© Saul Leiter
THINK IN OVER
Piénsalo, a nuestra edad ya no saldrá bien. Cada uno viviendo en su casa es mucho mejor, habrá más deseo. Para qué quieres hacerme el desayuno, eso da igual. Yo creo que eso no ha funcionado nunca, pero la gente cumple años, y se deja llevar, porque enseguida te mueres, y si cumples los sesenta, qué más da.
Cenamos los viernes. Nos llamamos entre semana, jugamos. Nos mandamos fotos eróticas por el guasap.
Cómo me iba a ir con una de treinta si son todas tontas, ambiciosas y sin talento.
Cómo te ibas a ir tú con uno de treinta si son tontos, grandilocuentes y calvos.
Piénsalo, piénsatelo mientras te vistes.
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Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo. Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí.
Lo mal que la traté y lo mal que nos tratamos, aun queriéndonos tanto; y lo poco que supiste de mi vida en los últimos tiempos, ocultándote lo mal que me iba en mi matrimonio y en todas partes y tú sabiéndolo, porque, al fin, todo lo sabías, me veías beber esos licores fuertes, me veías esa sed tan rara, esa sed tan desconocida para ti, que tanto te asustaba y tanto temías.
Ya nadie me llamará, tan obsesivamente, para saber si estoy vivo, y a quién le importará si estoy vivo o muerto; yo te lo diré: a nadie.
De modo que el gran secreto era éste: ya estoy completamente desamparado, arrodillado para la decapitación, para el anhelado adiós de este cuerpo, de esta existencia meramente social y vecinal que lleva mi nombre, nuestro nombre.
No volveré a ver nunca tu número de teléfono en la pantalla de mi teléfono móvil; tú, que te quejabas de que no tenías uno, de que yo no te regalara uno, te juro que no hubieras sabido hacerlo funcionar, lo habrías tirado por la ventana, como yo haré con el mío esta noche del supremo delirio.
Porque eras un número de teléfono, cincuenta años en ese número encerrados: nueve siete cuatro, treinta y uno, cero, cuatro, tres, nueve. Márcalo ahora, márcalo si tienes valor y te contestarán todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la nada, la ira roja de los peores huracanes celestiales, la árida y blanca nada convertida en una mano negra.
Daba igual dónde estuviera: podía estar en América o en Oriente, tú llamabas, tú llamabas a tu hijo siempre porque yo era Dios para ti, un Dios fuera de la ley, poderoso y sagrado, lo único real y suficiente, siempre tu hijo fuera de todo orden, siempre reinando, porque todo cuanto yo hacía e hice recibió tu larga aprobación, cuya moralidad no es de este mundo.
Sabedlo.
Tú, que me amabas hasta la desesperación. Tú, que derramaste sangre por mí y por mi discutible y oscura vida, llena de liturgias cuyo sentido tú desconocías, y hacías bien, pues nada había que conocer, como finalmente he acabado sabiendo, igualado en ese conocimiento al más sabio de los hombres.
Y ahora, otra vez camino del Crematorio, como ya escribí en un poema con ese título, en el que hablaba de tu marido, mi padre, a quien también quemamos, unos mil grados alcanzan esos hornos.
Mi gran padre, del que tú te enamoraste —vete a saber por qué— en mil novecientos cincuenta y nueve, y a quién demonios le importa ya sino a mí, el que siempre os quiso tanto y os querrá hasta el último minuto del mundo.
Te di un beso en la santa frente helada un domingo por la mañana de un veinticuatro de mayo del año dos mil catorce, lloviendo, en una primavera inesperadamente fría, mientras una máquina sofisticada introducía tu caja barata —mira que somos pobres— en el fuego final, al que mi hermano y yo te condujimos.
Sentí tu frente antigua acabada en mis labios antiguos y acabados, pero aún conscientes los míos; los tuyos, venturosamente, no.
Nunca pensé que el sentimiento final fuera este: la envidia que me diste, la codicia de tu muerte, codiciando tu muerte, porque me dejabas aquí, completamente solo por primera vez en nuestra larga historia de amor, y solo para siempre.
Y recuerdo ahora a todas aquellas mujeres que querían acostarse conmigo, hacer el amor conmigo, y eso acabó siendo mi vida, cuando yo solo quería estar contigo para siempre.
Vaya, mamá, no sabía que te quería tanto. Tú sí que lo sabías, porque siempre lo supiste todo.
Qué bien que todo haya acabado, en una culpable tarde de primavera en donde comienza el mundo, en donde para ti acaba el mundo, en donde para mí ni acaba ni comienza sino que persiste involuntariamente.
Qué bien este silencio omnipotente, aquí, en Barbastro, donde fuimos madre e hijo, por los siglos de los siglos.
Aquí, en Barbastro, en este sitio tan nuestro, tan escuetamente nuestro: todo ocurrió aquí, en estas calles.
Todo lo recuerdo, y todo lo recordaré.
Te amo, finalmente.
Como no he amado a nadie: todas fueron tu réplica.
Ah, se me olvidaba: podías haber dejado algo para pagar tu entierro, no sabes lo mal que me va y lo pobre que soy, mira que fuiste manirrota y derrochadora, y lo que vale el ataúd más económico, como dicen ellos, los caballeros dulces de la funeraria.
Mira que fuimos pobres y desgraciados tú y yo, ma mère, en esta España de grandes hijosdeputa enriquecidos hasta la abominación. Y aun así, pobres como ratas tú y yo, mantuvimos el tipo, como dos enamorados.
Qué bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero o te quise, ya no sé, y a quién le importa, desde luego no a la Historia de España, nuestro país, si es que sabías cómo se llamaba la solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y yo.
(De El hundimiento, Visor, 2015)
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¡Qué buenos
ResponderEliminarA lo que ha llegado la poesía del Amor comparándola con la del siglo XIX... jejeje Y espera, que el individualismo no tiene fin, gracias a la imparable tecnología que nos "libera" del otro para todo: desde la economía y el trabajo hasta el sexo.
Es estremecedor el poema dedicado a la madre muerta. Me ha gustado cantidad.
Y observo que ambos poemas se complementan bien porque el poeta no encuentra en las mujeres de sus relaciones el amor inquebrantable de una madre.
Carlos San Miguel