya, de Zaragoza. Actualmente da clases en un instituto de la Comunidad de Madrid.
Es autor de los libros de relatos  Frío de vivir (1997), Museo de la soledad (2000), Sólo de lo perdido (2008, Premio Vargas Llosa-NH 2010 al mejor libro de cuentos), Polvo en el neón (2012), relato ilustrado con fotografías de Dominique Leyva; la novela La mala luz (2013), así como del volumen de artículos Papeles dispersos (2009).

sábado, 19 de octubre de 2013

Tertulia con el escritor Carlos Castán



      POLVO EN EL NEÓN

            Hay ocasiones en que la tertulia literaria del programa “Leer juntos” se complementa con actividades que la enriquecen notablemente y que aumentan el habitual goce de compartir las diversas impresiones, interpretaciones o las emociones que nos han suscitado las lecturas a quienes asistimos a tales encuentros. Grato recuerdo conservamos de la sesión dedicada, en el pasado mes de febrero, a Alexis Zorba el griego con las lecciones dictadas por el profesor Manuel Giatsidis y nuestra compañera Mercedes Ortiz, aderezadas con unos dulces y unos vinos griegos. Pues bien, el pasado 14 de octubre, volvimos a disfrutar de otra sesión memorable, en este caso en torno a la novela corta Polvo en el neón, al contar con la presencia del propio autor y sus esclarecedoras palabras.
            Nuestro compañero de Filosofía en el IES Goya, Carlos Castán, nos dio a conocer, de un modo cercano, directo, casi íntimo, su faceta de escritor, desde sus colecciones de cuentos (Frío de vivir, 1997; Museo de la soledad, 2000, y Sólo de lo perdido, 2008), pasando por su libro miscelánea Papeles dispersos (2009), hasta sus últimas obras: su primera novela larga, a punto de publicarse, y el relato que nos ocupaba, Polvo en el neón, en el que ya pasó a centrarse en exclusiva para desvelarnos algunas de sus claves interpretativas.
            El relato surge de la propuesta de Oscar Sipán, uno de los editores –además de escritor amigo–, de construir una narración a partir de una colección de fotografías de Dominique Leyva, estadounidense de Alburquerque afincado en Huesca, que muestran imágenes de los exteriores e interiores de los moteles situados al borde de las interminables carreteras norteamericanas. Estas fotografías al principio no entusiasmaron tanto al autor, ya que en ellas no aparecen figuras humanas; no obstante, enseguida advirtió que, pese a ello, era bien palpable la huella del hombre en aquellos inhóspitos lugares captados por el ojo de la cámara. Por otra parte, se percató de que la sucesiva contemplación de las fotos, una tras otra, producía el efecto de sugerir una o mil narraciones. Y así fue la génesis de este relato, “sencillo” –en palabras del autor–, que cuenta una historia de carretera por la mítica Ruta 66, con su legendario mundo de moteles polvorientos, luces de neón, gasolineras y caravanas por viviendas.
            Las fuentes de inspiración y las influencias son múltiples y de tipo cultural: para empezar, el libro de Sam Shepard Crónicas de motel, al que se rinde homenaje con una cita suya al principio del relato, y todo un género cinematográfico como es el de las “road -movies” con títulos como Bonny and Clyde, Thelma y Louise, París, Texas sin excluir otras evocaciones, como ese final de Los cuatrocientos golpes en el que el mar se presenta, igual que en este relato, como una salida: se abre un horizonte de esperanza, aunque no sabemos qué va a pasar… Y, desde luego, no faltan las referencias musicales: Willy DeVille, John Lee Hooker y Bobby Trop, entre otros.
            La novela parte de la antigua metáfora que figura la vida como un viaje. La vida como algo realmente en movimiento, como algo en fuga, yéndose a toda prisa, de la que tenemos parte del control, porque, ante las encrucijadas que continuamente se nos van presentando, elegimos el camino que tomar. Vivir es una permanente elección. ¿Qué habría sido de nosotros si aquel día, en aquel momento, hubiéramos tomado otro camino? La vida es un río (de nuevo Jorge Manrique) que nos lleva (como decía José Luis Sampedro), pero no es un mero dejarse llevar por la corriente porque el agua te arrastra pero, sobre todo, te va conformando poco a poco.
            Polvo en el neón nos ofrece la historia de una huida, en la que la carretera aparece como símbolo de la libertad. Nos habla del placer del viaje en solitario, de conducir sin rumbo, de experimentar los miedos y las inseguridades que acarrean esos largos viajes pero, al mismo tiempo, de gozar de la sensación plena de libertad ante una nueva vida que se abre. “Irse era para Quinn el pánico y a la vez el nombre de la felicidad”. Y es que Quinn, el protagonista, sale hacia una nueva vida, a la búsqueda de un destino, ansía empezar desde cero. El tema de la fantasía imposible de empezar de cero es una de las constantes en los relatos de Castán, como lo es otro con el que se entrelaza, el cernudiano conflicto de la realidad y el deseo.
            Al hilo de las reflexiones y preguntas formuladas por los asistentes a la tertulia, el escritor fue comentando otros aspectos filosóficos, pero también estilísticos, literarios en general, de su novela. Sus relatos –reconoce– no son muy narrativos; en ellos no prevalece la historia, la peripecia, sino que le interesan como cauce expresivo para plasmar, para transmitir estados de ánimo. Por eso se recrea a veces en los detalles, porque estos contribuyen a crear una atmósfera o una escena.
            Ante el comentario de que las huellas que van dejando los personajes en su relato son huellas más bien dramáticas, el autor trae a colación la observación hecha por el fotógrafo sobre su propia obra en el sentido de que muestra un marcado contraste entre las luces fluorescentes, los alegres reclamos publicitarios de los clubes de carretera, los llamativos carteles de colores de los moteles… con unos interiores de habitaciones que rezuman asepsia, aburrimiento, frialdad, tristeza. Los hoteles interesan al escritor como “enjambres de historias”, y esas historias no suelen ser precisamente felices cuando transcurren en hoteles en tanto que lugares de paso y no de destino.
            Otros aspectos relevantes del relato fueron ampliamente comentados en la tertulia como el planteamiento de la tesis de llegar a la libertad a través de la soledad, el tema del viaje interior que realiza el protagonista esperando encontrar respuestas para poner orden en su vida y en sus sentimientos, para clarificar sus relaciones con las mujeres (su esposa, su amante, su cuñada) y con el mundo en que vive, el tema del “amor que pudre el deseo”…
            En el plano estilístico, se caracterizó su prosa como limpia, bella, exquisita, y que acoge sin estridencias expresiones coloquiales, que le confieren dinamismo y agilidad.
            Entre los lectores también se destacó positivamente la conexión entre el trabajo fotográfico de Leyva y el relato de Castán, y, en especial, se puso de relieve la feliz conjunción de determinadas fotografías con los breves textos que las acompañan, que no son fragmentos de la novela aunque beben de ella, y que constituyen, en algunos casos, auténticos microrrelatos y, en otros, textos autónomos dotados de cierta densidad conceptual o de una fuerte capacidad sugeridora.
            Por último, el autor nos confió algunos de los entresijos o de los secretos guardados en la recámara, de los cuales solo desvelaré uno, que no fue él quien puso el título Polvo en el neón, título provisional que acabaría imponiéndose como definitivo, a pesar de no ser de su total agrado al principio, pero que podría funcionar como juego con la ambigüedad de sus diversas connotaciones.
            La experiencia de poder charlar libre y ampliamente con el escritor sobre su obra –se nos fueron sin sentir dos horas y media– resultó muy enriquecedora a la par que amena, por lo que esperamos poder repetirla con otros autores en lo sucesivo.
                                                                   
                                                                              FCO. JAVIER AZNAR, profesor del IES Goya