EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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miércoles, 29 de abril de 2020

‘Peter Pan y Wendy’, de J. M. Barrie


FICHA BIBLIOGRÁFICA:
-     Título del libro: Peter Pan y Wendy.
-     Autor: James Matthew Barrie (J.M. Barrie)
-     Editorial: Juventud.
-   Lugar y año de edición: Barcelona, noviembre 1973.
-     Nº páginas: 189.

PRESENTACIÓN:
-    Género y subgénero: Novela y literatura fantástica.
-  Público al que va dirigida la obra: A niños y jóvenes, a partir de 12 años.
EL AUTOR:
J. M. Barrie nació el 9 de mayo de 1860 en Kirriemuir, Escocia.  Fue un novelista y dramaturgo inglés. Escribió más de 50 obras pero todas ellas son de literatura infantil, drama o fantasía. Murió el 19 de junio de 1937 en Londres, Reino Unido.
PERSONAJES PRINCIPALES:
·   Peter Pan. Es un niño que vive en el País de Nunca-Jamás, porque desea vivir en la infancia, sin llegar a ser nunca un hombre. 
·  Wendy. Es una chica que de pequeña consiguió vivir en dos mundos: en el País de Nunca- Jamás, en el que nunca se crece, y en la vida real, en el que sí se crece.
· Campanilla. Es un hada que acompaña a Peter Pan en sus aventuras.
· El Capitán Garfio. Es el jefe de su ejército de piratas; estos viven en el País de Nunca-Jamás, con la intención de matar a Peter Pan por haberle cortado una mano a su Capitán.

ESPACIO Y TIEMPO:
La acción se desarrolla en dos lugares imaginarios para nosotros: la casa de la familia Gentil y el País de Nunca- Jamás.
La historia transcurre en el siglo XIX, concretamente en Londres, y los sucesos ocurridos en esta obra duran varios meses hasta extensos años.
ARGUMENTO:
Relata la vida de la única niña de la familia Gentil. Un día, mientras dormían, entró un niño por la ventana de su habitación buscando su sombra. Iba acompañado de su hada, Campanilla de Cobre. Este niño era Peter Pan.
Peter se puso a llorar desesperado por no encontrarla y la hija de los Gentil se despertó. Se llamaba Wendy y se ofreció a ayudarle a buscarla. Cuando se la entrega, Peter le pide que le acompañe al País de Nunca-Jamás y que sea su madrecita. Acaba aceptando y despierta a sus hermanos para comenzar la aventura. Van los cinco hacia allí volando.
Cuando llegan, reciben a Wendy los niños perdidos y tras ella van sus compañeros. Estos niños piden a la niña que sea su madrecita y ella acepta. En este lugar no se puede crecer y pasan los años muy rápido sin que se den cuenta.
Durante estos años luchan contra el Capitán Garfio y su tripulación, pero un día la madrecita y sus hijos (sin Peter Pan) son secuestrados por ellos cuando intentan irse a sus casas con sus madres verdaderas.
¿Podrán librarse de los piratas? ¿Conseguirán volver a sus casas? ¿Les acabará ayudando Peter Pan?
VALORACIÓN PERSONAL:
Leí esta obra cuando tenía siete años, pero su vocabulario era demasiado complejo para esa edad. Entonces la he retomado y la he vuelto a leer. Este libro era de mi madre y me lo ha prestado para que me lo leyera.
He aprendido vocabulario nuevo con este libro, ya que la traducción al castellano tenía bastantes años.
El autor narra con bastantes detalles lo que va ocurriendo y eso está muy bien para imaginárselo mejor. Además, no es muy extenso para leer, me he leído libros de más páginas.
RECOMENDACIONES:
Se la recomiendo a cualquier persona, joven o adulto, que le guste leer, porque es bastante entretenida y divertida la historia.
Adriana Esteban García, 2º ESO B.

domingo, 26 de abril de 2020

"Morirse de cordura", de Ana Merino

© Juan Burguete Albalat


MORIRSE DE CORDURA

A Alonso Quijano el Bueno

Ya tienes juicio,
se agota tu ser
desencantado de saberse mortal,
frágil y cuerdo.

Todo lo que creías
era sólo extrañeza
de sombras familiares
transformada en invento.

Los libros fabricaban
el aliento inmortal
de los que habitan
en los encantamientos.

Y tú eras invencible
imaginando anhelos
en las palabras huecas
de los miedos ajenos.

Ahora que la cordura
es tu epitafio
ya no podrá existir
lo que soñabas,
ya no podré vivir
en tu locura,
vestida de espejismo
cosido a tu mirada.

De Compañera de celda, Visor, 2006

Sobre este poemario, el quinto publicado por Ana Merino, ha escrito Francisco Díaz de Castro (El Cultural, 14/12/2006):
Entre sueños y sombras, lo colectivo y lo privado, Ana Merino explora las vías de la emoción, tan a menudo imposibles de razonar, conjuga desengaños y deseos y se abraza a la aparente inocencia de sus motivos infantiles cargados de ironía para entregarnos el balance de ese sentimiento de cautiverio en la ciudad carcelaria que alegoriza el vivir.
Y añade que los poemas de Compañera de celda "nos hablan de desamor, dolor y desengaño, de memoria y soledad", pero también del sufrimiento y la explotación ajenos, sin olvidar "los guiños a las canciones infantiles, a la pintura o a la literatura". En el poema elegido Dulcinea se dirige al hidalgo  Alonso Quijano, que en el lecho de muerte recobra la cordura, de modo que ya no podrá existir Dulcinea, espejismo creado por la locura de don Quijote.

jueves, 23 de abril de 2020

"¿Dónde está mi cabeza?", un cuento de Benito Pérez Galdós


René Magritte, Le principe du plaisir, 1937 (detalle)

 

¿Dónde está mi cabeza?

 

 I

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme, no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento. Por fin pudo más la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno…, la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… Metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo…; recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.

 II

Largo rato estuve inmóvil, aturdido, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda, mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.

En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser… Instintivamente me incorporé en el lecho, miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada…, no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama…, y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.

Pero no había más remedio; llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.

—Ya ves, Pepe —le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía—; ya lo ves, no tengo cabeza.

El pobre viejo me miró con lástima silenciosa: me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.

Cuando se apartó de mí, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:

—Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.

A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no aparecía.

 III

La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.

“¡Ah! —pensé—. De fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡Qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito dieciocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera…”

Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y, al fin, con ligerísimo escozor en el cuello, me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.

IV

Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.

Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!

Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria!… ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.

 V

La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis[1], hombre de mucho saber, a la moderna, médico, filósofo y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos, o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.

La resolución de verle me alentó; vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando, al embozarme, pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.

Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura. Y en una de éstas redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura!... Era yo como un ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.

Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.

Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.

—Ya ves, querido Augusto —le dije, dejándome caer en un sillón—; ya ves lo que me pasa.

—Sí, sí… —replicó, frotándose las manos y mirándome atentamente—; ya veo, ya… No es cosa de cuidado.

—¡Que no es cosa de cuidado!

—Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…

—¡El viento frío es la causa de…!

—¿Por qué no?

—El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han substraído por un procedimiento latro-anatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.

Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.

—No es tan grave el caso como parece —me dijo—, y casi, casi me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.

Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento.

¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la marquesa viuda de X… traspasaban por su frecuencia y duración los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?...

Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo doctor mi agradecimiento, y abrazándole salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.

 VI

La esperanza me alentaba. Corrí por las calles hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados; vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror, no.

Dióme por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi…

Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… Era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah!, cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.

Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es ésa mi cabeza.»

Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y, por último, comprar la cabeza a cualquier precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine.

 

(En Cuentos del siglo XIX, La Gaya Ciencia, Barcelona, 1981, págs. 135-147)

 


[1] El doctor Augusto  Miquis es un personaje secundario de La desheredada, que reaparece en Lo prohibido,  en Torquemada y San Pedro y en  Tristana. (La nota es nuestra)

Pérez Galdós retratado por Sorolla (1898)


Benito Pérez Galdós (1843-1920) fue un escritor español, el principal autor de  novela realista española y uno de los mejores escritores europeos de su época. 

Nació en Las Palmas de Gran Canaria en el seno de una familia acomodada en la  que era el menor de diez hermanos. A los diecinueve años marchó a Madrid para cursar la carrera de Derecho, pero abandonó los estudios para dedicarse al periodismo y a la literatura. En la capital acude a las tertulias del Ateneo y de los cafés Fornos y Suizo, donde frecuenta a intelectuales y artistas de la época, y escribe en los diarios La Nación y El Debate. Como corresponsal de prensa, viaja por España, lo que le permite entrar en contacto con la realidad cotidiana de sus gentes,  y por  Europa, donde conoce las corrientes literarias del momento como el realismo y el naturalismo. La revolución del 68, de la que era partidario, lo sorprendió en Barcelona, de regreso de un viaje por Francia, pero llegó a Madrid a tiempo de presenciar los sucesos posteriores a la Gloriosa. Entonces es un joven periodista que pone su pluma al servicio del general Prim y después, de Amadeo I. En 1870 publica su primera novela, La Fontana de Oro, y en 1870 ya es director de El Debate. A partir de 1873, cuando inicia la publicación de la primera serie de los Episodios Nacionales, se dedica casi en exclusiva a la literatura, que le permite vivir desahogadamente. En Madrid vive con otros miembros de su familia, viaja por Europa y pasa los veranos en Santander. Galdós permaneció soltero y, a pesar de su discreción, se conocen  sus relaciones amorosas con distintas mujeres, entre ellas, Emilia Pardo Bazán. De una de estas relaciones, nació una hija que Galdós reconoció en 1905.

Su amistad con Sagasta y los métodos caciquiles de la época lo llevaron a ser diputado por Puerto Rico en 1886, por el Partido Liberal. A pesar de su talante moderado y tolerante, su ideología liberal y su anticlericalismo le granjearon la enemistad de los sectores conservadores, lo que hizo que fracasara su candidatura a la Real Academia a principios de 1889, a pesar de los apoyos de Menéndez Pidal y de Valera. Finalmente, resultó elegido a mediados de ese mismo año. Por los mismos motivos fracasó su candidatura al Premio Nobel en 1912.

A comienzos del siglo XX, la situación política lo lleva a posicionarse junto a los republicanos, en cuyas filas es elegido diputado en 1907. En 1909 es copresidente de la Conjunción Republicano-Socialista junto a Pablo Iglesias, por quien manifestó su simpatía en distintas ocasiones. Ese mismo año vuelve a ser elegido diputado.  Sus últimos años fueron difíciles por las dificultades económicas y  la progresiva pérdida de visión que  le obliga a dictar sus obras. Sin embargo, gozó del reconocimiento general. En enero de 1919 se descubrió en el parque de El Retiro una estatua en su honor erigida por suscripción popular. Galdós,  totalmente ciego por entonces, lloró emocionado al palpar la obra. Y cuando un año después, en la madrugada del 4 de enero de 1920, fallecía en su casa de Madrid, los teatros cerraron esa noche en señal de duelo y, en su entierro, unos treinta mil ciudadanos acompañaron su féretro hasta el cementerio de la Almudena.

Galdós es autor de una vasta obra literaria que comprende narrativa y teatro. En su obra narrativa se suele distinguir los Episodios Nacionales del resto. Los Episodios Nacionales están formados por cuarenta y seis novelas redactadas entre 1872 y 1912, agrupadas en  cinco series de diez episodios cada una, excepto la última que quedó inconclusa. Pretenden reconstruir de forma novelada la historia del siglo XIX español, para explicar a sus coetáneos los orígenes de los conflictos de su tiempo narrándoles su pasado más reciente. En cada una de las series hay un personaje de ficción que funciona como hilo conductor de los acontecimientos históricos narrados.

Respecto al resto de sus novelas, se suelen dividir en los siguientes grupos:

Primeras novelas, publicadas en la década de los setenta. Son novelas de tesis o prerrealistas, en las que al autor le interesa más el conflicto entre dos posturas contrarias que la creación de ambientes o el estudio psicológico de los personajes. Los personajes son tipos, que encarnan determinada ideología, y los lugares son imaginarios.  A esta época pertenecen La Fontana de Oro (1870), Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), Marianela (1878) y La Familia de León Roch (1878).

Novelas españolas contemporáneas o realistas. En ellas los personajes son complejos, llenos de matices, y evolucionan psicológicamente.  Madrid es el escenario por donde desfila toda una galería de personajes que representan los distintos estamentos sociales y muchos de ellos vuelven a aparecer en  otras novelas, completándose como personajes. A ello hay que añadir la minuciosa captación de ambientes, el uso magistral de los diálogos y, en algunos casos, del novedoso monólogo interior. En este grupo se incluyen: La desheredada (1881), influida por el naturalismo de Zola, El amigo Manso (1882), La de Bringas (1884), Fortunata y Jacinta (1887), su obra cumbre, y Miau (1888).

Últimas novelas: novelas espiritualistas o simbólicas, llamadas así porque en algunas de ellas es visible el espiritualismo característico de la novela finisecular europea. Son novelas más centradas en el ser humano y en el sentido de la vida. En ellas ensaya originales procedimientos narrativos  (novelas dialogadas, epistolares…) e introduce elementos fantásticos, sueños o símbolos. Son de esta etapa: La incógnita (1889), Realidad (1889), Ángel Guerra (1891), Tristana (1892), la tetralogía del usurero Torquemada (1889-1895), Misericordia (1897) y El caballero encantado (1909).

Galdós fue también un notable dramaturgo. Aunque su dedicación al teatro fue tardía y motivada por intereses económicos, llegó a estrenar veintitrés obras (la mayoría, con éxito), seis de las cuales son adaptaciones de sus novelas. Con ellas pretendió renovar la escena española de la época, superando su trivialidad e introduciendo problemas de conciencia. Algunos de sus títulos teatrales son La de San Quintín (1984), Electra (1901), Mariucha (1903) y adaptaciones de novelas como El abuelo (1904) y Casandra (1910).

Galdós, en el salón de su villa San Quintín, en Santander, donde
pasó largas temporadas. COLECCIÓN BIBLIOTECA MENÉNDEZ PELAYO

Es autor, asimismo, de algunos cuentos, publicados en la prensa de la época. "¿Dónde está mi cabeza?" apareció por primera vez en El Imparcial de Madrid, en un número especial de 30-31 de diciembre de 1892.  Se trata de un cuento fantástico que quedó inconcluso. Efectivamente, en la edición de La Gaya Ciencia se omite la advertencia final del autor: "La continuación en el número de Navidad del año que viene", continuación que no se publicó nunca. Alan E. Smith (Los cuentos inverosímiles de Galdós en el contexto de su obra, Anthropos, 1992) observa un paralelismo entre el cuento de Galdós y la estructura de los sueños. Lo relaciona con el cuento del traje nuevo del emperador, ya que ambos tratan de la hipocresía y el miedo a la crítica de la comunidad, que participa de esta misma falta.

Igual que en los sueños de exhibición, se trata de la dramatización de un sentimiento de culpabilidad que busca expiarse a través de la confesión con otros [...]. Por tanto, Miquis y los demás personajes secundarios son espejos de la propia ansiedad del protagonista, como lo demuestra el que el silencio de los otros se colme con el ruido de la conciencia del protagonista, pues él ve en la reacción del criado y de Miquis la confirmación de su mutilación.

El cuento expresa, según Alan E. Smith, uno de los temas obsesivos de la burguesía europea del siglo XIX y representa una crítica a esa sociedad, "a su mala conciencia y a la hipocresía que cuarteaba su ansiosa coherencia". Como observa Smith, Miquis ofrece la "pista fundamental" cuando reprueba la conducta del protagonista y asocia la decapitación a las visitas a casa de la marquesa.