EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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domingo, 27 de septiembre de 2020

"Oda al otoño", de Pablo Neruda


Otoño en la comarca del Jiloca, Teruel. Foto: Josefina López


Oda al otoño

Ay cuánto tiempo
tierra
sin otoño,
cómo
pudo vivirse!
Ah qué opresiva 
náyade
la primavera
con sus escandalosos
pezones
mostrándolos en todos
los árboles del mundo,
y luego
el verano,
trigo,
trigo,
intermitentes
grillos,
cigarras,
sudor desenfrenado.
Entonces
el aire
trae por la mañana
un vapor de planeta.
Desde otra estrella
caen gotas de plata.
Se respira
el cambio
de fronteras,
de la humedad al viento,
del viento a las raíces.
Algo sordo, profundo,
trabaja bajo la tierra
almacenando sueños.
La energía se ovilla,
la cinta
de las fecundaciones
enrolla
sus anillos.

Modesto es el otoño
como los leñadores.
Cuesta mucho
sacar todas las hojas
de todos los árboles
de todos los países.
La primavera 
las cosió volando
y ahora
hay que dejarlas
caer como si fueran
pájaros amarillos.
No es fácil.
Hace falta tiempo.
Hay que correr por todos
los caminos,
hablar idiomas,
sueco,
portugués,
hablar en lengua roja,
en lengua verde.
Hay que saber
callar en todos
los idiomas
y en todas partes,
siempre
dejar caer,
caer,
las hojas.

Difícil
es 
ser otoño,
fácil ser primavera.
Encender todo
lo que nació
para ser encendido.
Pero apagar el mundo
deslizándolo
como si fuera un aro
de cosas amarillas,
hasta fundir olores,
luz, raíces,
subir vino a las uvas,
acuñar con paciencia
la irregular moneda
del árbol en la altura
derramándola luego
en desinteresadas
calles desiertas,
es profesión de manos
varoniles,
Por eso,
otoño,
camarada alfarero,
constructor de planetas,
electricista,
preservador de trigo, 
te doy mi mano de hombre
a hombre
y te pido me invites
a salir a caballo,
a trabajar contigo.
Siempre quise
ser aprendiz de otoño,
ser pariente pequeño
del laborioso
mecánico de altura,
galopar por la tierra
repartiendo
oro,
inútil oro.
Pero, mañana,
otoño,
te ayudaré a que cobren
hojas de oro
los pobres del camino.

Otoño, buen jinete,
galopemos,
antes que nos ataje
el negro invierno.
Es duro
nuestro largo trabajo.
Vamos
a preparar la tierra
y a enseñarla
a ser madre,
a guardar las semillas
que en su vientre
van a dormir cuidadas
por dos jinetes rojos
que corren por el mundo:
el aprendiz de otoño
y el otoño.

Así de las raíces
oscuras y escondidas
podrá salir bailando
la fragancia
y el velo verde de la primavera.

De Odas elementales, 1954

Entrada relacionada:

http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2012/09/oda-la-sandia-de-pablo-neruda.html

jueves, 24 de septiembre de 2020

"La casa de Chef", un relato de Raymond Carver

Edward Hopper, House on Dune, South Truro, c.a.1931



La casa de Chef

Aquel verano Wes le alquiló una casa amueblada al norte de Eureka a un alcohólico recuperado llamado Chef. Luego me llamó para pedirme que olvidara lo que estuviese haciendo y que me fuese allí a vivir con él. Me dijo que no bebía. Yo ya sabía qué era eso de no beber. Pero él no aceptaba negativas. Volvió a llamar y dijo: Edna, desde la ventana delantera se ve el mar. En el aire se huele la sal. Me fijé en cómo hablaba. No arrastraba las palabras. Le dije que me lo pensaría. Y lo hice. Una semana después volvió a llamar preguntándome si iba. Contesté que lo seguía pensando. Empezaremos de nuevo, dijo él. Si voy para allá, quiero que hagas algo por mí, le dije. Lo que sea, contestó Wes. Quiero que intentes ser el Wes que conocí antes. El Wes de siempre. El Wes con quien me casé. Wes empezó a llorar, pero lo interpreté como una señal de sus buenas intenciones. Así que le dije, de acuerdo, iré. Había dejado a su amiga, o ella le había abandonado a él, ni lo sé ni me importa. Cuando me decidí a irme con Wes, tuve que decirle adiós a mi amigo. Mi amigo me dijo que estaba cometiendo un error. No me hagas esto a mí. ¿Qué pasará con nosotros? Tengo que hacerlo por el bien de Wes, le dije. Está intentando dejar de beber. Ya recordarás lo que es eso. Lo recuerdo, pero no quiero que vayas, contestó mi amigo. Iré a pasar el verano, luego ya veré. Volveré, le dije. ¿Y qué pasa conmigo?, preguntó él. ¿Qué hay de bien? No vuelvas más.

Aquel verano bebimos café, gaseosa y toda clase de zumos de fruta. Eso es lo que bebimos durante todo el verano. Me encontré deseando que el verano no terminase nunca. Debí figurármelo, pero al cabo de un mes de estar con Wes en casa de Chef, volví a ponerme el anillo de boda. Hacía dos años que no lo llevaba. Desde la noche en que Wes estaba borracho y tiró el suyo a un huerto de melocotones.

Wes tenía algo de dinero, así que yo no tenía que trabajar. Y resultó que Chef nos dejaba la casa por casi nada. No teníamos teléfono. Pagábamos el gas y la luz y comprábamos de oferta en el supermercado. Un domingo por la tarde salió Wes a comprar una regadera y volvió con algo para mí. Me trajo un precioso ramo de margaritas y un sombrero de paja. Los martes por la tarde íbamos al cine. Otras noches iba Wes a lo que denominaba "sus reuniones secas". Chef le recogía a la puerta en su coche y después lo traía a casa. Algunos días Wes y yo íbamos a pescar truchas en una de las lagunas que había cerca. Pescábamos desde la orilla, y tardábamos todo el día en atrapar unas pocas. Nos vendrán muy bien, decía yo, y por la noche las freía para cenar. A veces me quitaba el sombrero y me quedaba dormida sobre una manta, junto a la caña de pescar. Lo último que recordaba eran nubes que pasaban por encima hacia el valle central. Por la noche Wes solía tomarme en sus brazos y preguntarme si seguía siendo su chica.

Nuestros hijos mantenían sus distancias. Cheryl vivía con otra gente en una granja en Oregón. Cuidaba de un rebaño de cabras y vendía la leche. Tenía abejas y vendía tarros de miel. Tenía su propia vida, y yo no la culpaba. No le importaba lo más mínimo lo que su padre y yo hiciéramos con tal de que no la metiéramos en ello. Bobby estaba en Washington, trabajando en la siega del heno. Cuando se acabara la temporada, pensaba trabajar en la recolección de la manzana. Tenía novia y estaba ahorrando dinero. Yo escribía cartas y las firmaba: "Te quiere siempre".

Una tarde estaba Wes en el jardín cuando Chef paró el coche delante de la casa. Yo estaba fregando en la pila. Miré y vi cómo se detenía el enorme coche de Chef. Yo veía el coche, la carretera de acceso y la autopista, y más allá, las dunas y el mar. Había nubes sobre el agua. Chef bajó del coche y se alzó los pantalones de un tirón. Comprendí que pasaba algo. Wes dejó lo que estaba haciendo y se incorporó. Llevaba guantes y un sombrero de lona. Se quitó el sombrero y se secó el sudor con el dorso de la mano. Chef se acercó a Wes y le puso un brazo en los hombros. Wes se quitó un guante. Salí a la puerta. Oí a Chef decir a Wes que sólo Dios sabía cómo lo sentía, pero que tenía que pedirnos que nos marcháramos a fin de mes. Wes se quitó el otro guante. ¿Y por qué, Chef? Chef dijo que su hija, Linda, la mujer que Wes solía llamar Linda la gorda desde la época en que bebía, necesitaba un sitio para vivir, y el sitio era aquella casa. Chef le contó a Wes que el marido de Linda había salido a pescar con la barca hacía unas semanas y nadie había vuelto a saber de él desde entonces. Había  perdido a su marido. Había perdido al padre de su hijo. Yo la puedo ayudar, me alegro de estar en disposición de hacerlo, dijo Chef. Lo siento, Wes, pero tendrás que buscar otra casa. Luego Chef volvió a abrazar a Wes, se tiró de los pantalones, subió a su enorme coche y se marchó.

Wes entró en la casa. Dejó caer en la alfombra el sombrero y los guantes y se sentó en la butaca grande. La butaca de Chef, pensé. La alfombra de Chef, también. Wes estaba pálido. Serví dos tazas de café y le di una.

Está bien, dije. No te preocupes, Wes.

Me senté con el café en el sofá de Chef.

Linda la Gorda va a vivir aquí en lugar de nosotros, dijo Wes. Sostenía la taza pero no bebía.

No te excites, Wes, le dije.

Su marido aparecerá en Ketchikan, dijo Wes. El marido de Linda la Gorda se ha largado, sencillamente. ¿Y quién podría reprochárselo?

Dijo Wes que, llegado el caso, él también se hundiría con una barca antes que pasar el resto de su vida con Linda la Gorda y su hijo. Entonces Wes dejó la taza en el suelo, junto a los guantes. Hasta ahora este ha sido un hogar feliz, dijo.

Tendremos otra casa, le sugerí.

Como esta, no, afirmó Wes. De todos modos, no sería lo mismo. Esta ha sido una buena casa para nosotros. Esta casa alberga muchos recuerdos. Ahora Linda la Gorda y su hijo estarán aquí, dijo Wes. Cogió la taza y dio un sorbo.

La casa es de Chef, le recordé. Él hace lo que tiene que hacer.

Lo sé, repuso Wes. Pero no tiene por qué gustarme.

Wes tenía una curiosa expresión. Yo ya conocía aquella expresión. No dejaba de pasarse la lengua por los labios. Se manoseaba la camisa por debajo del cinturón. Se levantó de la butaca y se fue a la ventana. Permaneció en pie mirando al mar y a las nubes, que se iban extendiendo. Se daba palmaditas en la barbilla con los dedos, como si estuviera pensando algo. Y estaba pensando.

Tranquilo, Wes, le dije.

Ella quiere que esté tranquilo, repuso Wes. Siguió allí de pie.

Pero al cabo de un momento se acercó y se sentó junto a mí en el sofá. Cruzó las piernas y empezó a jugar con los botones de la camisa. Le cogí la mano. Empecé a hablar. Del verano. Pero lo hice como si fuese algo del pasado. Quizá de años atrás. En cualquier caso, como algo que hubiese terminado. Luego empecé a hablar de los chicos. Wes dijo que deseaba hacerlo todo y bien, esta vez.

Te quieren, le dije.

No, no me quieren, repuso.

Algún día entenderán las cosas, le animé.

Quizá, dijo Wes. Pero entonces no importará.

No lo sabes.

Sé unas cuantas cosas, aseguró Wes, mirándome. Sé que me alegro de que hayas venido aquí. No lo olvidaré. 

Yo también me alegro. Estoy contenta de que encontraras esta casa.

Wes soltó un bufido. Luego se rió. Los dos reímos. Este Chef, dijo Wes, meneando la cabeza. Nos la ha hecho buena, el hijo de puta. Pero me alegro de que lleves el anillo. Me alegro de que hayamos pasado juntos este tiempo.

Entonces dije una cosa. Figúrate, sólo imagínate que nunca ha pasado nada. Suponte que ésta ha sido la primera vez. Supóntelo. Suponer no hace daño. Digamos que lo otro no ha sucedido jamás. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Entonces, qué?

Wes me miró con fijeza. Entonces calculo que tendríamos que ser otras personas, si se diera el caso, dijo Wes. Distintas. Ya no puedo hacer esa clase de suposiciones. Nacimos para ser lo que somos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Le contesté que no había dejado algo bueno ni recorrido casi cien mil kilómetros para oírle hablar así.

Lo siento, pero no puedo hablar como alguien que no soy, dijo Wes. Yo no soy otro. Si lo fuese, con toda seguridad no estaría aquí. Si fuera otro, no sería yo. Pero soy como soy. ¿No lo entiendes?

Está bien, Wes, le dije. Me llevé su mano a la mejilla. Entonces, no sé, recordé cómo era cuando tenía diecinueve años, su aspecto cuando corría por el campo adonde estaba su padre, sentado en el tractor, con la mano sobre los ojos, viendo correr a Wes hacia él. Nosotros acabábamos de llegar de California. Me bajé con Cheryl y Bobby y dije: ése es el abuelo. Pero no eran más que niños.

Wes seguía sentado junto a mí, dándose golpecitos en la barbilla, como si intentara decidir lo que haría a continuación. El padre de Wes había muerto y nuestros hijos habían crecido. Miré a Wes y luego el cuarto de Chef y las cosas de Chef. Tenemos que hacer algo, y rápido, pensé. 

Cariño, dije. Wes, escúchame.

¿Qué quieres?, me dijo. Pero eso fue todo. Parecía haber llegado a una conclusión. Pero, una vez decidido, no tenía prisa. Se recostó en el sofá, cruzó las manos sobre el regazo y cerró los ojos. No dijo nada más. No tenía por qué hacerlo. 

Pronuncié su nombre para mis adentros. Era fácil de decir, y estaba acostumbrada a repetirlo desde hacía mucho tiempo. Luego volví a decirlo. Esta vez en voz alta. Wes, dije.

Abrió los ojos. Pero no me miró. Simplemente se quedó sentado donde estaba y miró a la ventana. Linda la Gorda, dijo. Pero yo sabía que no se trataba de ella. No era nada. Sólo un nombre. Wes se levantó, echó las cortinas y el mar desapareció como por ensalmo. Fui a preparar la cena. Aún teníamos un poco de pescado en la nevera. No quedaba mucho más. Esta noche haremos limpieza, pensé, y eso será el fin de todo.

(En Catedral (Cathedral), trad.  de Benito Gómez Ibáñez, Barcelona, Anagrama, 1992, págs. 32-37)



El escritor Raymond Carver
Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938-Port Angeles, Washington, 1988) fue un narrador y poeta
estadounidense, considerado uno de los fundadores y mayores representantes del realismo sucio. Su vida estuvo marcada por la pobreza y el alcoholismo. Su padre era afilador de sierras. La familia se trasladó a Yakima y a Chester (California), donde empezó a desempeñar el oficio de su padre. Con veinte años tuvo que casarse en Yakima con Maryam Burk, una joven de dieciséis y afrontar la paternidad de su hija Christine, y al año siguiente de su hijo Vane. Durante años su vida fue un peregrinaje de ciudad en ciudad (Paradise, Eureka, Arcata, Palo Alto...) buscando trabajo y desempeñando los más variados oficios, que compaginó con los estudios. Se matriculó en la universidad y obtuvo la diplomatura en Humanidades por la Estatal de Humboldt. En 1958 asistió a un curso sobre escritura creativa, en el State College de California, que lo llevó a publicar su primer relato corto, "Pastoral", y su primer poema, "El aro de bronce." 

Conoció su primer éxito como escritor en 1967, cuando su cuento "¿Quieres hacer el favor de estarte quieto, por favor?" fue incluido en la antología Los mejores relatos breves americanos. Pero la insatisfacción personal lo llevó a buscar refugio en la bebida y a convertirse en un alcohólico desde la década de los 60. En 1968 publicó Cerca de Klamath, su primer volumen de poesía, y en 1974, la colección de relatos cortos Ponte en mi lugar. Fue becado en Stanford y profesor invitado en Santa Bárbara (1974-75), pero tuvo que dimitir a causa de su alcoholismo y de sus problemas familiares. Separado en  1977, ese mismo año conoció a la poeta Tess Gallagher, que se convertiría en su segunda esposa. En 1979 se instala con Tess en Port Angeles e inicia lo que llamó su "segunda vida", tras sobrevivir a la pobreza y a cuatro hospitalizaciones por alcoholismo. Una vez superada su dependencia del alcohol,  su vida se reparte entre sus clases en distintas universidades (Vermont, El Paso, Siracusa) y la escritura. En 1983 fue galardonado con el premio Mildred and Harold Strauss Living Award. En la década de los 80 aparecieron sus más famosas colecciones de cuentos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (1981), Catedral (1983) y Tres rosas amarillas (1988). Murió a los cincuenta años, de cáncer de pulmón.

Los silencios y los finales abruptos caracterizan unos relatos en los que Carver habla de sí mismo y de los seres anónimos que lo rodean. Refleja las miserias cotidianas del estadounidense medio: los problemas de pareja, los divorcios, las peleas por la custodia de los hijos, las infidelidades, son temas recurrentes en su narrativa. Sus personajes son perdedores que buscan mejorar su situación pero nunca lo consiguen. Hoy sabemos que su editor fue responsable de esa contención característica de sus relatos.

A pesar de su éxito como narrador, él se consideraba ante todo, poeta y deseaba pasar a la historia por sus versos, que escribió durante toda su vida: "Mis relatos son más conocidos, pero yo lo que amo es mi poesía", afirmó. Muchos de sus relatos fueron antes poemas. Con frecuencia, sus poemas iluminan aspectos apenas insinuados en los relatos.  En 2019 Anagrama publicó Todos nosotros. Poesía completa, que reúne Fuegos (1985), Donde el agua se junta con otras aguas (1986), Ultramar (1988) y Un sendero nuevo a la cascada (1989).

AQUÍ puedes leer el poema "Ondas de radio" de Raymond Carver.

Raymond Carver y Tess Gallagher. (abc.es)

[La información sobre la vida de Carver procede, fundamentalmente, del artículo "Raymond Carver, biografía fotográfica", de César Antonio Molina, publicado en ABC Cultural]

[Imagen inicial: Pinterest.fr]

domingo, 20 de septiembre de 2020

"Mariposa" (Butterfly), de Margaret Atwood

(diariodeloriente.es)


                 MARIPOSA


Hace casi un siglo, mi padre,
a la edad de —creo— diez años,
caminaba tres millas a través del bosque
en ruta hacia el colegio,

a lo largo de la orilla, bordeada de juncias,[1]
del río, repleto de caudal y anguilas, orlado de juncos,
color ocre fangoso;
dejando un rastro de histéricas moscas negras,[2]
con las manos, entonces ya anchas y hábiles,
asomando por las raídas mangas.

A lo largo del sendero, observaba
cada detalle: hongos y excrementos, plantas silvestres,
caracoles y lirios, licopodio,[3] helechos y conos.
Debía ser una eterna
inspiración para él: entre
el deseo de conocimiento y de alabanza
no existían límites.

Un día vio un tronco mojado que flotaba
despacio, río abajo,
y encima, una mariposa, del azul de unos ojos.
Fue el momento (me enteré después)
que lo lanzó a cambiar su vida

hacia un mundo arcano
de microscopios y números,
distintivos en la solapa, automóviles y viajes,

lejos de las diez millas
de bosques devastados
a los que nunca llamó pobreza,
y del ocre río, moviéndose en meandros;
de alguna manera, siempre soñó aquello,
intentando, en vano, regresar.




NOTAS DE LA TRADUCTORA:
[1] Planta semejante al junco propia de sitios húmedos;
tiene el tallo triangular, es aromática y medicinal.
[2] Mosca del género simulium que muerde y chupa la sangre,
liberando un anestésico, coagulante y vasodilatador.
[3] Plantas trepadoras, que no están relacionadas con el musgo,
con hojas en forma de aguja o escama; es también medicinal.

VERSIÓN ORIGINAL EN INGLÉS:

           BUTTERFLY

My father, ninety years ago,

at the age of —my guess— ten,
walked three miles through the forest
on his way to school

along the sedgy wetfoot shore

of the brimming eel-filled rush-fringed
peat-brown river,
leaving a trail of jittering blackflies,
his hands already broad and deft
at the ends of his fraying sleeves.

Along this path he noticed

everything: mushroom and scat, wildbloom,
snail and iris, clubmoss, fern and cone.
It must have been an endless
breathing in: between
the wish to know and the need to praise
there was no seam. 

One day he saw a drenched log floating

heavily downstream,
and on it a butterfly, blue as eyes.
This was the moment (I later heard)
that shot him off on his tangent

into the abstruse world

of microscopes and numbers,
lapel pins, cars, and wanderings,

away from the ten square miles

of logged-out bushlots
he never named as poverty,
and the brown meandering river
he was always in some way after that
trying in vain to get back to.


De La puerta. Traducción de Pilar Somacarrera.
Bruguera, Barcelona, 2009 

Margaret Atwood  es más conocida como novelista que como poeta,  a pesar de que ha publicado  más de veinte poemarios por los que ha sido incluida entre los grandes poetas de la literatura anglosajona actual. La puerta es un apasionante recorrido por sus vivencias personales, desde la infancia hasta la madurez. En el poema seleccionado evoca la figura de su padre, el trayecto que debía recorrer a diario para llegar al colegio y el despertar de su vocación cuando descubrió un día una hermosa mariposa azul. Carl Edmund Atwood se convirtió en zoólogo y sus investigaciones sobre entomología forestal le obligaron a residir al norte de Quebec, Ontario y Toronto, pero siempre añoró el territorio de su infancia.
Licopodio./Foto: Holm Riebe (fotocomunity.de)

[Imagen 2: juncia real (Wikipedia)]

domingo, 13 de septiembre de 2020

"Todas las cosas cantan bajo el cielo", de Raúl Zurita


Volcán Licancabur, Atacama, Chile


Todas las cosas cantan bajo el cielo


                                    Querido cielo de mi país

Cantan las cumbres de los Andes, los pastos,
el desierto de Atacama, los grandes ríos, 
canales y aguas del sur, Pacífico, nevados
y glaciares
                cantan y cantan
Las aves, las bandadas y nieves de las cimas,
garzas, loicas
y las aves más lóbregas de los pequeños de
alma cantan
Canta el día radiante y el día nublado, el
vuelo de las inmaculadas praderas, de las 
montañas y los archipiélagos del amor
más helado cantan
Como todas las cosas cantan y cantan
Sólo porque están vivas cantan
cantan y cantan
                          bajo el cielo de mi país

De La vida nueva, 1994


El poeta chileno Raúl Zurita ha sido galardonado con el XXIX Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Según el jurado, el premio reconoce " su ejemplo poético de sobreponerse al dolor, con versos, con palabras comprometidas con la vida, con la libertad y con la naturaleza".

El poeta Raúl Zurita. (E. P.)


Raúl Zurita. Escrituras sobre los acantilados. Proyecto 2008. En el contexto de
Verás un mar de piedras. Fotografía: Nicolás Piwonka. (museoreinasofia.es)


[Imagen: Mancura Wines]

jueves, 10 de septiembre de 2020

"Jules y Jim", un cuento de Mario Benedetti


 

JULES Y JIM


Fue un sábado de tarde, en plena siesta, cuando sonó la primera llamada. Aún medio aturdido, había alargado el brazo hasta el teléfono, y una voz masculina, ni demasiado grave ni demasiado aguda, había inaugurado el ciclo de amenazas con aquello, después tan repetido, de hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Esa vez la sorpresa no le permitió decir ni hola ni quién habla, pero en la siguiente, también sábado de tarde, logró al menos preguntar por qué, y le respondieron vos bien sabés, no te hagas el imbécil.

Desde entonces se habían acabado para Agustín las fiestas sabatinas. Pensó en motivos políticos, comerciales, amorosos. Pero ninguno le proporcionó una pista medianamente fiable. Su actividad política en el 71 se había limitado a los comités de base y había sido por cierto bastante floja. Compartía las preocupaciones y actitudes de aquella linda y despierta muchachada, pero no aguantaba las fervorosas e interminables discusiones hasta la media noche, de modo que se hacía humo no bien se presentaba una aceptable coyuntura. Es cierto que había aportado su cuota, ayudado en lo que podía, pero nunca se consideró un auténtico militante. Después del golpe, sencillamente se borró.

Por otra parte, su vida comercial no provocaba envidias ni animadversiones. Había pocos empleados en la modesta ferretería que heredara del viejo y nunca había tenido conflictos con su personal. Dos de los empleados vivían también en Pocitos y más de una vez se habían encontrado en las reuniones del comité barrial. Sólo que ellos se quedaban siempre hasta el final de las discusiones, y al día siguiente, en el trabajo, él no se animaba a preguntarles a qué conclusión habían llegado, sencillamente porque nunca le había gustado que la política se introdujera en la ferretería.

En el rubro mujeres, su soltería, que en el filo de los cuarenta se iba volviendo inexpugnable, no le impedía una relación casi estable con una antigua amiga de su hermana (la que ahora vivía en Maldonado, casada con un dentista), cuya atractiva madurez había reencontrado hacía casi cinco años durante un viaje a Buenos Aires. A partir de esa buena y agradable vinculación con Marta, había renunciado a los inestables y a menudo riesgosos mariposeos de años atrás. De manera que tampoco ese sector privado podía ser caldo de cultivo para resentimientos o chantajes. 

En el ámbito familiar no había problemas. Toda su parentela, no muy abundante, estaba repartida en ciudades y pueblos del interior: los tíos en Paysandú, la madre en Sarandí del Yi, las dos hermanas y una sobrina en Maldonado. Raras veces bajaban a la capital, y él, por su parte, casi sin darse cuenta, había ido espaciando las visitas.

Al principio no tomó en serio la nueva situación. Se dijo que ya no eran los duros tiempos del 72 o el 73, cuando estas anomalías podían tener causas y pretextos muy diversos y hasta verosímiles. Cabía la posibilidad de que fuese una broma, pero quién de sus pocos amigos podía ser tan pesado como para mantener durante varias semanas un juego así de oscuro. Un chantaje tal vez, pero qué enemigo podía ser tan sádico como para molestarlo de esa manera impúdica y siniestra. Y además, quién podía ignorar que la ferretería daba para vivir y nada más. 

Lo cierto es que había decidido no abandonar el apartamento en las tardes de los sábados. Su lema personal, adecuado a las circunstancias, era que al sadismo de los amenazadores él correspondía con su masoquismo de amenazado. Pero semejante tozudez tenía una lógica: si desaparecía los sábados, la previsible respuesta del fantasma agresor consistiría en trasladar la llamada intimidatoria para el martes o el viernes.

Así fue que el mundo empezó a tener otro color y otro ritmo para Agustín. Por las mañanas, cuando concurría a la ferretería, ya no usaba el auto. Aunque desde el comienzo había aceptado  que si alguien planeaba acabar con él, las precauciones estaban de más, de todos modos había tomado algunas medidas primarias, elementales. Por ejemplo, viajar en autobús. Caminaba una cuadra y media y tomaba el 121, que rara vez venía repleto, o sea que viajaba cómodo. Le acompañaban sin embargo suficientes pasajeros como para que el supuesto enemigo lo pensara dos veces antes de emprenderla a tiros. Pero ¿por qué precisamente a tiros? Alguien podría terminar con él, por ejemplo, en un ascensor, digamos el de su edificio, entre el segundo y el tercer piso, o quizá viceversa, y como eso tampoco era descartable, empezó a usar el ascensor sólo cuando lo compartía con otros habitantes del inmueble. ¿Y si el autor de las llamadas fuera precisamente un habitante del inmueble? Durante una semana bajó los ocho pisos por la escalera, pero no le fue difícil admitir que, en ciertas horas de poco movimiento, una agresión entre piso y piso podía no ser algo descabellado. De modo que volvió a usar el ascensor.

Carmen, la mujer que tres veces por semana venía a cocinar y a hacer la limpieza, estaba con él desde el 70 y era de absoluta confianza, pero así y todo le hizo discretas preguntas acerca de su ex marido (hace más de un año que no sé nada de él, don Agustín) o de su hermano (se fue a Australia, qué otra cosa iba a hacer el pobre, un obrero especializado como él y aquí con los brazos cruzados). Por un viejo acuerdo, Carmen no venía los sábados ni los domingos, de modo que nunca le había tocado atender una de aquellas llamadas, y Agustín tampoco la había prevenido, tal vez porque pensaba que ella podía asustarse y dejarlo plantado.

Por otra parte, Marta nunca venía al apartamento. Agustín siempre había preferido concurrir al suyo, en el Cordón, y aunque ella le preguntó por qué ahora venía sin el auto, él sólo invocó la suba de la nafta. Después de todo, qué solucionaba transmitiéndole a ella su ansiedad. No obstante, en una relación tan regular y sin rupturas como la de casi pareja que ellos constituían, cada cuerpo aprende a reconocer los desajustes y tensiones del otro, aunque no medien gestos ni palabras, y eso fue precisamente lo que detectó el lindo cuerpo de Marta. Él mencionó el trabajo, la crisis, los acreedores, las minidevaluaciones, bah. Pero tres días más tarde y por primera vez en  cinco años, Agustín fue un fracaso en la cama, y aunque Marta apeló a sus mejores reservas de comprensión y de ternura, él no osó decirle que sus pensamientos frecuentemente andaban lejos de aquel busto y aquel pubis, tan atractivos como de costumbre.

Ir y volver. Vigilar y sentirse vigilado. Se metía a veces en el cine pero no conseguía concentrarse en la película, salvo que ésta se enredase en amenazas y atentados, en crímenes y secuestros. Y cuando ello ocurría, entonces le escapaba al desenlace, no quería saber si la víctima sucumbía o se libraba.

En la ferretería, sólo una vez hubo una llamada sospechosa. Le tocó a Luis, el cajero. Era una voz de hombre, preguntó por usted, don Agustín, le dije que estaba atendiendo a una clienta, y entonces comentó que no importaba, que lo llamaría como siempre a su casa, el sábado por la tarde, pero no quiso dejar el nombre, me pareció un poco raro. Y él, que no se preocupara, que ya sabía quién era, y el sábado a las tres y media la voz de siempre llamó para decir su estribillo, hola Agustín te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Él nunca colgaba en primer término, dejaba que la voz completara su mensaje, pero tampoco hacía preguntas, no quería que el otro lo volviera a apabullar con aquel estrambote, vos bien sabés, no te hagas el imbécil.

En tiempos pretelefónicos (como él los llamaba para sí mismo, con extraña nostalgia), aquellas tardes en que no iba a lo de Marta, llegaba al apartamento, se daba una ducha, se servía un trago, encendía el tocadiscos. En materia de música, había dos cosas que le atraían y le descansaban: los solos de guitarra y las canciones latinoamericanas. Hasta el 72 había escuchado casi diariamente a Viglietti, Los Olimareños, Zitarrosa, Soledad Bravo, Alicia Maguiña, Mercedes Sosa. Después que las cosas se complicaron, los escuchaba menos y siempre con auriculares. No quería que algunos vecinos recientes (los porteños del séptimo, los copetudos del noveno) sacaran conclusiones políticas de sus preferencias musicales. Pero, a partir de las llamadas, no tenía ganas de sentarse a escuchar nada, ni guitarra, ni canciones, nada. La ducha sí, el trago también, pero en vez de Narciso Yepes o Víctor Jara, prefería un segundo trago y a veces un tercero.

Hasta aquel martes de tarde en que, al cerrar la ferretería, se encontró por azar con Alfredo Sánchez, no había hablado con nadie de su problema. Durante diez años no había sabido de Sánchez, pero el hecho de encontrarlo y también la satisfacción de que el otro a su vez lo reconociera, lo arrancaron de su habitual discreción. Fueron a un café, charlaron largamente, se pusieron al día. Sánchez había sido su compañero de clase en los tiempos del liceo Rodó, cuando Agustín obtenía notas brillantes y era el orgullo de los profesores y sobre todo de las profesoras, y Sánchez en cambio pasaba de año a duras penas, siempre con alguna previa de contrapeso, pero salvándola al fin, tras pagar el odioso precio de quedarse sin vacaciones para estudiar como un condenado. Agustín siempre había percibido la callada envidia de Sánchez, o tal vez lo que él creía que era envidia o resentimiento y sólo era timidez, retraimiento, cortedad. Agustín le ofrecía ayuda, lo invitaba a que estudiaran y repasaran juntos, pero Sánchez, orgulloso y casi hosco, siempre se negaba. Después, en Preparatorios, como Agustín se decidió por química y Sánchez por abogacía, se habían visto bastante menos y quizá por eso la relación había seguido cauces más normales. Años después, y sin que Agustín recordara si había existido algún motivo concreto, sus vidas se habían bifurcado.

Ahora, cuando repasaban en todos sus detalles los respectivos itinerarios, Agustín registraba una curiosa contradicción y se la decía sin ambages al compañero reencontrado: él, Agustín, el ex brillante, ni siquiera había concluido Preparatorios (a la muerte del viejo, tuvo que hacerse cargo de la ferretería y ya no pudo seguir estudiando, o le dio sencillamente pereza, al ver que su situación económica se normalizaba) y Sánchez, en cambio, el estudiante que parecía mediocre y avanzaba a los tumbos, ahora era abogado, tenía un estudio con dos socios de primera, asesoraba a importantes compañías nacionales y extranjeras, era en fin alguien mucho más encumbrado que el modesto ferretero. Además, Sánchez se había casado, tenía tres hijos, dos niñas y un varón, le mostró las fotos, linda mujer, preciosos chiquilines. Agustín, en cambio, solterón empedernido (no tenía por qué mencionar a Marta) o sea que la soledad lo esperaba, agazapada, implacable y paciente, qué se la va a hacer. Y fue después de tanto intercambio, de tanto repaso de antiguos profesores y compañeros de clase (Casenave murió, ¿lo sabías?, y el Pulpo, aquel de Matemáticas, se fue a los Estados Unidos y allí es un capo, y la gordita Moreno se casó con un árbitro de fútbol, quién iba a decir), fue después de tanta amistad recuperada, que Agustín abrió las compuertas de la confidencia y por primera vez le narró a alguien su tortura privada. Sánchez le dedicó una atención que Agustín le agradeció con el alma. Y el remate de toda la historia (a esta altura ya no sé qué hacer, estoy desorientado, y además, a vos puedo confesártelo, tengo miedo) halló la sonrisa franca, estimulante, del nuevo Alfredo. Así no podés seguir, qué esperanza, y se quedó un rato pensando, con la mirada fija en la pared. Mirá, si han pasado siete semanas y te siguen llamando y no te ha ocurrido nada, lo más probable es que sea una broma o simplemente ganas de joder. Cuando ocurre una cosa así, uno genera un miedo real, pero también, y es lógico que así suceda, uno inventa otra porción de miedo. Vos que siempre supiste de música: ¿conocés un tango de Eladia Blásquez que habla de los miedos que inventamos? "Los miedos que inventamos / nos acercan a todos." Ah, no estoy de acuerdo. Esos miedos que inventamos son los más peligrosos. De ésos tenés que librarte, y con urgencia, porque los miedos que inventamos son los únicos que nos pueden enloquecer. Agustín, ha sido una suerte que te encontrara, o que me encontraras, porque voy a sacarte del cepo. Este sábado vas a venir conmigo. Siempre paso los fines de semana con la familia en un lindo rancho que tengo en las afueras, casi en el campo. No me gustan las playas, sabés, demasiada gente, demasiado ruido. Yo soy tipo de pastito y no de arena. Precisamente este sábado mi familia no puede ir y no me gusta pasarla solo, así que te venís conmigo y se acabó. Allá tenés libros, música, naipes, cuadros, televisor. Te hace falta un fin de semana sin sobresaltos.

Así quedaron. El sábado, poco después del mediodía, tras bajar la cortina metálica del comercio, fue recogido por Sánchez en un flamante Mercedes. Almorzaron en un boliche medio escondido de la Ciudad Vieja. Nadie lo conoce, dijo Sánchez en tono casi conspirativo, pero aquí se come estupendamente. A Agustín no le pareció tan estupendo, pero valoró el gesto y la invitación. Se sentía bien, por primera vez en varias semanas. Narrarle a Sánchez toda la absurda historia había sido para él casi como haberla traspasado. Se sentía más libre, casi sereno. Menos mal, che, que me topé con vos, ya estaba como para internarme, no sé si en el nosocomio, en el manicomio o en la morgue. No digas pavadas, dijo Sánchez, y él no tuvo más remedio que reírse.

La carretera estaba fatal, o sea como en cualquier tarde de sábado, pero Sánchez no se inmutaba. ¿Qué te gusta ahora en música? ¿Lo clásico? Sí, pero sobre todo guitarra. ¿Y en la canción? Bueno, rioplatenses, latinoamericanas. Ah. ¿Viglietti? ¿Chico? ¿Los Olima? ¿Silvio y Pablo? Sí, todos ésos me gustan. Decime Agustín: en música vos fuiste siempre medio subversivo. No tanto, che, además ahora es difícil conseguir esos discos. Por supuesto, pero yo los consigo, tengo mis medios, qué te parece.

El rancho no era rancho sino espléndida casa, con jardín y un cerco de troncos, bastante alto. Por los perros, sabés, explicó Sánchez. Los perros. Eran verdaderamente impresionantes. Ante la presencia del extraño se abalanzaron mostrando su admirable dentadura, pero Sánchez los llamó a sosiego: ¡Jules! ¡Jim! Hay que tener estos bichos, no hay más remedio, ha habido muchos robos y asaltos en la zona, y además aquí estamos demasiado aislados, más vale prevenir. Quien se encargó de adiestrarlos fue mi primo el comisario (eh, no pienses mal) y por eso son una garantía, mejor que todas las armas y las alarmas. Hay un viejo que viene todas las tardes (camina como un quilómetro, pero él dice que le hace bien) a darles de comer. Menos los fines de semana, porque venimos nosotros.

Cuando pasó, no demasiado tranquilo, entre Jules y Jim (es mi modesto homenaje a Truffaut, te acordás de la película, a mí me encantó), Agustín se asombró de su tamaño. ¿Y los tenés siempre sueltos? Claro, encadenados no me servirían. Además, si estamos nosotros aquí, los de la familia, obedecen y no atacan, pero cuando vengo con los botijas y salen a jugar al jardín, entonces sí los ato, por las dudas.

El interior del "rancho" era muy confortable. Sánchez le mostró la habitación que le había destinado y le ofreció ropa liviana, para que se cambiara, bah creo que tenemos el mismo talle, después si hace frío encendemos la estufa. Mientras Sánchez aprontaba los tragos, nada menos que Chivas, Agustín fue revisando los libros, los discos, las cassettes. Había para todos los gustos. ¿Quién iba a pensar que aquel botija taciturno, medio lerdo para los números, casi un pichón de hipocondriaco, se iba a convertir con los años en este tipo abierto, enterado, comprensivo, que sabía vivir, y que hasta lo había empezado a curar de su miedo inventado? Mirá Agustín, con las amenazas pasa como con los perros bravos: si les tenés miedo, se te echan encima. Si en cambio los afrontás con serenidad, entonces te respetan.

Cuando sonó el teléfono, a Agustín casi se le cae el vaso. Sánchez advirtió su sofocón, tranquilo viejo, aquí no te va a llamar nadie, aunque sea sábado. Él mismo atendió la llamada, escuchó con aire de sorpresa y no te preocupes, salgo enseguida, andá llamando al médico para ganar tiempo. El gesto era más de fastidio que de preocupación. Qué pasa. Nada, nada, anoche el más chico de los pibes tenía un poquito de fiebre pero ahora de golpe le subió a casi cuarenta. Es bastante frágil, sabés, así que cada vez que se enferma mi mujer se muere de susto. Puta qué lástima, tengo que irme.

Voy contigo, dijo Agustín. De ningún modo, vos te quedás aquí, descansando, tranquilo, recuperando fuerzas, leyendo lo que quieras, escuchando guitarra (tengo a Segovia, Julien Bream, Carlevaro, Yepes, Williams, Parkening, podés elegir) o lo que se te antoje. Nadie sabe que viniste, así que nadie te va a llamar. Ahí te queda la heladera, llena de carne, verduras, fruta, bebidas, como para que te alimentes una semana a cuerpo de rey. Pero yo de cualquier manera vengo a buscarte mañana por la tarde, a más tardar. Eso sí, no salgas al jardín. Por los perros, entendés, te saltarían encima, por eso las ventanas tienen rejas, aquí estarás tranquilo. Te hace falta reposo. Y tranquilidad. Aprovechate, gaviota.

Sánchez recogió rápidamente el bolso, la boina, el llavero, que al entrar habían quedado sobre una mesa ratona. Antes de salir le dio un semiabrazo. Que no sea nada lo del botija, dijo Agustín. No te preocupes, se pondrá bien, ya conozco esos vaivenes, es más el susto de mi mujer que la fiebre del chico. Pero tengo que ir.

Y, cuando ya salía, me dijiste que te gustan los Olima ¿no? Mirá, en aquel estante está su última casette. Donde arde el fuego nuestro. Me la mandaron de Barcelona unos amigos. Te la recomiendo, sobre todo la cara B, donde figura Ta' llorando, es para conmover hasta las piedras. Y además es clandestina, así que sos un privilegiado, no te la pierdas. 

Cerró la puerta con un golpe seco. Agustín escuchó los ladridos de los perrazos (¡Jules! ¡Jim! ¡Quietos! ¡Basta!) y luego el Mercedes que arrancaba. Estaba un poco desconcertado por el inesperado cambio de programa. Así y todo, se dispuso a pasarla lo mejor posible. Pobre Sánchez, con la buena voluntad que había puesto para que él se recuperara. Se quedó saboreando y terminando el segundo Chivas y mirando uno a uno los cuadros. En realidad eran reproducciones (Miró, Torres García, Pollock, Chagall) pero excelentes. Había que hacer balance. De pronto toma una decisión. Si llega a librarse de los miedos inventados y, por supuesto, también de los reales, se casará con Marta. 

Lo sobresaltó un ruido en la ventana y distinguió, tras las rejas, las cabezas impresionantes de Jules y Jim. No ladraban, simplemente lo miraban con fijeza, como asegurando un objetivo. Evidentemente, esos mastines no eran símbolo de hospitalidad, así que empezó a mirar los discos y las casettes. Qué estúpido, no le había pedido a Sánchez el número de su teléfono en la ciudad, para llamarlo más tarde y preguntarle cómo sigue el botija. Así y todo, aunque con vestigios de recelo, se acercó al teléfono y levantó el tubo. La línea estaba muerta. Se ve que con la última llamada se estropeó. Mejor, así estoy seguro de que el de los sábados no llama. Otra vez las casettes. Eligió una de Segovia y también la de Los Olimareños que le recomendara Sánchez. Colocó la del guitarrista y oprimió la tecla play.

Con la cajita en una mano y el vaso en la otra, fue siguiendo el repertorio mientras escuchaba: Fantasía, Suite, Homenaje ante la tumba de Debussy, Variaciones sobre un tema de Mozart. La guitarra sonaba cálida y acogedora en aquel ambiente que, de tan impecable, parecía virgen de ocupantes. Aprovechó aquella paz (sólo perturbada por la visión de Jules y Jim en la ventana) para examinar el desasosiego de sus últimos y penúltimos sábados. Mañana, cuando Sánchez venga a buscarlo, le diré que, gracias a él, ya se siente libre de Los Miedos Que Inventamos. Sólo le queda el Miedo Real, pero ahora sí tiene la impresión de que éste es menos grave, más gobernable. La guitarra concluye grave y melancólica y el aparato se frena automáticamente. Retira la casette de Segovia y pone la de Los Olimareños (se fija bien que sea la cara B) pero antes de oprimir de nuevo la tecla play, se sirve otro Chivas y toma un trago largo. Es cómodo y simpático el ranchito, jajá, del amigo Sánchez, del amigazo Alfredo Sánchez. Carajo estoy borracho, se dice al advertir que la enorme estantería va perdiendo nitidez, entremezclando sus colores. ¿Cómo será ese Ta' llorando? Oprime por fin la tecla, hay un espacio de zumbante silencio, y luego el formidable equipo estereofónico se limita a decir hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín.

(Mario Benedetti, Geografías, Alfaguara, Madrid, 1984, págs. 110-121)


Geografías es un libro escrito íntegramente durante el exilio español del  uruguayo Mario Benedetti, de cuyo nacimiento se cumplen cien años el próximo día 14. El libro reúne catorce cuentos y otros tantos poemas agrupados en dúos afines, colocando cada uno de esos pares bajo un epígrafe geográfico que, como observa Fabio Rodríguez Amaya*, 

a modo de metáfora, nos acerca a un espacio mental o físico, real o imaginario, filtrado por la nostalgia, la idealización e incluso la deformación, producida en lo más profundo de la psicología o de los sueños por parte del exiliado.

El título del libro, que se corresponde con el primero de los cuentos, incluye además ese sentido que comprende las distintas geografías del exilio y también de la nostalgia, los sueños e incluso el desexilio.  

El cuento "Jules y Jim" está agrupado con el poema "Finta" bajo el membrete "Humus".  Vicente Cervera Salinas ("Los cuentos 'crueles' de Benedetti", en cervantesvirtual.com), relaciona este relato con el cuento de Villiers titulado "La esperanza" pues

también se trata aquí de una creciente dosificación del mal, y asimismo, de convertir la presumible liberación, otra vez la espera, en el último estertor de lo cruel. La falsa amistad es aquí el rostro del cruel resentimiento, alimentado por el sustento de lo innoble. 

Pero, a diferencia de Villiers,   Benedetti lleva su  ficción al territorio de lo social, según Cervera Salinas: 

el cruel Alfredo Sánchez, metaforizado en los impresionantes mastines que custodian su lujosa villa y que, acertadamente, dan título al cuento, es presentado como un triunfador, un hombre de prestigio, fama, posición y dinero. La masa lo ha convertido en un personaje respetable, a pesar de su inadvertido rencor que lo gobierna, y por tal razón es tan responsable como él de su miseria y crueldad.

Mario Benedetti, en Madrid. /CONSUELO BAUTISTA (elpais.com)


*"Poéticas y dialéctica del exilio en GEOGRAFÍAS de Mario Benedetti, en Lingua e Letteratura 4 /1985, pp. 151-174.

[Imagen inicial: mauriciorodriguezeace.blogspot.com]

domingo, 6 de septiembre de 2020

"Gaviotas" y "Abandono", de Vincenzo Cardarelli



GAVIOTAS

No sé dónde las gaviotas tengan su nido,
dónde hallen la paz.
Como ellas soy,
en perpetuo vuelo.
Rozo la vida
como ellas el agua al pescar el alimento.
Y acaso también como ellas amo la calma,
la gran calma marina,
pero mi destino es vivir
resplandeciendo en la borrasca.


ABANDONO

Volaste, huiste
como una paloma
y te perdiste hacia allá, hacia el oriente.
Pero perduran los sitios que te vieron
y las horas de los encuentros.
Horas desiertas,
sitios que volviéronse para mí un sepulcro
en el que monto guardia.


Versión original en italiano:

GABBIANI

Non so dove i gabbiani abbiano il nido,
ove trovino pace.
Io son come loro,
in perpetuo volo.
La vita la sfioro
com'essi l'acqua ad acciuffare il cibo.
E come forse anch'essi amo la quiete,
la gran quiete marina,
ma il mio destino è vivere
balenando in burrasca.

ABBANDONO

Volata sei, fuggita
come una colomba
e ti sei persa là, verso oriente.
Ma son rimasti i luoghi che ti videro
e l'ore dei nostri incontri.
Ore deserte,
loughi per me divenuti un sepolcro
a cui faccio la guardia.

En Poetas italianos del siglo XX, UNAM, México, D. F., 2004.
Traducción de Marco Antonio Campos


Vincenzo Cardarelli./ Paolo Monti, 1957
Vincenzo Cardarelli
es  seudónimo del escritor italiano Nazareno Caldarelli (Tarquinia, 1887-Roma, 1959). Hijo no reconocido por su padre y abandonado más tarde por su madre, tuvo una infancia difícil. Fue en gran parte autodidacta, pues apenas cursó estudios reglados. Se libró de participar en la Primera Guerra Mundial por una minusvalía en el brazo izquierdo. Muy joven se mudó a Roma, donde desempeñó diversos trabajos para sobrevivir, antes de empezar su labor como periodista en 1905. En 1911 se trasladó a Florencia. En esta época colaboró en diversas revistas. En 1919 fundó la prestigiosa revista literaria La Ronda, que propugnaba la vuelta al clasicismo, y una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, fue nombrado director de la Fiera Letteraria. En Roma pasó la mayor parte de su vida, sin familia, alojándose en hoteles, y solo, a pesar de su relativa fama. Y en Roma murió, solo y pobre. 

En sus primeros libros combinó poesía y prosa, pero más tarde separó estas dos formas de expresión. Sus poemas fueron reunidos en el libro Poesie, publicado por primera vez en 1936 y reeditado en su versión definitiva en 1958. Influenciado por Dante, Leopardi, Goethe y Baudelaire, es autor de una poesía desnuda, opuesta al hermetismo de sus coetáneos italianos. En ella trata temas tópicos (el paso del tiempo, el dolor por todo lo perdido, la vejez y la muerte o el amor), pero expresados de forma intensa y original. Escribió, además,  prosa autobiográfica recogida en títulos como Prólogos (1916, su primer libro), Viaje en el tiempo (1920), Fábulas y memorias (1925), El sol ardiente (1929), El cielo sobre la ciudad (1939), Las cartas no enviadas (1946) y Villa Tarantola (1948).

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