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jueves, 5 de diciembre de 2013

"Las voces bajas", de Manuel Rivas




     El reciente viaje de Manuel Rivas a nuestra Comunidad para participar en el programa "Conversaciones con el autor", nos ha traído a la memoria su  última obra, Las voces bajas , las voces "de los que no quieren dominar y se alimentan de palabras y cuentos."  
     Aunque en la contraportada se dice que es "la novela de la vida",  Las voces bajas no es propiamente una novela, sino una narración con mucho de autobiográfica, en la que Manuel Rivas evoca con una mirada poética, pero también cargada de ironía y humor, el mundo de su infancia y adolescencia, un mundo ya desaparecido: el de la Galicia de posguerra, poblado de seres que luchan por la vida, de héroes anónimos; la Galicia de la emigración, la Galicia del analfabetismo, la de los cuentos al amor de la lumbre;  un lugar donde lo extraordinario se mezcla y confunde con la cotidianeidad. Esa rememoración no sigue un orden cronológico, sino que los capítulos se organizan  en torno a personajes, lugares o motivos distintos, de manera que cada uno  constituye casi un relato que puede ser leído de modo  independiente, pero que adquiere su verdadero sentido en relación con el resto de la obra.

    El fragmento seleccionado recoge los recuerdos  ligados a la casa de su abuelo materno, en Corpo Santo, un lugar que  "sabía a cerezas", donde el abuelo escribe cartas para los emigrantes y se cuentan historias junto al fuego:
    Quien de verdad se comunicaba con gran parte del mundo  era mi abuelo. Lo hacía desde una pequeña mesa que tenía en el piso a modo de escritorio. [...] En el escritorio de Corpo Santo  había postales y cartas de la diáspora emigrante. Direcciones, sellos y vistas fotográficas en las que fermentaba, intensa y primaria, la cuatricomía de la Tierra Prometida. Las postales componían allí un atlas. Él era un verdadero escritor. Como decían los antiguos griegos, "un intérprete de intérpretes". Lo que escribía eran cartas para emigrantes. Venían las "viudas de vivos" y él ponía caligrafía a las noticias y a los sentimientos que pasarían el mar más allá del islote de la Marola, la marca del adiós en la boca de la bahía. Tenía muy buena letra. Las cartas parecían paisajes vegetales. Allá, en América, si el lector se fijaba, podía leer la palabra y también ver en ella aquello que se nombraba, y acaso algo más. Lo que no se decía.
     Junto al pequeño escritorio planetario, había en  Corpo Santo otro lugar extraordinario. Una escalera con peldaños de pino, tabicada también en madera. Era la que comunicaba la planta baja, con suelo de tierra prensada, y la planta superior, con piso de madera y donde estaban los cuartos de dormir y los arcones con lo más valioso: los ajuares, las semillas y las escrituras.
    Por el día trabajaban sin descanso. Pero cuando se atravesaba la frontera del crepúsculo se producía una profunda metamorfosis. Los  seres silenciosos dejaban el trabajo en el colgador de la ropa y eran convocados a una segunda vida. Alrededor de la comida, el vino, el fuego, acudían las palabras con sus novedades y sus cuentos. En la planta baja, a un lado estaba el lar y al otro, la cuadra del ganado. Las vacas asomaban las cabezas por los pesebres, tres fuerzas incesantes succionando hierba y exhalando nubes de vaho. Ese aliento animal era el que cubría todas las mañanas el valle de Corpo Santo. La fábrica de niebla, tan verosímil, ése era un cuento para niños. Ellos tenían otros para sí. Cuentos de la Santa Compaña, de muertos con saudade, que echaban de menos el café con gotas de aguardiente, cuentos de lobo, con sus lobisomes pero también sus mujeres lobas. Cuentos de aventura y viaje, la infinita saga de la emigración. El polizón emigrante que no se decide a bajar del barco, y así toda la vida, de ida y vuelta, escondido, un hombre secreto. Historias de huidos al monte, de los maquis. De crímenes y venganzas. El hombre que va a la fiesta, con el propósito de matar al rival,  pero cuando ya se oye la música de la verbena medita sobre el asunto  y decide deshacerse de la navaja, y al terminar el baile, el otro,  el que iba a morir, encuentra el arma, gotas de luna y rocío en la hoja, y va y se hace con ella, decidido, con un propósito... Cuentos de amores apasionados. [...]
Y ahí, en los cuentos de amores, y de peleas por los amores, era el momento en que nosotros debíamos subir a los territorios del sueño. Aunque sabíamos que aquella expulsión era fingida. Que quedaríamos invisibles y clandestinos, sentados en el peldaño más alto, bajo una lámpara que comunicaba el viento de fuera, la intensidad de los cuentos, el rescoldo del fuego y nuestra propia brasa.[...] En los cristales de la ventana del lavadero, veíamos reflejados los rostros que hablaban en el claroscuro, como desde otro tiempo, que no era pasado, sino eso, otro tiempo. Las palabras alimentaban las llamas, pero llegaba el momento en que huían del fuego, ahumadas, pero al fin libres, hacia la oscuridad.

                                                 Manuel Rivas: Las voces bajas, Alfaguara, Madrid, 2012, pp. 37-39

Entrada relacionada:
Recomendamos leer el artículo "Rivas merodea por su memoria" que, sobre esta obra, publicó Tereixa Constenla en El País:

1 comentario:

  1. !Guau! ¡qué chulada de recuerdos! Inevitable acordarme de El bosque animado.
    Carlos San Miguel

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