EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


biblioteca.ies.goya@gmail.com


jueves, 29 de septiembre de 2022

"El día que no conocí a Javier Marías", un relato de Rafael Narbona

 

Javier Marías, fotografíado en su despacho, rodeado de libros, en 1992.
Foto: CHEMA CONESA. (El País)

El día que no conocí a Javier Marías


Hacia mediados de octubre, Madrid es una ciudad que transita de un calor suave a un áspero frío. Llevaba cuatro horas caminando por una acera de la calle Mayor, fingiendo que era un transeúnte más. Me detenía ante los escaparates, miraba el reloj de pulsera —un viejo Duward heredado de mi padre, con una de las manecillas desprendida y, por consiguiente, inútil para cumplir su función de señalar la hora—, pasaba de una cafetería a otra, abusando de las bebidas azucaradas y el café, pese a mi obstinada hipertensión, hojeaba el periódico —por supuesto, en papel pues aborrezco las pantallas digitales— o sacaba del bolsillo mi ejemplar de El desierto de los tártaros, quizás mi novela preferida. Sentía que me parecía al protagonista, el teniente Giovanni Drogo, esperando algo que tal vez nunca sucedería. Miraba mi rostro reflejado en los cristales de los distintos establecimientos —tiendas de artículos religiosos, tiendas de suvenires, tiendas de moda, tiendas de sellos, tiendas de antigüedades, tiendas de libros, todo un zoco dividido en compartimentos estancos, sin la promiscuidad del aire libre— y comprobaba una vez más que no había conseguido amar esa imagen. Quizás por eso estaba allí, caminando por el filo de lo improbable. No me agrada reconocerlo, pero en realidad me estaba comportando como Carson McCullers, obsesionada con Djuna Barnes. Carson, esa dama gótica del Sur, alta, huesuda y hombruna, deseaba conocer a Djuna, la Greta Garbo de la literatura, y no le importaba que esta no deseara saber nada del mundo ni de ella. Se resistía a pensar que nunca conseguiría entrar en su apartamento de Nueva York, quizás envuelto en el mismo silencio que el de Maria Callas en París —¿por qué se huye de todo después del éxito?, ¿por qué se busca la penumbra tras vivir bajo un obsceno foco de luz?—, ocupar una silla y mantener una larga conversación. A pesar de las escasas expectativas de éxito, Carson, esa escritora fascinada por los tullidos y deformes, como la fotógrafa, suicida y exhibicionista Diane Arbus, pasaba horas y horas en el portal del edificio donde vivía la autora de El bosque de la noche, fumando un cigarrillo tras otro, rascándose compulsivamente y alisándose las cejas con las yemas de los dedos humedecidas por saliva, restregándose la nariz y tal vez recordando el suicidio de su marido, que le propuso en vano compartir su último viaje. ¿Fantasearía Carson, "una perra", según algunos de sus colegas, con autolesionarse para desahogar el fiasco de una espera infructuosa? Hasta ahora, yo me había limitado a pegar patadas en el suelo, aliviando mi fastidio con un gesto que pasaba desapercibido. No fumaba ni me rascaba, no pensaba en el suicidio, pero la frustración me hacía suspirar y arrugar la nariz, un gesto que sin duda me afeaba y quizás arrojaba dudas sobre mi equilibrio mental. Me había costado averiguar dónde vivía Javier Marías, pero ahora que lo había logrado gracias a la indiscreción de un periodista aficionado a airear secretos y confidencias no me marcharía de allí. Vigilaría su portal como el teniente Drogo escrutaba el desierto, aguardando la invasión que daría sentido a su vida, esperando ese momento donde la realidad y el deseo colisionarían, desencadenando una tempestad de emociones. Drogo había sido destinado a la Fortaleza. Yo había pedido estar allí. Los dos mirábamos hechizados un paisaje con una belleza ruda, seca, árida. Una vieja fachada de Madrid, con sus tonos grises y amarillentos, puede ser tan inquietante como un desierto, con su vacío poblado de ecos lejanos, profundísimos, como ondas de radio que viajan por el espacio y se resisten a morir.

Javier Marías ya no concedía entrevistas. Vivía recluido entre miles de libros y soldados de plomo, escribiendo en su Olivetti* de los noventa, una reliquia que evocaba el carácter artesanal de la escritura, cuando los autores aceptaban el tributo material de acumular palabras en un papel, con su rutina de errores, manchas y equivocaciones. Las letras quizás carecían de la dignidad de la pluma, pero poseían ese mismo carácter fatal del trazo que se plasma en un espacio físico y no virtual, con su carga de riesgo e imprecisión. Lo que se puede borrar sin esfuerzo, lo que no deja rastro ni se incorpora por un instante al flujo de la materia, parece tan innoble como matar a distancia, utilizando un arma de fuego y no una espada, que exige aproximarse al rival, confrontar la mirada, escuchar su respiración, oler su miedo. Suele olvidarse que el escritor siempre es un asesino, pues crea y suprime vidas, alumbra y concluye historias, sacude y estraga conciencias. Javier Marías es un asesino exquisito, que transita con elegancia de lo palpitante a lo inerte. Mientras espiaba los balcones de su apartamento, imaginaba sus dedos golpeando la vieja Olivetti de los noventa, titubeando entre una palabra y otra, entre un fonema y un silencio, buscando la frase adecuada —no la frase perfecta, que jamás le había interesado—, imaginando escenas que luego desechaba o transformaba, preguntándose cómo resolverían una página Faulkner, Navokov o Juan Benet, precipitándose por reflexiones incorrectísimas que revelaban la complejidad de los afectos, lamentando que algunos temas hubieran sido proscritos de la literatura porque ya no estaba de moda mirar a esos abismos donde —irónicamente— se habían gestado las tragedias de Shakespeare, las perplejidades de Joyce, los espasmos de Malcolm Lowry, los espectros de Virginia Woolf. Javier Marías y la Olivetti, una especie de guillotina semejante a la que viaja al Nuevo Mundo en El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. El escritor cubano omite la palabra guillotina en el barroco umbral de su novela. Prefiere hablar de Máquina. La Máquina, esa "puerta abierta sobre el vasto cielo", con su insólita silueta de monstruo mitológico. La Máquina, proa de una nueva era con tardes de un rojo coagulado y viejos ídolos bailando alrededor. "Una presencia plantada sobre el sueño de los hombres", con su frontón invertido, negro, afilado, ebrio de fervor distópico. La Olivetti de Marías también es una Máquina que enciende sueños y hace rodar cabezas. ¿Es posible imaginarlo separado de ella? ¿Acaso no se ha producido una fusión que adelanta ese porvenir donde lo humano y lo mecánico serán indistinguibles? ¿Qué es la Olivetti para Marías? ¿Quizás una especie de Balsa de Medusa o el Pequod, surcando un mar negro como un desfiladero? ¿Podría respirar sin ella? No creo. Un escritor al que le arrebatan su herramienta es como el Queequeg cuando piensa que ha llegado su hora y adopta una inmovilidad fúnebre. En una ocasión soñé que viajaba en un barco y naufragaba. Gracias a la Olivetti de Marías, que flotaba milagrosamente en el agua, no me ahogué. Agarrado a ella esperé a que me rescataran. Quizás por eso estaba en la calle Mayor, aguardando otra vez un rescate que me salvara de esa incertidumbre en la que vivimos todos, sin saber si veremos el día siguiente.

¿Se podía decir que Javier Marías ya es un ermitaño o tal vez una especie de capitán Nemo, invadido por una misantropía del tamaño de Pangea, el supercontinente que existió al final de la era Paleozoica y comienzos de la era Mesozoica? No me atrevía a opinar sobre un hombre que —según decían— había parapetado su intimidad detrás de una empalizada de desdén aristocrático. Me preguntaba si ese desdén era real. Siempre he pensado que ignoramos lo que hay detrás de un rostro. Alguien puede sonreírnos y estar harto de escucharnos. Fingir que nos aprecia y desear que desaparezcamos por un desagüe. Alguien puede parecer sereno, lleno de aplomo y confianza, y luchar en su interior contra una terrorífica inseguridad. Hablar ante una multitud y anhelar la soledad de una pequeña habitación en penumbra. Alguien puede prodigar caricias apasionadas y tener la mente en otro sitio, fantaseando con otra persona, insatisfecho porque la carne que explora no es la que desearía recorrer con la yema de sus dedos. Alguien puede salir a la luz, exhibir su rostro, y ocultar su auténtica faz, enterrándola bajo largas hileras de imposturas. Alguien puede no ser alguien, pues tener un nombre y una historia no es suficiente para existir. Para ser, hay que patalear, como cuando se viene al mundo, y chillar para que te oigan, pero se debe hacer con cortesía, administrando con tiento los gestos y las palabras o solo serás una de esas cotorras que han invadido Madrid, construyendo nidos gigantescos.

¿Quién es Javier Marías? ¿Un escritor en su torre de marfil? Una torre particularmente inexpugnable, pues Juan Ramón Jiménez abría su puerta a las visitas y ejercía de maestro con los más jóvenes. Creo que a Javier Marías no le interesa tener discípulos y, menos aún, crear escuela. Disfruta con su posición marginal. Le gusta estar fuera de juego. Los otros solo le parecen un estorbo. A veces lo imagino subido a una columna, una especie de Simón del desierto oteando el horizonte mientras el humo de un cigarrillo trepa por sus mejillas, casi como si intentara pegarse a ellas y no disiparse en el aire. ¿Existe realmente Javier Marías o es una alucinación colectiva? No me importa reconocer que lo envidio. No por fama y dinero —bueno, tal vez un poco—, sino por su feroz independencia. Al igual que su amigo Pérez-Reverte, dice lo que le viene en gana, pero no se expone en las redes sociales. Es una especie de capitán Ahab, dispuesto a desafiar al océano y al sol, pero no necesita testigos. En una ocasión, creí atisbar su figura en uno de los balcones de su piso y experimenté la impresión de que una de sus piernas era una prótesis de hueso de ballena. ¿Qué pensaría él si supiera que llevo aquí meses, buscando la oportunidad de abordarle? No me conformo con que me firme un libro. Quiero hablar con él, entrar en su reino, contemplar los miles de libros de su biblioteca, examinar los soldados de plomo que adornan las estanterías. No quiero que seamos amigos. Solo quiero pasar unas horas en su celda —en nuestro tiempo, todos los escritores son monjes de la Orden de San Benito, consagrados a preservar la civilización en un tiempo de barbarie— y oírle hablar de literatura. O, más exactamente, del proceso creador, de cómo escribe esos párrafos interminables, salpicados de meditaciones a medio camino entre lo canalla y lo sublime. Dicen que Javier Marías es soberbio, que desprecia a sus lectores, que trata mal a sus amigos, que es misógino. No sé si es una leyenda, pero sí sé que no hay autocomplacencia en sus textos. No es uno de esos escritores que se idealiza a sí mismo por medio de un personaje. Sabe que no es un héroe y no pretende ser un moralista. No les dice a los demás lo que tienen que pensar o decir. No alecciona ni sermonea. Y jamás ha pretendido ser un ejemplo. No es uno de esos vanidosos con Nobel que recorren el planeta opinando sobre ética, política, ecología o economía. No es Bertrand Russell. No es Saramago. Afortunadamente. Tampoco se dedica a perpetrar extravagancias para llamar la atención, como Cela o Umbral. En todo caso, pertenece a la noble categoría de los insólitos, raros. No es un raro en el sentido convencional de la palabra, como Cristóbal Serra, autores de gran talento que no han llegado al gran público y que siempre han despreciado los honores y la fama. Es un raro porque su escritura prefiere lo abrupto a lo trillado, el obstáculo al camino despejado. Es un autor unipersonal, imposible de adscribir a ninguna generación, salvo que se emplee el tiempo como criterio aglutinador, lo cual es una estafa.

Quería conocerlo a cualquier precio, como Carson McCullers quería conocer a Djuna Barners. Pensé que tal vez podría colarme en su casa fingiendo ser un mensajero y una vez dentro esgrimir un hacha, no para amenazarlo, sino para explicarle que me había convertido a la religión de la literatura gracias a Rodion Romanovich Raskolnikov, el personaje de Dostoiesvki, pero me preguntaba si lo entendería o pensaría que era un loco, uno de esos chalados que sueñan con secuestrar a un famoso y clavar un alfiler en su abdomen para incorporarlo a su colección de celebridades muertas. Quizá podría hacer algo más civilizado. Llamar al timbre y esperar. Seguramente, no abriría la puerta. Acercaría el ojo —¿el derecho o el izquierdo?— a la mirilla y se preguntaría quién demonios era yo y qué buscaba. Marías es zurdo, muy zurdo, zurdísimo. ¿Qué ojo utilizaría para adentrarse en el campo de visión de una mirilla? ¿Qué aspecto tendría yo flotando en su pupila? A fin de cuentas, nuestra percepción de las cosas es una reelaboración de nuestros sentidos. No sabemos cómo es el mundo realmente. Lo que llamamos realidad es solo una interpretación, una síntesis de datos que discurren por el tiempo y el espacio, impactando en nuestro cerebro, un auténtico taller de fundición. ¿Qué cara pondría si le dijera estas cosas? Me preguntaba si había leído a Kant, si su mente había reflexionado alguna vez sobre la síntesis trascendental y las categorías del entendimiento. ¿Y si me abría la puerta? ¿Qué le diría? ¿Qué nos diríamos? Quizás nos quedaríamos los dos callados, sumidos en un profundo estupor. Yo soy tímido e inseguro. No despunto por mi habilidad social. Probablemente, encadenaría una inconveniencia tras otra, odiándome a mí mismo por decir tantas tonterías. Marías es anglófilo, lo cual significa que ha asimilado la cortesía y la frialdad británica. Dudo que transigiera con las amenazas o los exabruptos, aunque deseara arrojarme por las escaleras. Probablemente, me invitaría a pasar y nos sentaríamos en su despacho, ese despacho  que también fue el de su padre, Julián Marías, un filósofo cristiano, un filósofo injustamente olvidado, un filósofo que habló de la inmortalidad como  la oportunidad de reanudar las trayectorias interrumpidas. Javier no cree en la inmortalidad. ¿Cómo es posible vivir así? Si solo somos física, biología, el producto de ondas cuánticas que fluctúan en el vacío, Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí algún día solo serán como esos libros que los Morlock guardaban en las profundidades y que se deshacían antes de abrirlos. ¿Ha pensado Javier Marías en el último ejemplar de Corazón tan blanco, boqueando como un pez fuera del agua, luchando por sobrevivir, debatiéndose con el tiempo para no desplomarse como un caballo exhausto? Quizás no le preocupa, pero ¿y qué sucede con Ricardo III, Macbeth, Tristam Shandy, Elegías de Duino, El corazón de las tinieblas, Don Quijote, Otra vuelta de tuerca, A la sombra de las muchachas en flor? La inmortalidad parece imposible, pero es necesaria. El sereno estoicismo de Montaigne no puede aplacar la frustración de perder esas obras, quizás lo mejor que ha hecho el ser humano. ¿Podemos resignarnos a que el lienzo amarillo de la Vista de Delft algún día se desvanezca?

Si lograra penetrar en el reino de Marías, monarca absoluto del Reino de Redonda, ¿se vengaría de mi intromisión alardeando de su temperamento angloaburrido? ¿Respondería a mis preguntas con monosílabos? ¿Prolongaría los silencios hasta hacerme sentir tan incómodo que sentiría deseos de saltar al vacío, imitando a Tosca? ¿Sería tan malvado como Thomas Bernhard, despiadado con sus lectores y probablemente con sus semejantes? Pensaba estas cosas mientras recorría la acera, esperando a los tártaros, convencido de que lo bueno siempre se demoraba. A veces, una vida solo se justificaba por un instante milagroso, clarificador. Maldecía que no hubiera cerca un VIPS. Un VIPS de verdad, con libros y revistas, no lo que hay ahora, simples restaurantes que solo ofrecen bebidas y comidas. Pienso que los antiguos expositores de libros de los VIPS son el lugar natural de las obras de Javier Marías. Eso sí, sin celofán, para que cualquiera pudiera asomarse a sus páginas. Javier Marías es un escritor urbano, rabiosamente urbano, que no se extravía en descripciones líricas de la naturaleza. Su mundo es Madrid, los barrios burgueses de la capital, con esos edificios donde aún conviven los notarios, los médicos con consultas privadas, los escritores de éxito y las viudas con pequeñas pensiones. Hasta que perdieron su alma, los VIPS eran los escenarios de los adúlteros que han quedado para romper su idilio, de los solitarios que sueñan con encontrar a alguien que se interese por ellos, de los asesinos impunes con una vida respetable, de los desaprensivos que abandonaron a su amante moribunda y acallaron su mala conciencia con un Häagen-Dazs, de los falsificadores de obras de arte, de los muñidores de los políticos, de las mujeres que combaten la infelicidad acostándose con desconocidos, de los hombres que combaten la infelicidad intentando acostarse con las esposas de sus amigos. Desgraciadamente, no hay un VIPS cerca de la casa de Javier Marías. O tal vez sí y no he sido capaz de encontrarlo. Aquellos establecimientos con su oferta de libros, discos, revistas y regalos, eran una pequeña utopía hecha realidad, pero hasta que han desaparecido no lo hemos descubierto.

Una mañana de domingo, cuando mi esperanza de conocer a Javier Marías casi se había desvanecido, descubrí su figura emergiendo del portal, casi como un tenor que sale del fondo del escenario, donde ha aguardado pacientemente el momento de comenzar su actuación. Aunque no hacía demasiado frío, llevaba una gabardina negra y sostenía un cigarrillo entre los labios, con ese abandono del Bogart más cínico y desencantado. Sentí que el corazón se me desbocaba. Era mi oportunidad. Podía abordarlo, agarrarle del brazo, decirle que llevaba meses allí, como Giovanni Drogo, masticando el tiempo como si fuera tabaco, pero no quería parecer un loco y sufrir un justificado desplante. Decidí que sería más prudente seguirlo, intentando forzar un encuentro de apariencia casual. 

Javier Marías bajó hacia Bailén con paso decidido, como un duelista que acude al campo del honor, dispuesto a defender su buen nombre con la pistola, el sable o el florete. Desde atrás, su gabardina negra parecía una capa que subía y bajaba, imitando el movimiento de un océano embravecido. El humo del cigarrillo, que sobrevolaba su cabeza escasamente poblada, evocaba el vapor de un barco subiendo por una oscura lengua de agua. Pensé que me internaba en el corazón de las tinieblas, alejándome del confort de la mal llamada civilización. Yo era Charlie Marlow y Javier Marías, el misterioso Kurtz, pero sin cabezas decapitadas en el umbral de su terrorífico reino. Mi opinión cambió cuando llegamos al Rastro y entró en una armería. Me extrañó que un misántropo se mezclara con la multitud, pero enseguida comprendí que no existía mejor escondite. Al igual que la carta de Poe, Marías se ocultaba mostrándose a los ojos de todos, sabiendo que esa forma de actuar le convertía en invisible. Me situé cerca del escaparate y observé cómo examinaba varios sables. No me cuesta trabajo admitir que no sé nada de espadas. Si permanecía al otro lado del cristal, me arriesgaba a no comprender nada. A Marías le gustan los soldados de plomo, pero ¿también le atraen las armas? Decidí entrar y fingí que era un cliente más, paseándome por la tienda sin un propósito determinado. 

—¿Este sable es español? —preguntó Marías,  acercándole el arma a un dependiente. 

—Sí, es un sable de abordaje de la Marina. Guarnición enteramente en hierro pintada de negro. Hoja curva. Vaina de cuero con brocal y contera de latón. Muy bien conservado.

—Está bien. Me lo llevo.

—¿No quiere saber lo que cuesta?

—El precio me es indiferente. 

—¿Se lo empaqueto?

—¿No tiene un tahalí? Con eso me apañaría.

—¿Está seguro?

Poco después, Javier Marías salía a la calle con un sable de abordaje y un tahalí. La gabardina negra ocultaba el arma, pero asomaba la punta. Si hubiera completado su atuendo con un sombrero de mosquetero, habría pasado por un personaje de Dumas. ¿Se darían cuenta los transeúntes de que llevaba un sable? Le seguí a cierta distancia, escuchando como la punta del sable golpeaba a veces el suelo. El tahalí le venía algo grande y resultaba inevitable. ¿Qué se proponía? ¿Cortar cabezas y colocarlas en el balcón de su piso? ¿Había enloquecido, como Kutz? Continué detrás de él hasta que volvió a su portal, sin atreverme a decirle nada. Cuando desapareció en la penumbra, sentí la frustración que experimenta un alpinista obligado a retroceder a escasos metros de la cima. 

Entré en una cafetería y pedí un vermut. Desmoralizado, miré a la calle y admití mi derrota. Nunca conocería a Javier Marías. Cerca de mí, un anciano con una imponente cabeza de filósofo y un traje gris me observaba con una sonrisa afable y benevolente.

 —No lo ha conseguido, ¿verdad? No se desanime. A veces es preferible no ir más allá del umbral. Así se conserva la fascinación que jamás sobrevive al contraste con la realidad. 

—¿Lee el pensamiento? ¿Cómo sabe que buscaba algo?

—Para los difuntos, no hay secretos. Todo se vuelve transparente y sencillo.

No sin vencer mi incredulidad, admití que el destino se burlaba de mí. Un difunto se mostraba más accesible que un vivo. 

—No se aflija —continuó, doblando el periódico que leía—. Con el tiempo agradecerá no haber conocido a mi hijo. Es mejor no saber nada de los autores. La opinión que nos formamos de ellos condiciona nuestra lectura. Como el ser humano siempre decepciona, acabamos trasladando al texto nuestra desilusión. Eso sí, Javier no ha comprado el sable para cortar cabezas. Es un regalo para su amigo Pérez-Reverte, que colecciona sables de caballería.

Hablaba con la sabiduría que le acompañó en vida y que había desarrollado aún más con la muerte, una gran maestra. Se levantó tranquilamente y se despidió cortésmente:

—Voy a dar un paseo. Y no piense que es Giovanni Drogo, usted no ha esperado en vano.

El día que no conocí a Javier Marías ha quedado en mi memoria como un gran día, no como un fracaso. Las palabras de su padre, un difunto realmente agradable, me revelaron que lo esencial son las palabras, no el hombre que hay detrás. Eso sí, cada vez que paso por delante de su casa pienso que la Olivetti de los años noventa no es una simple máquina, sino uno de esos instrumentos que emplea la divinidad para dilatar el mundo con nuevos asombros y perplejidades. 

*En realidad, Javier Marías no escribía en una Olivetti, sino en una Olimpia Carrera de Luxe, como aclara Narbona en su artículo "Javier Marías, el divino impertinente", publicado en El Cultural, el 12 de septiembre de 2022.

(Publicado en Zenda, el 23 de octubre de 2021)

El escritor Javier Marías. (CBA)

Javier Marías Franco (Madrid, 1951-2022) fue un escritor, traductor y editor español. Claro candidato durante años al Nobel de Literatura, está considerado el mejor novelista de su brillante generación y ocupa un lugar destacado en las letras europeas de las últimas décadas.

Nació en Madrid el 20 de septiembre de 1951. Era el cuarto hijo de los cinco varones que tuvo el matrimonio formado por  la profesora y traductora Dolores Franco Manera y el filósofo Julián Marías Aguilera. Al finalizar la Guerra Civil, su padre sufrió unos meses de cárcel por una delación y no se le permitió enseñar en la universidad española por negarse a jurar los Principios Fundamentales del Movimiento (una de las Leyes Fundamentales del franquismo), por lo que pasó temporadas con su familia en Estados Unidos, donde impartió clases en varias universidades. Por este motivo, Javier Marías pasó su primer año de vida en Massachusetts (cerca del Wellesley College, lugar de trabajo de don Julián),  en casa del poeta Jorge Guillén, donde tenía como vecino a Vladímir Nabokov, y a la edad de cuatro años vivió cinco meses en New Haven, Connecticut, mientras su padre enseñaba en Yale. En España recibió una educación de signo liberal en el colegio Estudio de Madrid, institución privada y laica fundada en 1940 con el propósito de difundir la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza. 

Destacó por su precocidad, que  puso de manifiesto con la redacción de una primera novela (La víspera, inédita) a los quince años y la publicación, a los diecinueve,  de  Los dominios del lobo (1971), escrita durante una estancia en París en casa de su tío, el cineasta Jesús Franco. Dedicó el libro a su maestro, Juan Benet, que medió para su publicación, y a Vicente Molina Foix, quien le "regaló" el título. Al tiempo que escribía esta novela, iniciaba los estudios de Filología inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, donde obtuvo la licenciatura en Filosofía y Letras. Durante años compaginó su trabajo como narrador con la enseñanza en la universidad, el columnismo en periódicos y la traducción.  Fue profesor de Literatura española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford (1983-1985), en el Wellesley College de Massachusetts (1984) y en la Universidad Complutense de Madrid (1986-1990). En 1990, cuando acababa de cumplir cuarenta años y ocupaba un puesto de profesor adjunto de Teoría de la Traducción en la Universidad Complutense, se planteó la posibilidad de vivir de la literatura, algo que se pudo permitir gracias al éxito obtenido al año siguiente con su séptima novela Corazón tan blanco, que hasta el momento actual ha vendido casi dos millones y medio de ejemplares y se ha traducido a treinta y siete idiomas.

En la década de los 90 se proclamó rey del literario reino de Redonda, con el nombre de Xavier I, y en 2000 creó el sello editorial Reino de Redonda, que ha rescatado a autores fundamentales como Conrad, Isak Dinesen, Hardy, Yeats, Sir Thomas Browne, el capitán Alonso de Contreras o Sir Steven Runciman.

En 1996 protagonizó una célebre polémica con su editor, Jorge Herralde, de Anagrama, cuyo "insoportable trato" y "las  reiteradas inverosimilitudes en las liquidaciones de mis libros, nunca explicadas satisfactoriamente" denunció en El Mundo. Tras lo cual, pasó a publicar en Alfaguara.  En 2006 fue elegido miembro de la RAE, y tomó posesión en 2008 con el discurso titulado Sobre la dificultad de contar. Le respondió Francisco Rico, a quien Marías convirtió en personaje de ficción en algunas de sus novelas. En 2021 fue elegido miembro internacional de la Royal Society of Literature (RSL), la organización benéfica del Reino Unido para la promoción de la literatura.

Durante toda su carrera se negó a aceptar premios institucionales o dinero público para "evitar estar vinculado al poder". Así, en 2012 rechazó el Premio Nacional de Narrativa que el Ministerio de Educación Cultura y Deporte le había concedido por su novela Los enamoramientos.

Falleció en Madrid, el 11 de septiembre de 2022 de una neumonía bilateral. Tenía setenta años. 

Javier Marías ha publicado dieciséis novelas, entre ellas El hombre sentimental (1986; Premio Ennio Flaiano), Todas las almas (1989; Premio Ciudad de Barcelona), Corazón tan blanco (1992; Premio de la Crítica, IMPAC Dublin Literary Award, Prix l'Oeil el la Lettre), Mañana en la batalla piensa en mí (1994; Premio Rómulo Gallegos, Prix Femina Étranger, Premio Mondello, Premio Fastenrath), Negra espalda del tiempo (1998), los tres volúmenes de Tu rostro mañana (2002-2007), Los enamoramientos (2011; Premio Tomasi di Lampedusa, Mejor Libro del Año en Babelia, Premio Qué Leer), Así empieza lo malo (2014; Mejor Libro del Año en Babelia), Berta Isla (2017; Premio de la Crítica, Premio Dulce Chacón, Mejor Libro del Año en Babelia, en Corriere della Sera y en Público de Portugal) y Tomás Nevison (2021; Premio Gregor von Rezzori-Ciudad de Florencia).

Con una trama argumental bastante sencilla, las novelas de Javier Marías se caracterizan por una prosa reflexiva, con tendencia a las descripciones minuciosas y a la digresión, e incluyen extensos enunciados en los que es frecuente la intertextualidad. Como ya observara con acierto Sandra Navarro Gil* en 2004, a partir de El hombre sentimental, el autor ha empleado en sus novelas la misma fórmula narrativa, con excelentes resultados: 

El peculiar estilo narrativo de Javier Marías [...] se sostiene en dos pilares que determinan además la estructura de sus obras: de un lado, la configuración de un narrador reflexivo o especulativo que cuenta en primera persona hechos pertenecientes a un pasado brumoso en el que indaga para encontrar un sentido coherente y, de otro, la confección de un discurso en espiral basado en la acumulación de digresiones que interrumpen de continuo un frágil hilo argumental.

La muerte, el paso del tiempo, la búsqueda de la verdad, el azar, el fracaso de las relaciones amorosas o las consecuencias de hablar y de callar, son temas frecuentes en su producción narrativa. 

Es autor, además, de los relatos reunidos en Mala índole y la antología Cuentos únicos; de las semblanzas Vidas escritas; de homenajes a Cervantes, Faulkner y Nabokov, así como de veinte colecciones de artículos y ensayos. Sus obras se han publicado en cuarenta y seis lenguas y en cincuenta y nueve países, con cerca de nueve millones de ejemplares vendidos. Ha recibido prestigiosos premios internacionales por el conjunto de su obra. 

Tradujo a Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy, Thomas Browne, Vladimir Nabokov o Lawrence Sterne, por cuyo Tristam Shandy ganó el Premio Nacional de Traducción en 1979.

*NAVARRO GIL, Sandra: Una aproximación al estilo literario de Javier Marías, REVISTA DE FILOLOGÍA, 22; enero 2004, pp. 187-193. Consultado en: file:///C:/Users/Personal/Downloads/Dialnet-UnaAproximacionAlEstiloLiterarioDeJavierMarias-1056857%20(1).pdf .

Rafael Narbona. (eldigital.es)

Rafael Narbona (Madrid, 1963) es hijo del escritor Rafael Narbona y Fernández de Cueto (1911-1972). Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación, ha trabajado como profesor de Filosofía durante cerca de veinte años. Desde 2000, colabora de forma habitual con El Cultural y Revista de Libros, dedicándose fundamentalmente a la crítica literaria, pero también ha escrito sobre cine, música, arte y cómic. Ha colaborado con Quimera, Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Turia, Claves de Razón Práctica, Revista de Estudios Orteguianos y otras publicaciones de carácter cultural. En 2013 publicó su primera novela, Miedo de ser dos, sobre la bipolaridad, trastorno que él mismo padece. En 2015 apareció El sueño de Ares, antología de quince relatos con los que el autor recorre un siglo XX cargado de violencia y crueldad, desde la Guerra Civil española a la caída de Berlín o la batalla de Stalingrado, y en 2020, Peregrinos del absoluto. La experiencia mística, un ensayo sobre la búsqueda de la eternidad. El coleccionista de asombros. Literatura y vida. De Sylvia Plath a Jorge Luis Borges (2021) reúne una selección de ensayos procedentes de "Entreclásicos", el blog alojado en El Cultural. Retrato del reportero adolescente. Un paseo por el siglo XX (2021) es un libro en que las fronteras entre sueño y realidad se difuminan en una peripecia que oscila entre el examen crítico del pasado, la reflexión moral y la nostalgia de la niñez.

domingo, 25 de septiembre de 2022

"Piénsatelo" y otro poema de Manuel Vilas

 

© Saul Leiter


THINK IN OVER

Piénsalo, a nuestra edad ya no saldrá bien.
Cada uno viviendo en su casa es mucho mejor, habrá más deseo.
Para qué quieres hacerme el desayuno, eso da igual.
Yo creo que eso no ha funcionado nunca, pero la gente
cumple años, y se deja llevar, porque enseguida
te mueres, y si cumples los sesenta, qué más da.

Cenamos los viernes.
Nos llamamos entre semana, jugamos.
Nos mandamos fotos eróticas por el guasap.

Cómo me iba a ir con una de treinta
si son todas tontas, ambiciosas y sin talento.

Cómo te ibas a ir tú con uno de treinta
si son tontos, grandilocuentes y calvos.

Piénsalo, piénsatelo mientras te vistes.



974310439

Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo.
Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí.

Lo mal que la traté y lo mal que nos tratamos,
aun queriéndonos tanto; y lo poco que supiste de mi vida
en los últimos tiempos, ocultándote lo mal que me iba
en mi matrimonio y en todas partes
y tú sabiéndolo, porque, al fin, todo lo sabías,
me veías beber esos licores fuertes,
me veías esa sed tan rara, esa sed tan desconocida para ti,
que tanto te asustaba y tanto temías.

Ya nadie me llamará, tan obsesivamente, para saber
si estoy vivo, y a quién le importará si estoy vivo o muerto;
yo te lo diré: a nadie.

De modo que el gran secreto era éste:
ya estoy completamente desamparado,
arrodillado
para la decapitación,
para el anhelado adiós de este cuerpo,
de esta existencia meramente social y vecinal que lleva mi nombre,
nuestro nombre.

No volveré a ver nunca
tu número de teléfono en la pantalla
de mi teléfono móvil; tú, que te quejabas de que no tenías uno,
de que yo no te regalara uno,
te juro que no hubieras sabido hacerlo funcionar,
lo habrías tirado por la ventana,
como yo haré con el mío esta noche del supremo delirio.

Porque eras un número de teléfono, cincuenta años
en ese número encerrados: nueve siete cuatro, treinta y uno,
cero, cuatro, tres, nueve.
Márcalo ahora, márcalo si tienes valor y te contestarán
todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la nada,
la ira roja
de los peores huracanes celestiales,
la árida y blanca nada convertida
en una mano negra.

Daba igual dónde estuviera: podía estar en América o en Oriente,
tú llamabas, tú llamabas a tu hijo siempre
porque yo era Dios para ti, un Dios fuera de la ley,
poderoso y sagrado, lo único real y suficiente,
siempre tu hijo fuera de todo orden, siempre reinando,
porque todo cuanto yo hacía e hice recibió tu larga aprobación,
cuya moralidad no es de este mundo.

Sabedlo.

Tú, que me amabas hasta la desesperación.
Tú, que derramaste sangre por mí y por mi discutible y oscura vida,
llena de liturgias cuyo sentido tú desconocías,
y hacías bien, pues nada había que conocer, como finalmente
he acabado sabiendo,
igualado en ese conocimiento
al más sabio de los hombres.

Y ahora, otra vez camino del Crematorio,
como ya escribí en un poema con ese título,
en el que hablaba de tu marido, mi padre,
a quien también quemamos,
unos mil grados alcanzan esos hornos.

Mi gran padre, del que tú te enamoraste —vete a saber por qué
en mil novecientos cincuenta y nueve,
y a quién demonios le importa ya sino a mí,
el que siempre os quiso tanto y os querrá hasta el último minuto del mundo.

Te di un beso en la santa frente helada
un domingo
por la mañana
de un veinticuatro de mayo del año dos mil catorce,
lloviendo,
en una primavera inesperadamente fría,
mientras una máquina sofisticada introducía tu caja barata
—mira que somos pobres— en el fuego final,
al que mi hermano y yo
te condujimos.

Sentí tu frente antigua acabada en mis labios
antiguos y acabados,
pero aún conscientes los míos;
los tuyos,
venturosamente, no.

Nunca pensé que el sentimiento final fuera este:
la envidia que me diste, la codicia de tu muerte,
codiciando tu muerte,
porque me dejabas aquí,
completamente solo
por primera vez
en nuestra larga historia de amor,
y solo para siempre.

Y recuerdo ahora a todas aquellas mujeres
que querían acostarse conmigo,
hacer el amor conmigo,
y eso acabó siendo mi vida,
cuando yo solo quería
estar contigo para siempre.

Vaya, mamá, no sabía que te quería tanto.
Tú sí que lo sabías, porque siempre lo supiste todo.

Qué bien que todo haya acabado,
en una culpable tarde de primavera
en donde comienza el mundo,
en donde para ti acaba el mundo,
en donde para mí ni acaba ni comienza
sino que persiste involuntariamente.

Qué bien este silencio omnipotente, aquí, en Barbastro,
donde fuimos madre e hijo, por los siglos de los siglos.

Aquí, en Barbastro, en este sitio tan nuestro,
tan escuetamente nuestro: todo ocurrió aquí, en estas calles.

Todo lo recuerdo, y todo lo recordaré.

Te amo, finalmente.

Como no he amado a nadie: todas fueron tu réplica.

Ah, se me olvidaba: podías haber dejado algo 
para pagar tu entierro,
no sabes lo mal que me va y lo pobre que soy,
mira que fuiste manirrota y derrochadora,
y lo que vale 
el ataúd más económico,
como dicen ellos, los caballeros dulces de la funeraria.

Mira que fuimos pobres y desgraciados tú y yo,
ma mère, en esta España de grandes hijosdeputa enriquecidos
hasta la abominación.
Y aun así, pobres como ratas tú y yo,
mantuvimos el tipo,
como dos enamorados.

Qué bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero
o te quise, ya no sé, y a quién le importa,
desde luego no a la Historia de España,
nuestro país, si es que sabías cómo se llamaba
la solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y yo.

                             (De El hundimiento, Visor, 2015)

El hundimiento, XVII Premio Internacional de Poesía Generación del 27, supone un paso adelante en la trayectoria de Manuel Vilas, que cuenta con títulos  tan destacados dentro de la poesía española actual como Resurrección (2005, XV Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma), Calor (2008, VI Premio de Poesía Fray Luis de León), Amor. Poesía reunida 1988-2010 (2010), Gran Vilas (2012), Roma (2020) y la antología Una sola vida (2022). Es autor, además de novelas como Magia (2004), España (2008), Aire nuestro (2009), Los inmortales (2011), El luminoso regalo (2013), Ordesa (2018, elegido libro del año por varias publicaciones, Prix Femina 2022), Alegría (finalista del Premio Planeta 2019) y Los besos (2021). Ha escrito también la biografía novelada Lou Reed era español (2016), el libro de viajes América (2017) y los de relatos Zeta (2002, 2014), Magia (2004) y Setecientos millones de rinocerontes (2015).

De El hundimiento, considerado su poemario más personal, ha dicho el autor que es "el resultado de una devastación personal y otra colectiva que mira a los problemas sociales actuales", y el también poeta Francisco Javier Irazoki ha escrito en El Cultural:

"El dolor abundante que encierra El hundimiento no da un fruto negativo. Al contrario, sus textos estremecedores, comunicados con libertad expresiva, transmiten fuerza vital. Nos dejan la energía de la literatura excelente."
-Puedes leer su poema "Mujeres": AQUÍ.
-Un comentario sobre su novela Ordesa: AQUÍ.

domingo, 18 de septiembre de 2022

Dos poemas de José Bergamín

 

La Pesquera, Beceite (Teruel). Foto: Josefina López


AGUA sólo es el mar, agua es el río,
agua el torrente, y agua el arroyuelo.
Pero la voz que en ellos habla y canta
no es del agua, es del viento.

Agua es la blanda nieve silenciosa
y el mudo bloque de cristal de hielo.
Pero no es agua, es luz la voz que calla
maravillosamente en su silencio.

Agua es la nube oscura silenciosa,
errante prisionera de los cielos.
Pero su sombra, andando por la tierra
y el mar, no es agua, es sueño.

De Rimas y sonetos rezagados, 1962


 "En la forma de las horas
que son cristales del tiempo".
CALDERÓN

CRISTAL del tiempo, forma de la hora,
éxtasis del instante:
hilo del alma, temblorosamente
suspendido en el aire.

Soy, de un momento a otro, estremecido
latido de la sangre;

paralítico afán de una palabra
que nunca ha dicho nadie;

ilusión, frenesí, ficción y sombra
mentirosa del Arte:

reló de sol o arena, transparente
máscara sin semblante:

asidero inhumano de un fantasma
fabuloso, que sueña eternidades.

En José Bergamín para niños, ed. de Mª Pilar 
Lorenzo, Edicion de la Torre, 1989


José Bergamín. (letrasuruguay.espaciolatino.com)
José Bergamín (Madrid, 1895-San Sebastián, 1983), fue un poeta español, miembro de la Generación del 27 y autor de una extensa y variada obra literaria que comprende aforismos, ensayo, teatro, periodismo y poesía. Fue también editor, en España y en México, de libros (Ediciones del Árbol y Editorial Séneca, que publicó, entre otros, Poeta en Nueva York y las primeras Obras Completas de Machado) y revistas (Cruz y Raya, que se posicionó a favor de la República y defendió los ideales de un catolicismo muy progresista, y España Peregrina).

Hijo de un conocido abogado y político de origen malagueño, vivió en Madrid, en cuya Universidad Central estudió la carrera de Leyes. Frecuentó las tertulias literarias en El Gato Negro, con Valle-Inclán y Jacinto Benavente, y en Pombo, con Ramón Gómez de la Serna. Dirigió durante unos meses Los Lunes del Imparcial, y publicó en la revista España y en El Sol y Luz. Publicó sus primeros ensayos en la revista Índice de Alfonso Reyes, Enrique Díez Canedo y Juan Ramón Jiménez,  donde apareció también su colección de aforismos El cohete y la estrella (1923). Al terminar sus estudios, trabajó en el bufete de su padre junto a su compañero de generación Manuel Altolaguirre, también abogado. En 1928 contrajo matrimonio con Rosario Arniches, hija del dramaturgo Carlos Arniches.

Durante la Segunda República fue por breve tiempo director general de Acción Social Agraria e inspector de Seguros y Ahorro en el Ministerio de Trabajo, a las órdenes de Largo Caballero. En el periodo de la Guerra Civil presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Escribió en las revistas El mono azul, Hora de España y Cuadernos de Madrid. En su calidad de agregado cultural de la embajada española en París,  hizo a Picasso el encargo oficial del Guernica para la Exposición Universal de 1937 y consiguió que ese mismo año España fuese sede del Congreso Internacional de Escritores.  El 6 de abril de 1939, cinco días después de finalizar la Guerra Civil, solicitó en la Prefectura de Policía de París la carta de identidad como refugiado político. Continuó su exilio en Ciudad de México (1939-1946), Caracas (1946-1947), Montevideo (1947-1954) y París (1955-1958).

Tras su regreso a Madrid, debe exiliarse de nuevo (1964-1970) por haber encabezado una carta de apoyo a los mineros asturianos en huelga, dirigida al ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne. En 1970, cuando Fraga deja el Ministerio de Información y Turismo, puede regresar a España y en los primeros meses de 1971 se instala de nuevo en Madrid. Fue un disidente desengañado durante la transición (republicano convencido, nunca aceptó la monarquía) y sufrió la censura. Vivió sus últimos años "autoexiliado" en el País Vasco y apoyó al independentismo vasco con sus publicaciones en el diario Egin y en la revista Punto y Hora de Euskal Herria. Falleció en San Sebastián y pidió ser enterrado en Fuenterrabía "para no dar mis huesos a tierra española".

Poeta tardío, es autor de una poesía desigual, pero con auténticos logros. Publica en 1962 Rimas y sonetos rezagados y Duendecitos y coplas al año siguiente. En 1978 ofrece un nuevo libro, La claridad desierta, y en 1978, Velado desvelo (1973-1977), de corte unamuniano, en metros populares. En 1979 aparece Por debajo del sueño y, en 1982, Esperando la mano de nieve

jueves, 15 de septiembre de 2022

"Camino de la escuela", de Maryse Condé


Maryse Condé, en una imagen de juventud. (onechapteraday.fr)

Camino de la escuela

Tendría yo trece años. Otra dichosa temporada en la "metrópolis". La tercera o cuarta desde el final de la guerra. Cada vez me creía menos el cuento de que París  es la capital del universo. Muy a pesar de la existencia cuadriculada que allí llevaba, echaba de menos La Pointe, abierta al azul del estrecho y el cielo. Echaba de menos a Yvelise, a mis compañeros del instituto y deambular bajo los jabillos por la Place de la Victoire, única distracción que se nos permitía hasta las seis de la tarde. Porque a esa hora cae la noche y, según mis padres, podía pasarnos cualquier cosa. Venidos del otro lado del canal Vatable, negros de sexo voraz perseguían a las vírgenes de buena familia y les faltaban al respeto con palabras y gestos obscenos. En París, también echaba de menos las cartas de amor que, sorteando las barreras que me protegían, algunos chicos conseguían hacerme llegar.

París para mí era una ciudad sin sol, una celda de áridas piedras, un ir y venir en metros y autobuses donde los desconocidos comentaban sin disimulo:

—¡Pues no es fea la negrita!

No era la palabra negrita lo que me hacía daño. En aquel tiempo, era normal. Era el tono. Sorpresa. Yo constituía una sorpresa. La excepción a una raza que los Blancos se empecinaban en considerar repulsiva y bárbara.

Aquel año, como mis hermanos y mis hermanas ya habían ingresado en la universidad, me tocó ejercer de hija única, papel que me asfixiaba, pues implicaba un incremento de atenciones maternales. Iba al instituto Fénelon, a dos pasos de la Rue Dauphine, donde mis padres habían alquilado un apartamento. En aquel prestigioso aunque austero centro, los profesores, como de costumbre, me cogieron manía por mis insolencias. En contrapartida, y por idénticas razones, me gané el estatus de líder e hice no pocas amigas. Vagábamos en grupo sin alejarnos del cuadrilátero que delimitaban el Boulevard Saint-Germaine, el Boulevard Saint-Michel, las aguas muertas del Sena y las galerías de arte de la Rue Bonaparte. Nos parábamos frente al club de jazz Le Tabou, donde todavía flotaba el recuerdo de Juliette Gréco. Hojeábamos libros en la librería Hune. Espiábamos a Richard Wright, macizo como una estatua de bronce en la terraza del café Tournon. No habíamos leído nada suyo. Pero Sandrino me había hablado de su compromiso político y de sus novelas, Black Boy, Native Son y Fishbelly. El curso por fin tocó a su fin y la fecha del regreso a Guadalupe se acercaba. Mi madre había comprado de todo y más. También mi padre llenaba metódicamente enormes arcones de hierro pintados de verde. En el instituto Fénelon, el jolgorio y la pereza no se estilaban. Sin embargo, una vez terminados los programas, podía notarse en las aulas cierto perfume de ligereza, alegría incluso. Un día, la profesora de Francés tuvo una idea:

—Maryse, nos vas a hacer una exposición sobre un libro de tu tierra.

Mademoiselle Lemarchand era la única profesora con la que me llevaba más o menos bien. En más de una ocasión, me había insinuado que las clases sobre los filósofos del siglo XVIII se dirigían a mí en especial. Era una comunista cuya foto en portada de L'Humanité había circulado de mano en mano. No sabíamos exactamente lo que abarcaba la ideología comunista, tan a la moda. Pero la intuíamos totalmente en desacuerdo con los valores burgueses que encarnaba a nuestro modo de ver el instituto Fénelon. Para nosotros, el comunismo y el periódico comunista L'Humanité eran tabúes. Creo que mademoiselle Lemarchand se pensaba que entendía las razones de mi mala conducta y me invitaba a reflexionar al respecto. Al animarme a hablar de mi tierra, no quería tan solo distraernos. Me ofrecía la oportunidad de liberarme de lo que, en su opinión, me oprimía el corazón. Tan bienintencionada propuesta, paradójicamente, me sumió en un abismo de confusión. Estábamos, no lo olvidemos, muy a principios de los años cincuenta. La literatura de las Antillas aún no había florecido. Patrick Chamoiseau dormía en el limbo del vientre de su madre y ni yo misma había escuchado nunca mentar el nombre de Aimé Césaire. ¿De qué autor  de mi tierra podía hablarles? Acudí corriendo a mi confidente habitual: Sandrino.

Había cambiado mucho, Sandrino. Sin que nadie lo supiera, el tumor que acabaría con su vida lo carcomía malignamente. Todas sus amantes lo habían abandonado. Vivía en una soledad extrema en un triste estudio en un noveno piso sin ascensor en la Rue de l'Ancienne-Comédie. Con la esperanza de hacerle entrar por el aro de los estudios de Derecho, mi padre había dejado de mantenerlo. Subsistía a duras penas con el dinero que mi madre le mandaba a escondidas, flaco, débil, sin fuerzas, tecleando con tres dedos en una polvorienta máquina de escribir manuscritos que los editores invariablemente le devolvían con estereotipadas fórmulas de cortesía.

—No me dicen la verdad —se enfurecía—. Mis ideas les dan miedo.

Cómo no, también él era comunista. Una foto del bigotazo de Iósif Stalin decoraba su cuarto. Asistió incluso a un Festival Mundial de las Juventudes Comunistas en Moscú y volvió loco de admiración por las cúpulas del Kremlin, la Plaza Roja y el mausoleo de Lenin. Igual que de niños, no me dejaba leer sus novelas y yo me esforzaba sin éxito por descifrar algún título al dorso de las carpetillas arrugadas donde las guardaba. En mi honor, él intentaba a pesar de todo volver a esbozar aquella luminosa sonrisa suya y adoptaba de nuevo una tranquilizadora actitud de hermano mayor. Rebuscamos entre las pilas de libros que se repartían en desorden por los muebles y entre el polvo del suelo. Gobernadores del rocío, de Jacques Roumain. Aquel iba de Haití. Tendría que investigar sobre el vudú y hablar de un montón de cosas que no conocía. Dios se ríe, de Edris Saint-Amant, uno de sus nuevos amigos, otro haitiano. Estábamos al borde de la desesperación cuando Sandrino se topó con un tesoro. Calle cabañas negras, de Joseph Zobel. Trataba de Martinica. Pero la isla de Martinica es hermana de Guadalupe. Me llevé Calle cabañas negras y me encerré con José Hassan.

Aquellos que no han leído Calle cabañas negras tal vez hayan visto la adaptación al cine  de Euzhan Palcy. Cuenta la historia de uno de esos "negritos" a los que mis padres tanto temían, que crecen en las plantaciones de caña de azúcar atormentados por el hambre y las privaciones. Como su madre sirve en casa de unos señores blancos en la ciudad, lo cría a fuerza de sacrificios su abuela, la yaya Tine, esclava de la caña de azúcar, vestida con remiendos. Su única vía de escape es la educación. Por suerte, José sale inteligente. Saca buenas notas en la escuela y, justo cuando está a punto de transformarse en un auténtico burgués, se le muere la abuela. Lloré desconsolada al leer las últimas páginas de la novela, las más hermosas que en mi opinión haya escrito  Zobel.

"Le miraba las manos sobre la blancura de las sábanas. Las manos negras, hinchadas, endurecidas, curtidas de arrugas, curtidas de pliegues donde se secaba un barro imborrable. Dedos recubiertos de corteza, sarmientos retorcidos; con las yemas desgastadas y reforzadas por aquellas uñas espesas, más duras e informes que cascos de caballo..."

En realidad, toda aquella historia me resultaba perfectamente exótica, surrealista. De golpe me cayeron encima los fardos de la esclavitud, la Trata, la opresión colonial, la explotación del hombre a manos del hombre, los prejuicios racistas de los que nadie, menos Sandrino en contadas ocasiones, me hablaba jamás. Sabía, por supuesto, que los Blancos no se juntaban con los Negros. No obstante, lo atribuía, al igual que mis padres, a su imbecilidad y ceguera inconmensurables. De ahí que los parientes blancos de Élodie, mi abuela materna, se sentaran en la iglesia dos bancos más allá del nuestro sin girar jamás la cabeza en nuestra dirección. ¡Peor para ellos! Se perdían el privilegio de codearse con alguien como mi madre, lo mejorcito de su generación. De ninguna manera podía yo saber nada del funesto universo de las plantaciones. Mis únicos contactos con el mundo rural se limitaban a las vacaciones escolares que pasábamos en Sarcelles. Mis padres poseían en aquel rincón tranquilo de Basse-Terre una segunda residencia y una finca bastante bonita atravesada por el río que daba nombre al lugar. Allí, durante un par de semanas, todos jugábamos a ser campesinos, excepto mi madre, siempre a lo suyo, con el pelo cuidadosamente alisado bajo una redecilla y un collar de perlas al cuello. Como no había agua corriente, nos frotábamos con hojas, desnudos junto a la cisterna. Hacíamos nuestras necesidades en un orinal de barro. Por las noches, nos iluminábamos con lámparas de queroseno. Mi padre se plantaba una camisa y un pantalón de lino color caqui, se protegía la cabeza con un sombrero de paja y se armaba con un machete que no cortaba ni el viento. Nosotros, los niños, locos de contento por poder airearnos los pinreles y ensuciarnos o romper la ropa vieja, correteábamos por la sabana en busca de ciruelas negras y guayabas rosas. Los verdes campos de caña parecían estar llamándonos. A veces, intimidado por nuestra pinta de niños de ciudad y nuestro acento francés, algún agricultor nos ofrecía respetuosamente una jugosa caña cuya cáscara violácea arrancábamos a dentelladas.

Sin embargo, tuve miedo de confesarlo. Tuve miedo de revelar el abismo que me separaba de José. A ojos de mi profesora comunista, a ojos de toda la clase, las auténticas Antillas eran aquellas que yo, pecado imperdonable, desconocía. Primero me dio por pensar, indignada, que la identidad es como un vestido que tienes que ponerte, lo quieras o no lo quieras, te quede bien o no. Después, sucumbí ante la presión y probé a ver si el hábito hacía al monje.

Un par de semanas más tarde, mi brillante exposición dejó sin aliento a la clase entera. Hacía días que la tripa, que me rugía de hambre, se me venía hinchando. Las piernas se me fueron arqueando. La nariz se me llenó poco a poco de mocos. El pelo se me volvió una greña rojiza bajo el efecto del sol. Me convertí en Josélita, hermana o prima de mi héroe. Fue la primera vez que un personaje me devoró. La primera de muchas.

Hoy, me da por pensar que lo que más tarde llamaría, un poco pomposamente, "mi compromiso político" nació en aquel momento, de mi identificación forzada con el pobre José. La lectura de Joseph Zobel, más que los discursos teóricos, me abrió los ojos. Me di cuenta entonces de que la clase a la que pertenecía no tenía nada que ofrecer y empecé a cogerle tirria. Por su culpa era yo una sosainas, una mala copia de los francesitos que me rodeaban.

Tenía "piel negra, máscara blanca", como escribiría Frantz Fanon pensando en mí.

(De Corazón que ríe, corazón que llora. Cuentos verdaderos de mi infancia. Traducción del francés y prólogo a cargo de Martha Asunción Alonso. Impedimenta, 2019)

La escritora Maryse Condé. (laopiniondemalaga.es)

Maryse Condé, nacida Boucolon,  es una de las grandes figuras de la literatura antillana, una escritora guadalupeña de fama internacional. Nació en 1937 en Pointe-à-Pitre, capital del archipiélago antillano de Guadalupe, que forma parte del Estado francés. Fue la octava  hija de un matrimonio negro perteneciente a la floreciente burguesía antillana de Grande-Terre. Su padres eran funcionarios franceses, lo que les permitía viajar  con frecuencia a la metrópoli. Estudió en París, donde se doctoró en Literatura comparada por la Sorbona. En 1959 contrajo matrimonio con Mamadou Condé, actor guineano con quien tuvo cuatro hijos, y del que se divorció en 1982.  Ha vivido en varios países de África Occidental, como Guinea, Ghana y Mali. En África impartió clases. Trabajó como periodista. Vivió en Londres y París. Conoció a Richard Philcox, profesor de inglés británico que se convirtió en su traductor y en su segundo esposo. Ha enseñado durante décadas literaturas francófonas en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Presidió el Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia (2001), cuyo trabajo se materializó en la ley que reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad. Le debemos asimismo la creación del Premio de las Américas Insulares y la Guyana, que recompensa anualmente el mejor libro de la literatura antillana. La enfermedad degenerativa que padece desde hace años la ha obligado a llevar una vida sedentaria y apartada en una localidad de la Provenza francesa,  donde dicta sus obras a Richard Philcox.

Es autora de más de treinta títulos, entre los que se cuentan novelas y obras de teatro, así como varios volúmenes de memorias. Su obra literaria abarca temas fundamentales para las comunidades negras, como la esclavitud, el colonialismo o la búsqueda identitaria. Sus novelas están pobladas de mujeres-junco (término acuñado por el poeta guadalupeño Daniel Maximin), que "resisten estoicamente los envites de la existencia doblándose como tallos al viento". No publicó su primera novela, Hérémakhonon. Esperando la felicidad, hasta 1976. Desde entonces no ha dejado de escribir. Más tarde vendrán obras como La migration des coeurs (1995), La deseada (1997, publicada en España en 2021), Célanire cou-coupé (2000) o Victoire, le saveurs et les mots (2006), homenaje a su abuela materna.

Ha recibido numerosos premios. Su novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem fue galardonada en 1986 con el Premio Nacional de Literatura sobre la mujer, y La vie scélérate (1988), con el Premio Anaïs-Segalas de la Academia Francesa. En 1993 fue la primera mujer en recibir el Premio Putterbaugh, otorgado en los Estados Unidos a escritores francófonos. En 2018, a los 81 años,  se le concedió el Premio New Academy, el llamado Nobel alternativo, por el conjunto de su obra.

Sobre Corazón que ríe, corazón que llora  observa su traductora, Martha Asunción Alonso, que nos ofrece claves autobiográficas fundamentales para entender su obra:

Estas memorias infantiles perfilan el retrato en tensión de una sociedad, la guadalupeña, con las cicatrices del pasado colonial aún tiernas y en perpetua búsqueda de cura e identidad. Así, la niña Maryse, bajo el choque cultural que suponen las temporadas en París con sus padres funcionarios, comienza enseguida a rebelarse ante la imposición de la cultura hegemónica [...]

Por añadidura, estimulada por el descubrimiento de las literaturas de la "Negritud" [...], la niña Maryse empieza pronto a interrogarse sobre las raíces primigenias africanas, silenciadas en una educación recibida a imagen y semejanza de los cánones blancos europeístas.

Se entiende, de esta forma, que en el idioma condeano guerrillee el criollo de Guadalupe, en poética pugna con la lengua francesa. Se trata de una lengua cargada de oralidad, híbrida, vibrante de ritmos populares y destellos de los coloridos mercados antillanos.

[Imagen inicial: esferacomunicacional.ar]

domingo, 11 de septiembre de 2022

"Un balance de cosas adorables", de Ileana Espinel

Foto: Josefina López


UN BALANCE DE COSAS ADORABLES

La Poesía —su vuelo, sus raíces—,
el universo del Amor que crea.
La democracia. Dios. La madre. Un niño.
El mar indetenible y desterrado.
Tus ojos pardos, tus dorados brazos,
el fulgor de tu estatua,
mi desvestido corazón amándolos.
César Vallejo —el hondo, el desolado
sangrándome, sangrándome, sangrándome.

Infinidad de cosas que adoro —que adorables
mido en silencio— como 
leer un libro puro —puro de fiel belleza—,
oír en mis pestañas el leve son del viento,
ver caer lentamente la lluvia recordando
tiempos idos —perdidos— vividos en la sangre,
escribirte una carta profundamente tierna,
fumar un cigarrillo, suspirar añorándote.

Cosas, seres, ensueños adorables que adoro
como las nueve letras de mi puerto cálido,
Dostoiewski, Oscar Wilde, Peter Tchaikowsky, Whitman,
Mozart, Rodin, Beethoven, Goya,
la libertad, la libertad, la libertad sagrada,
el espíritu, las cumbres, las mesetas
de mi Ecuador febril y sus milagros,
Medardo Ángel Silva y su lira de estrellas
soñando aún fulgores, hasta siempre cantando,
los poemas de Emily Dickinson, Delmira,
Miguel Ángel Osorio —azul Porfirio oceánico—,
el tiempo rosacruz, Charlot, Sophia Loren,
las flores, Baudelaire, Rimbaud, Sapho,
el evangelio de San Juan, el puñal de Alfonsina
y la lumbre de Fausto entre las sienes.

Seres puros, rebeldes, desnudamente humanos:
Simón Bolívar liberando pueblos,
Don Alonso Quijano en la quimera,
Jesús —el alma de la luz— reinando,
posiblemente yo si tú me amaras.

De La estatua luminosa, 1959


Ileana Espinel. (eluniverso.com)

Ileana Espinel Cedeño (Guayaquil, Ecuador, 1931-2001) fue poeta, periodista y crítica literaria. Como poeta, pertenece a la Generación del 50 y está considerada la poeta ecuatoriana más importante del siglo xx y una de las voces femeninas más innovadoras de la poesía ecuatoriana de la segunda mitad de siglo.

Comenzó a escribir desde muy joven y formó parte del 'Club 7' de poesía. Fue redactora de la sección "Meridiano de la Cultura" del diario El Universo y de la sección "Artes y Letras" del diario El Telégrafo. Escribió también para La Nación y colaboró con la gaceta mexicana Nivel o la  Revista de Economía Latinoamericana de Venezuela. Gran animadora cultural y catalizadora de las inquietudes intelectuales de su generación, fue abriendo paso a la mujer en espacios reservados casi exclusivamente a los hombres. Con 23 años la nombraron miembro de la Casa Cultural Ecuatoriana y fue concejal principal del Cantón Guayaquil (1967-1970). En 1960 se le concedió la Medalla de Oro al Mérito Literario y en 1989 la Medalla de Oro al Mérito Cultural. A finales de los ochenta trabajó en el Instituto Nacional del Niño y la Familia INFA. Para homenajearla y rememorar su legado, desde 2008 el "Festival Internacional de Poesía Joven Ileana Espinel Cedeño", que se celebra cada año del 18 al 22 de noviembre, congrega  en Guayaquil a poetas de todo el mundo.

Su poesía abarca temas políticos, amorosos, sociales y sobre todo se sumerge en el tema de la muerte y de la enfermedad y nos muestra el horror del cuerpo y de la vida. Está recogida en los siguientes poemarios: Piezas líricas (1957), La estatua luminosa (1959), Arpa salobre (1966), Diríase que canto (1969), Tan solo trece (1972), La corriente alterna (1978) y Solo la isla (1995). En 2018 Visor publicó la antología La canción sin retorno. Poemas suyos han sido traducidos al inglés, portugués, francés e italiano.

domingo, 4 de septiembre de 2022

"Occidente", de Mircea Cărtărescu


Sears Tower, Chicago. (es.m.wikipedia.org)


OCCIDENTE

Occcidente me ha bajado los humos.
he visto Nueva York y París, San Francisco y Frankfurt
he estado donde no habría soñado ir jamás,
he vuelto aquí con un montón de fotos
y la muerte en el alma.
creía significar algo y que mi vida significaba algo.
había visto el ojo de Dios mirándome con el microscopio
observando mi agitación en una lámina.
ahora ya no creo nada.
he servido para una estabilidad estúpida
para un olvido profundo
para una vagina solitaria.
vagaba por lugares que ya no existen.
¡oh, mi mundo ya no existe!
mi mundo apestoso en el que yo significaba algo.
yo, mircea cartarescu, soy nadie en el nuevo mundo
hay 1038 mircea cartarescu aquí
los hay 1038 veces mejores
hay aquí libros mejores que todo lo que he hecho
y mujeres a las que les importan un comino.
el huevo pragmático se resquebraja y Dios está aquí
precisamente en su creación, un Dios bien vestido
en ciudades bonitas y otoños espléndidos
y en una especie de suave nostalgia de Virginia del Sur en el coche
de Dorin (country music en los altavoces)...
ahora conozco mis límites
y conozco los límites de la literatura
pues yo he visto la Sears Tower
y he visto Chicago, en una bruma verdosa, desde arriba, desde la Sears Tower
y en la azotea de un rascacielos corrían dos galgos
y le dije a Gabriela, mientras tomábamos una Coca-Cola,
que mi vida estaba acabada.
es como en los Magos de Eliot: he visto Occidente
he sobrevolado Manhattan
he contemplado con ojos desorbitados mi muerte encantada
porque mi muerte es esta.
he mirado los escaparates de motos Suzuki
y me he visto en ellos mugriento, anónimo
he caminado horas y horas por Köningstrasse
entre chavales con skateboards.
Era el hombre en blanco y negro en una foto a color
Kafka entre arcadios.
poemas, pohemas, filosentiame
modernismos y discusiones en la taberna sobre quién es el mejor
listas elaboradas en el tren (volvía de Onesti): cuáles son las mejores
novelas rumanas de hoy
los diez mejores poetas vivos
tal y como los papuanos
escupen todavía en el caldero de vino de palma, para que fermente...
pero la poesía una señal de subdesarrollo
como lo es mirar a tu Dios a los ojos
aunque no lo has visto nunca...

he visto juegos de ordenador y librerías y ambos me parecen lo mismo
he comprendido que la filosofía es entertainment
y que la mística es show-biz
que aquí solo hay superficies
pero más complejas que cualquier profundidad
¿qué puedo ser yo allí? un hombre fascinado, loco de felicidad
pero con la vida terminada.
con la vida definitivamente jodida, como la del gusano de la cereza
que creía ser alguien
hasta que salió a la luz, rodeado de su inmundicia
(mi inmundicia, mis pobres poemas)
he visto gente para que la ley del aborto
es más importante que la destrucción de los Soviets
he visto cielos altos y azules, plagados de lucecitas de aviones
y he conocido el aullido de las cuatro mil universidades.
he subido a la torre Eiffel por las escaleras
y he subido al centro de Pompidou por el tubo de plexiglás
y he estado en el Fox Head en Iowa City...

he charlado sobre posmodernismo en Ludwigsburg
con Hassan y Bradbury y Gass y Barth y Federman
como charla el condenado con su verdugo
he grabado en mi grabadora el silbido del hacha
que me separa la cabeza del cuerpo.
sentía ganas de llorar ante el lujo de Monrepos:
¿cómo es posible? ¿por qué hemos nacido para nada?
¿por qué luchar contra Vadim y Funar?
¿por qué no podemos vivir de una vez?
¿por qué, ahora, cuando podríamos, por fin, vivir
respiramos de nuevo el olor acre de la basura?
posmodernismo y cuarentayocho
deconstrucción y tribalismo
pragmatismo y ombligos
y la vida, que es absurda...

he visto San Francisco, el golfo azul con barcos
y más allá el océano con islas boscosas
¡el Pacífico, imagínatelo!
metí las manos en el océano Pacífico: "thanking the Lord
for my fingers"
y me entraron unas locas ganas de partir.
Y en la famosa librería de Ferlinghetti (¡existe de verdad!)
como si penetraras consciente en tu propio sueño o en un libro...
me volvieron loco las calles de San Francisco
y Grant Street con sus baratijas chinas
y las palmeras gigantes y esas chicas tan graciosas
de los salones de belleza
(las clientas
no se miraban en espejos, sino en monitores a color)
y las noches americanas, ¿te acuerdas, Mircea T.?
junto a tu casita y la de Melisa, después
de ver películas de ciencia ficción toda la tarde, comer tacos
y beber cerveza Old Style
cuando salimos fuera nos abrumaron las estrellas
y los aviones silenciosos que se movían entre ellas
y en tu coche, el viejo Ford, el aire estaba helado
y me llevaste, atravesando la ciudad desierta, hasta mi querido
Mayflower Residence Hall.
y los desfiles de Thanksgiving y de Halloween
con viejos banqueros disfrazados de osos y de payasos
y el chico de origen checo interesado en Faulkner
y la pequeña coreana del Cambus amarillo
y la melancolía de las hojas amarillas de Iowa City
y nosotros dos, Gabi, haciendo compras, horas y horas
en el Targer y el K-Mart y en los Goodwill
y también en el fantástico Mall del centro...

...comía caramelos de canela mi primera mañana en Washington
con la cámara al cuello, en el frío de la plaza Dupont...
... pagué siete dólares por ver el Zoo de Nueva Orleans
y llovía, y todos los animales estaban en sus guaridas...
en el taxi discutiendo con el taxista negro,
sin entender una palabra de lo que me decía: "Hey, man..."
... maravillosos almuerzos en restaurantes chinos, tailandeses,
pero el mejor en el Meandros, los griegos del Soho...
... The Art Institute (a rebosar de impresionistas)
... The Freak Museum (amazing: ¡tres Vermeer!
... The National Gallery (retrospectiva de Malevich)

un hombre congelado durante cien años
abre los ojos y prefiere morir.
lo que ha visto es demasiado hermoso y demasiado triste.
porque allí no tenía a nadie y entre los dedos tenía un panadizo
y sus dientes estaban tan estropeados
y en la cabeza
tenía todo tipo de cosas inútiles
y todo lo que había hecho hasta entonces
tenía la mitad de la consistencia del viento.
un hombre inventó, en una lejana isla
una máquina de coser, hecha de bambú
y se creía genial, pues a ninguno de los suyos
se le había ocurrido nunca algo así, pero cuando llegaron los holandeses
le premiaron por el invento
regalándole una eléctrica
(gracias, dijo, y eligió morir)
no encuentro mi sitio, ya no soy de aquí
y no puedo ser de allí.

¿y la poesía? me siento como el último mohicano
ridículo como el dinosaurio de Denver.
la mejor poesía es la poesía soportable,
nada más: solo soportable.
nosotros hemos escrito durante diez años poesía buena
sin saber qué poesía tan mala escribíamos.
hemos hecho gran literatura, y ahora entendemos
que esta no puede traspasar el umbral, precisamente porque es grande,
demasiado grande, asfixiada en su propia grasa,
tampoco este poema es poesía
pues solo lo que no es poesía
puede resistir como poesía 
solo lo que no puede ser poesía.

Occidente me ha abierto los ojos y me ha golpeado la cabeza contra el dintel,
dejo a otros lo que ha sido mi vida hasta hoy.
que crean otros en lo que he creído yo.
que amen otros lo que he amado yo.
yo ya no puedo más, no puedo más,
no puedo más, no puedo más.

(En Poesía Esencial. Trad. y ed. de Marian Ochoa de Eribe y Eta Hrubaru,
Impedimenta Poética, 2021)


Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) es poeta, narrador y crítico literario rumano. Candidato al Nobel de Literatura desde hace años, está considerado el más importante narrador rumano de la actualidad.

Licenciado en Literatura rumana (1980) por la Facultad de Letras de Bucarest, en 1999 obtuvo el  Doctorado en Literatura rumana con una tesis sobre el posmodernismo rumano. Después de graduarse en la universidad, fue profesor de secundaria, empleado de la Unión de escritores, editor de la revista Caiete Critic y, desde 1990, asistente y luego profesor titular en la Universidad de Bucarest. Está casado con la poeta Iona Nicolaie.

Antes de convertirse en el brillante narrador que conocemos, Mircea Cărtărescu cultivó la poesía. Formó parte de la llamada Generación blue jeans, un grupo de jóvenes que en los años 80 transformó la poesía de su país y convirtió la de su generación (que bebía en las fuentes de la tradición rumana del surrealismo y la vanguardia y en la recién descubierta poesía norteamericana)  en un instrumento de resistencia cultural contra la dictadura de Ceausescu, como ha señalado el autor:

"Aunque vivíamos en un oscuro rincón de Europa no teníamos ninguna clase de complejos culturales: nos considerábamos 'los mejores poetas del mundo' e intentábamos, siguiendo las huellas de Rimbaud, Lautréamont, del surrealismo y las vanguardias, de la Generación Beat, Bob Dylan y los Beatles, cambiar el mundo de manera radical, llevar la poesía a la calle y dotarla al mismo tiempo de fuerza y brillo."

Como poeta, debutó en 1971 con poemas  publicados en la revista Romana Literara. Participó en el Cenáculo de los Lunes -el Cenáculo de la Luna en la ficción de Solenoide, creado en 1977 en la Universidad de Bucarest por iniciativa de  un grupo de estudiantes bajo la mentoría de Nicolae Manolescu- que se convertiría en núcleo de la generación de los 80. En 1982 apareció el volumen colectivo Aire con diamantes, firmado por cuatro lunedistas, entre ellos Cărtărescu. Dos años antes, el autor había publicado Faros, escaparates, fotografías, con excelente acogida por parte de la crítica, y había leído en el Cenáculo su emblemático poema "La caída", un auténtico manifiesto que se convirtió en un hito y aupó  a su autor a la cima del grupo de jóvenes poetas. De su obra poética destaca El Levante (1990, una obra experimental Premio de la Unión de Escritores Rumanos), así como los poemarios  que, junto con Faros, escaparates, fotografías (1980),  fueron reunidos por la editorial Humanitas en el volumen Poezia (2015): Poemas de Amor (1980), Todo (1984), Amor (1994) y Nada (2010). 

A  los 30 años dejó de escribir poesía ("Llegó un momento en que la poesía renunció a mí", recuerda) para comenzar una nueva vida literaria como narrador. Su primera obra narrativa fue el volumen de cuentos Nostalgia (1993, Premio de la Academia Rumana). Le siguió Lulu (1994), novela que indaga en el misterio del doble y que le valió el Premio ASPRO. La trilogía  Cegador (1996-2007), reconocida con premios como el Von Rezzori y el Thomas Mann, supuso su consagración como narrador. Cabe destacar, además, los volúmenes de cuentos Las Bellas Extranjeras (2010) y El ojo castaño de nuestro amor (2012), así como la novela Solenoide (2015), considerada su obra más madura hasta la fecha.

En 2018 fue galardonado con el prestigioso Premio Formentor de las Letras. Sus obras han sido traducidas a más de veinte  idiomas.

La poesía de Cărtărescu es, en palabras de sus traductores al castellano, una poesía

que mira hacia "lo oral y lo plebeyo", redescubre y cultiva sin reticencias su gusto por el humor urbano, (re)vive la alegría de narrar, de narrar acontecimientos sin héroes y situaciones banales sin acontecimientos. Redescubre y revisita mitos populares y la literatura de los comienzos, los textos marginales que "han dado brillo y relevancia estética a una literatura subterránea olvidada" y que "han reactivado los genes recesivos de nuestro genotipo".

Respecto al poema elegido, el autor ha explicado, en entrevista concedida a Andrés Seoane para El Cultural, que nace del impacto experimentado en su primer viaje al extranjero, posible tras la revolución de 1989 que puso fin al régimen de Ceausescu :

Mi primer viaje al extranjero tuvo lugar en 1994, a los 34 años  y fui directamente a Nueva York. Es difícil imaginar el shock cultural que sufrí. El poema "Occidente" refleja ciertamente mi desesperación cuando me vi suspendido entre dos mundos, incapaz de adaptarme a ninguno de ellos, como los Reyes Magos del poema de T. S. Eliot, que no podían seguir siendo paganos después de ver el Nacimiento, pero que tampoco podían convertirse en cristianos. El tema de este poema es el ataque de pánico ante la libertad de alguien que ha vivido siempre en una cárcel. 

[La imagen del autor está tomada de eldiario.es]